Isabel Yap es una joven autora filipina de poesía y ficción especulativa, que en la actualidad reside en Nueva York y compagina la escritura con su trabajo como gerente de producto en el sector tecnológico. En su faceta literaria, cabe señalar que ha publicado alrededor de un par de docenas de relatos, que cubren todo el espectro del género —desde la ciencia ficción hasta la fantasía oscura y el terror— y que en muchos casos incorporan elementos del folklore y la cultura de su país natal. En 2021 vio la luz su primera colección de relatos, Never Have I Ever, que recopilaba parte de su producción breve. Este volumen de cuentos cosechó el British Fantasy Award en la categoría de Mejor Colección en la última edición de estos galardones, y también estuvo entre los finalistas del Locus y de los premios Mundiales de Fantasía. En la actualidad, Isabel está trabajando en su primera novela.
Milagroso (Milagroso) se publicó en 2015 en Tor.com. Es uno de los relatos incluidos en Never Have I Ever, y también ha sido seleccionado recientemente por Lavie Tidhar para The Best of World SF: Volume 2, su segunda antología de cuentos de ciencia ficción internacional. Milagroso es un relato de lo más pertinente en los tiempos que corren, y además se trata de una muestra perfecta de lo que comentaba antes: cómo la cultura filipina —en este caso, las tradiciones religiosas, festivas y culinarias— se halla muy presente en la obra de esta autora. Y creo que para los lectores hispanos puede tener además un encanto especial (al menos así fue en mi caso), dado que está lleno de detalles que nos muestran hasta qué punto seguimos hermanados con este país, por muy lejano e incluso exótico que hoy en día nos pueda parecer a muchos de nosotros.
Vaya por último mi agradecimiento para Isabel, por haber accedido de mil amores a compartir con todos nosotros su deliciosa historia. Y, en esta ocasión, también me puedo permitir decírselo en español: ¡un millón de gracias, Isabel!
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Milagroso[1]
Isabel Yap
Ya está atardeciendo cuando Marty llega por fin a Lucban. Es la víspera del festival Pahiyas, y las calles están atestadas de gente congregada en el exterior de las casas colgando lámparas hechas de frutas y hortalizas. Algunos tejados están recubiertos con kiping —obleas de arroz con forma de hoja—, cuyos colores brillan deslumbrantes a la luz del sol que se pone parsimoniosamente. Alguien ha clavado grandes láminas de papel en la pared del parvulario, y niños con las mejillas manchadas de pintura dibujan árboles rebosantes de hojas palmeadas. Los vendedores ya han montado sus puestos, y se preparan para la avalancha de turistas.
La mayor parte de las calles secundarias están cortadas, así que Marty tiene que atravesar el centro de la ciudad, con su habitual plétora de propaganda —pósteres del alcalde y los concejales se alternan con carteles de detergente, Coca-Cola, patatas fritas Pringles y el nuevo sabor veraniego de zumo de MangoMazings, ¡indistinguible del de la fruta auténtica!—. Marty no les presta atención mientras conduce por las calles que todavía le resultan familiares. No han venido desde Manila para ver esto.
Han venido de Manila para presenciar un milagro.
Inez se revuelve, ya medio despierta, pero mantiene los ojos cerrados. Gime, se reacomoda y se palmea el muslo con impaciencia. En el retrovisor, Marty ve a Mariah dar bruscas cabezadas atrás y adelante siguiendo el ritmo del coche, con la boca abierta. JR también está dormido, con el cinturón de seguridad bien ajustado a través del pecho doblado hacia delante, lo que lo hace parecer más pequeño de lo que es. Los rayos de sol penetran en el vehículo y le tiñen de amarillo la mitad del rostro.
—¿Es esto Lucban, cari? —pregunta Inez, que finalmente ha dejado de tratar de obligarse a dormir. Bosteza y estira los brazos.
—Sí. —Marty trata de sonar más despierto y alegre de lo que se siente.
Inez mira por la ventanilla.
—¡Qué colorido! —dice cuando pasan por delante de una casa con un Ronald McDonald gigante junto a la puerta, saludando con las manos. Su tono hace parecer todo gris.
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Marty está en la entrada, secándose las manos en los pantalones cortos. Al levantar la mirada, ve cinco tiras de kiping colgando del balcón del segundo piso. Hasta han sacado el ajado carabao de cartón piedra, que observa la calle tristemente con el único ojo que le queda.
Inez está buscando un lugar con mejor cobertura; la oye mascullar a lo lejos. Los niños están descargando su equipaje.
—Tao po —llama Marty. Al no recibir respuesta, entra y se dirige a la sala de estar—. ¡Manong! ¡Mang Kikoy! ¿Estás en casa?
Oye el crujido de una puerta al abrirse, y luego el ruido de las zapatillas cuando el bueno de mang Kikoy aparece arrastrando los pies. Tiene la piel arrugada y marrón como la corteza de un árbol. El enorme lunar de la mejilla le ha crecido incluso más, pero, aparte de eso, sigue siendo el mismo mang Kikoy que desde siempre se ha ocupado de esta casa, el hogar de la familia de Marty.
—¿Hijo? ¿Eres tú?
—Sí, manong.
—Justo a tiempo, justo a tiempo. ¿Dónde está tu familia?
—Fuera —responde Marty, y siente una punzada de culpabilidad. Tal vez hubiera debido venir un poco antes, tal vez sea un poco tarde, pero, tras su boda con Inez y el nacimiento de Mariah, se sintió obligado a permanecer en Manila. Le gustaba su trabajo en la San Miguel Corporation y, como siempre le había parecido que Lucban estaba lo bastante cerca como para poder visitarlos en cualquier momento, al final nunca lo había hecho. En un intento por evitar estos pensamientos, pregunta—: Me he fijado en la decoración, ¿pasa la procesión por aquí este año?
—No, pero he pensado que de todas maneras podía estar bien decorar la casa. Nunca se sabe.
Mariah aparece junto a Marty, arrastrando su bolsa de viaje.
—Papá, hace muchísimo calor —se queja, mientras se abanica.
Mang Kikoy le dirige una sonrisa y se acerca a ella para cogerle la bolsa.
—Por favor, no… pesa mucho —dice Marty, y se gira hacia su hija—. Mariah, este es Manong Kikoy. Demuéstrale que eres capaz de llevar tu propia bolsa, por favor.
—Hola, po —saluda ella, esforzándose por mostrarse educada mientras arrastra la bolsa hacia las escaleras.
—Hola, hija. —La sonrisa de mang Kikoy se ensancha mientras ella avanza a trancas y barrancas. Los dientes del anciano tienen un horrible tono gris—. Bien, tengo que volver fuera; el kiping está al fuego. Luego seguimos hablando.
—Claro.
Mang Kikoy ya se ha dado media vuelta para marcharse cuando JR pasa corriendo por su lado, con los brazos estirados rígidamente en cruz, imitando los ruidos de un caza.
—¡Ñaun! ¡Ñaun! —grita—. ¡Os estoy atacando! ¡¡¡Ráfaga de ametralladora!!!
JR finge que trata de golpear a mang Kikoy, que ríe.
—Conque este es tu pequeño kulilit. ¿Ya ha probado un milagro alguna vez?
A Marty se le seca la garganta. Traga. No pregunta: «¿Es cierto, manong? ¿Es real?». No dice: «No está bien, ¡quién sabe las consecuencias de comer eso!». Sino que apoya una mano en la cabeza de JR para que deje de hacer el avión, y responde:
—No, nunca.
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Van a ir a cenar a casa de aling Merrigold. Inez se asegura de que estén vestidos y peinados como Dios manda, y le pregunta a Marty dos veces si no deberían haber traído algún pasalubong de Manila. Los niños tienen sueño y están aburridos. Marty les promete que el día siguiente se divertirán más.
De camino a la cena, van pasando por casas cuya decoración va siendo más y más llamativa. Una tiene un cibergallo anclado en el tejado, que cacarea estridentemente cada minuto. Otra, una reproducción de La última cena en las paredes, hecha con paja de colores y hojas de palmera. Y una tercera exhibe el rostro del alcalde de lado a lado del tejado, reproducido a base de kiping. Dos carabaos animatrónicos gigantescos mugen junto a la puerta principal, mientras que un San Isidro de tamaño natural está de pie en una plataforma giratoria. El santo sujeta una pala en una mano y una gavilla de maíz en la otra.
—¡Jesús Agricultor! —exclama JR.
—Ese no es Jesús, tonto —le espeta Mariah, y toma una fotografía con el móvil—. ¿Quién es, papá? Quiero etiquetarla bien.
—San Isidro Labrador. El patrón de granjeros y campesinos.
—Esa es la casa de mang Delfin —dice mang Kikoy—. Este año, la procesión pasa por esta calle, y está decidido a ganar. Tiene bastantes posibilidades, ¿no creéis?
Marty asiente con la cabeza, aunque la vivienda habla por sí misma. El festival Pahiyas siempre ha proporcionado a la gente una oportunidad de lucir su casa, pero ahora hay mucho más en juego. Los dueños de estas viviendas quieren ser elegidos para el milagro. Quieren presumir de una cosecha natural, y que sus vecinos acudan envidiosos a ellos y les supliquen que les dejen probar algo.
La casa de aling Merrigold se halla en el extremo más alejado de la calle principal y está decorada con más sencillez, aunque aling Merrigold ha recurrido a uno de sus característicos motivos florales, que nadie ha sido capaz de imitar. Fucsias y amarillos vivos adornan las, de ordinario, sosas paredes blancas. La mujer les da la bienvenida a uno tras otro oliéndoles las mejillas.
—¡Martino! —musita cariñosamente—. ¡No te había visto desde que eras un chaval! ¡Pero qué viejo se te ve ya! —Por lo bajini, aunque audible para todos, añade—: ¡Menuda barriga has echado!
—Gracias por la invitación —dice Marty—. Se te ve tan estupenda como siempre.
Ella ríe encantada, luego le da un manotazo en el hombro y la carne flácida del brazo de la mujer se balancea.
—Esta es Inez, mi esposa —añade Marty.
—Vaya, ¡pareces demasiado joven para Martino!
—No, para nada —objeta Inez.
—¿A qué te dedicas?
—Soy promotora de ventas en los supermercados Rustan —responde Inez, y agacha la barbilla, solo un pelín.
—Estupendo. Y estos son vuestros hijos. —Mariah y JR saludan desganados y ella les plantifica un beso—. Y mang Kikoy, cómo no, ¡qué alegría verte! —Mang Kikoy sonríe y luego se marcha arrastrando los pies, para cenar con los criados de la casa. Ella acompaña a Marty y a su familia al comedor, sin dejar de parlotear—. No puedo creer que ya haga cuatro años de la muerte de tu padre. Pasé muchos ratos con él después de que tu mama muriese, ¿sabes? Él hablaba muchísimo de ti, de lo orgulloso que estaba y de cuantísimo te echaba de menos. Aunque no puedo reprocharte nada, cariño; con la economía así es tan difícil tener vacaciones… Y además están tus dos hijos. ¡Qué sanos se los ve! —Sonríe a los niños—. ¡Qué sanos! ¡Qué bien los alimentas! ¿Te dan mucha comida gratis en San Miguel? Todavía trabajas allí, ¿di ba?
—Sí. Hace poco lo han ascendido a gerente de compras—responde Inez—. Una de las ventajas del puesto es que tiene más vacaciones, de ahí que por fin hayamos podido hacer este viaje.
—¿Ah, sí? —Aling Merrigold inspira teatralmente—. Bueno, tampoco es que me sorprenda. Cuando San Miguel inventó aquella innovadora fórmula del Cerdo Perfecto, ¡guau!… Yo me dije: «¡Esto… esto es el futuro!». Y resulta que tenía razón. El lechon que vamos a comer mañana… porque mañana comeréis aquí. Insisto. Cuando terminen todas las celebraciones, claro está. ¡Desde mi balcón se ven los fuegos artificiales de maravilla!… ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, que el lechon de mañana es Cerdo Perfecto, que realmente es perfecto.
—Me alegro mucho de oírlo —dice Marty.
Franquean una puerta corredera y entran al comedor, que dispone de aire acondicionado. Aling Merrigold los invita a sentarse con un gesto.
—La cena también es en su mayor parte de San Miguel; el pollo asado, de fijo. Esta es vuestra carne enlatada, y creo que el bangus relleno también es vuestro. Pero la tarta es de Gardenia. Y el cordon bleu de pollo, de Universal Robina, porque, lo siento, pero su queso es mejor que el vuestro. ¡Qué más da!, comamos.
Después de que ella bendiga la mesa, atacan la cena.
Marty prueba un bocado de pollo asado. Está delicioso. Siente una oleada de orgullo. Él contribuyó a crear estos alimentos. No directamente —eso era el trabajo del equipo de investigación—, pero había gestionado la mayor parte de las exportaciones e importaciones que proporcionaron las materias primas para sus carnes. Tras el bloqueo a China, había cambiado a regañadientes a otros vendedores más caros de Vietnam, pero acabó descubriendo que su mijo de bioplastilina (MBP) absorbía los saborizantes con más facilidad, y las formas obtenidas al moldearlo resultaban más convincentes. El pollo y el atún, en concreto, se pudieron reproducir utilizando MBP vietnamita con un coste menor por unidad, y San Miguel estuvo muy pronto en condiciones de lanzar una nueva línea de productos enlatados en los que la etiqueta aseguraba: «Más nutritivo. ¡Requetedelicioso!».
La opinión de la gente es que todavía no superan a los auténticos, pero Marty cree que ya andan muy cerca. Por fin han llegado a una época en la que la dieta de Mariah y JR no hará peligrar su salud; en la que la gente no tendrá que preocuparse por las intoxicaciones alimentarias: en la que, si el gobierno se pone las pilas, cabrá la posibilidad de que los ciudadanos que viven bajo el umbral de la pobreza coman tres veces al día.
—¿Ha decidido ya el Ministerio de Salud el presupuesto de su programa de alimentos? —pregunta Aling Merrigold.
—No —responde Marty—. Tengo entendido que están trabajando en ello.
—Siempre están trabajando en ello —se queja ella con expresión de fastidio, y bebe un sorbo de Coca-Cola—. Da igual, no voy a fingir que me preocupa algo aparte de lo de mañana. Vosotros no lo habéis visto en vivo, pero el momento en que San Isidro elige y los productos se vuelven… eso, naturales… es alucinante. Talagang alucinante.
Los reporteros aseguraron lo mismo cuando ocurrió el primer milagro durante el festival Pahiyas tres años atrás. Al principio, nadie creyó las sensacionalistas noticias de TV Patrol, pero luego los dueños de la casa ganadora empezaron a vender pequeñas cantidades de alimentos como prueba: un poco de maíz de verdad, un puñado de judías verdes auténticas, un racimo de jugosas uvas genuinas. Los periodistas mostraron la estatua de San Isidro de la vieja iglesia en la plaza de la ciudad, rodeada de gente que rompía a llorar al morder su primer alimento inseguro en años. Era ridículo. Marty recuerda haber pensado: «¿Por qué está todo el mundo tan trastornado? ¿Por qué está todo el mundo perdiendo la cabeza?».
Recuerda haber pensado: «No puede ser un milagro, porque nosotros ya hemos inventado el auténtico milagro».
«Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?», inquiere algo en su fuero interno. Se acuerda de cómo se le encogió el estómago, de cómo la saliva le inundó la boca mientras contemplaba a una anciana mordisqueando una banana de verdad, bañada en un mar de lágrimas.
«Este es mi hogar —asegura otra voz que suena más a él—. Solo quería ver el festival. Quería que los niños lo vieran».
Marty hace una pausa antes de volver a llevarse el tenedor a la boca.
—¿Tú no crees que es… bueno… un engaño o algo así?
—Ay, naku, no, ¡para nada! Lo comprenderás cuando lo veas. No necesitas ni probarlo. Es el olor, el color, todo… Mira, el alcalde trató de impedir que se corriera la voz, insistió en que no eran más que productos importados falsos y exageraciones, pero es imposible negarlo. De verdad, ¿cuánto tiempo naman puedes mentir sin pudor? El año pasado, apoquiné a cambio de unos pocos trozos de camote (que me encanta como nada) y cuando lo comí, Diyos ko, estaba riquísimo.
—Entiendo. —Marty se relame—. Vaya, será divertido verlo.
Aling Merrigold asiente con un cabeceo y traga una cucharada de bangus relleno. Marty la observa, satisfecho. No importa que el pescado esté hecho de lo mismo que el pollo, el arroz y las verduras. Parecen distintos y saben distinto, pero comparten el mismo elevado contenido nutricional. Son mucho más saludables para todo el mundo.
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Al día siguiente, la misa se celebra a las seis de la mañana, lo que es fuente de numerosos refunfuños. Consiguen franquear las puertas de la iglesia a tiempo para la segunda lectura. El sacerdote se muestra bastante entusiasta y exhorta a los presentes a agradecer el que se hallen todos reunidos en comunidad y la cosecha abundante que San Isidro «y nuestros patrocinadores San Miguel Corporation, Universal Robina, Golden Arches y Monde Nissin» han proporcionado. Los habitantes de Lucban están inquietos, se dirigen amplias sonrisas mientras se dan la paz. Tan solo la imagen de San Isidro permanece tranquila, ya preparada en una carroza para que la ganadora del concurso de belleza lo acompañe más tarde.
Entre la misa y la procesión disponen de unas horas, así que deciden explorar la ciudad. Tenderetes que venden sombreros de buri entretejido, abanicos, bolsos y pequeños pájaros de paja se alternan con ancianas en taburetes plegables, que pregonan sus empanadas y pastelillos de arroz. Inez regatea por un puñado de sombreros. Mariah elige llaveros para sus amigos. A JR se le cae el buko cuya agua está sorbiendo; el fruto revienta al chocar contra el pavimento y deja un charco viscoso al que nadie presta atención. Inez chasquea la lengua reprobadoramente, y Mariah pregunta a voces cuándo va a empezar la procesión. Cada uno se toma una ración de pancit habhab servida en hojas de banano.
Marty se acuerda de que, de pequeño, el festival Pahiyas en sí le traía bastante sin cuidado. Le interesaban más los preparativos previos al mismo. Se acuclillaba junto a mang Kikoy mientras el anciano molía el arroz remojado hasta convertirlo en una sustancia pálida y líquida como la leche. Luego lo meneaba, lo dividía en unos baldes poco profundos y añadía el colorante: azul y amarillo para conseguir verde manzana; rojo y azul, para el rosa oscuro. A continuación sumergía una hoja grande de kabal en la mezcla, a modo de molde para el kiping, y la colgaba a fin de que el exceso de colorante goteara. Por último, lo cocinaba sobre una parrilla de carbón, mientras Marty comía los intentos descartados y recitaba datos curiosos que había aprendido en la escuela.
Marty no había presenciado la preparación del kiping la víspera. El hecho de que mang Kikoy estuviera utilizando MBP en lugar de arroz le había hecho sentir incómodo. Tal vez fuera por una cierta nostalgia infundada, un sentimiento inútil, lo sabía.
Sin embargo, JR sí que había estado mirando y le había informado después: había comido algunas sobras, que le habían sabido raras, como insípidas, aunque, puesto que mang Kikoy aseguraba que estaban hechas de arroz, probablemente fuera normal, ¿verdad, papá?
—El kiping no sabe a nada —explicó Marty, entre risas—. Me refiero a que el propio arroz apenas tiene sabor.
—Pero mang Kikoy ha dicho que la comida de verdad de la fiesta sabe de miedo y que, si mañana puedo comer una fruta o una hortaliza de la casa ganadora, ¡lo entenderé!
—Vaya, ¿eso ha dicho? Esos productos son carísimos. Y probablemente harían que luego te doliese la tripa. O que se te pusieran los dientes grises, ¡como los de mang Kikoy! —Marty le revolvió el pelo, y JF se apartó—. No sé si llegarás a probar alguno, anak.
—Claro que sí. Estiraré los brazos y cogeré algo… ¡ja, ja, ja! —Sacudió las extremidades frenéticamente—. Y después se lo podré contar a todos los niños de mi clase, y ellos tendrán envidia, porque jamás han comido ninguno de esos ricos alimentos de verdad, ¡ni lo van a comer jamás! —Otra carcajada, maliciosa y alegre, y se alejó caminando como un robot para ir a darle la lata a su hermana.
Marty se acuerda de los grandes invernaderos por los que pasaron de camino a Lucban, que se extendían por los campos a los pies del monte Banahaw. Maíz y arroz a montones, hileras interminables de cultivos de piñas y tubérculos achicharrándose en esas cúpulas de meticuloso diseño. Más deliciosos de lo que la naturaleza jamás podría hacerlos. Hasta más de lo que Dios podría llegar a hacerlos.
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La procesión da comienzo a la una del mediodía, y avanza por las calles encabezada por la policía local seguida por la banda de música. La multitud acude en tropel desde el centro de la ciudad. Los que viven a lo largo de la ruta observan desde ventanas y balcones, y saludan a la gente. Un equipo de la cadena ABS-CBN empieza su crónica. Personas con camisas rojo vivo que lucen el logo de Universal Robina mariposean en torno a las cámaras, portando carteles que dicen: «No comáis la comida milagrosa. ¡Es veneno! ¡Podríais morir!».
Marty frunce el ceño ante su falta de respeto hacia la festividad, aunque le viene a la cabeza su última reunión, en la que la jefa de la División de Compras había enarcado las cejas ante su solicitud de vacaciones. («¿Para ir a Lucban?”, y, cuando Marty había asentido con la cabeza, ella había carraspeado y apartado la mirada). Deja a un lado sus recuerdos y, tras dirigir un gesto a su familia para que lo sigan, se dirige hacia el meollo del desfile. JR se queja de que no ve, de manera que Marty lo levanta y se lo coloca sobre los hombros. Siguen caminando, bordeando la multitud. Tras la banda de música llegan los higantes: enormes réplicas caricaturescas del presidente, el kagawad, una colegiala y un agricultor. Los sigue un carabao —este vivo— tirando de un carro hasta arriba de niños que saludan con la mano. A diferencia de la versión animatrónica, el animal avanza en silencio, con aire de mártir. Tras él, un grupo de chicas con tocados de plumas y vestidos de colores chillones, que se contonean al ritmo sincopado de un tambor.
El sacerdote de la misa matinal coge agua de un cubo y asperja con ella a los presentes. A su zaga caminan las participantes del concurso de belleza, precedidas por la recién coronada Miss Lucban y su acompañante, de pie en una carroza, flanqueando a San Isidro. A Marty le impresiona el rostro del santo —su aspecto cansado y demacrado en mitad de la multitud, mientras es zarandeado de aquí para allá al son de la música—. El desfile se abre camino, palpitante en todos sus frentes; Marty continúa adelante, tras asegurarse de que Inez y Mariah aún lo siguen. La banda ha terminado con su repertorio tradicional y ahora toca temas de los Cuarenta Principales. Todo el mundo acompaña cantando —algunos en voz baja, otros dándolo todo—. Marty avanza más deprisa para mantenerse a la altura de San Isidro, pero le resulta difícil. Se siente alterado y deshidratado, sin embargo, está decidido a ser testigo del supuesto milagro, decidido a mantenerse indiferente.
—Papá —dice JR—. Papá, corre, ¡vamos a perdernos cuando elige!
Marty trata de acelerar, pero la multitud lo rodea y le marca el paso. La gente avanza calle abajo en medio de un estallido de ruido, sonido y color, tornándose más escandalosa a medida que se acercan a las casas más espectaculares. En algún momento, los espectadores empiezan a detenerse delante de cada vivienda; entonces, San Isidro es alzado por encima de la multitud y mantenido en alto unos instantes. El desfile contiene la respiración cada vez, y luego prorrumpe en aclamaciones cuando nada cambia. Marty está empezando a sentirse agotado. Se baja a JR de los hombros y lo toma con firmeza de la mano. JR le sonríe, contagiado por la alegría del gentío. Marty le devuelve la sonrisa como mejor puede en medio del calor, la confusión y la repentina lluvia de confeti y kiping que cae desde la casa por la que están pasando.
Se están aproximando a la residencia de mang Delfin, la de los carabaos animatrónicos y la réplica gigante del rostro del alcalde. El frenesí y la expectación se agudizan cada vez que San Isidro es levantado, pero en el ambiente también flota una sensación de inevitabilidad, porque solo una casa puede ganar, y todo el mundo parece saber cuál es. Alguien empieza a corear: «¡Mang Delfin! ¡Mang Delfin!». La banda de música acomete el número uno. La gente sigue el ritmo con la cabeza y se contonea, chocando unos contra otros no siempre sin querer.
Marty se da cuenta de que si se quedan donde están no van a ver nada. Se desvía por una calle lateral y pasa por delante de las viviendas de algunos antiguos vecinos. Cuenta las paredes antes de volver a girar hacia la vía principal, justo por la bocacalle entre las casas de mang Delfin y aling Sheila. Desde allí, la procesión se ve de maravilla; la multitud, amontonada frente a la vivienda que hay justo antes, suelta un «¡Oooh!» colectivo cuando alzan al santo, y luego estalla en risas cuando nada sucede y vuelve a ser bajado.
—¡Va a ser esta! ¡Va a ser esta! —exclama JR, dando botes.
A Marty el corazón se le acelera. Estruja la mano de su hijo y observa la fachada de la residencia de mang Delfin: de cerca, vislumbra personas de rostro amorfo hechas a base de calabazas y taros, con judías verdes y okras por cabellos; intrincadas mariposas de rambután y longan; racimos de bananas, largos y gruesos, mezclados con el kiping. Los carabaos de pega mugen con una fuerza increíble. Si hay una casa capaz de alimentar a toda la ciudad, es esta.
«Pero ¿qué tiene de malo esta comida? —piensa—. ¿No es lo bastante buena como para que nos sintamos agradecidos? ¿Qué más quiere la gente?»
«¡Mang Delfin! ¡Mang Delfin! ¡Hurra!», aúlla el gentío cuando alcanza su destino. Todo el mundo se calla lo suficiente para que la banda pueda empezar un redoble de tambores. Miss Lucban y su acompañante alzan a San Isidro lentamente y con cuidado, para que mire hacia la casa. Marty vuelve a sentirse hipnotizado por el rostro del santo: las mejillas de un sencillo rosado y las cejas somnolientas, la rígida aureola dorada detrás de la cabeza. No sabría decir si su expresión es bondadosa u agónica.
—¡Comida de verdad! ¡Comida de verdad! ¡Verdura de verdad!, ¡fruta de verdad! —vocea JR, que no ha dejado de saltar y chillar.
Marty tiene que contenerse para no mandarlo callar.
—¡Dios!, ¡qué emocionante es esto! —exclama Inez.
—¡La cobertura aquí es una mierda! —protesta Mariah, que se ha apresurado a sacar el móvil para grabarlo todo.
Sigue reinando el silencio. Mientras la multitud observa, la estatua de San Isidro —ahora ante la casa de mang Delfin, frente a su gemelo de tamaño real— alza el brazo de madera, el que sujeta la gavilla de maíz, en un rígido saludo. Su rostro se mantiene inmóvil, pero, durante un instante, los ojos parecen cobrar vida —e, incluso aunque no miran a Marty, este siente encogérsele el estómago y saltársele las lágrimas—. Un niño rompe a llorar entre el gentío.
Acto seguido, un estallido de fragancia y color. De pronto, la casa es incapaz de soportar su propio peso, y varios adornos se desprenden del techo y el balcón y se precipitan sobre la muchedumbre de debajo. Patatas y bananas ruedan por la pared tras soltarse de las ventanas; penachos de kiping salen volando y descienden sobre las cabezas de todos los presentes. Marty lo ve a cámara lenta. Cada fruta y hortaliza parece más viva, el olor resulta tan embriagador que se siente al borde del vómito. Suelta la mano de JR para taparse la boca, y su hijo sale disparado a por comida. Inez grita y se lanza tras él justo cuando un rostro-calabaza se suelta de la pared. Ella trata de atraparlo con uno de sus sombreros nuevos y grita: «¿Qué haces, Marts? ¡Pilla algo! ¡Deprisa!».
Todos acaparan comida como locos. Mariah tiene la boca llena de algo. «¡Jo! —exclama—. ¡Jo!, ¡sabe por completo distinto!».
Marty se gira para mirar hacia donde los procesionantes habían estado detenidos ordenadamente un momento atrás, pero ya no queda nadie; San Isidro ha desaparecido, tragado por un turbulento enjambre de extremidades. Alguien —¿mang Delfin?— brama por encima del estruendo: «¡Esta es mi casa! ¡Eso es mío! ¡Basta! ¡Basta!».
«Hay suficiente para todos, ¡gilipollas avaricioso!», le responde alguien a voz en cuello. La ovación subsiguiente se desvanece enseguida entre los gruñidos, mientras todos tratan de trepar sobre los demás.
Marty sale de su ensimismamiento.
—¡JR! —llama, desesperado—. ¡JR! ¡JR!
Su hijito podría ser pisoteado. Su hijito podría contraer salmonelosis, o tener diarrea o cáncer de estómago. Esos alimentos nunca deberían rozar sus labios.
Inez todavía está llenando los sombreros, con Mariah echándole una mano. Marty trata de adentrarse en el hormiguero de gente. Un codo lo golpea en el carrillo, una rodilla le alcanza el costado. Alguien a su izquierda sufre un ataque de arcadas. El hedor a transpiración y vómito se impone a la dulce fragancia de las frutas.
—¡JR! —no deja de gritar.
—¡Papá!
JR se abre camino hacia él pasando por encima de dos mujeres que forcejean por un puñado de pepinos amargos. Marty se las apaña para agarrarlo por los sobacos, levantarlo y arrastrarlo hacia una bocacalle. Respira hondo, tratando de aclararse la cabeza y, con la visión medio nublada por las náuseas, vislumbra la sonrisa inmensa de JR, que aferra en su puño una banana gorda, una banana llena de manchas, verde por la base, idéntica a las que Marty solía comer de niño, nada que ver con las que se cultivan hoy en día.
—¡Papá! ¡He cogida una! ¿Me la puedo comer?
Marty se siente al borde del vómito y abrumado, como si una multitud de ojos lo estuviera observando. Alarga la mano, coge la banana y la pela sin pensar. JR lo observa, con ojos como platos. Marty no tiene ni idea de qué va a hacer: ¿devolvérsela a su hijo y permitir que se la coma?, ¿zampársela él mismo porque parece deliciosa a más no poder?, ¿agradecer el milagro a Dios, o a San Isidro?, ¿llorar por sus milagros artificiales, que, al pensarlo en frío, tan poca cosa son frente a un par de ojos cansados en un rostro de madera?
—Sí. Cométela —responde, con su boca saboreando ya la dulzura, anhelándola… la verdad de un milagro, demasiado amarga para ser tragada—. Mejor no, no, no deberías, es peligroso, no está bien —añade, y rompe a llorar de sopetón.
JR lo mira, al borde del desconcierto y el terror. En el puño cerrado de Marty, la banana ha quedado reducida a una masa informe.
Copyright © 2015 Isabel Yap
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
[1] Tanto el título como todas las palabras que están en cursiva aparecen tal cual en el texto original en inglés.Volver