Grandes alas doradas, de Rachel Swirsky – Especial Cuentos de película XIII

Rachel Swirsky es una autora estadounidense que a lo largo de sus más de quince años como escritora de ficción especulativa se ha centrado principalmente en los formatos breves (como muestra tenemos sus más de setenta relatos publicados). De ahí que sea de destacar que en 2022 haya visto la luz su primera novela: January Fifteenth. En Cuentos para Algernon habéis podido leer dos de sus relatos, ambos encuadrables en la ciencia ficción: La deuda del inocente (Año II) y Tu cara (Año VII). Y, como cierre de este especial Cuentos de película, vais a poder disfrutar de una de sus historias de fantasía.

Grandes alas doradas (Great, Golden Wings) se publicó originalmente en 2009 en la revista online Beneath Ceaseless Skies. Se trata de un precioso homenaje al cine, de ahí que desde un principio tuve claro que sería el broche perfecto para este especial, que empezó hace más de un año con Los archivos de Constantinopla, donde descubrimos el verdadero nacimiento del cine en nuestro mundo, y que concluye con el nacimiento de este arte en un mundo secundario, poblado por dragones, magos y encantadoras damiselas. Una historia breve y deliciosa para que el «The End» nos deje a todos con buen sabor de boca.

Espero que hayáis disfrutado leyendo este especial Cuentos de película tanto como yo preparándolo. Y ojalá os haya servido también para descubrir o recuperar alguna obra cinematográfica, porque no solo de literatura vive el hombre. 😉

Y ya solo me queda agradecer por tercera vez a Rachel su generosidad, gracias a la cual los lectores de Cuentos para Algernon ya habéis podido disfrutar de tres de sus estupendas obras. Thanks a million, Rachel!

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Grandes alas doradas

Rachel Swirsky

Lady Percivalia observó las manos del cinematografista mientras este preparaba la maquinaria. Eran finas y elegantes, salpicadas de vello pálido. Los ágiles dedos se movían deprisa mientras el joven orientaba pantallas y ajustaba proyectores.

Junto a lady Percivalia, lady Harrah lanzó un dramático suspiro. Volvió a retreparse en la silla, batió las pestañas y mudó el semblante a fin de parecer atractivamente indispuesta. Lady Harrah era famosa por fingir este tipo de vahídos. Le habían ganado las atenciones de varios jóvenes que, si bien no eran famosos por su inteligencia, sí eran lo bastante listos para aprovechar la oportunidad de acercarse a una doncella atribulada y jadeante. Por desgracia, ni las mejores actuaciones de Lady Harrah habían surtido efecto en el caso del cinematografista.

Lady Harrah disfrutó de una recuperación milagrosa de su desfallecimiento. Se inclinó hacia lady Percivalia y susurró:

—Atenta ahora. Voy a llamar su atención.

Lady Harrah se quitó el broche con forma de dragoncillo que adornaba su canesú con volantes y le dio unos golpecitos en la cabeza. La intrincada talla de oro titiló y cobró algo semejante a la vida. Se estiró como un gato despertándose y echó a volar alegremente, envuelto en el batir de sus alas enjoyeladas. Atrapó la manga del cinematografista entre sus mandíbulas y tiró con educación.

El joven parecía disgustado cuando se giró hacia las damas. Soltó la criatura tallada de su manga y dirigió a las mujeres una reverencia rígida.

Lady Percivalia notó un repentino rubor en el rostro. Agachó la cabeza y miró el suelo.

—Buenas tardes, señor —farfulló.

La joven sintió los ojos del cinematografista apartándose de ella no bien hubo terminado de hablar, y agradeció volver a quedar en segundo plano. Prefería que la gente no le hiciese demasiado caso, y ese era el motivo por el que pasaba tanto tiempo en compañía de lady Harrah, que acostumbraba a acaparar la atención de todo el mundo.

El dragón enjoyado alzó el vuelo desde la mano extendida del cinematografista y regresó con lady Harrah. Se posó en el hombro del canesú y recuperó la inmovilidad.

—¡Hay que ver cuán diligente sois! —se quejó lady Harrah—. ¿Acaso no somos más interesantes que vuestras pantallas?

—Asaz interesantes, sí —aseguró él, y la monotonía de su tono hizo sospechar a lady Percivalia que estaba mintiendo—. Debéis excusarme, empero. El rey ha mandado aviso de que tal vez asista a la proyección de esta noche.

A decir verdad —reflexionó el cinematografista mientras retomaba el ajuste de engranajes y palancas—, no le parecían interesantes. Las mujeres encorsetadas le recordaban desagradablemente a halcones empigüelados. Sabía que algunas nobles del palacio habían apostado sobre sus habilidades para ganarse las atenciones románticas del forastero, y tal conocimiento solo servía para reforzar su determinación de no hacerles ni el más mínimo caso.

Ya tenía suficientes preocupaciones justificadas. Sus mecenas actuales habían dejado claro que ya no deseaban continuar apoyando su trabajo. Y ningún otro se había ofrecido a remplazarlos. Todavía peor, le habían llegado rumores de que los magos palaciegos estaban exigiendo su expulsión, a pesar de que él había explicado una y otra vez que su invento no tenía nada que ver con la magia.

Meses atrás, cuando lo habían invitado al castillo para que los distrajera con proyecciones de su trabajo durante las largas y tediosas veladas invernales —¡un honor con el que rara vez había osado soñar!—, ya sabía que era improbable que el rey llegara a asistir a uno de sus pases, y mucho menos que abriese el monedero real. Sin embargo, había albergado esperanzas. Pero rodeado por toda esa indiferencia y hostilidad, se había encontrado con que últimamente su propia pasión se estaba apagando. Al pensar que había echado por la borda casi diez años de su vida, el alma se le caía a los pies.

Las burlas de lady Harrah no mejoraban la situación. La mujer frunció la boca y soltó una carcajada falsa.

—¿Por qué iba a venir el rey a ver vuestras pantallas y luces? Cuando quiere ilusiones, el lord Mago se las conjura, así de fácil.

—No es lo mismo —interrumpió lady Percivalia.

Tanto lady Harrah como el cinematografista se giraron para mirarla. Ella se tapó la boca con la mano y se reprendió por haber hablado. Su intención había sido no proferir palabra. No quería que lady Harrah se diese cuenta de que si la había acompañado a este lugar semana tras semana no era porque estuviera prendada de la gallardía del forastero. Ella no quería atraerlo hasta sus aposentos para poder alardear más tarde ante las demás damas de la corte. Solo deseaba contemplar sus hermosas obras.

Lady Harrah la observó con recelo.

—¿Qué quieres decir con que no es lo mismo?

—Las ilusiones son algo artificial —respondió lady Percivalia, en voz baja—. Las pantallas muestran dragones auténticos.

Lady Harrah se echó a reír y señaló desdeñosamente los aparatos del cinematografista.

—¿Cómo puedes comparar esto con la magia? Yo estoy de acuerdo con el lord Mago. Puede ser un entretenimiento ameno, pero jamás remplazará la hechicería.

Lady Percivalia sintió acalorársele las mejillas incluso más. Se giró hacia el joven, pero fue incapaz de mirarlo a la cara.

—No os inquietéis. He asistido a todas vuestras proyecciones. Todo ha sido siempre perfecto.

El cinematografista les dedicó otra reverencia formal.

—No obstante, debo poner de mi parte para garantizar la perfección. Buenas tardes, señoras.

Se volvió de nuevo hacia los aparatos, dejando a lady Harrah echando humo y a lady Percivalia avergonzada.

El anochecer no tardó en llegar. Entraron criados, que cerraron las gruesas cortinas de brocado de las ventanas y apagaron las luces mágicas que titilaban en los faroles. El cinematografista aprovechó los restos de claridad para mirar ansiosamente hacia la entrada, pero, por desgracia, no atisbó ninguna figura ataviada de regio carmesí o púrpura, ni ningún séquito en pos de su señor. Arrancó la maquinaria de mala gana, para otra proyección ante un público escaso.

Las imágenes de la pantalla se veían borrosas comparadas con la marcada nitidez de las ilusiones mágicas y, ni que decir tiene, solo ocupaban dos dimensiones. Aun así, el cinematografista sentía una oleada de excitación cada vez que contemplaba las inmensas alas doradas que había elegido para abrir la película.

Se acordó del instante en que había capturado esa imagen: estaba caminando por las montañas norteñas, cuyas cumbres permanecían nevadas incluso en verano, cuando en lo alto vislumbró un macho alfa enorme, con alas grandes como barcos de guerra, que emprendía un inusual vuelo en solitario entre las cumbres. Se sintió a un tiempo aterrado y sobrecogido, y a punto estuvo de olvidarse de echar mano a la cámara. Para cuando tuvo el equipo preparado, el colosal macho ya casi había desaparecido por el horizonte. Tan solo capturó unos instantes del vuelo del dragón, pero eso era más que suficiente para mostrar la fuerza y gracia de la criatura.

Lady Percivalia había contemplado esas imágenes seis veces, una cada semana desde la llegada del cinematografista. El lord Mago gozaba de gran influencia en la corte y a nadie le gustaba arriesgarse a incurrir en su desaprobación. No obstante, la curiosidad y el aburrimiento habían empujado a unos cuantos nobles a dignarse a asistir a la primera proyección. Fueron pocos los que regresaron la segunda semana, e incluso menos la siguiente. Ahora solo acudían depredadoras como lady Harrah y eruditos a quienes importaban más las curiosidades que su prestigio social.

Y lady Percivalia.

Lady Percivalia sentía una oleada de arrobamiento en el pecho cada vez que veía a esas criaturas alzar el vuelo. La contemplación de esos dragones —dragones auténticos— remontándose por encima de paisajes que ella jamás pisaría le resultaba algo asombroso, indescriptible. Las damas no se aventuraban en los territorios donde podías encontrarlos. Incluso si el azar la llevaba un día a las cumbres heladas, jamás atisbaría una de esas criaturas —cuyo gusto por la soledad era bien conocido—, no con sus propios ojos.

Lady Percivalia adoraba los dientes resplandecientes de los dragones, los ojos como gemas, las escamas duras como metal. Los ilusionistas siempre los mostraban a punto para la batalla. Lady Percivalia se estremecía al pensar que podía no haber disfrutado nunca de la oportunidad de contemplar el maravilloso espectáculo de los machos forcejeando durante los vuelos de apareamiento, ni del extraño torpe aleteo de las hembras durante las danzas de duelo. Compadecía a los cortesanos que, al no haber acudido a ninguna proyección, jamás habían sido testigos de la elegancia de un dragón joven elevándose desde el río tras sumergirse por primera vez, con cascadas de agua derramándose desde su piel jade cual cataratas.

Si Percivalia amaba al cinematografista a su modo casto —y ella creía que, por poco decoroso que fuera, esa sensación creciente, palpitante y trémula que sentía al mirarlo podía tratarse de algún tipo de amor—, lo amaba porque él le había traído las formas y sombras de criaturas que moraban más allá de los confines de su vida.

Las últimas imágenes revolotearon por la pantalla: diminutas crías doradas que se dispersaban desde el nido materno. Se elevaron y desvanecieron en la inmensidad del cielo; la cámara se desplazó, elevándose, y atrapó un cegador rayo de sol, y acto seguido la pantalla quedó a oscuras.

Los criados entraron de nuevo y, al descorrer las cortinas de brocado, dejaron a la vista una noche salpicada de estrellas. La audiencia rebulló. Lady Percivalia permaneció sentada tanto tiempo como pudo para poder saborear la emoción, con las manos recatadamente juntas en el regazo, la respiración entrecortada.

Lady Harrah interrumpió sus meditaciones.

—Acompáñame. Si nos damos prisa lo pillaremos.

Envuelta en el frufrú de sus faldas, lady Percivalia siguió a lady Harrah hasta la parte delantera de la sala. El cinematografista estaba como siempre junto a sus máquinas, pero no se hallaba solo: junto a él había un hombre de mediana edad, su cabellera pelirroja entretejida de hebras grises. Lady Percivalia frunció el ceño. No lo conocía. Podía tratarse de un viajero de paso por la corte, supuso, pero era raro que llegasen tan adentrado el invierno y no recordaba haber oído hablar de ninguno.

Saltaba a la vista que la conversación no estaba yendo sobre ruedas. El cinematografista se inclinó hacia atrás, tratando de evitar la mirada de su interlocutor.

—¿Cómo podéis mantener que vuestra invención no es un intento por desbancarnos? —preguntó el pelirrojo—. Vuestro objetivo es evidente, pero nadie nos usurpará nuestra profesión.

—No, no —protestó el joven—. No lo comprendéis. Mis aparatos jamás podrían remplazar el arte de la ilusión. ¡No son para eso! Ocupan un nicho. Nos proporcionan testimonios permanentes con vistas al estudio, como los libros. Nada más.

—Vuestra argumentación no es más persuasiva ahora que cuando empezasteis a hablar. Sois un mentiroso y un charlatán.

—Protesto, señor. Vuestra caracterización de mi persona es injusta…

—En modo alguno lo es.

La figura pelirroja ondeó como el humo antes de que la llama prenda. Su imagen cayó a sus pies igual que una capa de la que se hubiera despojado, y ante los ojos de los presentes apareció un hombre mucho mayor, que lucía una barba canosa hasta el suelo trenzada de manera inconfundible.

A lady Percivalia el corazón le dio un vuelco. Observó la expresión desconcertada del cinematografista y deseó que hubiera algo que ella pudiese hacer.

—¿Lord Mago? No había necesidad de este engaño. Siempre sois bienvenido en mis proyecciones.

—Había toda la necesidad del mundo. Vuestra hostilidad hacia mi gremio así lo exigía. —El mago miró al cinematografista con desprecio—. Tras escuchar mis inquietudes, el rey me autorizó a despachar este asunto en su nombre. A instancias suyas accedí a ver vuestra basura con mis propios ojos, y ahora me siento más reafirmado en mis convicciones iniciales. Abandonaréis el palacio dentro de tres días.

—Lord Mago, unos posibles mecenas vienen de camino desde Liendo…

—¡Tres días! Si no os marcháis voluntariamente, haré que os detengan y destierren.

El cinematografista guardó silencio un instante. La chispa desapareció de su mirada, que se tornó vacía e inexpresiva.

—Sí, mi lord. En tres días me habré marchado.

—Aseguraos de que así sea.

El mago se desvaneció entre humo y chispas, en una exhibición con mayor derroche de magia del que acostumbraba a despilfarrar con quienes no eran de sangre real. A lady Percivalia se le antojó una manera mezquina de poner los puntos sobre las íes, pero el resto de espectadores murmuraron encantados y sorprendidos.

Lady Harrah era una de las pocas personas presentes que no parecía deslumbrada.

—¡Ya podía haber esperado el lord Mago una semana! —masculló—. Ahora ya no vamos a tener ninguna oportunidad de cazarlo.

Lady Percivalia se apartó de su amiga. El cinematografista estaba ahí mismo, con la mirada todavía ausente. Sus manos no dejaban de moverse con ligereza por los aparatos, preparándolos para guardarlos tras la velada.

—Disculpadme, señor —osó decir lady Percivalia.

Un disgusto pasajero deslució el semblante del cinematografista. Lady Percivalia no podía echárselo en cara. Él no tenía motivo alguno para sospechar que ella no era otra frívola cortesana más embarcada en un postrer intento.

Lady Percivalia deseaba expresar todas esas sensaciones maravillosas que había experimentado mientras contemplaba su obra, pero las palabras le brotaron vacilantes e insuficientes.

—Vuestra película… —consiguió decir— es muy hermosa.

Él pareció sorprenderse. Se quedó inmóvil un momento, todavía inclinado sobre su equipo.

—Eso espero —respondió por fin.

—Lo es —aseguró ella y, aunque sabía que lady Harrah difundiría el rumor entre el resto de las nobles y durante todo el invierno se burlarían de ella por haberse enamorado de un artesano caído en desgracia, apoyó su mano en la de él—. Es lo más hermoso que he visto en toda mi vida.

El cinematografista miró hacia el lugar donde los dedos de ella —largos y pálidos tras una vida en interiores— se cruzaban con su piel más oscura. No sabía qué decirle. ¿Qué palabras podían transmitir su frustración ante tantos rostros indiferentes?, ¿o el dolor de ver cómo la obra de su vida era destruida por unos hombres asustados y furiosos a los que nunca había tenido intención de perjudicar? Pero por otra parte, ¿qué palabras podían transmitir la maravilla de capturar imágenes de dragones dorados volando por la bóveda celeste, lo asombroso de transformar algo efímero en algo permanente?

Años después, ya convertido en un anciano adinerado y célebre, el cinematografista se acordaría con frecuencia de aquel momento en que sus manos se tocaron. Fue el momento que reafirmó su entrega a su profesión, que le proporcionó la fortaleza para perseverar a pesar de la oposición de magos y reyes. Había llegado a ser uno de sus recuerdos más queridos: la sensación intensa y vertiginosa de que su obra había producido una profunda impresión en la vida de una persona desconocida.

Le hubiera gustado decirle todo eso a aquella joven, pero en aquel momento no había encontrado palabras para describir su torbellino de emociones. A la postre, se limitó a responder a su sonrisa con una propia.

«Gracias», dijo.

Copyright © 2009 Rachel Swirsky

De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi

Traducido del inglés por Marcheto

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2 respuestas a Grandes alas doradas, de Rachel Swirsky – Especial Cuentos de película XIII

  1. JascNet dijo:

    Buenas tardes, Marcheto.
    Un cuento en apariencia muy sencillo, pero que muestra de forma genial, como tuvieron que ser los inicios del cine. Aunque aquí Rachel lo lleva a un plano fantástico, complicada tuvo que ser también la primera puesta en escena de los hermanos Lumière. No hay que olvidar que era 1895 y, sin embargo, muchos pensaron que estaban asistiendo a un espectáculo de magia.
    Es divertido leer como, en un mundo donde vive la magia, también tiene problemas este cinematógrafo. Las altas jerarquías, los conservadores y sus miedos, o el desprecio de la gente por las nuevas tecnologías también son malas influencias en estos reinos fantásticos.
    El personaje de Lady Percivalia es precioso y nos representa a todos los que amamos el cine, más allá de historias y fantasías, sino por lo que es capaz de mostrarnos. En mi caso, me cuesta muchísimo viajar, me permite ver el mundo sin moverme de la butaca o contemplar la naturaleza y sus moradores sin peligro ni interferencia.
    Este pequeño relato es un precioso colofón, bombón diría yo, para esta antología que con tanto esmero, trabajo y delicadeza nos has traído este año. Muchísimas gracias y, aunque aún queda una visita, al menos, a este rincón, brindo por este maravilloso año y porque el que viene sea todavía mejor. Literariamente con «Cuentos para Algernon» estoy seguro que lo será.
    Un Abrazo. Felices Fiestas.

    • marcheto dijo:

      Me alegro de que hayas disfrutado con el especial y con este «The End» para el mismo, que aunque parece un relato sencillito en realidad tiene mucha chicha, como tú mismo has podido comprobar a tenor de tu comentario. Y todo eso sin dejar de ser un relato delicioso con ese aire a cuento casi infantil.
      Y, ojalá, sí, que este 2023 venga cargado de un montón de cuentos tan estupendos (o más) como este. Un abrazo.

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