El vampiro va al Oeste, de Dale Bailey – Especial Cuentos de película XI

Dale Bailey es un autor estadounidense de ciencia ficción, fantasía oscura y terror, al que espero que ya todos conozcáis, dado que esta es su tercera aparición en el blog. Tras el éxito de su anterior cuento (Me casé con un extraterrestre del espacio exterior, que incluso fue finalista de los premios Ignotus 2022), quería volver a ofreceros la oportunidad de continuar descubriendo a este magnífico escritor, porque además la mayor parte de su producción breve de estos últimos años está inspirada por el mundo del cine, de ahí que me venga que ni pintada para este especial Cuentos de película. De todas maneras, aprovecho para recordaros que, si os gustan las historias de Dale que habéis leído en Cuentos para Algernon (y os recuerdo que se estrenó con La criatura desiste), tenéis disponibles un par más en antologías publicadas por Valdemar y Minotauro. Y esta última editorial también ha traducido al español una de sus novelas: En el bosque oscuro.

El vampiro va al Oeste (The Ghoul Goes West) se publicó en 2008 en Tor.com, editado por Ellen Datlow (como bastantes más de los relatos incluidos en este especial de cine). En mi opinión, se trata del cruce perfecto entre dos obras que adoro: la película Ed Wood, de Tim Burton (que os aconsejo ver antes o después de leer esta historia), y el relato «Sueños imposibles», de Tim Pratt (que podéis leer en su colección Pequeños dioses y otros cuentos blancos). Y creo que hasta aquí puedo leer.

Un pequeño paréntesis antes de terminar esta presentación: Cuentos para Algernon cumple hoy 10 años. Así que quiero aprovechar para agradeceros también a todos vuestro apoyo y compañía a lo largo de toda esta década y estos más de 130 relatos.

Y ahora sí ya tan solo me queda invitaros a disfrutar de este magnífico cuento y, una vez más, expresar mi tremendo agradecimiento a Dale, por su amabilidad y buena disposición en todo momento hacia este blog. Thanks a million, Dale!

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El vampiro va al Oeste

Dale Bailey

Pero como interpreto a Drácula, soy el monstruo.
Bela Lugosi, 11 de diciembre de 1951

Mi hermano Denny murió cuando yo tenía veintiséis años.

Recibí la llamada a las 13:13, las 10:13 en Los Ángeles. Lo sé con tanta precisión porque había estado trabajando en mi manuscrito toda la mañana, perdido en ensueños del viejo Hollywood, y, cuando el teléfono me arrancó de mi ensimismamiento, di un respingo y miré el reloj, como cuando te despiertan de sopetón. Me encontraba en mi apartamento, sentado a mi escritorio, con los implacables rayos del sol de agosto del este de Tennessee fundiéndose en mis ventanas. Tanto Denny como yo habíamos escapado de las deprimentes inmensidades de la Pensilvania occidental a la búsqueda de climas más cálidos. En cuanto obtuvo su título de bachillerato, Denny se marchó al oeste, a California. Dos años más tarde, cuando yo me saqué el mío, enfilé hacia el sur. A veces pensaba que él había elegido mejor, pero esa mañana, la llamada me recordó que no había sido así.

El hombre al otro extremo de la línea me preguntó si yo era Benjamin Clarke.

«Ben», dije yo.

Él hizo una pausa como si esa confianza lo molestara. Cuando volvió a hablar —«Señor Clarke», dijo— reconocí la conmiseración impersonal y neutra que adoptan quienes ocupan puestos oficiales, de sacerdotes a directores de escuela, cuando tienen que comunicar malas nuevas. Apoyé con fuerza la mano en la mesa y, cuando empezó a presentarse como agente fulanito de tal o cual, lo interrumpí:

«Se trata de Dennis, ¿verdad?», pregunté.

Por supuesto que sí. Lo había sabido desde el momento en que noté ese tono en su voz. Continuó describiéndome las circunstancias, pero se lo podía haber ahorrado. La heroína tal vez hubiera sido la causa directa, pero Hollywood era quien lo había matado.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Por aquel entonces, yo pensaba con frecuencia en cómo Hollywood solía machacar a quienes aspiraban a triunfar allí. Llevaba la mayor parte del año trabajando en mi tesis, un estudio sobre Ed Wood y su extravagante séquito: Vampira y el asombroso Criswell, Tor Johnson y «Bunny» Breckinridge… toda esa panda de bichos raros e inadaptados, entre los que se contaba Bela Lugosi. De una manera u otra, Hollywood los destruyó a todos, pero era el triste destino de Lugosi el que me interesaba en concreto, entonces y ahora. Si yo estudié cine, fue a causa de Lugosi. Si Denny se marchó a Hollywood, fue a causa de Lugosi.

A veces creo que Lugosi debió de soñar con un lugar así incluso antes de saber de su existencia, igual que el propio Hollywood fue un sueño, levantado sobre la tierra aletargada por hombres que osaron atrapar la vida y clavarla en una pantalla cuando aún respiraba. Hollywood devoraba su propia historia y se alimentaba de esperanzas. En Hollywood, incluso entonces, no valías más de lo que valía tu última película.

Lugosi llegó a Hollywood en 1928, con ya cuarenta y seis años. Había huido de los puños de su padre más de dos décadas atrás. Había huido de las calles adoquinadas de Lugos, enclavada allí donde Hungría y Rumania se encontraban. Había huido sobre todo de la profesión que habían elegido para él. No deseaba ser banquero, ni siquiera deseaba ser él mismo. Deseaba no ser nadie. Deseaba ser todo el mundo. Deseaba ser una estrella.

Se costeó la travesía hasta Nueva York trabajando en las entrañas de un barco de mercancías a vapor. Broadway le proporcionó fama, pero incluso eso se quedó corto frente a sus ambiciones. Así que huyó de nuevo, atraído por las deslumbrantes promesas del oeste. Huyó hasta que ya no le quedó ningún otro lugar al que huir. Huyó hacia Hollywood y el mar.

Lo único extraordinario de la historia de Lugosi son los detalles. A grandes rasgos, coincide con la de una legión de soñadores idénticos a él: a sus espaldas, la infelicidad provinciana; ante ellos, la promesa de alumbramiento de un nuevo yo. La historia de Denny en dos palabras, y supongo que también la mía; pero, en el invierno de 1969, cuando realmente se inicia nuestra propia versión de esta tragedia universal, Bela Lugosi actuó como comadrona de nuestras aspiraciones. Denny cumplió catorce ese año —yo tenía dos menos— y, aunque estábamos en plena guerra de Vietnam, Nixon acababa de tomar posesión como presidente, y nuestro equipo de fútbol americano (los Pittsburgh Steelers) aún no se había recuperado del golpe que había supuesto una temporada con trece derrotas frente a un único triunfo, lo que a nosotros más nos importaba ese mes de febrero era un personaje televisivo de corpiño rebosante llamado Gabriella Ghoul, el corpiño rebosante que era la respuesta pittsburghiana a Vampira. Gabriella Ghoul interpretaba un papel estelar tanto en nuestras fantasías onanistas como en el programa local de medianoche en el que echaban películas de monstruos.

A nuestra madre no le hacían gracia ni Gabriella ni las películas de monstruos, pero eso no impedía que Denny y yo viéramos tanto a la primera como las segundas, sentados boquiabiertos en la alfombra raída ante el viejo Zenith en blanco y negro heredado de nuestros abuelos cuando ellos habían dado el salto al color. La calidad de las producciones presentadas por Gabriella era de lo más variada. Un sábado podían emitir La novia de Frankenstein y, al siguiente, La mujer loba de Londres. No obstante, el Drácula de Lugosi —el único Drácula que en realidad importa— destacaba tanto frente a las joyas como frente a la bazofia, era algo sui géneris.

En muchos aspectos, no es una gran película. Su lenguaje visual es estático y efectista, con escasos movimientos de cámara, y la interpretación amanerada de Dwight Frye como Renfield no ha envejecido bien. Aún recuerdo nuestra decepción durante las primeras escenas aquella noche gélida de febrero. Llevábamos todo el día aislados por la nieve y confiábamos en ver algo de primera —una reposición de El monstruo de los tiempos remotos o de La mujer y el monstruo— que mitigase nuestro aburrimiento. En lugar de eso, nos encontramos con esta antigualla sosa y sobreactuada.

Cuando estábamos a punto de apagar la televisión e irnos a la cama, Lugosi hizo su primera aparición, descendiendo parsimoniosamente la enorme escalinata cubierta de telas de araña del castillo del conde Drácula, con una vela en la mano. Cada vez que veo la película, Lugosi me vuelve a producir aquella misma poderosa impresión. De nuevo tengo doce años y estoy viendo por primera vez sus gestos reflexivos y pausados, escuchando otra vez la cadencia entrecortada de sus frases, ese acento inimitable, el timbre de su voz. La interpretación de Lugosi es grandilocuente —jamás escapó a su formación teatral; siempre declamaba para que se lo oyera al fondo de la sala—, pero su carisma en la pantalla es innegable. Su presencia domina todos los fotogramas a partir de ese momento y, cuando acabas de verla, la cinta te parece mejor de lo que en realidad es. Lugosi no se limitó a interpretar a Drácula, Lugosi realmente era Drácula.

Me recuerdo obligándome a apartar la vista del aparato para mirar a Denny. Bajo el resplandor azulado y titilante de la pantalla, mi hermano parecía demacrado y gris, con sombras profundas alrededor de los ojos. Como si ya estuviera muerto. En cierto modo, supongo, así era.

En eso estaba pensando cuando subí al avión en el aeropuerto McGhee Tyson la siguiente mañana. Hice escala en Atlanta, y conseguí mantener a raya mis pensamientos sobre Denny hasta el largo trayecto entre esta ciudad y Los Ángeles. Mientras el aparato se estremecía al separarse de tierra, caí en la cuenta de que había pasado a estar totalmente solo en el mundo. Nuestro padre había muerto en un accidente en la mina cuando yo tenía cinco años, y el cáncer se había llevado a nuestra madre casi seis años atrás, no mucho después de que Denny se marchara para perseguir sus sueños de llegar a ser guionista. En Knoxville, yo estaba saliendo con una chica, pero ambos nos mostrábamos bastante tibios ante lo nuestro. Le había dejado un mensaje en el contestador explicándole que iba a estar fuera de la ciudad unos días y que la llamaría a mi regreso, aunque en realidad no creía que lo fuera a cumplir y, de hecho, jamás la llamé.

No estoy tratando de dar a entender que Denny y yo estábamos muy unidos. No era el caso. Incluso antes de la muerte de nuestra madre, nuestros temperamentos nos habían distanciado. Denny era temerario y yo no. Él había tenido algún problemilla con las drogas cuando iba al instituto, y algún roce con la ley, también menor. A mí siempre me tocaba arreglar sus pifias: desde echar su ropa sucia a la cesta hasta llevármelo a rastras de las fiestas cuando se pasaba con la bebida y, en una ocasión memorable, ayudarle a sacar por la ventana de su dormitorio a una animadora medio desnuda. Para cuando terminó el instituto, las películas eran lo único que nos unía, e incluso en ese campo nuestros intereses diferían. Los míos eran teóricos; los suyos, creativos. A mí me gustaba diseccionar las escenas; a él, elaborar storyboards de otras nuevas. Cuando se marchó camino de Los Ángeles, ya estábamos derivando hacia órbitas separadas. La muerte de mi madre dio la puntilla.

A partir de entonces, hablábamos dos o tres veces al año, veinte minutos como mucho. Denny me contaba alguna de esas historias suyas que ponían los pelos de punta, yo le describía mi última pasión académica, y luego nos despedíamos, habiendo cumplido con nuestra obligación fraternal para los siguientes cuatro o cinco meses. Jamás charlábamos sobre nada trascendente. Por algún detalle me pareció que había pasado malas rachas profesionales, pero jamás compartió los pormenores. Se mostró más comunicativo sobre su fugaz momento de éxito, cuando produjo como churros guiones para una serie cómica que nunca llegó a alcanzar el éxito.

«La serie no es mala. ¿La has visto?», me preguntó a los pocos días de conseguir el trabajo.

Yo no la había visto.

«Pues deberías. Para que sepas qué es lo que tu hermano mayor se trae entre manos en la Ciudad de los Sueños», añadió.

Conque vi un par de episodios, más por curiosidad que por algún tipo de lealtad fraternal. La serie se llamaba El mejor amigo de una niña. Iba de una cría de doce años y un perro salchicha parlante —que en realidad era un extraterrestre disfrazado, enviado desde su planeta originario a fin de estudiar a los terráqueos—. El chucho no hacía más que meterse en apuros, porque no comprendía las costumbres humanas. Ni cómo ser un perro. En la mitad de los episodios alguien lo oía abrir la boca, lo que desencadenaba todo tipo de embrollos frenéticos. Para que hablara, se recurría a una marioneta mal manejada. Imagináoslo…

Esa serie no estaba a la altura del talento de mi hermano.

«Solo es algo para llegar a fin de mes mientras surge algo mejor —se justificó cuando se lo señalé—. Pagan la mar de bien. Voy a ganar casi mil dólares por semana.»

En 1980, eso era sin duda un pastizal. Pero el trabajo de guionista televisivo conlleva sus riesgos. Cuando se anunció la cancelación de El mejor amigo de una niña —lo que ocurrió dos años después—, Denny volvió a encontrarse sin trabajo.

«Espero que tengas pensado meter parte en el banco», le dije.

Denny se limitó a reír y cambiar de tema. Así era como solían desarrollarse nuestras conversaciones.

La última vez que hablamos, le conté que mi tesis trataba sobre Ed Wood. Él no daba crédito a sus oídos.

«¿Ed Wood?», repitió.

Eso mismo había dicho mi directora de tesis, y con el mismo tono. Por aquel entonces, Plan 9 del espacio exterior era simplemente una de las peores películas de la historia. Todavía no había empezado a suscitar el culto y simpatía hacia su estética camp del que goza hoy en día. Mi directora de tesis consideraba que iba a desaprovechar mi talento con ese proyecto, y dio el visto bueno a la idea muy a regañadientes. Pero a mí me interesaban los trágicos últimos años de la vida de Lugosi y, para entonces, su destino ya estaba unido inextricablemente al de Ed Wood.

«Pobre Bela», dijo Denny cuando se lo expliqué. La frase era de Boris Karloff, o eso contaba la leyenda, y con los años se había convertido en una especie de código, en una clave que representaba todas aquellas cosas que quedaban sin decir entre nosotros. ¡El pobre Bela! Al acordarme de ella, mientras atravesaba el país para dilucidar el misterio de la muerte de mi hermano, sentí una opresión en el pecho y, durante un instante, me costó respirar.

—Eh, ¿se encuentra bien, amigo? —me preguntó mi vecino de asiento, un tipo mayor que yo, que se había pasado las dos últimas horas trasegando ginebra y acaparando el apoyabrazos.

—Sí, estoy bien —respondí, aunque no lo estaba, y la pregunta no me ayudó a sentirme mejor.

Era la misma que yo le había hecho a Denny al final de nuestra conversación postrera. «Pobre Bela», había dicho él, y en su voz había algo perturbador, que no supe identificar exactamente. Tristeza, tal vez, o amargura o pesar.

—¿Te encuentras bien, Denny? —pregunté.

—Que te den, Ben —me espetó. Seis meses más tarde, estaba muerto.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

En sus años de decadencia, cuando se esforzaba por ganarse la vida con farsas de bajo presupuesto como Bela Lugosi y el gorila de Brooklyn, Lugosi mencionaba el suicidio con frecuencia. Si bien al principio estos comentarios suscitaban la lástima y preocupación de Ed Wood y su panda de felices inadaptados, no tardaron en convertirse en tediosos ejercicios de autocompasión. Solo puedes gritar que viene el lobo un número contado de veces.

La tensión alcanzó un punto crítico una noche de 1956, cuando Lugosi se encontraba en San Francisco promocionando El sueño negro, su primer papel para un estudio importante en ocho años. Sin embargo, incluso este modesto retorno suponía una humillación: él, que en el pasado había sido famoso por su voz, se había visto obligado a interpretar al ayuda de cámara mudo del científico loco al que daba vida Basil Rathbone. Esto, más que cualquier otra cosa, fue lo que lo llevó a sus lamentaciones suicidas de aquella noche en su habitación del cuarto piso del hotel, que compartía con el descomunal Tor Johnson, antigua estrella de la lucha libre profesional, que en el pasado había sido anunciado como el Superángel Sueco.

Según cuentan, el Ángel, harto de las cavilaciones de Lugosi, enrolló la vieja capa de Drácula del anciano alrededor de uno de sus rollizos puños, agarró el cinturón de Lugosi con la otra mano y sacó a su compañero de habitación por la ventana. A veces trato de imaginar lo que tuvo que sentir Lugosi al contemplar entre sus pies la bulliciosa calle allí abajo. Los peatones en la acera no podían sospechar que solo las fuertes manos del Ángel, las costuras en tensión de un disfraz de Drácula barato y un hipo contenido evitaban que un húngaro borracho se estrellara sobre ellos.

Imagináoslo, si es que sois capaces: el Ángel gritando, todo cabreado, «¿Es esto lo que quieres, húngaro de mierda?», y Lugosi tragando saliva, ya sobrio. En el interior de la habitación, se había manifestado deseoso de que sus sufrimientos llegaran a su fin; verse colocado en el exterior de la ventana debió de proporcionarle una perspectiva por completo distinta. Sentiría el cuello de la capa como una especie de dogal; la acera lejana oscilaría allá abajo con cada sacudida del Ángel.

«¿Y bien?», se cuenta que bramó el Ángel.

«Creo que me vustaría volver adentro», se dice que respondió Lugosi, así que el Ángel lo metió otra vez en la habitación para que se enfrentara de nuevo a su declive.

Lugosi había caído en picado. Hubo una época en la que su nombre estuvo en boca de todos, en la que las cartas de admiradores del nuevo ídolo de las sesiones de tarde inundaban la Universal. Tenía dinero, una propiedad suntuosa en el lujoso distrito de Hollywood Hills y un cochazo: un Buick Straight 8 Deluxe. En pocas palabras, había sido una estrella. Los biógrafos a veces se preguntan qué es lo que llevó a un hombre de su categoría a unirse a tipos como Ed Wood o Tor Johnson, unos chalados a la búsqueda de la gloria hollywoodiense. La mayoría ha llegado a la conclusión de que las necesidades financieras lo empujaron a ello. Pero yo me pregunto si no habría algo más, si Lugosi no habría sido seducido por el mito de su propio estrellato, y si tal vez ellos no satisfarían su necesidad de hacerlo realidad. Entre Ed Wood y su troupe de chiflados aspirantes al éxito, Lugosi habría conservado el fulgor de una celebridad de Hollywood. Si bien ellos constituían el punto más bajo de su carrera, él encarnaba el cenit de la de ellos. Seguro que el Superángel Sueco lo admiraba. A lo mejor incluso se arrepintió de su arranque de despecho. A lo mejor le aseguró que se encontraba a las puertas de un renacimiento profesional que lo encumbraría a las vertiginosas cimas de la fama.

Desde luego que todo esto es una reconstrucción de lo sucedido, influida por mi propio cariño hacia Lugosi. Existen múltiples versiones de la historia; tan solo en un puñado de ellas el Ángel llega a tener a Lugosi colgando en el exterior de la ventana. En otras, hay más gente en la habitación, hombres que tratan (seguro que sin conseguirlo) de mantener al actor sobrio para su siguiente aparición ante la prensa. En una versión, los desvaríos de Lugosi les obligan a llamar desesperadamente a Los Ángeles, a Hope Lininger, la quinta esposa del actor.

«Está amenazando con saltar», gritó por el auricular la persona que había telefoneado.

«Pues abrid la ventana, por lo que más queráis», se cuenta que respondió Hope.

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Alquilé un Chevy Cavalier en una oficina de Avis y, tras meter el equipaje en el maletero, salí del aeropuerto y enfilé hacia el este por la interestatal 105. Para cuando, tras conseguir llegar a la Ruta 101, el icónico anuncio con el nombre de Hollywood apareció ante mí, tenía los músculos tensos por el esfuerzo de sortear el denso tráfico de Los Ángeles. A pesar de ello, me estremecí al ver esas nueve letras desplegadas en la ladera del monte Lee. Para mí, Hollywood siempre había sido más una idea que una realidad geográfica: un umbral entre lo que era y lo que podía llegar a ser a fuerza de desearlo; donde Norma Jeane Mortenson podía convertirse en Marilyn Monroe; Archibald Leach, en Cary Grant, y Marion Morrison, en John Wayne. Hollywood era un lugar donde un inmigrante húngaro pobre llamado Béla Blaskó podía convertirse en Bela Lugosi.

Huelga decir que Hollywood había acabado destruyendo tanto a Marilyn Monroe como a Lugosi, pero también les había proporcionado un momento dorado de estrellato. La inmensa multitud de soñadores que se veían arrastrados hasta allí ni siquiera eran así de afortunados. Llegaban a la búsqueda de esos otros yoes en los que podían convertirse; morían en la oscuridad, o incluso peor. En 1932, una aspirante a actriz llamada Peg Entwistle se suicidó arrojándose al vacío desde lo alto de esas letras del anuncio de Hollywood, una metáfora demasiado obvia incluso para la pantalla grande.

Las películas cambian vidas.

Ese es el axioma fundamental de mi fe.

Por desgracia, no siempre las cambian para mejor.

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Me reuní con el agente fulanito de tal o cual —que resultó llamarse Grant— en la comisaría de Hollywood del Departamento de Policía de los Ángeles, un edificio bajo de ladrillo en la avenida Wilcox. Era un hombre canoso y brusco, pero no desagradable. Cuando le pregunté si podía ver el expediente del caso de Denny, dijo con un suspiro:

—No se lo recomiendo.

Cuando insistí, sacudió la cabeza y me acompañó a una sala de interrogatorios vacía —cristal unidireccional, suelo de baldosas verdes y blancas, y olor a limpiador con amoniaco—. Me senté a una mesa desvencijada y contemplé el expediente: una carpetilla de cartulina sin gomas con el nombre de mi hermano y un número de caso.

—Deje mejor que lo ponga yo al corriente —ofreció el oficial Grant desde la puerta—. Ahí dentro hay fotos que, una vez vistas, no hay manera de borrar, ya me entiende. A lo mejor no es así como desea recordar a su hermano.

—Creo que debo verlo —respondí.

Grant asintió con la cabeza.

—Si insiste…

Cerró la puerta y quedé a solas con la carpeta. Vacilé, tentado de pronto a apartarla a un lado, levantarme y marcharme sin avisar, y tomar el primer avión de vuelta a Knoxville. Denny estaba muerto. ¿Qué más había que saber o hacer? Yo había pasado la primera década y media de mi vida arreglando sus pifias. ¿Por qué no dejar que otro se encargase de esta?

¿Quién sabe por qué hacemos lo que hacemos?

Eso es algo que las películas nunca reflejan correctamente: la complejidad de las motivaciones humanas.

Abrí el expediente.

El informe de la policía iba al grano. Una mujer había telefoneado avisando. Se había negado a identificarse y, para cuando la policía llegó al apartamento de Denny, ya se había marchado. Denny llevaba un buen rato muerto. La causa parecía bastante evidente. Estaba en el sofá. La aguja, tirada en el suelo a sus pies. El agente Grant ya me había informado de que estaban esperando el informe toxicológico para confirmarlo.

Hojeé las fotografías. A lo mejor no me hubieran resultado tan duras de haber podido fingir que Denny estaba dormido. Pero no era tan fácil. En la expresión de su rostro faltaba algo, una especie de esencia vital. No pude identificar de qué se trataba y sigo sin poder. Estaba muerto y punto. No hacía falta mirarlo dos veces para saberlo.

Amontoné las fotografías bien alineadas, las deslicé detrás del fino fajo de papeles y cerré la carpetilla. Encontré al agente Grant en la sala común. Él guardó la documentación en un cajón y yo tomé asiento al otro lado de su mesa.

—¿Se encuentra bien?

Esa pregunta de nuevo. Reí sin alegría.

—Sí. Creo.

El agente me estudió en silencio. La sala bullía con un rumor de actividad, quedo y eléctrico: hombres hablando por teléfono en voz baja, el runrún de una fotocopiadora, risas desde un mostrador contiguo al dispensador de café… Él había seguido mi mirada.

—¿Le traigo un café?

—No.

—Mejor. Sabe a ácido de batería. ¿Puedo ayudarle en algo más, señor Clarke?

—¿Sufrió?

—Simplemente se quedó dormido, eso fue todo.

Pensé en ello unos instantes. No todos los sufrimientos eran iguales. Supuse que no te clavas una aguja en el brazo a menos que las cosas te vayan bastante mal.

—Me gustaría ver su apartamento —dije por fin—. ¿Es posible?

—Tendrá que pedírselo a la encargada del inmueble. Nosotros ya hemos terminado allí. Si quiere, puedo telefonearla para avisarle de que va a ir.

Le dije que sí. Se lo agradecí y me levanté.

—Señor Clarke.

Me giré hacia él.

—¿Cuánto llevaba sin ver a su hermano?

—Dos años.

—¿Estaban muy unidos?

—No.

Asintió con la cabeza y añadió:

—Perseguir fantasmas no sirve de nada.

Pero yo no tenía otra opción, ¿verdad? ¿Cómo si no iba a poder atraparlos y conjurarlos?

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Para cuando llegué con el coche de alquiler al aparcamiento del complejo de apartamentos de Denny, la luz amarillenta de California se derretía en los brazos de la envolvente oscuridad azul. Las sombras suavizaban las utilitarias líneas del edificio, un antiguo motel reconvertido, destartalado y con pintadas y barrotes en las ventanas. El hedor de un contenedor rebosante impregnaba el aire fresco. Según el cartel de la fachada, el complejo se llamaba Paradise Arms[1], tal vez el toque maestro de un consumado ironista.

Pillé a la encargada cuando estaba cerrando tras concluir su jornada laboral. Era corpulenta, de unos sesenta y pico años, amable, y parecía cansada.

—Siento lo de su hermano —dijo, mientras me acompañaba al apartamento de Denny—. Qué tragedia tan terrible.

La mujer abrió la puerta y encendió la luz.

El apartamento suponía un contraste bastante agradable frente a la sordidez del exterior. La diminuta cocina americana, separada por un muro divisorio hasta la altura de la cintura, estaba inmaculada; el salón, sobrio y limpio, carecía de lujos, salvo un televisor —un Panasonic de 32 pulgadas— conectado a un reproductor de vídeo. El resto del mobiliario había visto tiempos mejores. Una mesa plegable atestada de libros parecía al borde del desplome. Las sillas eran cada una de su padre y de su madre. El sofá estaba hundido. Sobre una mesita de centro, que perfectamente podía haber sido rescatada del contenedor del exterior, se apilaba media docena de cintas de vídeo en cajas de videoclub, sin la carátula original de la película. Desde la pared del fondo, en la que Denny había pegado un póster de Drácula, Bela Lugosi nos observaba amenazadoramente. Bela era quien había traído a Denny a Hollywood, así que supongo que era apropiado que, cuando mi hermano había muerto en esa habitación, lo hubiera hecho bajo la atenta mirada del frustrado húngaro.

—Supongo que querrá echar un vistazo a sus cosas —dijo la encargada. Y añadió, con tono de disculpa—: Cuanto antes, mejor, por supuesto.

—Sí.

—Podría empezar por la mañana…

—¿Por qué no esta noche?

—Son casi las seis —respondió echando un vistazo al reloj—. Querrá ir a su hotel…

—A lo mejor podría quedarme aquí.

Vi cómo lo consideraba detenidamente.

—¿Está pagado el alquiler? —pregunté.

—Hasta fin de mes —respondió, vacilante.

Al revelarme esto, ya me estaba dando su beneplácito, desde luego. Cinco minutos más tarde, depositó la llave en mi mano y, un momento después, yo me encontraba solo en el apartamento donde mi hermano había muerto.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Pero aquella noche de insomnio, sentado en el salón, desvelado por el desfase horario, me encontré pensando en Bela Lugosi, tanto como en Denny. Mi hermano había perdido su batalla con las drogas; Lugosi había ganado la suya. En 1955, poco antes del estreno de La novia del monstruo, su segunda película con Ed Wood, ingresó voluntariamente en el Metropolitan State Hospital para tratar su adicción a la morfina. Para entonces ya estaba sin blanca, consumido por el alcohol y las drogas, y desesperado. Ed Wood se había comprometido a destinar los ingresos del estreno a sufragar los gastos médicos del actor, pero los beneficios de esa noche, si es que obtuvo alguno, debieron de ser insignificantes y, con toda seguridad, insuficientes para cubrir ni una mínima parte de las facturas del hospital. A pesar de sus ambiciones autorales, Ed Wood carecía de talento, ni siquiera era un director competente, y su fama póstuma como icono camp era inconcebible por aquel entonces. Una de las tragedias de la carrera de Bela Lugosi es que los críticos acostumbran a incluir las cintas que rodó con Ed Wood en las listas de peores películas de la historia.

No obstante, Ed Wood fue un buen amigo para la vieja estrella. Visitó con regularidad a Lugosi en el hospital cuando Hollywood ya lo había dado por perdido largo tiempo atrás, y le prometió protagonizar su siguiente producción cuando no contase con otras ofertas. Es posible que todos esos guiones que Ed Wood no dejaba de enseñarle le proporcionaran cierto consuelo durante los terribles tres meses siguientes. Más adelante, Bela describió el síndrome de abstinencia como una pesadilla de extremos dolorosos: tan pronto fiebre ardiente como frío glacial. Había instantes en los que era incapaz de moverse. Otros, en los que sus extremidades se contraían presa de espasmos violentos. Mordía las mantas para luchar contra el dolor. Se cagó encima —una papilla hedionda y cálida que le bajó por la parte posterior de los muslos— y lloró de vergüenza mientras las enfermeras lo limpiaban. Luego se arrastró hasta la silla, humillado, y las observó cambiar las sábanas con eficiencia profesional. «Quiero morir», gimió, y era cierto: en ese momento lo único que anhelaba era ser borrado de la faz de la Tierra.

Pero se recuperó, y cuando salió del hospital lo hizo con uno de los guiones de Ed Wood en la mano. «Tengo muchas ganas de volver a trabajar —le dijo a un reportero en la escalinata del sanatorio—. Voy a protagonizar El vampiro va al Oeste, de Eddie Wood».

Sin embargo, Ed Wood no consiguió financiación para rodar la película. Bela Lugosi ya había interpretado su último papel protagonista. Poco más de un año después, falleció de un infarto mientras se echaba la siesta. Hope Lininger lo encontró con una copia del guion sin producir de Ed Wood aferrada en la mano. Hollywood lo había matado una década atrás. El infarto tan solo lo hizo oficial.

«Pobre Bela», habría dicho Denny. «¡El pobre Bela!».

Pero Denny también había muerto sometido a la maldita diosa de la pantalla. Había sacrificado todo a sus pies: ambiciones, familia y, por último, la vida. Cuando nuestra madre enfermó, yo me tomé un año sabático en la universidad y regresé a Pensilvania para cuidarla. No llevaba ni una semana en casa cuando el médico nos informó de que le quedaban seis meses, con suerte. Llamé a Denny para comunicarle la noticia.

—Ven a casa —le pedí.

—Iré —prometió, pero justo entonces andaban negociando el acuerdo para la serie cómica y fue retrasándolo, una semana y luego dos. Las semanas se acumularon y se convirtieron en un mes.

—Tienes que venir, Denny —insistí—. Se está muriendo.

—Una semana más.

Pero no hubo más semanas. Nuestra madre falleció tres días después.

Denny tampoco vino a casa para el entierro. Se había incorporado al equipo de guionistas de El mejor amigo de una niña menos de una semana atrás, y no quería arriesgarse a causar mala impresión. «Mamá lo habría entendido», me aseguró, y a lo mejor así habría sido. Pero yo me pasé el resto del otoño en casa, solo, encargándome de validar el testamento, de los preparativos para poner el inmueble en venta, de las gestiones para cobrar el seguro de vida y de mil otros detalles. A la postre, la herencia ascendió a poco más de 80 000 dólares. Envié a Denny un cheque bancario por su mitad e incluí la alianza de mi madre como recuerdo: algo que le hiciera mantener viva su memoria, ya que parecía haberla olvidado.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

La siguiente tarde hablé con Susan Mazur, la agente de Denny. Ella tenía un despacho impecable en la primera planta de un edificio antiguo, a dos manzanas del bulevar Wilshire. Yo me había esperado algo por completo diferente: una dinámica superabogada hollywoodiense en una torre de cristal en el centro de la ciudad. A lo mejor de alguna agencia de talentos como William Morris o Creative Artist Agency. Pero Denny no se movía en esos círculos, naturalmente. Habían pasado tres años desde El mejor amigo de una niña y, como ya he dicho, la serie había obtenido un éxito moderado, como mucho, en absoluto acorde con las ambiciones y capacidades de mi hermano, que por lo visto habían sido considerables. Él era bueno («buenísimo», según Susan Mazur).

—Eso era parte de su problema, ¡demonios! Se creía demasiado bueno para esta ciudad —me explicó.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a aquella serie, la del perro del espacio. Luché por conseguir colocarlo en ella, y él tiró la oportunidad por la borda.

—¿Cómo fue?

—Estaba destrozado. Solo hablaba de usted y de su madre. Su pérdida le resultó muy dura. Después de que lo dejara…

Me recosté en la silla.

—Creía que la serie había sido cancelada.

—Eso fue más adelante. Denny duró un par de meses como mucho. —Me dirigió una mirada inquisitiva—. ¿No se lo contó?

—No, yo… Jamás lo mencionó. —Yo siempre había dado por hecho que Denny había aguantado hasta la cancelación de la serie—. ¿Qué sucedió?

—Decidió que los perros parlantes no estaban a la altura de su talento. Tenía que haber hecho de tripas corazón, ahorrar dinero para cuando llegaran las vacas flacas, pero… —Se encogió de hombros y suspiró—. Cuesta asimilarlo, ¿verdad? Qué pérdida tan terrible, joder.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—No hace mucho. A lo mejor alrededor de un mes. Quería enseñarme un guion. Una especie de biopic descabellado de Bela Lugosi. No era un proyecto comercialmente viable. Lo debo de tener por alguna parte.

—¿Puedo echarle un vistazo?

—¿Por qué no? Deje que vea si puedo desenterrarlo de entre todo esto.

Me acompañó a la puerta diez minutos después, todavía negando con la cabeza con aire de incredulidad. Y un momento más tarde, yo estaba en la calle, con el guion de Denny en la mano. Lo arrojé al asiento del pasajero del Cavalier, incapaz de mirarlo. No conseguía quitarme de la cabeza lo furioso que me había sentido cuando nuestra madre había muerto y él había decidido quedarse en California. No conseguía quitarme de la cabeza la conversación en la que yo le había dicho que los perros parlantes no estaban a la altura de su talento. Me preguntaba por qué me había parecido necesario compartir esa opinión. Seguro que él no necesitaba que yo anduviera señalándole que no había alcanzado ninguna de las metas con las que había soñado.

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Durante los meses posteriores a la muerte de mi madre, cuando la casa se me antojaba llena de ecos, yo debía de ver dos o tres películas de cine a la semana —casi todas las que se estrenaban en el pueblo donde Denny y yo crecimos—. Era adentrarme en el vestíbulo del cine, y sentir que algo se relajaba en mi interior. Acomodadores y proyeccionistas no tardaron en saludarme por mi nombre; para cuando llegaba al bar, los encargados ya tenían preparado lo que quería. Sin embargo, el momento auténticamente reconfortante llegaba cuando las luces se apagaban y yo me desgajaba de mí mismo, perdido en el sueño que cobraba vida en la pantalla. No hacía ascos a ningún tipo de película. Podía ver Piraña una noche y El cazador la siguiente, y las dos me valían. No me importaba a qué mundo me arrastraran, siempre que fuese lejos de ese pequeño y agobiante pueblo de Pensilvania; de la cruda realidad de la muerte de mi madre y de mi resentimiento hacia Denny por haberme dejado solo en la tarea de atar los cabos sueltos de la vida de nuestra progenitora.

E incluso cuando no estaba en el cine, veía películas en casa. Por aquel entonces todavía las echaban a montones en las cadenas de televisión convencionales: Johnny Weissmuller los sábados por la tarde y Shirley Temple los domingos, y todo tipo de telefilms, desde La amante del presidente a La máquina del tiempo. Y, aunque hacía mucho que Gabriella Ghoul ya no aparecía en pantalla, los sábados por la noche siempre podías contar con pillar una de miedo de la Hammer tras el noticiario local de medianoche.

Películas. Hasta la última.

Y era una película lo que necesitaba cuando regresé al apartamento de Denny aquella noche. Me senté a la mesa plegable y cené comida tailandesa para llevar mientras examinaba los libros que se amontonaban en derredor. La mayoría parecían estar allí con vistas a la investigación para el guion sobre Bela Lugosi: las biografías típicas (la de Lennig, la de Bojarski y la de Cremer), junto con un estudio sobre los largometrajes de monstruos clásicos de la Universal, dos o tres historias de la Edad de Oro de Hollywood y un volumen de gran formato ilustrado con fotografías de Los Ángeles en la década de 1930. Sin embargo, esa noche a mí no me apetecía leer sobre películas. Lo que quería era perderme en una. Así que, tras dejar en la nevera las sobras de la cena, me senté para echar un vistazo a los vídeos de la mesita de centro.

Ya iba por la mitad del montón cuando caí en la cuenta de que la película que tenía en la mano no existía.

Ninguna de esas películas existía.

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Hasta donde he podido averiguar, Bela Lugosi jamás llegó a conocer a Gene Autry, el Vaquero Cantante, muy popular en los años treinta y cuarenta. No obstante, durante el último año de su vida, tuvo previsto coprotagonizar con él El vampiro va al Oeste, el film de Ed Wood que había mencionado en la escalinata del sanatorio. Esto no es tan inverosímil como parece. Perfectamente se podrían haber conocido a través de Alex Gordon, un antiguo compañero de habitación de Ed Wood, que llegó a ser bastante amigo de Gene Autry. Y tal vez el vaquero agradeciera la oportunidad de trabajar de nuevo. En 1956, su carrera iba de capa caída. Llevaba tres años sin aparecer en ninguna película. Había engordado y bebía mucho. Hollywood se había portado con él a las mil maravillas —rodó noventa y tres cintas entre 1934 y 1953—, pero acabó retirándole sus favores. El largometraje que Ed Wood le propuso jamás llegó a rodarse porque el director no consiguió financiación. Gene Autry abandonó el proyecto. Lugosi murió dejando a Wood con un puñado de pruebas de cámara que este recicló para Plan 9 del espacio exterior, el clásico camp que afianzaría su fama como peor director que jamás encuadró un plano.

Todo este episodio merece una única y displicente frase en la, por lo demás, exhaustiva biografía de Bela Lugosi escrita por Arthur Lennig. Y ni siquiera eso en las memorias que Gene Autry publicó en 1978.

Sin embargo, en la película que yo tenía en la mano —una cinta VHS comercial—, la etiqueta decía claramente: El vampiro va al Oeste. Y no era la única. Una segunda ojeada al montón de cintas confirmó que la existencia del resto era igual de imposible. No debían existir. No existían y punto. Jamás se habían rodado. Habían sido abandonadas. Pero allí estaban. La adaptación de Orson Welles de El corazón de las tinieblas. Alguien tiene que ceder, la última película de Marilyn Monroe, que había quedado inacabada con su muerte. Y Caleidoscopio, de Hitchcock; El infierno, de Henri-Georges Clouzot, y Yo, Claudio, de Josef von Sternberg. Una broma, sin duda. Alguien había pegado etiquetas falsas en las cintas, pero ¿por qué?, ¿con qué intención?

Volví a coger El vampiro va al Oeste y miré la pegatina de la caja: Videoclub Dimensión. Acto seguido encendí la televisión e introduje la cinta en el reproductor de vídeo. La película empezaba con una toma en blanco y negro del asombroso Criswell sentado tras un escritorio, recitando un extraño monólogo sobre «los misterios del pasado que incluso hoy siguen oprimiendo la garganta del presente en un intento por estrangularlo». El discurso era solemne y teatral, pasado de rosca, y la toma, estática. Luego la imagen se desvaneció y fue remplazada por un paisaje llano y desértico con cactus, a todas luces falsos, en la parte derecha del encuadre. Los títulos de crédito iban apareciendo en la izquierda, con cada nuevo nombre precedido por el sonido de un disparo. Autry encabezaba el reparto, seguido por Lugosi, ambos por delante del título, al que seguía el resto de los actores, entre ellos Vampira, Paul Marco y Tor Johnson, los colaboradores habituales de Ed Wood. Para cuando aparecieron los créditos autorales…

Escrita, dirigida y producida

por

Edward D. Wood, Jr.

… lo único que se me había ocurrido era que estaba viendo algún tipo de falsificación estrambótica. Entonces, Lugosi apareció en la pantalla, vestido con su atuendo de Drácula al completo, incorporándose en un ataúd de una cripta penumbrosa que parecía el garaje de algún adosado. A esas alturas de mi tesis, yo había visto prácticamente todas las películas rodadas por Lugosi tres o cuatro veces. Conocía sus facciones casi tan bien como la mías. Reconocí su gesto típico al girarse a mirar a la cámara y el vuelo de la capa con la que se cubrió la boca. Un relámpago atravesó la pantalla e iluminó un decorado con un castillo gótico coronando de manera inverosímil un promontorio en pleno desierto —saltaba a la vista que se trataba de un fondo pintado, ejecutado con la pericia esperable en una obra de teatro escolar de niños de ocho años—. Otro corte y, ante nosotros, un grupo de vaqueros congregados alrededor de una hoguera. En la siguiente toma aparecía Gene Autry, con sobrepeso y mal aspecto, posiblemente borracho. Rasgueaba una guitarra y cantaba a grito pelado su canción más popular, Back in the Saddle Again, o al menos lo intentaba: arrastraba las palabras, su antaño agradable voz de tenor hecha unos zorros.

No voy a tratar de describir la película que vino a continuación. En ella, Lugosi, su esposa-vampira (Vampira, ni que decir tiene) y su criado mutante (Tor Johnson) acosaban a la hija de un ranchero, a la que querían fecundar con su rayo atómico (¡toma ya!). Gene Autry y compañía acudían al rescate al galope. Era descabellada, pero no era una falsificación. Lugosi era sin duda alguna Lugosi. Gene Autry era a todas luces Gene Autry. Y la producción era cien por cien Ed Wood. El guion era incoherente, posiblemente fruto de la demencia; y la calidad de la producción, terrible.

Fascinado, vi la película de principio a fin; acto seguido la rebobiné y la volví a ver. Todo el asunto me apenaba. Esto era Hollywood. Sus acólitos más fervorosos vivían sumidos en el delirio. Sus estrellas en decadencia se aferraban a su antigua fama. De haber bastado solo con la pasión, Ed Wood habría sido un autor de la categoría de Orson Welles (aunque Hollywood también destruyó a Welles); de haber bastado solo con el afán, Bela Lugosi y Gene Autry habrían seguido en el candelero hasta su muerte.

A continuación, vi el resto de las cintas. Para cuando terminé la última, El infierno, casi eran las cuatro. La rebobiné, la saqué del aparato y la guardé, tras examinar la caja de plástico por segunda o tercera vez. Era idéntica a las cajas de películas de alquiler habituales por entonces. Aparte del nombre del videoclub, no figuraba ninguna otra información —ni dirección ni teléfono ni nada—. Los vídeos podían haber salido de cualquier parte. Podían haber salido de la nada.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

El despertador de Denny me arrancó del sueño, agotado y con los ojos secos, justo después de las nueve. Pasé por uno de esos momentos de desubicación que a veces se experimentan al abrir los ojos en una cama extraña y sin haber descansado. Durante un instante no estuve seguro de dónde me hallaba ni de cómo ni por qué había acabado allí y, cuando de golpe volví a acordarme de todo —de la muerte de Denny, de la dura travesía de punta a punta del país y de la pila de películas que no existían, que en modo alguno podían existir—, todos esos sucesos se me antojaron un sueño incomprensible. Me quedé sentado al borde de la cama un buen rato. Cuando por fin me calmé lo suficiente para ponerme en pie, tuve que armarme de valor para enfrentarme a las cintas de la otra habitación. Tenía miedo de que estuviesen allí. Tenía miedo de que hubieran desaparecido.

Allí estaban.

Resistí el impulso de sentarme y volverlas a ver todas de nuevo inmediatamente. En lugar de eso, desayuné de pie frente a la nevera abierta, comiendo fideos salteados directamente de la caja. Tras una ducha, casi volví a sentirme humano. Al menos lo bastante como para sentarme y ver los primeros quince minutos de El vampiro va al Oeste, para comprobar si podía pillar algo que se me hubiera escapado en los dos primeros visionados. Fue inútil. Las películas de Ed Wood no abundan en sutilezas. No hay más cera que la que arde. De manera que rebobiné la cinta, la saqué y la volví a guardar en la caja; y acto seguido, presa de cierta ansiedad o paranoia, la escondí detrás de una manta vieja en el estante superior del armario del dormitorio de Denny. Agarré el vídeo de Alguien tiene que ceder y me dirigí a la oficina del otrora motel en busca de la encargada.

La mujer se puso de pie tras el mostrador cuando me vio entrar. Me preguntó cómo estaba y si iba haciendo progresos en el apartamento de Denny. Yo mentí a ambas cuestiones, levanté el video e inquirí:

—¿No tendrá idea de dónde está el videoclub Dimensión?

Se quedó pensando, repitió la palabra Dimensión en voz alta, como si eso fuera a ayudarle a recordar.

—No me suena ningún videoclub Dimensión —respondió al cabo, titubeante—. Hay un Blockbuster a una manzana de aquí, junto a la lavandería.

A mí un Blockbuster no me servía de nada, claro está. Le pedí que me dejara consultar el listín telefónico. Sentado en una silla dura en el vestíbulo, lo comprobé, varias veces, en las páginas blancas y en las amarillas, tanto en la sección de alquiler de películas como en la de videoclubs. Nada de nada de nada. Si el videoclub Dimensión existía, no se estaba esforzando demasiado por darse a conocer. Suspiré y le devolví el listín por encima del mostrador.

—¿Ha encontrado lo que busca?

La respuesta era no, tanto en sentido literal como existencial. Probé suerte en el Blockbuster. No fuera a ser que hubiese comprado los fondos de un establecimiento fenecido.

—Me extrañaría —respondió el chaval con coleta que había tras el mostrador. Observó la etiqueta con los ojos entrecerrados y luego me devolvió la caja—. Siento no poder ayudarte. A lo mejor deberías hablar con la dueña. Lou. Si quieres, se lo puedo comentar.

—Ya pasaré otro rato.

—Como quieras. Buen día.

Me prometí intentarlo.

Inútil empeño. Dejé el vídeo en el apartamento, monté en el Cavalier y pasé el resto del día recorriendo Los Ángeles. Fui a ver la estrella de Bela Lugosi en Hollywood Boulevard. De haber vivido para verla, se habría emocionado ante esta confirmación de sus logros. Pero Hollywood le volvió a abrir los brazos demasiado tarde. Murió casi olvidado en un pequeño piso en Harold Way —la última parada de mi tour por la ciudad—. Esa fresca tarde californiana pasé un buen rato plantado ante aquella casa, contemplándola. Había ido siguiendo el rastro de sus otras viviendas: durante su ascenso al estrellato, el hotel Ambassador y su mansión en Outpost Drive, donde residió a mediados de la década de 1930, en el apogeo de su fama; y luego, durante su larga decadencia, diversas viviendas cada vez más pequeñas, en los años cuarenta y cincuenta. Pero el piso de Harold Way fue el que me impresionó más. ¿Cómo un hombre que había llegado a suscitar la adoración de millones de personas podía haber acabado pasando tales estrecheces?, me pregunté. Y, mientras estaba allí plantado, envuelto en el crepúsculo azul, observando cómo las farolas se iban encendiendo una a una e irradiando su resplandor suave, me pareció que el aire se llenaba del anhelo insatisfecho y la añoranza inconsolable de una ciudad llena de soñadores desengañados.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

El guion de Denny no era un biopic, porque el Bela Lugosi en él retratado jamás existió.

Bela Lugosi murió en agosto de 1956.

Bela no rodó una película titulada El vampiro va al Oeste en la primavera de 1957.

Lugosi murió limpio. A pesar de todos sus defectos, a pesar de su carrera fracasada, a pesar de sus carencias evidentes como padre y esposo, a pesar de su desesperación, jamás recayó en la droga, y una parte de mí despreció a Denny por privar a Lugosi de la única batalla que en realidad había ganado. Quien tal vez fuese la primera estrella en reconocer —públicamente— que se iba a someter a un tratamiento de desintoxicación, salió del hospital convertido en otro hombre.

El Lugosi del guion de Denny no murió en 1956. El Lugosi del guion de Denny sufrió una recaída cuando Hope Lininger finalmente ya no aguantó más y lo abandonó —algo que tampoco ocurrió jamás—. En el guion de Denny, Lugosi, desesperado por conseguir una dosis de morfina e incapaz de seguir encontrando algún médico dispuesto a cooperar, recurrió a Tor Johnson. El Superángel Sueco, que tenía las rodillas fastidiadas tras sus años en el ring, no tuvo problemas para que se la recetaran, pero la situación lo tenía dividido. Su devoción incondicional lo empujó a proporcionar la droga a Lugosi; su afecto, a rogarle que no la utilizase. Lugosi hizo caso omiso, naturalmente, y, para cuando empezó el rodaje de El vampiro va al Oeste, la consumía con regularidad, se escapaba a hurtadillas del plató durante los descansos a fin de pincharse en el destartalado aseo del estudio, un retrete sucio de puerta hueca con el pestillo roto.

Es en ese aseo donde se desarrolla uno de los sucesos cruciales del guion, una escena breve pero importante. Lugosi está manipulando torpemente una jeringuilla cuando Gene Autry llama a la puerta y pregunta:

—Eh, ¿está ocupado?

Bela da un respingo, y la jeringa que acaba de llenar se le cae y acaba bajo el lavabo.

—Un momento, por favor —dice Bela—. Solo tardo un min…

Pero el Vaquero Cantante ya ha entrado precipitadamente en el retrete, con una botella de bourbon abrazada contra el pecho. Cuando está insistiendo a Lugosi para que le dé un tiento («El quitapenas matinal», le dice) se fija en la jeringuilla. La coge y la observa a la luz de la pantalla moteada de moscas.

—Joder, Bela, creía que te habían desenganchado de esto.

—Sí —responde Lugosi, y se pimpla un lingotazo de quitapenas—. Yo también lo creía.

Sentado a la mesa plegable del apartamento de Denny, fui pasando las páginas del guion entre sorbos de cerveza. Las escenas cobraban vida ante mí: el descubrimiento de Gene Autry de que el director de la película es travesti («Joder, chaval —dice—, ¿eso es una falda?») y cómo se va gestando el conflicto con su coprotagonista. A pesar de la morfina, Bela siempre se comporta como un consumado profesional. Gene Autry, por el contrario, es un borracho chapucero, que olvida sus frases y no se sitúa en sus marcas. Los problemas alcanzan un punto crítico cuando están rodando la escena de la hoguera que sirve de presentación del personaje del cantante.

—Eddie, a lo mejor en una película de miedo no pega que salga alguien cantando Back in the Saddle Again —sugiere Lugosi a Ed Wood.

—Pero es que él es el Vaquero Cantante —objeta Ed Wood.

—Su voz ya no es tan buena —añade Lugosi, demasiado concentrado en la conversación como para haberse dado cuenta de que Autry se ha acercado y lo tiene detrás.

Los ojos de Eddie se abren como platos.

—Bela… —empieza a decir.

Demasiado tarde. La mano de Gene Autry se cierra sobre el hombro de Lugosi. Cuando este se gira, el amenazador rostro del cantante surge en su campo de visión como una pequeña luna, con manchas y poros en lugar de cráteres.

—Menudo cabronazo estás hecho —le espeta—. Yonqui, monstruo.

Y acto seguido le propina un puñetazo en la cara.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

El Código del Vaquero de Gene Autry —un conjunto de diez reglas por las que sus jóvenes fans debían regir su vida— prohibía de manera expresa golpear en la mandíbula a un viejo de setenta y cuatro años. «Un vaquero debe mostrarse amable con los niños, los ancianos y los animales», afirmaba la regla número cuatro. Lo sé porque Denny incluyó en su guion un intertítulo con el código íntegro. En la escena siguiente, imaginó la reconciliación entre ambos hombres. La línea con la que se abre la sitúa en el Cameo Club, el bar que Lugosi —el Lugosi real— frecuentó en las postrimerías de su vida, durante el último año o dos. Que yo sepa, no se conserva ninguna fotografía del establecimiento, pero yo siempre lo he imaginado muy semejante a como Denny lo describía: fresco y oscuro, con los taburetes de la barra desgastados y los sillones de las mesas tapizados en escay rojo tachonado de botones; el bar de un viejo, tranquilo y poco concurrido. Lugosi está tratándose la mandíbula amoratada a base de whisky barato, cuando Gene Autry se sienta a su lado.

—¿Ha venido a pegarme otro puñetazo? —pregunta Lugosi.

—No —responde Autry, y suspira—. Eddie dijo que a lo mejor te encontraba aquí.

—No deseo ser encontrado. —Lugosi se pone en pie y deja un puñado de billetes en la barra—. Buenas noches, señor Autry.

—¿Por qué no te quedas un rato? —pide Autry, y lo coge del codo—. Te invito a una copa. O incluso a una docena, joder.

—No me toque, por favor —dice Bela Lugosi, pero vuelve a sentarse en el taburete.

Piden las bebidas: bourbon y un whisky de categoría.

Autry suspira de nuevo y alza el vaso en un brindis.

—Es una pendiente la mar de resbaladiza, ¿a que sí, Bela? Un día tomas una copa, al siguiente dos y, de pronto, no puedes llegar al final del día sin esta mierda. —Resopla—. Tú me entiendes, ¿verdad?

A continuación, un poco de trabajo actoral. Lugosi saca un mechero y enciende uno de sus puros apestosos. Se toma su tiempo para prenderlo, lo gira en la llama hasta que arde uniformemente. Luego deja el encendedor en la barra.

Bourbon, morfina —dice—. Para el caso… A veces creo que lo mejor sería que yo… —Sacude la cabeza, da una calada al puro y exhala una bocanada de nocivo humo.

—¿A veces qué?

—Da igual. Soy demasiado cobarde. —Lugosi mira a los ojos a Gene Autry—. Y a usted, ¿qué es lo que le da miedo?

Autry baja la vista y gira el vaso en la barra.

—Yo luché por mi país en la guerra, ¿sabes? Sobrevolé el Himalaya pilotando cazas C-109 y jamás sentí miedo. Pero cuando regresé, Roy Rogers se había convertido en el vaquero cantante por excelencia. —Mueve la cabeza negativamente—. Ser dejado de lado. Creo que eso es lo que más temo.

—Todavía es joven.

—Tengo cuarenta y nueve años.

—Yo tenía cuarenta y nueve cuando interpreté a Drácula. A usted le quedan muchas vidas. Yo, yo sí que soy un viejo. Estoy acabado, como dicen ustedes, los norteamericanos.

—¿Ustedes?, ¿los norteamericanos?, ¡¿qué?! —replica Autry entre risas—. ¿Cuánto tiempo llevas en Estados Unidos?

—Mucho. —Y, aunque el guion de Denny no lo indica (una de las limitaciones del cine es que no tiene acceso a la vida interior de sus personajes), imagino a Bela embargado por una nostalgia repentina por su tierra natal. Él siempre se sintió extranjero en su país adoptivo—. Escúcheme bien. Ni soy estadounidense ni húngaro. Siempre ando nadando entre dos aguas, soy un fracasado, un don nadie.

Cuando Gene Autry trata de contradecirlo —«A ver, Bela», empieza—, Lugosi lo hace callar con un ademán de la mano.

—Usted es un vaquero, señor Autry. No es que usted sea estadounidense. ¡Usted es Estados Unidos! Mientras que yo soy un yonqui. Un fracasado. Yo, tal como usted dijo, soy un monstruo.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

No terminé de leer el guion de Denny, no entonces. Fui incapaz. En lugar de eso, cogí otra cerveza de la nevera, saqué El vampiro va al Oeste de su escondite en el armario de Denny e introduje la cinta en el reproductor. No obstante, me resultó imposible concentrarme del todo. No dejaba de pensar en Denny. Me preguntaba de dónde la habría sacado y qué le habría parecido.

Creo que eso es lo que sobre todo eché de menos cuando Denny se desvaneció en Hollywood: comentar con él películas viejas, descubrir su opinión sobre ellas. Él era la única persona que había conocido capaz de hablar de los films de los que a mí me apetecía hablar. No me malinterpretéis. A mis compañeros del máster también les pirraba el cine, pero a ellos les gustaba debatir sobre Buñuel o Visconti. A Denny y a mí nos interesaban más Willis O’Brien y Harryhausen. Ellos leían publicaciones sesudas, como Film Quarterly. Nosotros estábamos suscritos a Famous Monsters of Filmland, una revista especializada en pelis de miedo.

La última cinta que vimos juntos fue una de cine negro de 1947: El beso de la muerte, de Henry Hathaway. Hacía ya dos años que nuestra madre había muerto. Yo acababa de terminar la universidad, mi bastante inútil licenciatura en Filología Inglesa, y me había tomado un año libre para decidir si continuaba con un máster aún más inútil en Estudios Cinematográficos. En el ínterin, estaba trabajando en un videoclub, embarcado en una investigación amplia y nada sistemática sobre la historia del cine, saltando caprichosamente de aquí para allá por los fondos del establecimiento. Me encontraba en mi fase blaxploitation cuando Denny llamó para decir que me iba a venir a ver.

—¿Por qué? —recuerdo haberle preguntado.

—Por nada, para ver cómo le va la vida a mi hermano pequeño. ¿Te parece bien, Ben?

—Claro. ¿Por qué no?

Y así es como Denny acabó en Knoxville un mes más tarde, en mi apartamento destartalado y demasiado pequeño para los dos, situado en el barrio de Fort Sanders. Durante la siguiente semana, él se quedó durmiendo hasta tarde mientras yo hacía mi turno en el videoclub. Una vez fichaba, comíamos pizza que encargábamos por teléfono, bebíamos cerveza y mirábamos las cintas que habíamos elegido para esa noche de las estanterías del videoclub. Y hablábamos de películas, por descontado, de las que habíamos visto, de las que queríamos ver y de las que deberíamos ver. De directores y actores protagonistas. De starlets y reinas del grito. Su última noche antes de marcharse, vagamos arriba y abajo por los pasillos, a la búsqueda de algo que ver. Yo propuse Darktown Strutters, una muestra de blaxploitation. Denny argumentó a favor de Torpedo. Al final llegamos a un acuerdo: El beso de la muerte, aunque ambos la habíamos visto ya. Salía Victor Mature en uno de sus mejores trabajos, y a ambos nos encantaba Richard Widmark en el papel que lo lanzaría al estrellato: el del psicópata Tommy Udo, con sus risitas maniacas. Y, cómo no, el reparto también incluía al eterno villano Brian Donlevy, como fiscal auxiliar del distrito, un personaje muy distinto a los que acostumbra a interpretar.

Brian Donlevy tenía su propio vínculo con Bela Lugosi.

En 1952, cuando a Lugosi las cosas ya le habían empezado a ir mal, Lillian Arch, su esposa por entonces, empezó a trabajar como ayudante en la serie televisiva de Brian Donlevy, Misiones peligrosas. Brian y Lillian no tardaron en hacer buenas migas. Un día, Bela Lugosi, borracho y concomido por los celos, telefoneó a la oficina de producción de Misiones peligrosas y exigió hablar con Donlevy. «Ese hombre está destruyendo mi matrimonio», bramó. Una vez sobrio, lamentó su pérdida de compostura, la última de una serie de humillaciones que él mismo se había infligido, tanto en el plano personal como profesional. El golpe definitivo llegó cuando Lillian lo abandonó menos de un año después. Es probable que Donlevy fuera un factor influyente en su decisión —Lillian se casaría con él en 1966, diez años después de la muerte de Lugosi—, pero yo creo que, a pesar de todo, ella amaba a Bela. Se había mantenido a su lado durante dos décadas difíciles, convertida en una testigo impotente de su espiral descendente hacia la adicción a la morfina, el alcoholismo y la pobreza. Aunque Bela era incapaz de darse cuenta, era él mismo quien estaba destruyendo su matrimonio, no Brian Donlevy. Había conseguido que Lillian llegara al límite de su aguante.

Denny no estaba de acuerdo.

—No fue culpa de Bela, no tal como tú lo ves. Esos fueron síntomas, no el problema. Si hubiera tomado otras decisiones…

—Como aceptar el papel de Boris Karloff en Frankenstein, supongo.

Esta línea de razonamiento no era nada novedosa. Era bien conocido que Lugosi había rechazado esa oferta. No quería tener que aguantar horas de maquillaje cada día. No quería un papel sin frases. No quería ser encasillado como el monstruo de Estados Unidos; aunque sin duda ya era demasiado tarde para eso. Bela era demasiado mayor para los papeles de protagonista con los que había soñado. Tenía demasiado acento, y la huella que había dejado con su Drácula era demasiado indeleble.

Boris Karloff, por su parte, sí que había aceptado el papel; lo había acogido con los brazos abiertos y logrado una interpretación cuyo patetismo sigue maravillándonos hoy en día. Frankenstein lo lanzó al estrellato y, a partir de ese momento, él tomó las decisiones correctas. Aceptó de buen grado su papel de monstruo, esperó hasta que le ofrecieron trabajos interesantes y alcanzó un éxito duradero.

Lugosi se convirtió en un Karloff ilusorio, el Karloff que Lugosi podía haber sido.

Sin embargo, Denny lo veía de otra manera. Rechazar el papel supuso un error que cambió su vida, eso seguro… suponiendo que él pudiera haber logrado una interpretación a la altura de la de Karloff. Pero, incluso después, salvarse a sí mismo siguió estando en sus manos.

—¿Cómo?

—El estrellato tiene su intríngulis —me explicó Denny—. Es una ilusión, sedosa y sutil como un rayo de luna. Tienes que interpretar el papel. Por mucho que estés con el agua al cuello, debes aferrarte a los coches de lujo, dejarte ver en los mejores restaurantes y salir con las mujeres más hermosas. Si alimentas la ilusión durante el tiempo necesario, acabas por convertirte en ella.

—Lugosi ya estaba arruinado en 1932 —objeté.

—Fue demasiado orgulloso para pedir que le devolvieran favores.

—¿Qué favores?

—En 1932, era toda una celebridad. Debería haber explotado esa fama. Tan solo tenía que esperar al papel adecuado. Pero, en lugar de eso, se rebajó a aceptar lo primero que le ofrecieron. Se lo veía desesperado. Y la desesperación es nefasta.

—Lo que tú digas, Denny. Venga, que mañana toca madrugar.

Así era. Nos levantamos antes del amanecer y salimos hacia el aeropuerto. Lloviznaba, y los coches que circulaban en dirección contraria zumbaban al cruzarse con nosotros, mientras sus sombras se deslizaban por el rostro de Denny, que estaba silencioso y pensativo.

—¿En qué estás pensando? —pregunté.

Denny observaba los centros comerciales que íbamos dejando atrás.

—No he sido del todo sincero contigo.

—Vale.

—Necesito dinero, Ben.

—¿Dinero? Mamá te dejó cuarenta mil dólares, ¡caray!

—No lo entiend…

—¿Y tu perro parlante? Entonces ganaste un pastizal, ¿no?

Denny suspiró.

—¿No?

—Ben…

—Respóndeme.

—Me lo he gastado. —Y, sin apartar la mirada de la cadena montañosa que se atisbaba a lo lejos, perfilándose oscura frente al cielo cada vez más luminoso, añadió—: Me lo he gastado todo.

—¿Cómo?

—Las cosas son como te expliqué anoche. Tienes que interpretar el papel. Tienes que ser aquello en lo que deseas convertirte. Al cabo de un tiempo, me resultó imposible continuar sosteniendo ese tren de vida, pero seguí esperando la siguiente oportunidad. —Se echó a reír—. ¿Me estás diciendo que no tienes ese dinero, Ben?

—Trabajo en un videoclub.

—No es eso lo que te he preguntado.

—Sí, lo tengo. —Tomé el desvío hacia el aeropuerto a demasiada velocidad y frené bruscamente; el coche se inclinó hacia la curva—. Necesito el dinero, Denny. Voy a volver a la universidad.

—Tranquilo entonces. Sin problema.

Se oyó el estruendo de un avión que pasó por encima de nosotros. Aparqué delante de la terminal de salidas. El tráfico estaba empezando a animarse. Taxis y autobuses especiales con destino al aeropuerto, gente fumando en las aceras. Bajé, rodeé el coche y saqué su equipaje del maletero.

—Deberías venir conmigo —dijo.

—Sabes que no saldría bien. —Le tendí la mano—. Cuídate, ¿eh?

Denny hizo caso omiso de mi mano y me estrechó en un abrazo.

—Tú también, Ben. —Y mientras cogía su bolsa, añadió—: Pero supongo que no hace falta que me preocupe por eso, ¿verdad?

Me dirigió un gesto de despedida con la cabeza y echó a andar acera adelante. Yo lo miré hasta que franqueó las puertas automáticas. Él no se giró.

Jamás volví a verlo con vida.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Continué pimplando cervezas hasta que todo se volvió borroso y mi campo de visión se redujo a un túnel oscuro. En algún momento me fui a trompicones a la cama. Me desperté pasado el mediodía, con resaca y un vacío escurridizo atravesado por crudos fogonazos eidéticos en el espacio que hubieran debido ocupar mis recuerdos de la noche —yo, rebobinando El vampiro va al Oeste para verla una vez más, tratando de concentrarme en la interpretación de Lugosi, aunque mi atención se distraía durante segundos, minutos, media hora seguida…; yo, sentado a la mesa plegable, con la mirada ciega clavada en el guion de Denny, como si la página con el título pudiera revelarme por sí sola alguna verdad o explicación en la que no me hubiese fijado antes—. Pero, si efectivamente allí había alguna verdad, fui incapaz de recordarla a la luz de la mañana.

Me levanté, cepillé la mugre de mis dientes y me tragué un par de paracetamoles del botiquín. Ya en el salón, saqué del reproductor la cinta de El vampiro y la metí en su caja. Recogí una docena de latas de cerveza de la encimera de la cocina y, cuando salí para llevar la bolsa de basura al contenedor, vi que había aparcado el Cavalier en mitad de la acera. Recordaba borrosamente haberlo cogido para ir a por más cerveza. Bastante suerte tuve de no matar a nadie…

Guardé El vampiro en su escondite en el armario de Denny y regresé al coche. Pasé las siguientes dos horas en una funeraria cercana, elegida en parte por su proximidad al apartamento. El encargado me trató con amabilidad profesional. Expresó sus condolencias, me preguntó si disponíamos de una parcela en algún cementerio, y trató de venderme un ataúd y organizar un funeral. Rechacé el funeral y, en su lugar, opté por la cremación. En menos de dos horas ya me encontraba de nuevo en la calle, pero la experiencia me hizo sentir plenamente consciente de la muerte de Denny, le aportó incluso más irrevocabilidad que las fotografías del expediente policial. No dejaba de pensar en nosotros de pequeños, antes de distanciarnos… antes de Lugosi y de todas las desdichas que nos había acarreado.

Aparqué junto a un parque. Hacía calor, pero no resultaba opresivo, como hubiera sido el caso en Knoxville. El follaje lucía exuberante. Busqué un banco, me senté y volví el rostro hacia el sol, para permitir que la calidez consumiera la resaca. Me vinieron a la memoria las paradójicas palabras de Denny: para convertirte en esa persona que aspiras a ser, debes encarnarte en ella desde el momento en que la creas en tu imaginación. A lo mejor esa había sido la diferencia entre nosotros. Yo siempre me había sentido más o menos satisfecho siendo yo mismo. Por algún motivo, Denny había anhelado ser alguien distinto, lo había sacrificado todo en el altar de ese sueño. Me pregunté si tal vez lo habría logrado de haberle entregado yo el dinero que me pidió. Yo no había derrochado mi mitad de herencia. Era cierto que tenía previsto regresar a la universidad —y efectivamente así lo había hecho—, pero también era cierto que podía haber prescindido de al menos una cantidad suficiente para que él hubiera podido tirar una temporada. ¿Qué podría haber sucedido entonces? ¿En qué podría haber llegado a convertirse? Y, subyacentes a estas preguntas, otras, perturbadoras de un modo distinto. ¿Cómo se había hecho con las películas? Y ahora que obraban en mi poder, ¿qué iba a hacer yo con ellas?

¿Dónde estaba el videoclub Dimensión?

En ese momento tuve una pequeña revelación: en realidad, devolver las cintas jamás había entrado en mis planes. ¿Cómo iba a renunciar a ellas? Pero me moría de ganas de ver el resto de los fondos del establecimiento. Por descontado que Denny habría sentido lo mismo. En su caso, el deseo podía haber sido incluso más apremiante. Tras una década en Hollywood, él jamás había visto pronunciar en la pantalla ni una sola palabra de las que había escrito. Ahora bien, ¿y si en otro lugar o tiempo —otro lugar donde Ed Wood había obtenido financiación para rodar El vampiro va al Oeste y Marilyn Monroe había vivido lo bastante para terminar Alguien tiene que ceder— él también había alcanzado el éxito? ¿Y si sus propias películas —esos films que eran meros sueños— estaban esperando en las estanterías de ese videoclub?

Era una posibilidad absurda. Disparatada. Ahora bien, todo el asunto era disparatado.

Traté de descubrir algo de sentido o lógica en ello, alguna explicación de todo el episodio, pero, cuando regresé al coche —horas después—, aún no había dado con ninguna respuesta. En el camino de regreso al apartamento de Denny, paré a tomar un sándwich. Más adelante, un impulso me empujó a desviarme y entrar en el aparcamiento del Blockbuster. A lo mejor ahora sí que estaba la dueña.

Sí estaba.

El tipo que había tras el mostrador me indicó un despacho al fondo del local. Ella se puso de pie cuando me presenté; era una mujer alta y angulosa, en la treintena, con un solideo de cabello rubio muy corto, no guapa exactamente, pero tampoco alguien a quien se olvidara al momento. Se llamaba Louise Roth. «Pero todos me llaman Lou», añadió, mientras me invitaba a acomodarme en la silla de plástico situada frente a su mesa. Me escuchó con atención mientras le explicaba mi dilema: mi hermano había dejado algunas cintas de alquiler que yo deseaba devolver, pero en las cajas de las películas no figuraba ni la dirección ni el teléfono del establecimiento, tan solo un nombre: videoclub Dimensión.

—Videoclub Dimensión, ¿eh?

—Eso es.

—Yo me olvidaría del tema. Nadie va a ir a reclamártelas. Perder cintas es algo inherente al negocio. Estoy segura de que con la muerte de tu hermano tendrás asuntos más importantes que atender. ¿Cómo dices que se llamaba?, ¿Danny?

—Denny.

—Ya caigo. Un tipo alto, moreno, que vivía en Paradise Arms, ¿verdad?

—Lo conocías…

—No demasiado, pero me acuerdo de él. Solía venir y coger una película de vez en cuando. Tenía buen gusto.

—¿A qué te refieres?

—La mayoría de la gente quiere estrenos o pornografía. Tu hermano iba un poco más allá, siempre andaba a la caza de alguna rareza. Casi nunca teníamos lo que buscaba, pero alguna que otra vez se quedaba un rato para charlar. Compartíamos cierta debilidad por las películas de terror viejas. La gente a la que le gusta hablar de Yo fui un Frankenstein adolescente no abunda, me entiendes, ¿verdad?

Yo me reí.

—Sin duda era Denny.

—Lo curioso es que no hace demasiado él también vino preguntando por ese mismo videoclub.

—Bueno, al parecer lo encontró.

—Encontrarlo no era el problema. Volver a encontrarlo ya era otra cosa. Quería devolver los vídeos que había alquilado allí, pero había desaparecido. Al menos eso dijo.

—No tiene sentido. Si él ya había alquilado las películas allí…

—Exacto. —Se recostó en la silla y juntó las manos bajo la barbilla—. Dijo que estaba especializado en material difícil de encontrar. Dificilísimo de encontrar. ¿Encajan en esa categoría las películas que ha dejado?

—Se podría decir que sí.

—¿Te importa decirme qué cintas son las que tienes?

—¿Te suena una peli vieja de Marilyn Monroe titulada Alguien tiene que ceder? —pregunté tras una vacilación.

—No existe. Al menos completa. Marilyn murió y jamás la terminaron.

—Lo sé —dije y, tras eso, ninguno de los dos volvió a abrir la boca.

Al cabo me puse en pie y le di las gracias por el tiempo que me había dedicado.

Ella me acompañó por el local hasta la salida. La hora punta vespertina estaba empezando, y los pasillos comenzaban a llenarse de gente que, tras salir del trabajo a las cinco, venía a la búsqueda de algo ligero con lo que pasar la tarde. Me pregunté qué pensarían si supiesen que en algún lugar existía un videoclub llamado Dimensión que alquilaba películas inexistentes. Sospeché que se la traería al fresco. No como a Lou… que me acompañó hasta el Cavalier.

—Siento lo de tu hermano —dijo mientras yo me acomodaba frente al volante—. No sé en qué andaba metido (o en qué te ha metido a ti), pero si esa película realmente existiera… —Sacudió la cabeza—. ¡Uf!, ¡lo que daría por verla!

—Gracias de nuevo. De verdad.

Lou dio un paso atrás. Cerré la puerta, giré la llave y arranqué. Miré por el retrovisor al llegar al semáforo al final de la manzana. Ella seguía allí, observándome.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

En el apartamento de Denny había una chica.

La oí cuando abrí la puerta: un susurro en la penumbra, un silencio expectante. Encendí la luz. Todo estaba igual que antes: los libros y las sillas desparejadas, la televisión, las cintas de vídeo amontonadas sobre la mesa… Imaginaciones mías, nada más, pensé, pero a pesar de ello eché un vistazo al dormitorio.

Estaba agachada al otro lado de la cama, una rubia esbelta. Le eché unos veinticinco. Con esa luz era difícil estar seguro.

—No me hagas daño —dijo.

—Te pareces a Denny —dijo.

—Lo echo de menos —dijo.

—Yo también —respondí, y la afirmación me golpeó con la fuerza de una revelación: llevaba años echando de menos a Denny. Sin ni siquiera saberlo.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Comimos en una cafetería calle abajo —Luke’s, un lugar que no parecía mucho más prometedor que Paradise Arms—. Cubículos con sillones de escay verde con desgarrones. Platos desportillados, mesas con el laminado despegándose, y una mosca muerta en el burlete de la ventana. Se oía el zumbido de los fluorescentes del techo. Bajo esa luz amarilla y titilante, la chica parecía agotada y frágil, mayor de lo que yo había pensado en un principio, perseguida por el fantasma de su propia belleza, que era de lo más convencional. En su Wisconsin natal, la habrían considerado despampanante. En Hollywood, no era más que otra chica mona —y eso antes de que el tiempo y las preocupaciones hubieran empezado a pasarle factura—. Sus ojos azules lucían apagados, enmarcados por arrugas finas; los labios, pálidos, comprimidos por la fatiga. Estaba demasiado delgada en una ciudad en la que era imposible estar demasiado delgado.

Se llamaba Julie y había venido a Los Ángeles para convertirse en estrella. En lugar de eso, se había convertido en maître de una parrilla, y llevaba haciendo la ronda de audiciones abiertas más de cinco años, durante los cuales solo había logrado un papel —si se podía llamar papel a una única frase («¿Es un perro salchicha?») en El mejor amigo de una niña—. Lo único positivo de toda la experiencia, me dijo, había sido conocer a Denny, e incluso eso era discutible. «Dejó la serie dos semanas después —me contó—. Dijo que escribir frases para un perro parlante no era un trabajo a la altura de su talento».

Así que en eso quedó esa oportunidad, para ambos.

Ella continuó presentándose a audiciones. Él continuó entreteniéndose con sus guiones. Con el tiempo, se fueron a vivir juntos. Por supuesto que yo no estaba al tanto del asunto. Denny me había ocultado gran parte de su vida. Un secreto más carecía de importancia.

—¿Tomaba drogas? —pregunté.

Ella se encogió de hombros en un gesto elocuente. Esto era Hollywood. Hierba, coca, anfetas… de todo; una cosa llevó a otra. Hasta el astrólogo de Nancy Reagan podía haberlo predicho. No ocurrió de la noche a la mañana, pero, cuando el dinero empezó a escasear, rompieron. Ella no estaba hecha para el Paradise Arms. No le gustaba la heroína. Se fue a vivir con una amiga del restaurante. A partir de ese momento, Denny y ella ya no se vieron demasiado, pero Julie lo echaba de menos todo el tiempo. Como estaba preocupada, lo llamaba dos o tres veces por semana.

—Fuiste tú quien lo encontró, ¿verdad? —pregunté—. Quien avisó.

Ella suspiró.

—No lo digas. Por favor. No quiero problemas.

—¿Cómo es que viniste al apartamento?

—Denny me telefoneó. Dijo que quería despedirse. Le pregunté a qué se refería, pero no quiso explicarse. Solo me dijo que me amaba. Algo que nunca antes me había dicho. Nunca. Me asusté, así que… —Otro elocuente encogimiento de hombros—. Yo tenía una llave. Solo por si las moscas, solía decir Denny. Y cuando abrí y entré…

—¿Estaba muerto?

—Sí.

—Me estás diciendo que fue intencionado. Un suicidio.

Ella empujó la comida por el plato.

—Mira, él siempre tuvo cuidado con esa mierda. Usaba agujas limpias. Era precavido con las dosis.

—Pero ¿por qué lo haría?

—¿Por qué se suicida la gente? Llegas aquí con un montonazo de planes y acabas acompañando a turistas a su mesa en un restaurante de mierda. Y resulta que no puedes volver a casa. Porque no has triunfado, ¿vale?, y por nada del mundo quieres que la gente se entere. Se supone que este lugar es el paraíso, pero a mí se me antoja más bien el purgatorio. Un limbo por el que todos andan vagando. Debería haber ido a la universidad, haberme hecho enfermera o algo así. O contable.

—No es demasiado tarde. —El estudiante profesional había hablado.

—Sí que lo es —replicó ella, y apartó el plato a un lado—. Mira, gracias por la cena, pero…

—Julie, ¿por qué has vuelto al apartamento?

Ella bajó la vista.

—Había un anillo. Denny me lo dejaba poner en ocasiones señaladas. Era algo especial entre él y yo.

—¿Lo has encontrado?

Ella dudó. Luego me miró a los ojos, metió la mano en el bolsillo y dejó la sortija en la mesa, entre ambos. Era el anillo de compromiso de mi madre.

—Lo siento. Yo solo… quería un recuerdo, algo de Denny.

—Sí, lo entiendo.

Ya no dije nada después, ni ella tampoco. El jaleo de la cafetería nos envolvió: el tintineo de los cubiertos, el murmullo apagado de las conversaciones y la voz de los camareros en la cocina comunicando los pedidos. Pensé en Denny, en todo lo que no sabía sobre él, en todo lo que jamás llegaría a saber. Él le había dicho a esta absoluta desconocida —le había dicho a Julie— que la amaba. La había llamado en el último momento para despedirse.

Me vino a la memoria nuestra conversación en el aeropuerto. «Cuídate», había dicho yo.

«Tú también, Ben. Pero supongo que no hace falta que me preocupe por eso», había respondido él.

Empujé el anillo por la mesa, hacia ella.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Él hubiera querido que lo tuvieras tú —respondí, y me pregunté si era cierto.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Ya en la calle, le mencioné las cintas de vídeo.

—Tú también, ¿eh? —dijo, riéndose.

—¿Qué quieres decir?

—La última vez que vi a Denny, comimos juntos. No habló más que de eso. De esas películas que había conseguido. Pero ¿qué tienen tan de especial?

Traté de pensar cómo explicarle que era imposible que existieran, que no existían.

—Son rarezas. ¿Sabes dónde las encontró?

—Ni él mismo sabía dónde las había encontrado.

—¿Cómo?

—Me contó que las había alquilado en un videoclub cerca del cruce de la avenida Broadway con la Calle 65 Oeste, pero que debía de tener la dirección mal porque cuando volvió a ir no consiguió dar con él.

—Denny quería devolver las cintas.

—No creo. Por lo visto quería coger más. —Y añadió—: Mira, tengo que irme, ¿vale? Gracias de nuevo por la cena.

—¿Te importa darme tu número de teléfono?

Se lo pensó un poco antes de garabatearlo en el dorso de un recibo que sacó del bolso. Me lo puso en la mano, me deseó suerte y enfiló por la acera en dirección contraria al apartamento. Cuando la llamé unos días después, el número estaba fuera de servicio. Tampoco la volví a ver nunca más.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Esperamos que en las películas —y no me refiero a las experimentales, me refiero a las normales, a las de Hollywood, a las de las estrellas—, esperamos que en las películas, anhelamos que en las películas las cosas se resuelvan, tal vez porque en la vida casi nunca ocurre así. Las tramas del argumento deberían cerrarse como Dios manda, y los arcos de transformación de los personajes completarse. Pensad en el caso de William Faulkner, que vino a Hollywood en 1932 y volvió en varias ocasiones durante las dos décadas siguientes. Faulkner resultó tener talento para el cine. Solo apareció acreditado como guionista en seis producciones, pero puso su sello en otras muchas. Sin embargo, su película más famosa —una adaptación de El sueño eterno, de Raymond Chandler— debe en parte su notoriedad a que las cosas no encajan tan bien como quisiéramos. Nadie ha podido averiguar jamás quién asesinó al chófer: ni Faulkner, ni sus colaboradores en el guion, ni el director, ni el propio Chandler («Me enviaron un telegrama preguntándomelo —contaría Raymond Chandler más adelante— y, ¡caray!, yo tampoco lo sabía»).

Incluyo esta anécdota porque la conclusión de mi propia historia —la historia de Denny y la historia de las películas inexistentes que él dejó tras su marcha— es bastante más chapucera de lo que a mí me gustaría. Al día siguiente de mi cena con Julie, fui por la mañana al cruce de la Calle 65 Oeste con la avenida Broadway. El videoclub Dimensión no estaba allí. Hasta donde he podido averiguar, nunca lo ha estado. Ninguna de las personas con las que he hablado lo recuerda. No figura en los archivos municipales. No existe licencia comercial alguna. No constan registros fiscales. Batí la zona durante semanas, ampliando mi búsqueda calle a calle. Nada. No estaba allí y punto.

Para cuando renuncié, ya me había dado cuenta de que también había renunciado a mis tesis. El Ed Wood sobre el que estaba escribiendo ya no se me antojaba por completo real. Existía otro Ed Wood, un doble fantasmal que había dirigido una película fantasma protagonizada por el fantasma de un hombre que había muerto de infarto un año antes de que siquiera empezara el rodaje de El vampiro va al Oeste. Era incapaz de discernir quién era real y quién no. Lo único que sé es que me instalé en el apartamento de Denny tanto tiempo que terminé renovando su contrato de alquiler. Transcurrió un mes, y después otro. Comía pizza para llevar. Comía comida china. Comía en Luke’s. Bebía demasiada cerveza. Bebí hasta hartarme de mí mismo y, entonces, un día me desperté resacoso, tiré por el fregadero toda la bebida que tenía en el apartamento, me duché, me zampé una porción de pizza fría y caminé hasta el Blockbuster. Lou estaba en su despacho.

«Tengo algunas películas que creo que deberías ver», le dije.

Las vimos esa noche en el sofá en el que mi hermano había muerto. Ella contempló las imágenes parpadeantes, absorta y en silencio.

—¿De dónde han salido? —me preguntó en un momento dado, sin apartar la mirada de la pantalla.

—No sé —respondí.

Tras esa noche, retomé la búsqueda del videoclub, en compañía de Lou. En algún momento, empezamos a salir juntos. Supongo que solo era cuestión de tiempo. Tenemos mucho en común, casi tanto como teníamos Denny y yo.

Lo que me lleva de vuelta a Denny. A Denny y a Lugosi.

En las escenas finales del guion de Denny, Ed Wood remata el rodaje de El vampiro va al Oeste y el reparto se reúne en el Cameo Club para celebrarlo. Aunque Gene Autry paga rondas para todo el mundo —«Total, estoy forrado», le dice a Lugosi—, se muestra taciturno. Bela comparte su dolor. «Yo ni siquiera tengo ese consuelo», se lamenta y, aunque el guion no describe sus pensamientos, no cuesta imaginarlo rumiando sobre su pequeño piso en Harold Way. Hasta arriba de morfina y del excelente whisky de Gene Autry, tal vez se le fuera el santo al cielo un rato, perdido entre Hungría y Hollywood, pensando en la carrera que había tenido y en la que podía haber tenido, mientras le venían a la memoria fragmentos de viejos diálogos: «Escúcheles… los niños de la noche, qué música la suya…», «Yo nunca bebo vino» y, sobre todo, «Soy Drácula», la frase que lo había convertido en estrella. A lo mejor rememoró un fragmento de su monólogo de La novia del monstruo, la anterior película que había rodado con Eddie Wood. «¿Hogar? —tal vez dijera—. Yo no tengo hogar. Perseguido, despreciado, ¡viviendo como un animal! La jungla es mi hogar. ¡Pero yo demostraré al mundo que puedo ser su amo!».

Pero no pudo demostrárselo, por supuesto. Fue el mundo quien se convirtió en su amo. El guion de Denny termina con la muerte de Lugosi, no del infarto que lo mató en la realidad, sino de una sobredosis intencionada de morfina. Había conquistado la fama como Drácula, pero su éxito jamás llegó tan alto como su ambición, y pasó el resto de su vida viendo cómo se le escapaba de las manos.

Denny fue incluso más desafortunado. Desaprovechó su oportunidad. Se negó a escribir para perros parlantes. Sin duda Hollywood lo mató igual que había matado antes a Lugosi.

¿Y a mí?

Diez años después, y aún sigo aquí. Hoy en día trabajo tras el mostrador del Blockbuster. Lou y yo hacemos lo que podemos para encarrilar a nuestros clientes hacia las películas que más nos han marcado, pero lo que mantiene con vida el negocio son los estrenos y las cintas pornográficas.

Supongo que esto es el final, salvo por el asunto de las cenizas de Denny. Me llegaron en una caja de cartón del tamaño de una caja de zapatos. La abrí un día, esperando, supongo, polvo gris fino. En lugar de eso eran gruesas y granulosas, con fragmentos blanco grisáceo, que solo podían ser hueso. Como atrezo para una película de Bela Lugosi habrían quedado estupendas —la ironía… es buena para la sangre, como habría dicho Gabriella Ghoul—. Acto seguido volví a cerrar la caja, que se pasó varios meses encima del arcón del dormitorio de Denny, hasta que cogí el coche y fui al cementerio Holy Cross, en Culver City, donde está enterrado Lugosi con la capa de Drácula de la que jamás pudo desprenderse en vida. Allí esparcí un puñado de cenizas. El resto las tiré a los pies del letrero de Hollywood durante una excursión nocturna al monte Lee. De cerca, las letras no son tan impresionantes como uno se espera, pero ¿acaso algo lo es?

Cuando acabé, me quedé pensando en Peg Entwistle, en Lugosi y en todas esas películas que tenía en mi apartamento, que, aunque era imposible que existieran, existían. En algún sitio, en un mundo distinto a este, esas películas habían sido rodadas. De algún modo terminaron en manos de Denny, y eso me basta para alimentar mi esperanza. Me gusta pensar en que existe un lugar donde Peg Entwistle alcanzó el estrellato, donde Bela Lugosi llegó a cumplir su aspiración de protagonizar películas, y donde mi hermano Denny no ha muerto y su vida está a la altura de sus sueños.

Copyright © 2018 Dale Bailey

De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi

Traducido del inglés por Marcheto


[1] Paradise Arms significa ‘brazos del paraíso’. En Los Ángeles existen unos apartamentos con este nombre.Volver

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5 respuestas a El vampiro va al Oeste, de Dale Bailey – Especial Cuentos de película XI

  1. JascNet dijo:

    Buenos días, Marcheto.
    Relato leído.
    Tengo que comentar que se me ha hecho un poco largo y he tardado más de lo que pensaba en leerlo. Supongo que será por la costumbre de los relatos cortos y porque el narrador divaga muchísimo en sus pensamientos.
    La verdad es que llegado un momento me he ido distanciando de la historia que contaba y me he perdido en mis propios recuerdos. He tenido ya bastantes pérdidas y funerales, así que me han venido muchos flashes a mi mente.
    Por otro lado, es un bello e interesante homenaje a un cine ya añejo, aunque yo aún recuerdo algunas de las películas que comenta en la narración, y al actor Béla Lugosi, además de una crítica acérrima a Hollywood, como devoradora de esperanzas, e incluso vidas, de aspirantes a actores.
    Ese videoclub fantasma y las películas «inéditas» son un genial y misterioso complemento para darle a la historia un matiz especial. Creo que es el sueño de cualquier aficionado al cine, descubrir esas perlas perdidas o inacabadas.
    El final me encantó. Es una forma sencilla de darle colofón a la historia, pero deja un buen sabor de boca. El protagonista encuentra un futuro satisfactorio en buena compañía y dentro del mundo que le gusta.
    Gracias, como siempre, por permitirme disfrutar de la historia y felicidades por el trabajo de «negociación», traducción y presentación de la historia.
    Ya queda poquito para la presentación de la nueva antología. ¡Qué maravilloso trabajo! Aunque en este caso habré leído todos los relatos ya, no dejaré de celebrarlo y aprovechar para felicitar. Que nos estamos comiendo el 22.
    Un abrazo.

    • marcheto dijo:

      Gracias por leer el relato y compartir tu comentario.
      Aunque no tengas mucho tiempo para el cine, a poco que te interese la figura de Lugosi, no te pierdas «Ed Wood», de Tim Burton. Entre este cuento y esa cinta ya no volverás a ver a Bela con los mismos ojos, además de que a partir de entonces lo verás con el rostro de Martin Landau 😉 . Y para seguir indagando en el mundo de esos videoclubs con los que tantos soñamos llenos de películas «inéditas», busca el relato que menciono en la introducción, «Sueños imposibles», de Tim Pratt. Es una auténtica delicia, que incluso ganó el premio Hugo.

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