Sarah Pinsker es una escritora, cantante y compositora estadounidense bien conocida por los lectores de Cuentos para Algernon, puesto que hace un par de años ya tuvimos el placer de disfrutar de su relato Hablar con los muertos. Si ya entonces su nombre sonaba con fuerza, sin duda ahora mismo es uno de los más populares entre los lectores del género. Como demostración basta con señalar que en 2020 ganó el premio Nebula en la categoría de novela; en 2021, obtuvo su primer Hugo y su tercer Nebula, pero esta vez en la categoría de relato largo; y en 2022, ha logrado un espectacular triplete (premios Hugo, Nebula y Locus) con el estupendo Where Oaken Hearts Do Gather, un relato corto que podéis leer en español con el título Do los corazones de roble se congregan en el número 22 de la revista Supersonic. Además, en 2023 publicará su segunda colección de cuentos, Lost Places, que muy posiblemente incluirá el que vais a poder leer a continuación.
Una manera mejor de decirlo (A Better Way of Saying), publicado en noviembre de 2021 en la revista online Tor.com, es su relato más reciente. Se trata de una historia deliciosa y mágica, que se desarrolla en la época del cine mudo, y a la que la etiqueta de slipstream le encaja bastante bien. Y que no puede cerrarse con la coletilla «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia», sino más bien todo lo contrario. Mi sensación es que este cuento ha quedado injustamente eclipsado por el tremendo éxito de Do los corazones de roble se congregan (publicado unos meses antes). Sin embargo, aunque Una manera mejor de decirlo sea una historia mucho más sencilla formalmente y pueda parecer menos ambiciosa, en mi caso fue con este relato con quien se produjo el flechazo, y no solo porque me viniera como anillo al dedo para el especial Cuentos de película. Espero que lo disfrutéis tanto como yo.
Por segunda vez voy a dejar constancia de mi tremendo agradecimiento hacia Sarah, que en todo momento ha hecho gala de una exquisita amabilidad y absoluta disposición para regalar a todos los lectores de este blog sus brillantes historias. Thanks a million, Sarah!
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Una manera mejor de decirlo
Sarah Pinsker
En 1915 me contrataron para gritar películas. Películas mudas, les decís ahora, pero entonces eran las únicas, así que no necesitábamos la coletilla «mudas».
De todas maneras, por muy mudas que fuesen, de silenciosas tenían poco. Bess Morris, que vivía en la habitación contigua a la nuestra, acompañaba al piano las películas que proyectaban en el cine Rivington, bien siguiendo una partitura compuesta para ellas, bien improvisando cuando llegaban sin una. Me sacaba unos pocos años, era amiga de mi hermana. Yo estaba enamorado de Bess —suena a tópico, lo sé—, aunque ella no se dignaba a dirigirme ni una mirada —lo que tal vez también suene a tópico—, sin embargo, fue Bess quien nos recomendó a Golde y a mí para el trabajo cuando la pareja que se había venido encargando del mismo se mudó a Buffalo. Para ser más exactos, recomendó a Golde, y Golde dijo que solo lo haría conmigo, porque de lo contrario le tocaría relatar historias de amor mano a mano con un desconocido. Prefería que fuera con su hermano, incluso aunque yo solo tuviese trece años.
Gran parte del público no sabía leer —o al menos no inglés—, así que Yosef Lansky hizo caso de la recomendación de Bess y nos invitó a Golde y a mí a gritar los intertítulos una noche, a modo de prueba. Yo leería las frases de los hombres y ella las de las mujeres. Compartíamos un megáfono que nos íbamos pasando. ¿Alguna vez habéis tratado de interpretar a través de un megáfono? Por eso, aunque el trabajo carecía de nombre, yo pienso en nosotros como en los gritadores. De todas maneras, en cuanto aportábamos un toque demasiado artístico a nuestras interpretaciones, el señor Lansky nos recordaba que lo de actuar se lo dejásemos a los actores. «Cobrastes para gritar», insistía. Así que nosotros gritábamos.
Nuestra primera película, Érase un tonto, protagonizada por Theda Bara, traspasaba claramente los límites de una relación fraternal, con su famoso «bésame, tonto» y sus arpía esto y mala pécora lo otro. A ambos nos sorprendieron los giros de la película, y nos las apañamos como mejor pudimos con el picante material. No recuerdo si Golde alguna vez ha comentado algo sobre esto en sus entrevistas, pero así fue como empezó en el mundo de la interpretación. Antes de convertirse en Judy Selig, ella era Golde, mi hermana mayor, y trabajaba con su hermano gritando películas por un megáfono.
Lo que tenía el que los intertítulos se gritaran era que la audiencia se sentía legitimada para responder, también a gritos. Algo que me pilló por sorpresa la primera noche.
«La inocencia desayuna», leí. En aquella primera película, yo me ocupaba no solo de los papeles masculinos sino también de la narración.
—¿Qué ha dicho? —preguntó alguien desde el fondo de la sala cuando el intertítulo dio paso a una escena en la que se veía a una chiquilla sentada a una mesa elegantemente dispuesta, con una muñeca en la silla de al lado—. No tiene sentido. ¿Qué significa?, en yiddish.
—Dus maydele est frishtik —respondió alguien desde la penumbra de la periferia de la sala.
Otros se unieron a la conversación:
—No ha dicho «dus maydele». Ha dicho otra cosa. ¿Qué ha dicho?
—Con «inocencia» se refiere a dos meydele. Dos meydele no ha hecho nada malo.
Esta última aportación correspondía a alguien que hablaba en dialecto lituano, aunque, a tenor de sus voces, me pareció que la mayoría de los presentes en la sala eran judíos galitzianos, como Golde y yo.
—¿Y por qué no ha dicho eso? ¿Y qué quiere decir «desayuna»? Yo sé lo que es el desayuno. Se come. No es algo que hagas.
—¿No habrá dicho que ayuna?
—Los niños no tienen que ayunar.
Yo ya estaba harto.
—Ya veis que se dispone a comer —expliqué por el megáfono—. Ella no sabe lo que está pasando, se comporta como un adulto, así que la llaman inocente, como en «imshildike maydele».
La escena solo duraba treinta segundos, y el público tardó los treinta segundos en callarse. Yo grité el siguiente intertítulo, que, por suerte, era una frase la mar de sencilla: «A la mañana siguiente».
Un momento después, el señor Lansky me agarró del brazo y me arrastró a un lado.
—Cobrastes para gritar —susurró—. Deja que lo entiendan ellos. Les ayudará a aprender inglés tan bueno como tú.
Escarmentado, dejé que se pelearan por su cuenta con el resto de frases. Mi inglés era bueno porque mis padres se empeñaron. Ambos tenían estudios y, aunque ya desanimados por todo lo que Nueva York finalmente no les había brindado, no estaban tan agotados como para no enseñarnos lo que no aprendíamos en la escuela. Se aseguraron de que Golde y yo escribiéramos y leyésemos con fluidez tanto en inglés como en yiddish, y nos leían cuentos de hadas en ambos idiomas. Aseguraban que ya llegaría el día en que se lo agradeceríamos, y no recuerdo si así fue, pero espero que sí. Estoy convencido de que sabían que no habríamos podido llegar a ser lo que éramos sin esa base, pero esa es otra historia. Esa primera noche, después de que me ordenaran no dar explicaciones, gritamos nuestras líneas y yo me mordí la lengua.
—Los dos hicisteis bien, así que el trabajo es vuestro si lo queréis —anunció el señor Lansky al final de la velada—. Incluso aunque a ti se te escape algún gallo. Pero no debes responder.
—Mi hermano lo ha entendido. —Golde me miró—. No lo volverá a hacer.
—Lo prometo —aseguré yo. Quería el trabajo.
Así es como comenzó mi carrera cinematográfica —por llamarla de algún modo—, el mismo año que la de Douglas Fairbanks. Empiezo por aquí para asegurarme de que entendáis que, cuando siete años después el actor y yo coincidimos en una misma habitación, yo había sido su voz al menos una docena de veces.
Yo ni siquiera debería haber estado allí ese día; solo estaba sustituyendo a mi amigo Lenny, de acuerdo con sus estrictas instrucciones. Le estaba haciendo un favor. Para entonces, ya hacía mucho que había dejado el Rivington, tras aguantar tan solo un par de meses tras la marcha de Golde para dedicarse a actuar de verdad —dos meses durante los cuales grité frente a una mujer cuya voz más potente era un suspiro y cuyo aliento dejaba nuestro megáfono compartido con tufo a repollo—. Tras abandonar el Rivington, trabajé vendiendo entradas en el cine Grand por las noches y, durante el día, me ganaba unos pocos centavos telefoneando al periódico vespertino Evening World cuando se producía alguna noticia en nuestro barrio: fulanito de tal de la calle Broome ha sido atropellado por un camión, los bomberos han acudido a una casa de la calle Orchard, o el alcalde va a invitar a batidos a todo el mundo en la cafetería Auster’s; todas se publicaban sin mi nombre, y sin que yo redactara ni una sola línea.
Mi mayor sueño era escribir para las películas. Escribir frases mejores que las que había gritado e inventarlas desde cero. Crearlas, en lugar de retocarlas. Algunos años atrás, incluso había tomado el ferri de la Calle 125 y cruzado el río Hudson para ir hasta Fort Lee, en Nueva Jersey, y ofrecer mis servicios a los estudios allí ubicados.
«Hay un trabajo como guionista esperándome», informé con aplomo al guarda que había en la entrada de la Fox, pero todas mis molestias se vieron recompensadas con un papel como figurante interpretando a un gamberro; ni siquiera he llegado a averiguar en qué película aparecí. Luego, todos los estudios se trasladaron a California y se llevaron con ellos mis sueños de convertirme en guionista. Tras esa decepción, empecé a pensar que quería escribir para la prensa en lugar de para el cine, pero tampoco tenía ni idea de cómo conseguir que esa carrera cuajara. Llamar informando de noticias era lo más cerca que había estado hasta ese momento.
Así que ni en sueños me habrían invitado a la rueda de prensa de Douglas Fairbanks; pero resulta que, como Lenny Mandel y yo habíamos llegado tarde a los servicios de Yom Kippur la mañana anterior, los dos terminamos entre la multitud que se apiñaba en el exterior de las ventanas abiertas en lugar de en el interior de la sinagoga. Sin libros de oración y con el pavimento bajo los pies, resultaba fácil distraerse, y la conversación derivó hacia su dilema.
Su dilema: la Serie Mundial empezaba el miércoles —los Giants de San Francisco contra los Yankees de Nueva York—; era la primera vez que se iba a retransmitir por la radio, los hoteles del centro estaban hasta arriba de turistas y un montón de reporteros habían sido reasignados para que en lugar de cubrir sus destinos habituales fueran testigos de toda la agitación. Entonces, un par de periodistas intercambiaron sus puestos, y luego repitieron la jugada con otros compañeros, y Lenny había convencido a alguien de que lo dejara ir a ver a Joe Bala ejercitar su brazo derecho el martes, pero, para poder acudir, aún necesitaba que otro gacetillero lo sustituyese en una rueda de prensa promocional del Robin Hood protagonizado por Douglas Fairbanks.
—Deja que vaya yo —propuse.
—En realidad, mi jefe no me ha dado permiso para asistir al entrenamiento —dijo negando con un cabeceo—. Tiene que ser alguien que escriba para el Evening World.
—¿Seguro? —Sentí que aquella era mi oportunidad—. Estrictamente hablando, yo trabajo para el periódico, aunque no escriba. Y tú mismo has dicho que la mayoría de los asistentes al evento acudirán en sustitución de otros; tú mismo ibas a asistir solo por hacerle un favor a otro tipo, porque esta semana todo el mundo está tratando de cubrir el béisbol. Va a ser pan comido. Déjame ser tú.
Lenny claudicó.
—Ni se te ocurra abrir el pico, ¿vale? Sé que, cuando se trata de películas, no andas corto de opiniones, pero solo puedes escuchar. Ya formularán las preguntas otros. Tú limítate a copiarlas, y las respuestas. Luego llama al periódico haciéndote pasar por mí y díctales todo. Si algo se tuerce, miente y di que te ha enviado el Herald.
Aunque los artículos de Lenny tampoco aparecían con su firma, él había conseguido subir varios peldaños más que yo en la escalera hacia el éxito. Yom Kippur parecía un buen día para acordar hacernos un favor mutuo: él podría ir a ver el béisbol y yo contaría con una oportunidad. También se trataba de un pequeño engaño, por supuesto, pero que no perjudicaría a nadie.
Al día siguiente, entré en el hotel Ritz-Carlton tratando de que no se me notara que lo mío era llamar cuando se producía una noticia en mi vecindario, fingiendo que ni era un chaval de barrio ni era la primera vez que pisaba un lugar así de espléndido. El que todas las personas presentes en el vestíbulo tuviesen pinta de banquero no me fue de demasiada ayuda —de hecho, en la ciudad había una convención de diez mil banqueros, aunque yo no lo sabía entonces—. Me esforcé cuanto pude por pasar desapercibido entre todo ese mobiliario.
Jamás había entrado en un hotel y jamás había subido en ascensor. Monté con otros dos hombres, uno de los cuales dijo en voz alta el piso al que yo iba, de manera que me oculté tras ellos y traté de descubrir si eran verdaderos periodistas o impostores como yo. Sus trajes estaban menos gastados que el mío, pero ninguno dijo ni pío mientras subíamos. El ascensorista era un crío que no podía ser mayor de lo que yo lo había sido cuando empecé a gritar películas. Su uniforme lucía impecable, pero le iba dos tallas grande, como poco; lo que me hizo sentir menos avergonzado por mis puños raídos.
Los dos hombres salieron por delante de mí y yo los seguí. La sala en la que entramos estaba abarrotada de personas y muebles. Como había llegado diez minutos pronto, me pasé diez minutos luchando en silencio para hacerme con un buen lugar. Quería encontrar una pared con la que mimetizarme, pero los cuadros cubrían hasta su último centímetro cuadrado, y lo mismo pasaba con el resto de superficies, ocupadas o adornadas en su totalidad: una espada descansaba en un sillón; la maqueta de un avión, sobre un baúl; varias flechas emplumadas, en una mesa; en otra, habían dispuesto un banquete; y varios arcos reposaban en un rincón. Los otros hombres y yo nos apelotonamos, con los codos dentro y las libretas fuera, alrededor de un sofá vacío. En una esquina sonaba un teléfono insistentemente sin que nadie le prestara atención, ocupados como estábamos en balancearnos de un pie a otro mientras nos hundíamos en la alfombra mullida.
A la hora prevista, Douglas Fairbanks y Mary Pickford salieron de su suite privada y ocuparon sus asientos. Ella llevaba el cabello recogido, aunque en las películas solía lucirlo suelto, y olía a lo que imaginé sería el aroma de las flores que crecían en los jardines de los cuentos de hadas. Él exhibía un bronceado intenso y rebosaba tal energía que parecía como si mantener la inmovilidad le exigiera un esfuerzo tremendo. Se había afeitado la barbita puntiaguda de los pósteres de Robin Hood, pero el bigote, que había respetado, le aportaba un toque elegante.
El teléfono sonó de nuevo cuando Douglas Fairbanks se giraba para sentarse y, durante un instante, olvidó sonreír. Sentí una repentina empatía con él; no porque creyera que el actor estuviera al cabo de mi vida ni yo de la suya, sino porque me embargó la sensación de que ambos estábamos interpretando papeles cuyo éxito dependía de convencer a todos los que nos rodeaban de que estábamos justo donde nos correspondía estar. Ni que decir tiene que a mí nadie me prestó la más mínima atención, estando como estaban en la sala los reyes del cine; ellos eran el sol en torno al cual todos habíamos acudido allí para orbitar.
—Se te ve cansado, Doug —le dijo a voz en grito un fotógrafo. Tal vez en broma, porque a mí no me lo pareció.
—Eso es porque se ha pasado todo el viaje desde la otra punta del país ejecutando piruetas de trapecista en los portaequipajes —bromeó Mary Pickford, y le dio a su marido un codazo en sus robustas costillas—. El tren ha gritado de alegría cuando nos hemos bajado porque por fin iba a poder descansar un poco.
—No, la que ha gritado has sido tú, de alegría al verte de vuelta en Nueva York. ¡Civilización! El paraíso de las tiendas y los espectáculos. —Cuando Douglas Fairbanks habló, caí en la cuenta de que nunca había oído su voz; le pegaba bastante bien.
Todos rieron, y se cruzaron más preguntas y más respuestas, y yo me esforcé cuanto pude por acatar mis instrucciones: no decir ni mu y tomar notas sobre todo lo que veía y oía. Traté de no mirar la comida de la mesa; como la víspera había sido Yom Kippur, me había despertado con esa hambre sacra tan particular que sigue a un día de ayuno. Tanta comida que nadie probaba…, pero desconocía las reglas, así que fingí estar viendo una película y que esos platos eran tan inalcanzables como las estrellas. Si Lenny hubiera sido el señor Lansky, lo habría tenido encima de mí diciéndome: «Cobrastes para observar. Déjales la comida a ellos».
Un periodista señaló los arcos apoyados en la esquina y preguntó si eran de atrezo. Más adelante comprendería —aunque en aquel momento no reparé en ello— que quienquiera que había formulado la pregunta tenía que saber el efecto que iba a producir. Douglas Fairbanks se lo tomó como una ofensa personal. ¡Cómo!, ¿es que no sabíamos que rodaba todas las escenas de acción sin doble alguno? Le había cogido el tranquillo al tiro con arco de manera tan natural como se lo había cogido a la esgrima mientras filmaba La marca del Zorro y Los tres mosqueteros. Se había convertido en un arquero excelente. Y, de hecho, nos lo iba a demostrar.
Así fue como terminamos en la azotea del Ritz-Carlton: Douglas Fairbanks, su jefe de prensa, el director de la película, Allan Dwan —la única otra persona a la que nos habían presentado por su nombre— y todos nosotros, en tropel, con los fotógrafos ansiosos por obtener la imagen perfecta, los reporteros auténticos a la caza de la cita que les proporcionara unas líneas en las atestadas columnas, y los impostores como yo, rezagados a fin de que nadie se percatase de nuestro engaño.
Era un día de octubre perfecto. Eso sí lo recuerdo. La azotea, el sol, la brisa, la temperatura ni demasiado fría ni demasiado calurosa. Un día asimismo ideal para el béisbol, y me pregunté si Lenny estaría pasándoselo bien en el estadio, y si el buen tiempo se prolongaría el resto de la semana.
Douglas Fairbanks quería encaramarse al pretil del tejado con la intención de recrear la postura con la que aparecía en el póster, con una rodilla hincada en tierra, pero Allan Dwan le quitó la idea de la cabeza. El actor sacó pecho, alzó el arco y apuntó hacia algún objetivo invisible de la ciudad. Los fotógrafos se apiñaron en derredor y apuntaron a su propio objetivo.
En la única foto que he visto del momento, el gran actor, con su traje confeccionado a medida para él y su arco retro asimismo fabricado especialmente para él, está sentado a horcajadas sobre el pretil de una azotea en lo alto de la ciudad, ante un fondo de cielo y tejados, y con el puente de Manhattan en la distancia. Su vigoroso brazo izquierdo está estirado, el arco en tensión y la flecha en su lugar: un Robin Hood moderno. Todo está ligeramente inclinado hacia arriba: su postura, la flecha y el arco. La instantánea concuerda con mi recuerdo, aunque la imagen se ve granulada y nos presenta el hermoso día en tonos grises.
En la versión de Frank Case, la que narra en sus memorias, su amigo Doug empezó a disparar flechas hacia los tejados vecinos con excelente puntería, aunque él también daba a entender en su libro que esto había sucedido en el hotel por él dirigido, el Algonquin, que de por sí ya tenía suficientes anécdotas propias. ¿Estuvo Frank Case siquiera allí o se lo contaron más tarde? Yo no lo habría reconocido en aquella época. No obstante, su relato se aproxima más a la verdad que el de Allan Dwan, aunque ambos desfiguraron el episodio en su versión y se tomaron libertades con los pocos hechos concretos en los que coincido con ellos. La verdad se degrada con el tiempo.
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Ahora es cuando os debería contar qué —a quién— ensartó la flecha de Douglas Fairbanks. Podéis mirarlo si sentís la necesidad imperiosa de adelantaros a los acontecimientos, pero un relato no es la trayectoria de una flecha, y el mío da un giro y ahora retrocede de vuelta al Rivington. Diciembre de 1915, cuando Golde y yo ya llevábamos trabajando desde enero. Ya teníamos una rutina, aparte de un acuerdo tácito desde la segunda noche de Érase un tonto por el que ambos leíamos todas las frases románticas en dirección al piano de Bess en lugar de hacia el otro. Habíamos aprendido a no permitir que las reacciones del público nos afectaran y a gritar lo que teníamos que gritar sin retoque alguno.
Para entonces, Golde ya sabía que quería ser actriz. Cumplía con lo que se esperaba de ella —gritar—, pero variaba la entonación: interpretaba a un personaje como si se sintiera atormentado por los remordimientos en una escena y sin rastro de arrepentimiento en otra. Si Lansky lo notó, no comentó nada, o a lo mejor consideraba que no excedía nuestras atribuciones.
Los actores —como mi hermana— consiguen no perder el interés en su trabajo función tras función. Ese no era mi caso. Las películas me fascinaban en sus primeros pases, pero mi mente no tardaba en empezar a buscar nuevos entretenimientos. Si el reto de mi hermana era: «¿Cómo lo puedo leer de otra manera?», el mío era: «¿Cómo lo podría mejorar?». Empecé a pensar qué escenas suprimiría, cuáles añadiría, otras maneras distintas de comunicar esa misma información… Ni mis propias frases escaparon a estos replanteamientos, porque, una vez empiezas a fijarte en este tipo de detalles, no puedes evitar preguntarte cuáles cambiarías. Empezando por «La inocencia desayuna», aunque no comencé a darle vueltas a cómo se habría podido mejorar hasta meses después de Érase un tonto.
Los intertítulos buenos seguían siendo buenos. Los voceábamos una y otra vez sin que envejecieran. Pero otros… Los irritantes empeoraban noche a noche. De camino a casa, Golde me preguntaba qué me pasaba, y yo le recitaba de nuevo los diálogos torpes y deplorables, y le contaba mis sugerencias para mejorarlos. Compartirlo con ella me ayudaba, pero las frases malas se me clavaban cual piedrecillas que no pudiese sacarme del zapato, porque no me quedaba más remedio que decirlas.
Así es como llegamos a diciembre y a Problema doble. No era la primera película de Douglas Fairbanks, pero sí la primera que recuerdo, y por un buen motivo. Él interpretaba a un bobalicón de aspecto sudoroso llamado Florian Amidon, y a su segunda personalidad, que se manifestaba al estilo de Jekyll y Hyde después de que lo golpeasen en la cabeza en una estación de tren.
La cinta era bastante entretenida, pero los intertítulos no empezaban bien y, a partir de ahí, iban de mal en peor. «El paso de la vida mata», grité por el megáfono. Me pareció que la frase venía poco a cuento, amén de que era melodramática. Si quieres decir que se mataba a trabajar, dilo. La audiencia estuvo de acuerdo conmigo y se lanzó a discutir sobre el significado.
«El paso de la vida empezó a hacerse notar y sus vacaciones fueron sancionadas». ¿Sancionadas?, ¿unas vacaciones? Ninguno de los presentes en la sala estaba familiarizado con las vacaciones, pero aun así, la idea de que las vacaciones fuesen algo que se sancionara no tenía ni pies ni cabeza.
El intertítulo tras el atraco en la estación incluía una nota explicativa: «La afasia es una enfermedad mental cuya existencia respaldan nuestros mejores novelistas y dramaturgos». ¿Realmente era necesaria? Y a continuación: «En la mente de Florian, los cinco años posteriores a este desgraciado incidente no son más que un vacío». En mi opinión, la nota sacaba a los espectadores de la historia, al recordarles la existencia de los guionistas justo cuando deberían haber estado dejándose arrastrar por la narración. Los actores trabajaban bien y la película estaba correctamente rodada, pero yo a duras penas lograba articular las palabras.
Una noche gélida —no recuerdo la fecha, pero sí el castañeteo de mis dientes y el entumecimiento de mis dedos cuando sujetaba el megáfono, con la otra mano hundida en las profundidades del bolsillo del abrigo—, me harté. El señor Lansky nos había prohibido replicar, pero jamás había dicho nada sobre cambiar las frases. Además, ni siquiera estaba a la vista; lo más probable es que se hubiese retirado a la cabina de proyección para entrar en calor.
Cuando llegamos al primero de los intertítulos exasperantes, leí: «El paso de la vida mata», tal como estaba escrito.
—¿Y eso qué quiere decir? —gritó alguien en la multitud.
—Que él trabaja duro, no como tú, schnorrer —llegó una respuesta.
No despegué la boca, aunque cada vez se me iba haciendo más cuesta arriba. El frío me estaba sacando de quicio, o los textos, o los espectadores. No quería ni pensar en el debate del público cuando llegase la siguiente frase. Y, por eso, cuando llegó un minuto más tarde, en lugar de leer: «El paso de la vida empezó a hacerse notar y sus vacaciones fueron sancionadas», dije: «Trabajó hasta enfermar, de modo que le concedieron vacaciones». Sencillo, sin rodeos, pero no carente de un toque de elegancia.
Contaba con que mi hermana me fulminara con la mirada, pero no comentó nada sobre mi cambio. Tampoco el señor Lansky apareció a mi lado para susurrarme: «Cobrastes para gritar». Me esperaba que algún espectador que supiera leer me preguntase a qué venía el cambio, pero nadie dijo ni mu. Ni tampoco nadie replicó nada; mi sencilla frase los había dejado satisfechos por el momento. Todos los presentes comprendían lo que era el trabajo duro y el agotamiento, salvo, a lo mejor, ese al que habían acusado de schnorrer.
El señor Lansky no mencionó el asunto cuando nos pagó esa noche, así que supuse que nadie se había quejado. Me esperaba que Golde o Bess sacaran el tema mientras volvíamos a casa, pero se limitaron a caminar bien juntas, tratando de protegerse contra el frío, y me dejaron a solas con mis pensamientos.
Con lo que todavía me resultó más extraño que, cuando la siguiente noche me disponía a retomar el «El paso de la vida empezó a hacerse notar y sus vacaciones fueron sancionadas», me encontrase con que el intertítulo decía: «Trabajó hasta enfermar, de modo que le concedieron vacaciones». Dije la frase —mi propia frase— entre trastabilleos, y en la oscuridad alguien se rio de mí.
Miré a mi hermana para ver su reacción, pero ella tan solo me arrebató el megáfono y gritó el siguiente intertítulo, que a mí se me había olvidado leer por la sorpresa: «El juez Blodgett encabezaba la delegación municipal de despedida». De camino a casa tuve que aguantar sus burlas por mi distracción y olvido, pero ni Golde ni Bess comentaron nada sobre la frase que yo había modificado y que permaneció modificada la noche siguiente y la siguiente. Empecé a pensar que me había imaginado lo del cambio.
Durante la siguiente proyección, la cuarta tras la modificación, recité la frase original en su lugar, para ver qué sucedía. Al momento se oyó el alboroto desconcertado que yo recordaba de los pases anteriores a mi retoque, pero nadie se quejó de que no hubiese leído lo que estaba escrito. Reuní el valor necesario para preguntar después a Golde si había notado algo distinto en mi lectura.
—Tan solo se te ha escapado un gallo —respondió.
Dejé que se quedara la frase original, aliviado de haber salido bien librado tanto del cambio como de su revocación. Desde entonces, cuando se estrenaba una película nueva, siempre encontraba alguna manera de poner a prueba esta extraña habilidad. Una frase aquí, una frase allá, siempre para mejor, en mi opinión. Los retoques funcionaban, pero no los giros radicales. En una ocasión, traté de recitar en una escena romántica los primeros versos de un poema disparatado de Alicia a través del espejo, pero no salió bien. Golde me miró como si se me fuese la olla y, al acabar, el señor Lansky solo me entregó la mitad de la paga de esa noche y dijo: «Cobrastes para gritar lo que ellos han escrito».
A partir de ese momento, me concentré en modificar frases que realmente consideraba mejoraban con mi intervención. Para cuando una película dejaba de proyectarse, yo ya ni recordaba lo que había retocado. Una o dos veces invertí una tarde y siete centavos ganados con el sudor de mi frente en otro cine para ver una película que ya me sabía de memoria y comprobar si aparecían los intertítulos originales o los corregidos por mí. Siempre eran los míos: una vez enunciados, se quedaban. No tenía manera de saber cómo ocurría, si el cambio se iba propagando progresivamente desde mi persona o si era inmediato.
Algunas de las películas se han perdido, deterioradas o quemadas, y ya solo son historia. Vosotros conocéis algunas de mis frases, incluso aunque no sepáis que son mías, y, quitando las que acabo de reconocer haber retocado, no tenéis ni idea de cuáles son. A lo largo de los años he conocido a los guionistas autores de muchas, y ni siquiera ellos parecían haber advertido que se había producido un cambio. Yo mismo he olvidado más de las que recuerdo.
Esta pequeña y extraña habilidad mía solo duró mientras trabajé gritando películas. De tarde en tarde, la he probado en otras circunstancias: reformulando el titular de un periódico con la esperanza de que se alterara, o susurrando una línea retocada desde las butacas de otro cine. Aquella vez que cogí el ferri para ir a Nueva Jersey, me había pasado la semana anterior modelando la frase perfecta. «Hay un trabajo como guionista esperándome», anuncié en la entrada de la Fox, tratando de que mi esperanza se convirtiese en realidad, mientras visualizaba las palabras como si estuvieran impresas en un intertítulo en mi cabeza.
No funcionó.
Tenía que ser la combinación del megáfono, los intertítulos y yo; o el megáfono, el Rivington y yo; o alguna otra, pero fuera lo que fuese, mi habilidad se esfumó cuando Golde y yo dejamos atrás nuestro trabajo como gritadores de películas. Conseguí otros empleos, esos de los que ya os he hablado y otros que no merece la pena mencionar, pero ninguno en el que lograra conjurar ni la más mínima magia, salvo en una ocasión.
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Cuando salí del hotel, no tenía ni una moneda para el tren; aunque, incluso de haberla tenido, creo que habría regresado caminando. Tardé alrededor de una hora larga. Necesitaba tiempo a fin de aclarar mis ideas sobre lo ocurrido, comprobar si podía recordar todas las anotaciones de mi libreta perdida y decidir qué le iba a contar exactamente a Lenny. Douglas Fairbanks se había presentado ante los reporteros en su hotel y luego se había llevado a todos a la azotea donde… ¿qué es lo que había sucedido? Me hubiera gustado conocer a alguno de los otros periodistas presentes para preguntárselo, pero, como ya he dicho, tenía prohibido hablar con los demás y, de todas maneras, todos ellos eran unos perfectos desconocidos. Me marché precipitadamente después de que la segunda flecha saliera volando.
Lenny me pilló por la calle esa tarde, cuando me dirigía al cine Grand, a mi verdadero trabajo.
—¿Llamaste al Evening World con lo de Douglas Fairbanks? —me preguntó.
Yo asentí con un cabeceo. Una mentira, mi primera del nuevo año si no contaba el haberme hecho pasar por él en el hotel. Todas mis esperanzas residían en que, entre el béisbol y el resto de sucesos acaecidos a lo largo del día, a lo mejor había noticias suficientes como para que Lenny creyera que el periódico simplemente se había quedado sin espacio. Un fiasco que no se merecía ni una columna. Me miró como esperando que le contara cómo había ido. Mantuve la boca cerrada hasta que, un minuto después, se dio por vencido y empezó a hablar de las bolas rápidas de Joe Bala y de las posibilidades de los Yankees gracias a él.
Al día siguiente, gorroneé un par de centavos para el Herald y otro par para el Tribune, ansioso por leer la crónica del acto escrita por sus reporteros. En la tercera página del Herald aparecía la siguiente noticia: «Hombre alcanzado por una misteriosa flecha en la Quinta Avenida». ¿Qué es lo que tenía de misteriosa? ¡Cuando había sido disparada, un tipo del Herald estaba a mi lado! Seguí buscando y en la página catorce encontré: «Douglas Fairbanks en la ciudad, el bigote sigue, pero adiós a la barba», donde se citaba extensamente a Mary Pickford, pero no había mención alguna de la azotea.
El Tribune publicaba la siguiente noticia: «Una flecha alcanza a un peletero; Douglas Fairbanks niega haber realizado una demostración de tiro con arco».
«Esa historia de lo del tiro con arco es un invento de algún agente de prensa, que por desgracia ha coincidido con ese accidente en el que un hombre ha resultado herido —declaraba el representante de la estrella cinematográfica—. El señor Fairbanks no ha pisado la azotea del hotel esta tarde ni ha disparado flecha alguna». Esto también me desconcertó, habida cuenta de que en la azotea estaban presentes reporteros de todos los diarios o, al menos, fotógrafos auténticos de todos los diarios en compañía de un montón de impostores que fingíamos ser periodistas.
También alguien en el Evening World sumó dos y dos. Yo no me había molestado en comprarlo esa tarde, al dar por hecho que sin mi llamada no tendrían noticia, pero Lenny apareció en la cola de mi taquilla y apoyó la página tres contra el cristal para mostrarme el titular: «La policía busca al responsable de la flecha que alcanzó a Abraham Seligman».
—¿Esto no merecía ser mencionado? —me espetó.
—Nos pidieron que no escribiéramos sobre el asunto hasta que lo solucionaran —respondí con un encogimiento de hombros.
Lenny me dirigió una mirada de decepción total, como si yo hubiera malinterpretado por completo sus instrucciones; jamás volvió a pedirme que lo sustituyera y, poco después, el Evening World dejó de pagarme por las noticias.
La historia tal como varios periódicos la fueron publicando durante los siguientes días, la parte que yo no presencié, fue así: la policía encontró dos flechas misteriosas de aspecto anticuado, una en el tejado de un edificio en construcción en la zona este de la Calle 45 y otra en Abraham Seligman, un peletero que estaba mirando por la ventana trasera de su taller de un cuarto piso de la Quinta Avenida cuando una flecha se le clavó en el pecho. Fue trasladado al hospital Flower, en Harlem, y luego enviado de vuelta a su casa, en Yonkers, donde al poco recibió la visita del abogado de Douglas Fairbanks. Los periódicos no dijeron si le ofreció dinero, entradas para el estreno de Robin Hood u otra cosa a cambio de las molestias, pero supongo que así fue, a la vista de cómo lo que podía haber sido un escándalo mayúsculo se desvaneció discretamente. Sin periódicos remachando el clavo, quedó como una nota a pie de página en alguna biografía y una anécdota que nadie recuerda exactamente.
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Lo que me lleva de vuelta de nuevo a la azotea del Ritz-Carlton. Esto es lo que yo recuerdo: el sol calentaba, pero soplaba una brisa molesta, al hallarnos en una posición totalmente expuesta por encima de los edificios circundantes. Douglas Fairbanks y sus poses, y luego una solitaria flecha hendiendo el cielo.
Ninguno nos esperábamos que llegase a disparar, creo. Ni siquiera estoy seguro de que él mismo tuviera intención de dejar que la primera flecha saliera volando. Todos los presentes pasaron del relajamiento y la jocosidad a la tensión durante los segundos posteriores a la flexión de sus dedos. Ninguno tuvimos los reflejos necesarios para seguir la trayectoria de la saeta. Él asintió satisfecho con la cabeza, como si hubiera llegado a donde había tenido intención de enviarla, aunque no tengo ni idea de si ese fue el caso.
Douglas Fairbanks estaba disparando flechas desde una ventosa azotea de Manhattan, y todos nosotros estábamos demasiado asustados o sorprendidos para atrevernos a decir que no era una buena idea. De haber sido reporteros auténticos, podríamos habernos escudado tras la ética profesional, tras esa supuesta obligación de ser un mero observador y no meter baza en lo que sucede. Ninguno le paramos los pies.
Con la segunda flecha, observé la precisión de su postura: el hombro del brazo del arco relajado, la línea recta desde la punta de la flecha hasta el codo flexionado… Parecía un atleta, incluso embutido en su traje elegante.
Traté de seguir su mirada. Hacia el oeste, hacia la Quinta Avenida, hacia algún blanco invisible. ¿Qué se puede usar como blanco en Manhattan? El artículo del Tribune del día siguiente aseguraba que había apuntado hacia los ventiladores del tejado de una iglesia cercana; por mucho que lo intento, no consigo acordarme de que nos comentara hacia dónde apuntaba, ni tampoco recuerdo iglesia alguna al oeste del hotel. La mole de la catedral de San Patricio se alzaba a nuestra espalda, a unas pocas manzanas.
En el instante justo antes de que la flecha saliera volando, el codo del brazo del arco tiró hacia atrás un pelín demasiado y el hombro se hundió. No sé por qué me pasó la idea por la cabeza, pero como había estado observándolo con tanta atención, como había visto quebrarse la perfecta línea recta trazada por su brazo, me di cuenta de que la flecha no iba a aterrizar donde él pretendía.
Lo vi en cámara lenta. Como en una película: ese extraño momento en medio de un desastre en el que todo parece evitable y al mismo tiempo inevitable. La flecha abandonó el arco, viajando hacia poniente, y, desde mi posición próxima al borde del tejado, vi el hervidero de gente que era Nueva York, gente del tamaño de hormigas, en las calles y ventanas por debajo de nosotros, gente que no tenía ni idea de que una flecha volaba hacia ellos.
A veces es posible elegir. Existen momentos en los que podemos optar entre hacer una cosa u otra. Si me limitaba a ser un mero observador, a anotar lo que había visto y dictarlo por teléfono, tendría una verdadera noticia en mis manos. No solo la trayectoria de la flecha, que todo el mundo había visto, sino, tal vez, también un comentario sobre la postura y el estilo como arquero del actor. Un artículo propio, no un suelto sin más. Una carrera como redactor, con columnas firmadas por mí, con mis palabras impresas.
Casi a cámara lenta. Con el tiempo, he ido rellenando aquel momento con todos estos pensamientos. Puedo contar lo que creo que pensé, pero no recuerdo en absoluto haber pensado, ni tampoco haber tomado una decisión, aunque con lo que hice cerré definitivamente la puerta a mis aspiraciones periodísticas. A lo mejor me acordé de los cuentos de hadas que nuestros padres nos leían, en los que, aunque una maldición no pudiera ser conjurada por completo, sí podía ser aliviada. Un mero retoque, no una frase nueva. La flecha ya estaba volando, tal vez ya hubiera alcanzado el blanco.
Tomé una decisión. Yo había sido su voz tantas veces… No tenía ni megáfono, ni cine, ni intertítulos, ni una hermana que me diera la réplica. Ni siquiera hubiera debido hablar en su presencia, Lenny lo había dejado bien claro; no obstante, proyectando mi voz lo mejor que pude, como si sujetara un megáfono en la mano y estuviera leyendo un intertítulo, grité: «¡Menos mal! La flecha no hirió gravemente a nadie».
Entonces, todos los allí presentes me miraron. Yo me había descubierto: no era más que un farsante entre farsantes, el único impostor que se había quitado la careta, y de una manera extrañísima. Yo no sabía si alguien más se había fijado en la peligrosa trayectoria de la segunda flecha o si la había seguido con la vista desde que había abandonado la azotea y hasta que había franqueado una ventana abierta. Douglas Fairbanks clavó la mirada en mí, como tratando de averiguar de qué iba, como si el problema fuese yo y no su saeta; su jefe de prensa se me quedó mirando, aunque los demás ya habían vuelto a pasar de mí para dedicarse a felicitar al actor por su destreza. Si una tercera flecha atravesó los cielos, yo no estaba allí para verlo.
Llegué a las escaleras antes que el agente. Nadie trató de interceptarme mientras bajaba de la azotea y salía del edificio. No me detuve hasta encontrarme en la acera opuesta de la avenida Madison a media manzana al sur del hotel.
Cuando miré a la derecha, vi grafiti pintarrajeado en la pared, que me hizo acordarme de mi libreta; pero cuando introduje la mano en el bolsillo para buscarla, lo encontré vacío. En la azotea aún la había tenido. Una flecha liberada hacia el cielo, una frase declamada, mi libreta cayéndoseme de la mano en medio de un revoloteo de hojas. Entonces levanté la mirada hacia la cornisa, medio esperando divisar a Douglas Fairbanks y su arco, pero no vi ni rastro de todas esas personas que habían estado en la azotea, ni allí arriba ni en la calle. Ya os he contado que regresé caminando a casa, fui al cine donde trabajaba y, al día siguiente, compré los periódicos para averiguar dónde habían caído las flechas.
Y esa es la historia. Ya conocéis la parte sobre cómo se ataron cabos entre la flecha misteriosa que alcanzó al señor Seligman y el arquero que la disparó, y cómo ninguno de los periodistas de la azotea dijo nada sobre lo que había visto. Ya he mencionado que Golde acabó siendo actriz, y a Bess, y mi carrera como asesor de guiones para películas sonoras, más adelante, aunque a lo mejor esto último no os lo he contado.
Era un buen trabajo; y puedo asegurar que me encantaba, aunque jamás llegué a firmar nada escrito por mí. Incluso me permitió volver a coincidir con Doug Fairbanks unos años después. Le conté que de crío había gritado sus frases y bromeó con contratarme para que volviera a ser su voz en las películas sonoras. Me miró como si le resultase familiar, aunque no consiguió ubicarme. No sabía lo que habíamos compartido y yo no tenía ninguna necesidad de que lo supiera; no lo había hecho por él. Lo había hecho porque no estaba bien que un hombre muriese mientras se estaba tomando un respiro en el trabajo para admirar un cielo de octubre perfecto al ser alcanzado por una flecha disparada por un actor haciéndose publicidad.
Supongo que también todo eso es otra historia, pero para otro momento, el cómo llegue a trabajar de verdad en películas, arreglando frases y escenas malas con más legitimidad que de niño. Lo que sobre todo os quería contar es que yo conocí fugazmente la magia, la magia auténtica, por nimia que fuera, y en una única ocasión la empleé para llevar a cabo en el mundo una pequeña buena acción de verdad. O al menos eso me digo.
Copyright © 2021 Sarah Pinsker
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
Buenas tardes, Marcheto.
Una pizquita de fantasía para un relato tierno que homenajea al cine mudo.
Muy significativo para los que disfrutamos con Buster Keaton, Chaplin, Harold Lloyd o el Gordo y el Flaco, en aquellas sesiones de Cine Cómico que ponían nuestros cines de verano.
A veces, según la sesión y los asistentes, también se gritaban los textos, pero por algún travieso de la sala, reinterpretando como el protagonista, aunque con un sentido más cachondo y tosco. XD.
Muchas Gracias por la traducción,
un Abrazo.
Yo no tuve la suerte de asistir nunca a sesiones de cine de verano de cine cómico, pero he asistido a festivales de cine fantástico en los que los gritos y comentarios de los espectadores superan con creces lo narrado aquí (de hecho, se tuvo que habilitar una segunda sala «silenciosa» para quienes preferíamos ver las películas sin ese tipo de aportaciones). En cualquier caso, un cuento delicioso para los que amamos el cine más clásico. Muchas gracias por leerlo y comentar.