Un cuento breve sobre edificios altos, de Robert Shearman

Robert Shearman es un guionista, dramaturgo y escritor de relatos breves británico. Seguro que muchos de vosotros lo conocéis bien, dado que varias de sus colecciones de relatos se han traducido al español (las últimas, de la mano de la editorial La máquina que hace PING!), y además ha estado presente tanto en el Festival 42 como en el Celsius. Sin olvidar, por supuesto, que en Cuentos para Algernon ya hemos tenido la suerte de poder disfrutar no solo de dos de sus estupendos cuentos (Dígitos y Los archivos de Constantinopla), sino también de una pequeña reseña cinéfila sobre La rosa púrpura de El Cairo.

Un cuento breve sobre edificios altos (A Short History of Tall Buildings) se publicó originalmente en 2020 dentro de la mastodóntica, original y brillantísima We All Hear Stories in the Dark, una colección de ciento un relatos con estructura de «Elige tu propia aventura», que ya os recomendé en su momento por aquí. De entre ellos, en esta ocasión he escogido esta saga familiar, sobre la ambición y el miedo a decepcionar a los demás y a nosotros mismos; con una premisa que en manos de otros autores podría resultar absurda, pero que en las de Robert se convierte en una historia sorprendente, entrañable y llena de humor, que suspende totalmente nuestra incredulidad durante el tiempo que tardamos en leerla.

Mientras esperamos que alguna audaz editorial nos dé la alegría de traducir los restantes noventa y ocho cuentos de We All Hear Stories in the Dark, por mi parte quiero agradecer una vez más a Robert su tremenda amabilidad, dado que en todo momento se ha mostrado encantado de compartir con nosotros estos pequeños adelantos de su (por el momento) obra magna. Thanks a million, Rob!

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Un cuento breve sobre edificios altos

Robert Shearman

Las fotografías de dominio público de mi abuelo abundan, pero mi favorita, como tal vez no sea de extrañar, es una que no encontraréis en ningún libro de historia: la tomó mi abuela y lo atrapa en un raro momento de intimidad familiar. En el resto de las instantáneas que existen de él, está posando para las cámaras —en su diario, se refiere a ellas no tanto como fotografías sino como documentos que conmemoran la finalización de otro más de sus proyectos, para ser publicadas en los periódicos—. En ellas, mi abuelo está plantado junto a la base de uno de sus rascacielos y a su lado no es raro que haya algún alcalde o dignatario, o una cinta para cortar; y él está tieso y atildado, no sonríe y parece la mar de severo, ¿y eso que se trasluce en su expresión es orgullo o tan solo arrogancia?

Sin embargo, la instantánea que a mí me gusta es distinta. Atrapa al auténtico hombre. Al menos eso es lo que yo creo, que ese es el auténtico hombre. En ella aparece de nuevo junto a la base de uno de sus edificios, pero en esta ocasión no está terminado, aún faltan por insertar alrededor de dos metros de ladrillos para que llegue al suelo. Y lo acompañan dos niños de corta edad: uno es mi padre, el otro el tío al que no llegué a conocer. Los críos parecen idénticos a pesar de llevarse tres años. Si sé que el niño sobre los hombros de mi abuelo es mi tío es solo porque me lo dijo mi padre, que, por lo tanto, tiene que ser el que se aferra a los pantalones de mi abuelo. Es una fotografía que transmite felicidad, aunque tampoco demasiada: la expresión de mi abuelo es de incómoda confusión, como si no estuviese acostumbrado a mostrarse juguetón con sus hijos, y mi padre parece al borde del llanto.

No creo que a mi abuelo le gustara esa fotografía. Aunque el hecho de que ahí esté apunta a lo contrario: era famoso por su obsesión por controlarlo todo y, si hubiese deseado destruirla, seguro que ya no existiría. Aunque no podemos olvidarnos de una posible intervención de mi abuela; para mí era simplemente la yaya, por supuesto, una anciana dulce pródiga en regalos y abrazos, pero mi padre me contó que en sus buenos tiempos era tan estricta y terca como mi abuelo. Tal vez incluso más, supongo —mientras él andaba con la cabeza en las nubes, sería a ella a quien le tocaría encargarse de la casa y la familia—. Yo sé que a mi abuela sí le encantaba la fotografía. Creo que este es uno de los escasos recuerdos claros que tengo de ella. Mi abuela me preguntó un día si le ponía cara al abuelo y yo respondí que sí, que claro —incluso a esa edad me resultaba familiar de las clases del colegio—. Ella me guiñó un ojo y dijo algo que entonces a mí se me antojó raro, de ahí que lo recuerde: que todas las fotografías famosas estaban pensadas para mantener oculto a mi verdadero abuelo. Fue entonces cuando me mostró aquella otra. Fue entonces, también, cuando me dijo que me la regalaba, que tenía que conservarla toda la vida. «Así siempre habrá alguien que lo sabrá», añadió. Yo estaba acostumbrado a que sus obsequios fuesen juguetes o bolsas de golosinas, y me dejó un tanto desconcertado, creo, que me entregase una vieja foto en blanco y negro de un hombre que estaba muerto. Pero ella me había pedido que la guardara bien. Conque eso hice.

La composición de la fotografía no es demasiado allá. La acción no se desarrolla en el centro. Y los brazos en movimiento de mi abuelo salen borrosos. Él siempre escribía sobre lo importantes que eran la forma y la función en su trabajo, en el que siempre está presente una simetría clásica, un orden absoluto. No, no creo que la fotografía le gustara lo más mínimo.

Mi abuelo fue muy famoso. Ni que decir tiene que lo sigue siendo, aunque ahora toque rebuscar en los libros de texto para encontrarlo —no es culpa suya que las modas hayan cambiado—. Pero en mi época escolar el nombre Anthony Baregi sí era lo bastante célebre como para que a mis compañeros de clase les pareciese cómicamente inapropiado que yo también me llamara así: era como si me hubiese llamado George Washington o Abraham Lincoln. El nombre representaba el empuje de la determinación y el ingenio estadounidense, y no le pegaba a un chiquillo de siete años con pantalones cortos. Creo que mis padres solo estaban tratando de hacer lo correcto: mantenían que en la vida me vendría bien que la gente se acordase de quién era mi abuelo y de todos sus logros —mi padre me aseguró que a él le había resultado bastante útil, que sus jefes siempre creían que a lo mejor había heredado alguna pequeña chispa de genio—. A mí nunca me molestó. ¿A quién le molesta realmente su propio nombre? Es algo con lo que te despiertas todas las mañanas y con lo que te acuestas por la noche. Aunque a mí me gustaba que me llamasen Tony. Prefería Tony, que sonaba mucho más a nombre de niño, y que me daba un cierto respiro de la sombra de mi abuelo. Ahora, cuando soy un hombre de cuarenta años, sigo siendo Tony. A veces me parece un tanto bochornoso. Hace que suene como si aún fuera un niño.

Sí sé que en una ocasión, de crío, me encontraron en la escuela jugando con unos bloques de construcción —ya sabéis, esas piecitas de madera que encajan unas con otras—. Había montado una torre, tan alta como había podido, utilizando todos los bloques disponibles, y mi obra se alzó por encima del pupitre, del alféizar de la ventana, y luego llegó a ser incluso más alta que yo, me vi obligado a subirme a una silla para continuar con el edificio. Y aquello despertó un cierto revuelo: mi profesora se preguntó si me iría a convertir en un arquitecto brillante como mi tocayo, si construiría rascacielos que transformarían el perfil urbano de Nueva York, ¡si a lo mejor iba a edificar el edificio más alto del mundo! A decir verdad, yo jamás he sentido el impulso de construir rascacielos. Jamás he sentido el impulso de construir nada de nada. Yo solía husmear un poco por mi cerebro, cuando estaba creciendo, incluso de joven, solo por ver si encontraba algo de brillantez en estado latente. Pero de veras creo que no la hay. Y dudo de que aquel día en la escuela diese muestras de ninguna, por mucho que fueran a buscar al director e informasen a mis padres; yo ya no recuerdo aquel impulso, desde luego, pero lo más probable es que apilase bloques uno encima de otro porque eso es lo que se hace con los bloques, algo puramente mecánico, para nada creativo.

En una ocasión le pregunté a mi padre por qué él no era famoso. Yo había crecido con el convencimiento ciego de que los abuelos eran personas famosas (o, al menos, tenían la opción de serlo; el padre de mi madre aún estaba vivo y no era más que un viejo pelmazo). Si mi abuelo había sido un «gran hombre», ¿por qué mi padre no lo era también? Y, aunque por entonces mi padre a veces reaccionaba de manera imprevisible, no se enfadó conmigo. «Un gran hombre es suficiente para cualquier familia», me aseguró. «Un gran hombre es suficiente», y yo lo acepté. Entonces me pareció lógico. Tenía esa lógica que algunas verdades solo tienen en la infancia. Y me pregunto si ese fue el motivo por el que aquel día en el colegio derribé a patadas los bloques de construcción, eché a tierra mi torre, aunque con ello decepcioné tremendamente a mi maestra, aunque con ello me gané unos cuantos palmetazos.

A veces miro la fotografía de mi abuelo y me pregunto si a él le gustaría. Y a veces la miro y me pregunto si yo le habría gustado.

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Existe la creencia general de que fue a mi abuelo a quien se le ocurrió el término «rascacielos»[1], la he visto plasmada en libros de texto como un hecho cierto. No lo es. Antes de que él naciera, la palabra rascacielos ya se venía utilizando para referirse a cualquier cosa con una altura mayor de lo habitual, desde un sombrero a un caballo o un hombre grandes; incluso de las bolas altas en el béisbol se decía que «rascaban el cielo». Lo poético del término no se lo debemos a mi abuelo, aunque ¿fue él el primero en utilizarlo con el sentido que tiene hoy en día, referido a un edificio tan alto y majestuoso que nos deja maravillados, que parece tocar el mismísimo cielo? No lo sé. Creo que sí. Es probable que eso sí sea cierto.

En sus diarios, descubiertos tras su muerte, mi abuelo revela que luchó en la Gran Guerra. Su narración es bastante desapasionada —todo su diario es bastante desapasionado, mi abuela solo merece una mención y mi padre ninguna—. Sin embargo, salta a la vista que la experiencia lo marcó. Lo que dice de Europa es que es llana y deprimente. Es de suponer que se hallaba en las trincheras y contempló el terreno reducido a su forma más básica, tan solo barro y hoyos en el suelo. A su regreso a Nueva York, joven, lleno de energía y felizmente vivo, era un hombre con un plan. Ya no quería que el mundo siguiera siendo llano.

El primero de los «rascacielos» de Baregi contó tan solo con quince pisos y fue construido para el Prudential Bank en el cruce de las calles 33 y Main. Con sus noventa metros, su altura ahora parece muy modesta comparada con lo que sabemos que vino después, pero, en su época, fue algo auténticamente revolucionario. En la calle, la gente se paraba ante él y lo contemplaba maravillada, echando la cabeza hacia atrás para poder divisarlo en su totalidad. Se cuenta que algunos se negaban a acercarse demasiado, no tanto por miedo a que pudiera desplomarse sobre ellos, sino porque de manera natural sentían un reverencial respeto ante algo tan enorme y desmesurado. Mi abuelo consiguió más encargos gracias a él: el edificio para el Alliance Bank tuvo dieciocho plantas y, solo unos meses después, la Weston Tower en la avenida Lexington se alzó hasta unos increíbles treinta y tres pisos.

Si los métodos de construcción de mi abuelo nos parecen anticuados hoy en día es a causa de los sistemas modernos que los sucedieron que, a mi entender, estaban dictados más por la velocidad y el dinero que por cualquier motivación estética. Algunos de los rascacielos erigidos en Nueva York en los últimos años del siglo xx alcanzaron alturas que tal vez eclipsaran todas las obras de mi abuelo, y sin duda satisfacían a los turistas para los que contemplar vistas desde lo alto ya es lo bastante trascendente; pero yo diría que habían sido diseñados con tan solo el lucimiento en mente, no para despertar la imaginación. Carecen del toque personal. Construidos por cuadrillas de obreros —que en ocasiones alcanzaban los cientos—, tienen un aire duro, brutal y nada sutil. El motivo por el que mi abuelo fue alabado —el motivo por el que antes era un héroe— es que edificó cada uno de sus rascacielos de manera individual y con sus propias manos. En todos ellos había un poco de amor. Había algo humano.

Y ese método tan particular utilizado por mi abuelo, el que le ganó tantos aplausos en su momento y tantas burlas de sus detractores en su última época, ese método consistía, ni que decir tiene, en que eligió construir sus rascacielos empezando por arriba y avanzando hacia abajo.

No pretendo comprender más allá de los conceptos arquitectónicos más básicos —el genio era mi abuelo, ¡no yo!—. Pero estos son, creo, los aspectos prácticos generales de cómo logró sus mayores obras de arte. Porque yo mantengo que era arte, y el arte residía tanto en el método como en el propio edificio una vez finalizado.

Mi abuelo primero dibujaba sus planos con meticulosidad, desde luego. No había margen para errores, no podía permitirse lapsus en sus cálculos ni de un centímetro. Empezar el edificio desde lo alto te proporcionaba la falsa impresión de que disponías de muchísimo espacio por debajo, hasta el punto de que podías dar en pensar que no pasaba nada aunque desaprovechases un poco; sin embargo, a medida que ibas construyendo hacia abajo, a medida que el hueco entre el suelo y la base del rascacielos se iba estrechando cada vez más, tenías que estar seguro de no haberte equivocado en las cuentas. Cuando se encajaba el último ladrillo, cuando por fin se llenaba la hendidura entre tierra y cielo, el mismo debía deslizarse suavemente y ajustar a la perfección, como si en todo momento hubiese estado allí, como si desde siempre su destino hubiera sido estar allí. «El edificio terminado —escribió mi abuelo—, no debería parecer una novedad, algo llamativo, un espectáculo sin alma; debería hacerte sentir que ha existido desde siempre, y que no te cabe en la cabeza cómo la Naturaleza puede habérselas apañado sin él».

El hotel Finkleman, construido junto al río Hudson, medía exactamente 400 metros. La mampostería terminaba a los 370, y los últimos 30 correspondían a la aguja, con el famoso emblema Finkleman grabado. Fue una de las obras maestras indiscutibles de mi abuelo. Supongo que la cosa se desarrolló así: la aguja fue la primera parte del hotel asegurada en su lugar, naturalmente. Mi abuelo debió de trepar a lo alto del andamio de 400 metros y amarrarla bien justo a esa altura, medida con exactitud. Solo entonces pudo empezar a trabajar en la mampostería que descendía desde ese punto; tomó el primer ladrillo para fijarlo en la base de la espira. Debajo de este, colocó un segundo ladrillo; y debajo de ese, un tercero. También fijó otros a los costados de estos, para empezar a darle cuerpo al edificio, a proporcionarle anchura y profundidad. Y así continuó dando el callo todo el día —del amanecer hasta el crepúsculo, hasta que la luz se atenuaba y ya no veía lo suficiente para trabajar como Dios manda—, y entonces, tras volver a atar firmemente su obra al andamio, se deslizó de nuevo hasta el suelo para marcharse a cenar a casa con mi abuela.

¿Era esta la manera más sencilla de construir un rascacielos? No. No lo era. Y yo sabía que a mi abuela le preocupaba mandarlo a trabajar tan arriba, sin nadie que le hiciera compañía, con una mochila llena de ladrillos, un cubo de cemento, la paleta y la fiambrera con un sándwich. «Yo no le decía que llevase cuidado —me contó ella—. No le habría hecho gracia». Mi abuelo sabía que edificar rascacielos no era un juego de niños. No era tonto. «¿Quién quiere ver una pintura que no haya costado trabajo pintar? —escribe—. ¿Quién quiere leer una novela que no haya costado trabajo escribir? Sin duda, uno de los motivos por los que el arte nos interesa es por ese sobrecogimiento que experimentamos al darnos cuenta de la laboriosa técnica que requiere, de que es algo que nosotros jamás podríamos ejecutar. ¿Y quién desea levantar la vista hacia un gigantesco edificio, que domina el perfil urbano y tapa el sol, y pensar que no se ha ganado el derecho a esa arrogancia, que la misma no ha sido pagada con sangre, sudor y lágrimas?».

Yo creo que tuvo que ser maravilloso. Recorrer Nueva York con la vista y, por encima del resto de edificios, por encima de todo el mundo, ver cómo estaba siendo construido uno de esos rascacielos. Mi abuelo, demasiado diminuto para ser vislumbrado. Los pisos más altos suspendidos en el aire, debían de parecer estar flotando. Debía de parecer magia.

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Era el momento perfecto, era el lugar perfecto. La ciudad era próspera y ávida y, al flexionar los músculos descubrió que podía lograr cuanto quisiera. En los años veinte, Nueva York se enamoró de sí misma. Se enamoró de los rascacielos. También se enamoró de mi abuelo.

No está tan claro si, a su vez, mi abuelo correspondía especialmente a ese amor. Al leer sus diarios se tiene la sensación de que Nueva York tan solo era la ciudad donde residía, que podría haber hecho lo mismo de haber vivido en Wichita, Baltimore o Detroit. Nueva York tan solo resultó ser la cancha en la que le tocó jugar.

Desde luego que mi abuelo no fue el único en hacer fortuna gracias a los rascacielos. Otros arquitectos no tardaron en seguir su ejemplo —utilizando los métodos de mi abuelo, construyendo hacia abajo desde el cielo—. A él nunca pareció molestarle la competencia. «El horizonte es lo bastante extenso y llano para que todos podamos tratar de llenarlo», observó. Además, recibía más encargos de los que podía asumir; de pronto parecía que todos los herederos neoyorkinos ricos —que en pleno boom de la posguerra abundaban— quisieran un rascacielos propio. Aun barruntando que podía tratarse de un error, contrató un ayudante. Mi abuelo quería seguir ocupándose él mismo de todo el trabajo importante —el diseño, la construcción día tras día, la colocación de la última piedra—, pero reconocía que podría ir mucho más deprisa con un aprendiz.

La elección de Wilson Culpepper, porque ese era el nombre del aprendiz, parece que resultó un acierto desde el primer día. Ese recelo inicial de los diarios desaparece; pronto, cuando mi abuelo comenta sus proyectos, ya no lo hace en primera persona del singular sino del plural. Jamás lo menciona con un afecto especial, pero al menos sí con aceptación creciente y, a la postre, con dependencia. Wilson Culpepper es nombrado no menos de trescientas ochenta y una veces en el diario, y está claro que mi abuelo empieza a considerarlo no tanto un ayudante como el futuro heredero.

Para entonces, mi abuelo cuenta con sus propios herederos, de su propia sangre. Ya tiene dos hijos: Thomas (mi tío) y Sam (mi padre). Thomas se gana su única referencia en el diario con motivo de su propio nacimiento, ocasión en la que asimismo mi abuela merece una mención, también única.

En 1926, John D. Rockefeller, el hombre más acaudalado de Estados Unidos, decide que quiere un monumento que refleje su gloria. Ofrece un millón de dólares como premio al hombre que le construya el rascacielos más alto del mundo. Para entonces hay numerosos arquitectos de gran éxito, genios por derecho propio, y no hay ninguna garantía de que mi abuelo vaya a conseguir el encargo. Pero lo consigue; son muchos los que consideran que su propuesta de edificar una torre de nada menos que seiscientos metros es un desvarío que infringe varias leyes de la física, pero la tremenda ambición del proyecto basta para convencer a Rockefeller. «Bien, muchachos, si creéis que podéis construirlo, ¿a qué estáis esperando?», fue su famosa frase. Una de las fotografías más icónicas de mi abuelo corresponde a este momento, a todas luces la cumbre de su carrera: él y Wilson Culpepper con esmoquin en un club, brindado por su victoria con champán y puros. Por mucho que esa instantánea se considere hoy en día un símbolo de la prosperidad neoyorkina de entreguerras, mi abuelo, creo yo, parece un tanto incómodo (él no fumaba).

Cuanto más alto es un edificio, mayores son los problemas provocados por los elementos —y más innegable resulta el hecho de que, para empezar, el hombre jamás ha estado preparado para vivir a tales alturas—. Antes de empezar los trabajos de la torre Rockefeller, mi abuelo y Wilson tienen que inventar sistemas de construcción radicalmente novedosos. Un ladrillo cinco veces más resistente, que pueda soportar las arremetidas del clima; un cemento con una elasticidad que permita que el rascacielos se cimbree con los vientos más fuertes, pero que impida que los pisos más altos se bamboleen de un lado para otro. Y a Culpepper se le ocurre una cierta innovación de su propia cosecha —una que hasta ese momento jamás ha sido contemplada y que cambiará todo el futuro de la arquitectura—. Propone que, en lugar de luchar contra la fuerza de la gravedad, deberían utilizarla como herramienta en sí misma. Para explotar la tendencia de los objetos a caer hacia abajo (algo común) en lugar de flotar hacia lo alto (algo infrecuente), deberían edificar colocando los ladrillos unos encima de otros, sí, encima, en lugar de debajo. En pocas palabras: deberían empezar por la base y construir hacia arriba.

Para mi abuelo, esta radical idea se pasa de la raya. Pone, de manera bastante literal, patas arriba todos sus avances en el campo del diseño arquitectónico. La idea de empezar por el final y acabar por el principio es, en su opinión, una tontería pretenciosa. En su diario escribe: «Me imagino esta tendencia introduciéndose subrepticiamente en todas las artes: novelas narradas hacia atrás, música discordante, cuadros consistentes únicamente en manchas de tinta sin pies ni cabeza. ¡Quiera Dios que al menos la arquitectura se libre de la afectación del posmodernismo experimental!». Además se siente traicionado en lo más hondo por ese aprendiz, que claramente ha comprendido muy poco de lo mucho que le ha enseñado. Wilson Culpepper se disculpa; él y mi abuelo se reconcilian. Pero entre ellos sigue existiendo una cierta frialdad: el veterano maestro de los rascacielos y el joven protegido a la espera de echar a volar por su cuenta. El 4 de marzo de 1927 colocan el primer ladrillo de la torre Rockefeller a seiscientos metros de altura, y el momento es capturado por fotógrafos agarrados al andamio. A mi abuelo se lo ve tan adusto y sereno como en todas sus demás instantáneas para la prensa. Sin embargo, el semblante de Wilson trasluce algo más ambiguo, que probablemente se deba solo a la fuerza del viento.

Las cosas se complican más a causa de la tragedia familiar. Cuando solo han transcurrido un par de meses desde el inicio de la construcción, su hijo mayor, Thomas, enferma.

Mi padre nunca habló demasiado de su hermano. Decía que el tema le resultaba incómodo. Cuando yo trataba de sonsacarle, aseguraba recordar únicamente la enfermedad: la enfermedad ininterrumpida, la sensación de que el cuerpo de su hermano iba encogiéndose con el tiempo, y lo aterrador que resultaba ver cómo alguien iba pareciendo paulatinamente menos y menos… normal. En mayo de 1927, y con tan solo cinco años, a Thomas Baregi le diagnostican una enfermedad degenerativa. Sus extremidades están empezando a atrofiarse; los mismos huesos se deshacen y astillan bajo la piel, como metal oxidado. Al principio se albergan ciertas esperanzas de que los especialistas puedan hacer algo; para entonces, mi abuelo es muy rico, por supuesto, y menudean los ofrecimientos de expertos europeos (de Génova, de Berlín…) para tratar a mi tío. Sin embargo, los esfuerzos de los médicos resultan infructuosos. No hay nada que puedan hacer para curar la afección. Como mucho podrán ralentizarla, con inyecciones periódicas de cortisona en la columna vertebral. Ni siquiera está claro cuánto va a vivir Thomas: un doctor alemán pronostica que, inválido y a duras penas, podría aguantar tres años o incluso más. No es contagioso. No es culpa de nadie. Es una aberración de la Naturaleza, y el Hombre no cuenta aún con el conocimiento necesario para corregirla.

Mi abuelo no lo menciona en el diario. Tras recibir el diagnóstico definitivo, deja unas cuantas hojas en blanco; en la primera escribe con su habitual letra cursiva: «Personal». Y luego retoma el trabajo.

Su primera medida es despedir a Wilson Culpepper. Resulta fácil encontrarle una interpretación psicoanalítica, y son numerosos los historiadores que así lo han hecho: al fallarle su hijo biológico, se quita de en medio al hombre que consideraba su heredero. No sé. A lo mejor mi abuelo solamente quería estar solo. Y lo segundo que hace —la única vez en toda su carrera— es modificar el diseño de un rascacielos que ya ha empezado a construir. Seiscientos metros no son bastantes, así que los dobla hasta mil doscientos. Y él solo, ladrillo a ladrillo, deshace todo el trabajo que ha realizado entre las nubes y comienza de nuevo.

Mi abuelo trabaja como un poseso. Trabaja haga el tiempo que haga; trabaja por la noche a la luz de una antorcha. ¿Está tratando de construir un monumento no a Rockefeller sino a su hijo moribundo? ¿O está tratando de escapar al suplicio que le espera en casa? El diario no revela sus motivaciones, pero yo sé qué respuesta prefiero.

En cualquier caso, Rockefeller no está contento. Ahora que mi abuelo está solo, el trabajo avanza despacio y, además, el cambio en el diseño no ha contado con el visto bueno del millonario y se sale del presupuesto. Para colmo, las nuevas ideas de Wilson Culpepper han empezado a ponerse de moda: el primer rascacielos erigido a solas por este —que alcanza los 384 metros, una altura prudente pero nada desdeñable— es erigido del suelo hacia arriba en un tiempo récord. Rockefeller empieza a negociar en secreto con Culpepper. En noviembre de 1927 despide oficialmente a Baregi y, en su lugar, comisiona el contrato de la torre Rockefeller, con ubicación y diseño nuevos, a Wilson Culpepper.

Mi abuelo continúa con su construcción. En su diario anota que se siente liberado de las injerencias externas y que ahora la torre puede ser solo suya. Tiene su propio dinero. Él mismo financiará el proyecto.

Los hechos son los siguientes:

16 de noviembre de 1927: Wilson Culpepper coloca la primera piedra de lo que se convertirá en la torre Rockefeller rival.

10 de febrero de 1928: Anthony Baregi, en su trayectoria descendente desde su cúspide a los 1200 metros, alcanza los 900.

21 de marzo de 1928: En un intento por frenar una nueva infección, amputan una pierna a Thomas Baregi.

6 de mayo de 1928: Culpepper finaliza la torre Rockefeller, que es reconocida oficialmente como la estructura artificial más alta del mundo. Rockefeller se declara encantado y de inmediato comienza las negociaciones con Culpepper para encargarle algo aún más alto.

4 de agosto de 1928: Los doctores neoyorquinos dan tres semanas de vida a Thomas Baregi.

5 de agosto de 1928: Anthony Baregi alcanza los 600 metros, el punto medio de su torre.

7 de octubre de 1928: Wilson Culpepper acaba la segunda torre del complejo Rockefeller. Mide 667 metros y supera el anterior récord establecido por él mismo. Cuando los periodistas le preguntan si levantará otro rascacielos aún más alto, responde que no: «El hombre no está destinado a llegar más arriba. Hemos alcanzado el límite de lo que puede lograr la humanidad».

1 de noviembre de 1928: Los doctores neoyorquinos de nuevo le dan tres semanas de vida a Thomas Baregi.

4 de febrero de 1929: Anthony Baregi ha gastado todos sus ahorros y se ve obligado a hipotecar sus propiedades.

12 de marzo de 1929: Anthony Baregi llega a los 300 metros.

16 de junio de 1929: Cien metros.

2 de septiembre de 1929: Cincuenta.

25 de octubre de 1929: Thomas Baregi es examinado una vez más por los doctores neoyorquinos y, por primera vez, el pronóstico es esperanzador.

27 de octubre de 1929: Thomas Baregi fallece.

El 29 de octubre de 1929, tras haber pasado un día entero en casa consolando a su esposa y al hijo que le queda, mi abuelo regresa al trabajo. El edificio está casi finalizado, solo le restan quince metros por completar. El tiempo ha sido húmedo y frío desde el comienzo del otoño, lo que ha ralentizado su progreso; sin embargo, ese día el sol brilla y la mañana es cálida y agradable. Mi abuelo alcanza la parte inferior de su rascacielos con la ayuda de una simple escalera; sube y salta a lo que sería el tercer piso. Coge el ascensor—lo había instalado el último verano, y su hueco atraviesa el centro del edificio cual columna vertebral—. Sale en el último piso. Abre una ventana y se arroja al vacío. En su caída recorre la altura del rascacielos, aún inacabado y que ahora jamás será acabado. Recorre toda la altura, salvo los últimos quince metros que faltan por terminar en la base. No llega a estrellarse contra el suelo.

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Ellie me dice que me preocupo demasiado por lo que mi abuelo habría pensado de mí. Dice que es algo obsesivo. Dice que antes no hablaba tanto de mi abuelo, no cuando nos casamos. Y supongo que tiene razón. Pero los tiempos han cambiado.

También me preocupa si a mi abuela le importaba haber merecido apenas una mención en el diario de su marido. Por supuesto que nunca se lo pregunté; hubiera sido impertinente y, además, murió cuando yo aún era pequeño. Pero ojalá no le importara. No es algo que podamos echar en cara a mi abuelo. Los diarios no fueron escritos con la intención de ser publicados. Eran solo para él, y él era un hombre práctico. Si ya sabía que amaba a su esposa y a sus hijos, ¿por qué iba a querer escribir sobre ello?

Pero a mi padre sí que le pregunté si le molestaba lo del diario. Fue un error. Elegí mal el momento. Fue culpa mía.

Siempre que invitaban a mi padre a hablar en público sobre su propio padre, se mostraba respetuoso y se centraba en el lugar que Anthony Baregi ocupaba en la historia y en que era todo un icono estadounidense. A mí me parecía como si estuviera repitiendo textualmente las palabras de algún manual, como si él jamás hubiera conocido al hombre en persona, sino que estaba recordando lo que había escrito sobre él en algún trabajo escolar. Alguna vez bajaba la guardia, pero solo conmigo, creo, y muy raramente. «Él murió por mi hermano —dijo en una ocasión—. Pero ¿por mí, hubiera muerto por mí? Y si por mí no, si por mí no, ¿por qué no pudo al menos vivir por mí?».

De modo que me resultó sorprendente que en sus últimos años se volcase tanto en la campaña a favor de preservar los rascacielos de su padre: «Si los destruimos, destruimos una parte de nuestra cultura. Una parte de la propia ciudad. Una parte de lo que nos convierte en lo que somos. ¿Qué será Nueva York sin ellos?».

No obstante, la gente teme a los rascacielos, desde que empezaron a desplomarse y dar en tierra. Cuando solo llevábamos un año del nuevo milenio, el famoso perfil urbano empezó a temblar. La primera torre se vino abajo una mañana de septiembre. Llevaba un montón de años allí plantada con fortaleza y orgullo y, de sopetón, ya no estaba. Todo el mundo pensó que se trataba de un accidente puntual, de un suceso fruto del azar —al menos eso es lo que desearon con todo su corazón; sumidos en el desconcierto, eso es lo que necesitaban creer—, pero no había transcurrido ni una hora cuando la segunda torre, tan alta como su gemela, también se destruyó a sí misma.

El humo negro se divisó desde toda la ciudad. Dieciocho mil personas trabajaban en el interior de esas torres de acero y cristal; tres mil perecieron ese día. Y esa ávida confianza en sí misma que había permitido prosperar a Nueva York desde la década de los veinte, que había encumbrado a mi abuelo y luego lo había derribado, finalmente, muy finalmente, flaqueó.

Transcurrieron dos meses antes de que el siguiente rascacielos se viniese abajo. Incluso entonces, la gente se atrevió a mantener que era una coincidencia. Hasta que no se desplomaron otros dos, justo al día siguiente, el pánico no cundió en serio.

Dos de los rascacielos caídos habían sido edificados por Culpepper en persona; los cinco habían sido erigidos siguiendo las técnicas inventadas por él, construyéndolos del suelo hacia arriba. Mi padre trató de hacer notar a los tribunales que ninguno de los levantados por Anthony Baregi a la antigua usanza se había visto sacudido ni por un temblor. Que destruyeran todos los rascacielos que quisieran, dijo, pero que permitieran que la obra de su padre se conservara intacta. Pero no podían correr ese riesgo. Todo edificio con más de diez pisos era sospechoso. Todo edificio del que se pudiera afirmar que rascaba el cielo debía ser derribado. Y a lo mejor, dijeron, esto era bueno, porque los rascacielos habían sido algo propio del siglo xx y era hora de dejar todo eso atrás. Era arriesgado para Estados Unidos mostrarse arrogante. Además, el país tampoco necesitaba héroes o, en todo caso, los necesitaba mejores que Anthony Baregi.

Mi padre y yo acudimos a ver cómo derribaban el edificio del Prudential Bank en el cruce de las calles 33 y Main. Solo tenía quince pisos, parecía demasiado pequeño para hacer daño a nadie. «Es una verdadera pena», dijo él. Después nos fuimos a tomar una cerveza y luego él se fue a casa, y yo también.

Fue esa noche cuando encontré la fotografía que mi abuela me había dado. No había sido cuidadoso con ella. Estaba en una caja en el desván. Me sentí avergonzado.

Mi padre murió tres años después. Yo conocí a Ellie el año siguiente. Ojalá mi padre la hubiera llegado a conocer. Ojalá se hubiese llegado a enterar de que había encontrado a alguien que me amara, él jamás creyó que fuese a ocurrir.

Observé la fotografía de mi abuelo. Esa incómoda confusión en su cara que le hace parecer una persona normal. No consigo vislumbrar la genialidad en ese rostro. Reconozco esa expresión. Es la misma de la fotografía tomada el día de mi boda, mientras firmaba el registro con Ellie, está presente por toda mi cara, ¿por qué esta mujer querría casarse conmigo? También lo está en la instantánea de cuando Harry nació y yo vi a mi propio hijo por primera vez.

Me pregunto si yo le habría gustado a mi abuelo. Creo que no.

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Ellie no quiso saber el sexo de nuestro bebé. Dijo que prefería que fuese una sorpresa. Por respeto a ella, yo también opté por que fuera una sorpresa para mí. Aseguré que me daba igual niña que niño. Sin embargo, cuando Harry nació, me di cuenta de que desde el principio había deseado un niño, en mi familia siempre han nacido chicos. Lloré de felicidad mientras lo sujetaba en brazos sin poder dejar de reír, y me pareció que el amor me iba a abrumar. Mi hijito, perfecto… y supe que él sería capaz de lograr cualquier cosa, que él podría llegar a ser cualquier cosa. Podría ser un héroe. Podría ser presidente.

Los médicos solo tardaron unas horas en percatarse de que le pasaba algo. Y, cuando se llevaron al pequeño Harry para realizarle más pruebas, trataron de explicarnos el pronóstico y qué era lo mejor que se podía hacer a partir de ese momento. La pobre Ellie parecía exhausta. Aún tenía que guardar cama. Yo me senté a su lado y le agarré la mano con tanta fuerza que tuvo que soltarse, dijo que le hacía daño.

No se trataba de una enfermedad, no exactamente. Era mejor llamarlo «afección». Harry no contagiaba y solo lo habían metido en la incubadora unos días por su propio bien, no estaban seguros de cuán vulnerable a infecciones podía ser. Reconocieron no saber demasiado sobre la afección. Era muy rara, afectaba a tan solo un niño de cada cincuenta millones. Los médicos sonrieron ante esto, como si fuera algo de lo que sentirnos orgullosos.

Los niños normales, explicó el médico, aumentan de altura y peso a pasos agigantados. En un par de años un niño sano puede alcanzar la mitad del tamaño que tendrá de adulto y luego, durante la adolescencia, es de esperar que crezca otros cinco centímetros al año. Insistió en que no había motivo para creer que el desarrollo de Harry no fuera a ajustarse a un patrón similar. La diferencia crucial era que la mayoría de los niños crecen hacia arriba. Mientras que Harry estaba creciendo hacia abajo.

Harry estaba destinado a medir un metro ochenta, una altura perfectamente normal para un adulto —un poco más alto que la media, pero no tanto como para llamar la atención—. Sin embargo, podía tardar unos diecisiete o dieciocho años en alcanzarla y, hasta entonces, nos enfrentábamos al doloroso proceso de observar cómo su cuerpo crecía centímetro a centímetro hacia el suelo.

La mayoría de los niños dan sus primeros pasos en algún momento entre los nueve y los doce meses. A los nueve, a nuestro hijo le acoplaron sus primeros estribos. Con un metro ochenta de estatura, aún solo había setenta centímetros de él. El resto de su altura la tenía que proporcionar un armazón metálico, al que Harry estaba firmemente sujeto, y que actuaba como una especie de andamio, compensando esa corta distancia que su carne y sus huesos aún no habían conseguido rellenar. ¡Qué cacharro tan horrible, madre mía! Se asemejaba al aparato que yo había llevado de pequeño en los dientes, pero, al menos, entonces yo había podido mantener la boca cerrada. Parecía un instrumento de tortura. Cuando a Harry lo encajaron ahí dentro en el hospital, berreó y lloró —y yo también lloré, no puede evitarlo—. «Sé valiente —no dejaba de repetir Ellie—. Sé valiente, cielito mío». Y al decirlo miraba a Harry, pero creo que en realidad iba dirigido a mí.

Llevó muchísimo tiempo enseñar a Harry a caminar en ese artefacto. Cómo si levantaba uno de sus piececitos tiraría de su equivalente metálico más de un metro por debajo. No hacía más que caerse. Besaba el suelo todo el tiempo. Yo quería gritarle, ¿es que no puedes esforzarte más?, ¿te crees que es más fácil para nosotros?, ¿te das cuenta de por lo que nos estás haciendo pasar?

Nosotros queríamos sacarlo del armazón por la noche. Bueno, yo quería sacarlo —pero Ellie siempre dice que deberíamos hacer caso a los médicos, que debemos dejarlo ahí, que tiene que adaptarse al aparato—, me parecía tan cruel… Cuando salimos a la calle con Harry, todo el mundo se para y se lo queda mirando, a esta pobre criatura que camina torpemente sobre zancos. A veces les suelto: «¡Venga! ¡Miradlo bien! ¡Mirad al monstruo! ¡Sacad una foto para que no se os olvide!». Pero no puedo echárselo en cara. En realidad no. Si yo viese a mi hijo por la calle viniendo hacia mí arrastrando los pies, con pinta de monstruo de Frankenstein, también me lo quedaría mirando. Claro que me lo quedaría mirando, Nueva York es tan deprimente y llano ahora, sin los rascacielos… ¿qué otra cosa hay para quedarte mirando?

Ellie me dice en la oscuridad: «No pierdas los estribos. Por el bien de Harry. Tienes que prometerme que lo intentarás». Y yo le aseguro que lo intentaré.

Y Harry me pregunta: «¿Me quieres, papi? Dime que me quieres». Y yo lo quiero, lo quiero más que a nada en el mundo. Alargo los brazos y lo abrazo en su jaula de acero.

Miro la fotografía de mi abuelo a menudo. Me pregunto si yo le habría gustado.

Cada pocos meses, acudimos de nuevo a una revisión médica. «Está creciendo, señor Baregi, ¡está creciendo debidamente! —nos dicen. Y ajustan la longitud del armazón como corresponde—. ¡Muy pronto habrá más niño que andamio!». Y suena bien. Suena la mar de bien.

Sé que Ellie resiste porque tiene esperanza en el futuro. En ese momento en que, finalmente, la brecha entre sus pies y el suelo se cerrará, y Harry estará allí plantado, bien tieso, estará del todo terminado, y su aspecto será el mismo que el de cualquier otro chico. Pero ¿y entonces qué? ¿De veras podemos esperar que alguien que ha pasado toda su infancia sujeto a un arnés camine como una persona normal?, ¿que no arrastre los pies?, ¿que no ande dando tumbos, a trompicones, y no dé la sensación de ser un retrasado mental? Mi hijo siempre va a parecer un tullido.

Quiero tanto a mi hijo… De verdad. Trato de ser valiente por él, y bueno y fuerte. Pero no soy más que un hombre corriente. Soy débil. No soy un héroe. No soy mi abuelo. Mi abuelo cogió y construyó una torre para su hijo moribundo, tocó el mismísimo cielo. Yo soy un inútil. Soy un inútil de solemnidad. Ni siquiera soy capaz de prepararle la cena sin enfadarme. Soy incapaz hasta de abrirle una lata de alubias con tomate… pillé tal rebote que la arrojé contra la pared. Harry no estaba presente, nadie lo vio, y yo limpié la salpicadura de salsa de tomate con una bayeta, arreglé el estropicio. Quiero a mi hijo. Pero también lo odio. ¿Por qué él? ¿Y por qué tengo que ser yo su padre? ¿Por qué yo?

Miro a mi abuelo y me pregunto si yo le habría gustado. Por supuesto que no le habría gustado. Por supuesto que no.

A veces, cuando Ellie está tumbada a mi lado en la cama, dice:

—Podemos intentarlo de nuevo. ¿Te gustaría intentarlo de nuevo?

Y yo sé que no está pensando en tener otro hijo en sustitución de Harry —ella lo quiere con locura—, pero a mí me suena como si quisiese sustituirlo y me enfado con ella, y al mismo tiempo me siento aliviado —aliviado de que todavía me quiera, de que todavía crea que el esfuerzo podría merecer la pena—. Yo jamás he deseado crear nada, jamás he sentido ese impulso en mi interior, ni siquiera de niño: mi abuelo era el creador, yo no soy nada. Y le susurro:

—¿Y si otra vez sale mal? ¿Y si vuelvo a hacerlo todo mal?

Porque es una responsabilidad enorme, crear algo nuevo, traer al mundo algo que no estaba aquí antes. Y ella no intenta tranquilizarme. No lo intenta. ¡Qué cielo es!

—Lo haremos lo mejor que podamos —me responde también en un susurro.

Y me besa y yo la beso, y entonces hacemos el amor y durante un rato nada nos preocupa, el mundo está lleno de posibilidades y de una tremenda dulzura, nosotros tocaremos el cielo o nos quedaremos aquí abajo, pero lo haremos lo mejor que podamos.

Copyright © 2020 Robert Shearman

De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi

Traducido del inglés por Marcheto


[1] La palabra «rascacielos» es un calco de la palabra inglesa skyscraper. Los usos de la misma que se mencionan en este párrafo se refieren a su utilización en inglés y son ciertos.Volver

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2 respuestas a Un cuento breve sobre edificios altos, de Robert Shearman

  1. JascNet dijo:

    Buenos días, Marcheto.
    ¡Vaya derroche de imaginación!
    Si el modo inverso de construir los rascacielos ya es una fábula maravillosa, lo del hijo es una increíble barbaridad.
    Preciosa la forma de irnos contando la historia; crea una dulce empatía desde el principio. Es genial el camino que lo lleva de la eterna duda en la aceptación del abuelo hasta la «herencia» transmitida en el nieto. Terminando con «Lo haremos lo mejor que podamos», resumiendo en una sola frase el amor de los padres.
    Un relato magnífico. Lo disfruté muchísimo.
    Muchas gracias por tanto.
    Un Abrazo.

    • marcheto dijo:

      Si hay algo de lo que Shearman no anda escaso es de imaginación, como ya nos ha demostrado con sus 3 relatos publicados en el blog (una minúscula muestra de su ficción breve). Siempre consigue sorprenderme y, en muchas ocasiones (como en esta o en «Dígitos»), doblemente, porque las vueltas de tuerca en mitad del cuento son habituales en sus obras. Y la segunda parte que culmina con esa frase final, desarma a cualquiera. Es decir, suscribo totalmente tus palabras.

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