Alix E. Harrow se ha convertido en menos de tres años en una de las autoras más populares de los aficionados hispanos al género, y, como demostración, ahí tenemos su flamante segunda nominación a los premios Ignotus, gracias a su relato Señor Muerte, publicado hace un año en Cuentos para Algernon (y recordemos que la primera también fue por un cuento publicado por aquí: Las guías de la bruja: vías de escape. Compendio práctico de portales a mundos de fantasía). Pero no solo eso, sino que también se impuso en nuestra última encuesta anual, y encima por partida doble ―tanto en la categoría de relato como de autor―, de ahí que vuelva a visitarnos con otra joyita bajo el brazo. Pero antes de pasar a presentaros su nuevo cuento, me gustaría también recordar que, durante estos últimos meses, Alix ha publicado dos nuevas novelas cortas en inglés: A Spindle Splintered y A Mirror Mended, y que, en enero de 2022, vio la luz entre nosotros su segunda novela traducida al español: Las brujas del ayer y del mañana (Roca Editorial).
La larga subida (The Long Way Up) se publicó hace tan solo unos meses (en enero de 2022) en la revista The Deadlands. En lugar de avanzaros nada sobre su argumento, tan solo os diré que The Deadlands es una publicación bastante joven centrada en relatos y textos relacionados de un modo u otro con la muerte. Ahora bien, tras haber leído Señor Muerte, ya sabéis que eso no quiere decir que os vayáis a enfrentar a un relato triste y deprimente. Lo que sí que os garantizo es que, con esta historia, Alix demuestra de nuevo su tremenda habilidad para, con tan solo unos cientos de palabras, esbozar unos personajes entrañables, humanos, cercanos y difícilmente olvidables. Leedlo y luego me contáis.
Por último, quiero dejar constancia nuevamente de mi tremendo agradecimiento a Alix, que en todo momento ha estado encantada de compartir sus relatos con todos nosotros, algo que me parece especialmente destacable en su caso, habida cuenta de que, con su espectacular palmarés, seguro que podrían encontrar un hogar en alguna publicación de pago y de alcance más amplio que este blog. De modo que, por tercera vez, thanks a million, Alix!
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La larga subida
Alix E. Harrow
La terapeuta número doce de Ocean no cuenta con todos los permisos necesarios para ejercer en el estado de Maine. Su consulta está en una autocaravana aparcada detrás de Hannaford, en la que también vende cuarzos y cristales, mermelada de arándano y sexo. Sus consejos son imprevisibles y místicos, en gran parte inútiles, pero a Ocean no le importa. No desea que la ayuden.
A su juicio, un terapeuta es una persona a la que pagas por horas para que te escuche hablar de tu marido muerto. Ocean agotó todas sus demás válvulas de escape seis o siete meses atrás, cuando su aflicción cruzó el río invisible que separa lo trágico de lo molesto. A sus amigos y familiares les frustraba su tristeza agresiva, su negativa a ir superando las distintas fases del duelo sobre las que habían leído en internet.
«En algún momento tienes que pasar página de una vez», le dijo su hermana un día. Ocean le respondió que se fuera a la mierda, y eso hizo.
La nueva terapeuta de Ocean no le dice eso mismo hasta la cuarta sesión. Ocean también la manda a la mierda.
—A ver, todo el mundo ha perdido a alguien. Y lo superan y siguen adelante. —Su terapeuta la está mirando con lo que Ocean sospecha es un desprecio más personal que profesional—. ¿Crees que tu marido era tan especial?
—No.
En su fuero interno, Ocean sí que lo cree. A ella la crio una pareja de hippies soñadores y, aunque ahora Ocean se lava con jabón de verdad y paga sus impuestos, jamás ha perdido su fe de la infancia en que el cosmos cuenta con un plan magnífico y grandioso: destino, fortuna, suerte, almas gemelas, etcétera. Cree que su marido y ella estaban destinados a estar juntos, que su amor era de una variedad distinta al de los amores insignificantes y corrientes de la gente insignificante y corriente.
Y por eso le resulta tan intolerable, tan radicalmente aberrante que él se llevara por delante el quitamiedos de la Ruta 1 cuando iba a ciento treinta y cinco kilómetros por hora. A veces es incapaz de decidir qué es lo que echa más de menos: su buena suerte o su marido.
—Vas a sentirte desdichada una buena temporada, cielo —le asegura su terapeuta, mientras mueve la cabeza negativamente.
A Ocean le parece que, puestos a hacer augurios, esa profecía se halla al alcance de la mano de casi cualquiera. Comprueba la hora, y el rostro de su marido le sonríe medio segundo antes de que la pantalla se apague de nuevo. Dieciséis minutos por delante.
—Me he estado acordando de un día, cuando ambos trabajábamos en el área de servicio. Yo estaba sacando la basura y Ethan estaba en su pausa para fumar. Había un gato callejero que solía merodear por allí, nada que ver con un gatito, era un macho viejo y curtido, con los ojos supurantes y tan solo una oreja. La mayoría de la gente le tiraba cosas para espantarlo. Pero Ethan no. Él se arrodilló y le dio su burrito de desayuno. Entero, hasta el último bocado.
No fue ese el momento en que Ocean se enamoró de él —llevaba enamorándose desde el primer turno de Ethan, cuando vio sus rizos abultando la redecilla del pelo como las antenas festoneadas con flecos de una polilla—, pero sí fue el instante en que supo que hacía bien al enamorarse.
—No estaba tratando de impresionarme. Ni siquiera sabía que estaba mirando. Lo hizo solo porque él era tan…
—Estoy segura de que lo era. —La terapeuta suelta un suspiro prolongado, mientras observa a Ocean con ojos como platos de una balanza de bronce. Debe de llegar a alguna conclusión, porque se inclina hacia ella por encima del linóleo mellado y pregunta—: ¿Qué harías para recuperarlo?
—Cualquier cosa —responde Ocean, y es la verdad.
Ocean espera que la terapeuta le diga que esa actitud es malsana —una palabra que los once anteriores han utilizado con frecuencia—, pero su última terapeuta se limita a ponerse en el regazo un bolso enorme y sacar de un bolsillo interior una tarjeta comercial amarillenta, que entrega a Ocean.
Ocean la sostiene en la mano, y las listas de luz dorada que se filtran por las persianas del vehículo inciden sobre ella. «CENTRO PRESTIGIO», escrito con letras mate. No figura ni un sitio web ni un número de teléfono.
—¿Qué es esto?
—Coge el ferri del amanecer. Enséñale al piloto esta tarjeta y no te olvides de la propina.
Todavía les quedan nueve minutos más según el reloj, pero la terapeuta se pone en pie. Ocean se guarda la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta.
La terapeuta baja las escaleras de la caravana detrás de Ocean y gira el cartel, de «ABIERTO» a «CERRADO». Su mirada se cruza con la de Ocean, casi por casualidad, y una expresión desconocida le crispa el rostro. Lástima, tal vez.
—El camino de bajada es muy largo —dice.
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El ferri surge de la bruma como una fotografía de Polaroid revelándose. Una sombra, luego una forma, luego una barcaza lo bastante espaciosa para tres coches y la cabina del piloto. Ocean lo observa llegar con la agradable sensación de tener una meta, de que por fin está corrigiendo un error de proporciones cósmicas.
Sube por la rampa con el coche y lo deja con la palanca en posición de estacionamiento. Detrás de ella no embarca nadie más.
A mitad de la bahía, sale del automóvil y llama a la ventana de la cabina.
—Se supone que debo enseñarle esto… —Ocean apoya la tarjeta contra el cristal, y su alianza lo golpea ruidosamente.
El piloto observa la tarjeta y profiere un gruñido. Una bandeja para monedas se desliza hacia fuera junto al codo de Ocean, y ella la llena con fajos de billetes y monedas sueltas, todo lo que tenía en casa. Él rebusca entre el dinero y le devuelve los billetes, pero se queda dos monedas de plata de veinticinco centavos.
Ocean espera nuevas instrucciones, su reflejo pálido e inseguro, pero no recibe ninguna. Carraspea y dice:
—Bueno… ¿nos… esto… nos esperará?, ¿en la otra orilla?
Los ojos del piloto —pequeños e inyectados de sangre, infinitamente agotados— se posan sobre Ocean por primera vez. Tras una pausa larguísima asiente con la cabeza, y Ocean comprende que no espera volver a verla.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
En la tarjeta no figura dirección alguna, pero, a algo menos de un kilómetro del embarcadero, Ocean encuentra una casa blanca de dos plantas con las palabras «CENTRO PRESTIGIO» impresas en el buzón. En la puerta hay pegado un cartel con el horario de apertura, en el que también se indica que los paquetes deben ser entregados por la puerta trasera. Ocean entra sin llamar.
Dentro, Ocean encuentra una salita de espera y un mostrador de recepción. La mujer tras el mismo le entrega un bolígrafo y una tablilla sujetapapeles sin siquiera apartar la mirada del teléfono.
Ocean había dado por sentado que su viaje era una aventura excepcional y, por lo tanto, solitaria, pero al menos la mitad de las sillas de la salita están ocupadas. Se sienta entre un joven de lo más taciturno y una mujer de edad avanzada. El joven taciturno aparta a un lado la funda de su guitarra y profiere un suspiro teatral, como si quisiera que le preguntasen si se encuentra bien, para poder responder que no. Ocean se concentra en los impresos.
Que son un montón: permisos, formularios de exención de responsabilidad y de consentimiento, y fotocopias de fotocopias, tan borrosas que más parecen textos calcados de una lápida que hojas impresas.
Ocean devuelve la tablilla y se queda junto al mostrador.
—Hola, disculpe, pero he tenido ciertos problemillas con alguno de los papeles. ¿Me puede explicar cómo funciona esto exactamente?
La recepcionista aparta la mirada del móvil con un suspiro, como dando a entender que no le pagan lo bastante para tener que tolerar este tipo de molestias. Se chupa el índice y hojea los documentos de la tablilla.
—Por lo que veo, lo suyo es el acuerdo estándar. Baja y busca a su… —retrocede a la primera página— marido, lo trae de vuelta y él se queda con usted. Siempre que usted cumpla con las condiciones indicadas aquí.
La recepcionista le da la vuelta a la tablilla y señala una breve lista. A Ocean, las condiciones no le parecen especialmente complicadas; escribe la fecha y firma en la última página.
La recepcionista pulsa un pequeño botón plateado, y la puerta a su espalda se abre con un clic. Ella ya está mirando de nuevo el teléfono.
Al otro lado de la puerta hay un tramo de escaleras de piedra. A Ocean le parecen muy viejas; son de piedra blanca, con la parte central de los peldaños pulida y desgastada por siglos de pies. Tiene barandillas a ambos lados, con el latón reluciente gracias a miles de manos, y, más allá, no hay nada de nada.
Ocean no vislumbra el final de los escalones.
Ocean experimenta un momento de duda. Se figura que muchos de los que se encuentran en la salita de espera se darían media vuelta en este momento. Su amor insignificante y corriente flaquearía al enfrentarse a la muerte, y abandonarían. Olvidarían el asunto.
Ocean cierra el puño alrededor de su alianza y desciende el primer escalón.
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El camino de bajada es muy largo.
Durante la primera hora, Ocean tiene calambres en las pantorrillas. Durante la segunda, se acuerda con añoranza de la botella de agua que ha dejado en el coche. Para la cuarta o quinta, empieza a preocuparse por la comida. Ya no ve la puerta que ha dejado a su espalda, tan solo una sucesión interminable de peldaños que se pierden de vista a lo lejos.
De tanto en tanto, se encuentra personas en la escalera; algunas en su camino de bajada, otras en el de subida, de regreso. La mayoría van solas.
Su teléfono se queda sin batería el segundo o tercer día, y a partir de ese momento pierde la noción de cuánto lleva caminando. La única señal de que el tiempo aún continúa transcurriendo es que cada vez está más sedienta y hambrienta, pero, a la postre, incluso esas sensaciones se desvanecen, lo que la deja sintiéndose insustancial, casi transparente, una mera sombra de sí misma.
No obstante, ella no se da media vuelta. Eso supondría convertirse en una persona normal y corriente, con un marido corriente, ambos sometidos a las tragedias rutinarias del universo. Supondría que sus primeros once terapeutas probablemente tenían razón, y también que jamás volverá a besar las patas de gallo de las comisuras de los ojos de su marido (aunque esto se le ocurre con cierto retraso, al cabo de un rato, pero reordena la lista que tiene en la cabeza a fin de colocarlo en una posición más alta).
Las escaleras terminan de pronto y sin ceremonia alguna. Ocean se encuentra con que se halla en el sótano de alguien.
Las paredes son de bloques de hormigón y el techo está salpicado de moho; el aire huele como la tierra húmeda bajo una piedra. En una esquina hay dos personas sentadas en un sofá a cuadros, sin mirarse. Ninguna de las dos es el marido de Ocean.
Ocean pasa resueltamente por su lado sin proferir palabra, empuja una puerta metálica y la franquea. La siguiente habitación es una bodega para almacenar alimentos, con las paredes cubiertas de frascos de conservas, coloridos cual piedras preciosas, donde una mujer de mediana edad tararea para sí misma. A continuación llega un refugio antiaéreo, luego una cueva, luego una catacumba… todos los tipos de vivienda en penumbra que los seres humanos han construido bajo tierra a lo largo de la historia. Ocean ahora está corriendo, escrutando rostros de desconocidos antes de abalanzarse sobre la siguiente puerta.
Por fin entra a trompicones en un habitáculo que se asemeja al sótano de la casa de su abuela, donde sus primos se juntaban por Acción de Gracias para colocarse. Hay una cama individual y un televisor con forma de caja que emite una reposición de Ley y orden. Un hombre está mirando la pantalla, las oquedades de su rostro bañadas por la luz azul, pero sus ojos no siguen a los personajes.
Ocean hace un ruido. El hombre aparta la mirada del aparato y Ocean lo observa girarse hacia ella como en una exagerada cámara lenta.
Su marido está más viejo de lo que lo recuerda, y las patas de gallo lucen profundas y oscuras en la comisura de sus ojos. Él siempre se bronceaba enseguida, pero ahora su piel se ve húmeda y traslúcida, como el vientre de un pez, y su cabello está más ralo. Ocean decide, sin dudar y con firmeza, que sigue siendo el hombre más atractivo que jamás ha visto vivo o muerto.
Él la ve y da un respingo —una contracción pequeñísima e involuntaria—. Ocean hace caso omiso del movimiento, como si fuera una nota equivocada en un concierto o una metedura de pata en una frase de una obra de teatro, un accidente que el público debe pasar por alto para no echar a perder el espectáculo.
Ocean nota bullir en su estómago algo ácido y pernicioso, pero sabe lo que tiene que decir. Da un solo paso al frente. Su aliento modela la forma de su nombre.
—Ethan.
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Una parte de Ethan se esperaba que ella apareciera —en una ocasión, la había oído convencer a la compañía de televisión por cable de que les perdonasen tres meses de cuotas atrasadas y añadieran seis canales de regalo, de modo que daba por hecho que, para ella, la muerte no sería más que un impedimento temporal—. Pero no está preparado para verla así. Todo ese calor y luz, esa determinación feroz, prendidos a la piel de una frágil mujer blanca de treinta y pocos años.
Ethan se estremece y cierra los ojos, y la imagen de ella brilla en la cara interior de sus párpados.
—Hola, Ocean.
Ella repite su nombre, ahora ya corriendo hacia él.
Ethan se levanta para recibirla y ella choca contra su pecho como un pequeño cometa.
—No puedo creerlo, Ethan, Dios, ¡cuánto te he echado menos…!
Ocean solloza en su hombro, aferrada a su camisa, con todo el cuerpo temblándole. Ethan la abraza, sus pulgares suben y bajan por entre los omoplatos de ella. El movimiento es mecánico, instintivo, como acariciando a un gato.
Ella se aparta, pero su mano encuentra la de él y aprieta con demasiada fuerza.
—Vamos, te puedo sacar de aquí. Solo tienes que seguirme. —Su tono es quedo y apremiante. A Ethan, ser amado por Ocean siempre le ha provocado esa sensación: la de que no era tanto una decisión como una exigencia.
Ethan ya no siente gran cosa hoy en día, y se sorprende cuando lo embarga una ola de añoranza, una querencia nostálgica por cómo le hacía sentir ser merecedor de todo ese amor imperioso, incontenible, exasperante e infinito.
Con todo el cuidado del mundo, Ethan consigue soltar la mano. Ocean observa su propia palma vacía como si se tratara de uno de esos rompecabezas de metal, algo que no encaja.
—Ocean, no puedo regresar arriba. Lo siento.
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—¿Qué quieres decir? —Ethan no responde, así que Ocean se lo pregunta más claro—: ¿Qué coño quieres decir?
—Mira, sé que no es eso lo que quieres oír —responde él, con la vista clavada en la fina alfombra—. Sé que has venido hasta aquí…
—He venido al averno por ti.
—Yo no te lo he pedido.
—Y ahora me estás diciendo que, por lo que sea, no puedes marcharte conmigo.
Ese algo pernicioso que nota en el estómago está subiendo, lame su garganta cada vez más arriba. Con cierta sorpresa, Ocean se da cuenta de que se trata de furia, y que ha estado allí desde hace largo tiempo. Consigue tragarla, se obliga a dibujar una trabajosa sonrisa en el rostro.
—No sé por lo que has pasado, pero ahora todo va a ir bien. Solo tienes que confiar en mí —dice.
Ethan la está mirando con la misma expresión de su terapeuta: lástima, algo de culpabilidad.
—Ocean, sabes que no fue… que no fue totalmente accidental, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir? —se oye decir Ocean con un hilillo de voz.
Ethan vuelva a clavar la mirada en la alfombra.
—Quiero decir que mi venida aquí fue más o menos intencionada.
«Vale», piensa Ocean.
Vale, y a lo mejor Ocean ya lo sabía. A lo mejor sabía que Ethan jamás rebasaba el límite de velocidad y tenía unos reflejos magníficos. A lo mejor sabía que los meses previos se había mostrado distante, escurridizo como el agua que se escapa entre las manos. A lo mejor ella había tenido sueños en los que se hallaba en un río gélido que la cubría hasta la cintura y, cuando bajaba la mirada, veía el rostro de él bajo la corriente, pálido como una estrella.
Pero él no había dejado ninguna prueba: ninguna nota, ningún arma. Le había dejado el regalo de la duda, y ella no supo lo agradecida que le había estado hasta que él se lo arrebató.
La furia embiste en su interior, nauseabunda, veloz, pero Ocean se las apaña para levantar y encoger un hombro.
—Bueno, mi venida aquí también ha sido intencionada. He venido para salvarte.
Esa amable mirada de lástima.
—Cielo, si tú pudieses salvarme, yo no estaría aquí.
Ethan extiende la mano hacia Ocean como si fuera a colocarle un mechón tras la oreja, como solía hacer, pero la cólera ya colma la boca de ella, empuja contra sus dientes.
—No me toques. No… —Ocean odia el temblor en su voz—. ¡Vete a la mierda!
Ocean se da media vuelta y se aleja de su marido. Franquea puertas impetuosamente hasta que encuentra de nuevo la bodega llena de tarros. Estrella uno tras otro contra el hormigón, hasta que toda la pared está pringosa y repugnante.
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Ocean regresa unas horas o unos días después. Ethan no está seguro de si lo primero o lo segundo; aquí abajo le cuesta saber en qué hora vive. Ella tiene la ropa salpicada de manchas pringosas y pequeños cortes en las manos.
—Hola —dice Ocean—. Lo siento.
—No pasa nada —responde Ethan, pero sí que pasa.
Tras su marcha, él había sentido un calor, un hormigueo, como una extremidad dormida que se despierta. No conseguía conciliar el sueño ni seguir las conversaciones de la pantalla.
Ocean rodea la cama y se planta entre él y la televisión, con los brazos cruzados.
—No debería haberte gritado. ¿Puedo intentarlo de nuevo?
Ethan se encoge de hombros. Ocean lo intenta de nuevo.
Primero opta por un planteamiento racional. Enumera las ventajas de subir con ella (helados en la playa, mercadillos, sexo los domingos por la mañana) frente a las ventajas de quedarse (ninguna). Le habla de los servicios de apoyo a personas con problemas mentales, del proceso de recuperación y de la suerte que supone tener una segunda oportunidad.
Luego trata de apelar a sus sentimientos. Le cuenta lo de los doce terapeutas y la hermana que ya no le habla. Le cuenta lo perdida que se siente, lo triste. Le repite, una y otra vez, cuánto lo ama.
Ethan no lo duda. Incluso ahora —embotado, deprimido y muerto—, siente su amor como la gravedad, como un lastre. Hubo un tiempo en que le había resultado agradable, pero alguna estructura fundamental de su interior se agrietó en algún momento y él dejó de ser capaz de soportar el peso.
A la larga, Ocean se queda sin palabras, y Ethan dice:
—Lo siento, pero de verdad que no puedo.
—¿Por qué no?
Ethan nota que ella se esfuerza por sonar comprensiva y tolerante, pero que sobre todo está cabreada.
—Porque no puedo ser… no soy la persona que necesitas que sea, ya no.
Ethan no está seguro de haberlo sido nunca; Ocean decidió muy al principio que él era inteligente y bueno, que era especial de un modo indefinible y embriagador, y él se había esforzado por hacerlo realidad. Sin embargo, la versión de Ethan de ella no se habría escapado sigilosamente al cuarto del baño a las tres de la madrugada para buscar en Google «anhedonia» y «disociación». No habría pasado los días vagando de habitación en habitación, sintiendo pasar las horas a grandes y mareantes tajadas. Jamás la habría abandonado, porque jamás habría necesitado abandonarla.
Ocean lo está mirando con la mandíbula apretada.
—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? Aquel día, estabas en tu pausa para fumar y se acercó un gato callejero. Aunque no sabías que te estaba mirando, tú…
—Dios, Ocean, claro que lo sabía, ¿vale?
Por aquel entonces, él no había podido evitar ser dolorosamente consciente de hasta el ultimísimo movimiento de ella, como si estuviesen unidos por un hilo dorado tirante. Conocía el sonido de su respiración y el roce de sus pisadas, el aroma de su champú barato y la quemazón cosquilleante de la mirada de ella en su nuca.
Por supuesto que aquel día había sabido que ella estaba mirando; por supuesto que había dado de comer al puto gato. Para entonces, él habría hecho cualquier cosa para que las estrellas que brillaban en los ojos de Ocean no se apagasen.
Por eso, cuando todo empezó a agriarse en su cabeza, no se lo contó; por eso no llamó a ningún teléfono de ayuda ni pidió cita con ningún médico. En lugar de eso, empezó a conducir demasiado deprisa, a cerrar los ojos en la carretera nacional durante breves lapsos. Cuando los neumáticos por fin abandonaron el asfalto, tan solo sintió alivio, porque ya no tendría que vivir consigo mismo, y una ligera sensación de heroísmo, porque Ocean tampoco.
Pero resulta que no ha funcionado. Helo aquí, todavía obligado a vivir consigo mismo, y hela ahí, observándolo con esas malditas estrellas que continúan brillando tercamente en sus ojos.
—Vete —dice él, y le estrecha las manos—. Por favor.
Él la siente flaquear. Una especie de satisfacción amarga lo embarga: él siempre supo que ella lo abandonaría cuando descubriera cómo era en realidad.
Pero entonces, las manos de ella aferran con fuerza las suyas.
—Si tú no vienes conmigo, entonces yo me quedaré contigo.
—¿Aquí abajo?
A Ethan no le importa estar aquí abajo —ya no le importa nada—, pero a Ocean siempre le ha encantado el sol. En invierno, ella iba siguiendo la luz de ventana en ventana, como un gato; y el primer día soleado de primavera, siempre se quedaba fuera hasta que los hombros se le ponían rojo centollo.
Ethan se dice que esto no durará mucho. Que es tan solo el tercer recurso de Ocean —un gesto grandilocuente para que se sienta culpable y ceda—, y que, cuando fracase, ella se marchará y lo dejará solo.
Ethan se echa a un lado para hacerle sitio en el colchón. Ocean se acomoda junto a él.
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Para ser sincera consigo misma —algo que no suele ser—, Ocean tendría que reconocer que su decisión de quedarse fue más un gesto grandilocuente que un ofrecimiento sincero. Creía que pasarían un día o dos —como mucho una semana—, antes de que la bondad innata de Ethan se impusiese a su química cerebral. Él no permitiría que ella languideciese aquí abajo mucho tiempo, seguro.
Pero aquí está, languideciendo. Aquí abajo no hay relojes ni calendarios, pero ella siente cómo el tiempo pasa para ellos, una corriente rápida e ininterrumpida que la desgasta a un cierto nivel celular. Miran la tele juntos, aunque nunca hay nada bueno. Hablan, aunque de nada importante. Duermen, aunque nunca están cansados.
Cada vez que se despiertan, Ocean le pregunta a Ethan si ya está preparado para marcharse. Al principio, él se disculpa, trata de explicarse, pero con el tiempo se limita a un cabeceo negativo. A la larga, termina por no darse por enterado.
Ocean detesta que le hagan desaires. Le socava el orgullo, parecen insinuar que tal vez ella no es tan importante como cree.
Ella le pregunta cada vez con más frecuencia, sin saber con seguridad a cuál de los dos está castigando, hasta que Ethan claudica por fin.
—Dime —dice él con un suspiro—, ¿cómo sería?, ¿cuáles son las condiciones del trato?
Ocean trata de no parecer entusiasmada en exceso.
—Es fácil. Tú solo tienes que seguirme escaleras arriba. No podemos dirigirnos la palabra ni darnos la mano ni nada, y yo no puedo mirar atrás, pero eso es todo.
Ethan le dirige una sonrisa nada agradable.
—¿Y crees que vas a ser capaz?
—Claro que sí.
—Podrías estar andando y andando, todo el camino, sin prueba alguna de que yo aún te seguía. —Ahora su sonrisa es espantosa—. ¿No dudarías, no querrías comprobarlo, solo para asegurarte…?
—Por supuesto que no. —Ocean siente los labios entumecidos. Nota agolpársele las lágrimas sin motivo—. Confío en ti.
El tono de Ethan se suaviza, esa sonrisa terrible se desvanece.
—No, no confías en mí, cielo. Ya no.
—No —susurra Ocean—. Ya no. —Siente como si un hilo que los uniera se hubiese roto. Siente que es la verdad.
—Bien. —Ethan desvía la mirada, gira la cabeza hacia la pared todo lo que le permiten los tendones del cuello—. Ni yo.
«Vale», piensa Ocean.
Se saca la alianza del dedo y la deja encima de la carcasa de plástico del televisor. Acto seguido se marcha, empujando la puerta sin mirar atrás. Sabe que él no la va a seguir.
Ocean continúa andando hasta que se encuentra de vuelta en aquel primer sótano, observando esa larga escalera.
Ahora está deshecha en lágrimas, pero lo único que siente es un bochorno furioso. Creía que lo que había entre Ethan y ella era algo único, que ellos ocupaban un lugar especial en el grandioso y fastuoso plan del universo. Pero si eso era verdad, ¿cómo podía él dejarla sola allá arriba?, ¿y cómo podía ella abandonarlo aquí abajo? Tal vez no eran más que una pareja corriente y moliente, sometidos a todas las tragedias ordinarias del mundo.
Ocean se queda plantada al pie de las escaleras largo tiempo, sintiendo romperse uno a uno los hilos que los unen.
Y aun así, se siente incapaz de subir el primer escalón. Simplemente se queda allí mientras en su cabeza se representa una obrita ridícula: los repentinos enfurruñamientos y las repentinas sonrisas de Ethan; los rizos de Ethan; los dedos de Ethan cuando lía un cigarrillo, con destreza y seguridad.
Por lo visto, entre ellos resta una última hebra, hilada a partir de algún material resistente que aguanta incluso cuando todo lo demás —confianza, esperanza, orgullo— ha desaparecido, que se niega a permitir que ninguno de los dos se separe.
No se le ocurre que a lo mejor no es otra cosa que amor corriente y cotidiano.
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Ethan no espera que esta vez su esposa regrese, pero regresa. Entra por la puerta en silencio, con el rostro encendido, y se dirige a la televisión. Ethan la observa, nota un dolor sordo entre las costillas. Ella frunce el ceño, busca algo que no está allí.
Ethan se aclara la garganta y levanta la mano. La alianza de ella está encajada a presión en el primer nudillo del meñique. Ella sonríe al verlo, y el dolor en el pecho de Ethan se agudiza.
Ocean se coloca entre las rodillas de él y toma su mano entre las suyas. Le quita como puede el anillo y lo desliza de vuelta en el círculo pálido y un poco hundido en la base de su propio dedo.
Ocean se sienta a su lado sin soltarle la mano, y miran La ruleta de la suerte hasta quedarse dormidos.
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Ethan cree que ella ya se habrá ido cuando él despierte, pero sigue allí, y la siguiente vez también sigue allí.
Ella ya no suspira ni se revuelve inquieta. Ya no hace preguntas sin respuesta —como «¿por qué?» o «¿cómo pudiste?»— con ese mordaz tono de acusación en la voz. Ya ni siquiera le pregunta si está preparado para marcharse; tan solo se sienta a su lado, con el muslo apretado junto al suyo.
Lo que llena a Ethan de una energía inquieta y agitada. No puede conciliar el sueño, así que a veces habla. Al principio sobre nada en concreto, y luego sobre cómo eran las cosas al principio y en qué se convirtieron. A ella nunca se le había dado bien escuchar, pero ahora escucha, mientras le sujeta la mano con la palma hacia arriba y traza la línea de la vida con el pulgar.
Ethan empieza a dar largos paseos sin rumbo, cada vez con más frecuencia. Al regresar un día se encuentra a Ocean sentada junto a una pila de revistas mohosas. Está arrancando las fotos mejores —crías de orangután, escaladores colgados de finas cuerdas en paredes de rocas, playas arenosas con faros rayados cual bastones de caramelo— y pegándolas en las paredes de hormigón.
Ocean vuelve la cabeza y se encoge de hombros.
—Las encontré a tres habitaciones de aquí, en un sótano-biblioteca.
Ella jamás había soportado las paredes desnudas; su casa parecía una pinacoteca sin recursos financieros.
Cuando ella acaba, Ethan se queda de pie un buen rato, observando las páginas de las revistas. Es algo muy propio de Ocean: tapar una verdad fea con mentiras hermosas. A él antes se le antojaba algo milagroso, como hilar oro a partir de paja, hasta que empezó a preocuparse por lo que Ocean haría cuando el oro se desvaneciera y ella finalmente viese la fea verdad de su marido.
Pero ella ahora lo ve, eso seguro. Y aún no se ha marchado.
Mientras mira las fotografías que Ocean ha pegado en la pared, Ethan da en pensar que ella no se va a ir.
Ocean está dormida cuando Ethan se mete en la cama. Desliza un brazo bajo la cabeza de ella y respira con cuidado sorteando el dolor del pecho.
Ella se despierta.
—¿Sabes qué?, he decidido que no importa. Por qué diste de comer al gato.
Él ríe con suavidad contra el cabello de ella.
—Solo lo hice para impresionar a una chica.
Ocean se hunde más en su mitad de almohada.
—Sí, vale, pero no creo que al gato le importase.
Ethan ríe de nuevo, pero se queda despierto, dando forma con cuidado a una idea, que tiene una atrayente lógica circular: como ella creyó que él era un buen hombre, él se convirtió en un buen hombre, y ella acabó teniendo razón.
Duda de que Ocean lo siga creyendo —las estrellas en sus ojos ahora brillan tenues, están muertas—, pero a pesar de ello se ha quedado. Se quedará para siempre, se consumirá en esta oscuridad inmutable, no para demostrar nada ni para ganar una discusión, no para enmendarlo ni para hacerlo sentir culpable, sino solo para estar con él.
Cae en la cuenta de que se trata de otro uróboro, incluso más sencillo y atrayente que el primero: como ella lo ama, él se convierte en alguien digno de ser amado.
Ethan espera a que ella despierte, siente cómo el dolor se extiende del pecho a las extremidades, un dolor terrible y dulce.
Ella abre los ojos y él le estrecha la mano.
—Estoy preparado.
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Ocean está de nuevo plantada al pie de las escaleras. Esta vez, Ethan está detrás de ella.
—Es una larga subida —dice ella tras un rato.
—Sí. —Él aferra su mano, con fuerza.
—No hace falta que subamos. Me quedaré contigo.
—En cierto modo, por eso quiero irme —dice él con una sonrisa pícara y cariñosa.
Ocean traga varias veces.
—No miraré atrás —musita.
—Lo sé —susurra él, y ella sabe que está mintiendo—. Yo no me detendré.
—Lo sé —dice Ocean, y también está mintiendo.
Las dudas y el terror se han adueñado de ella, tras elegir confiar en él sin nada que respalde su decisión. Pero la confianza es eso: un sentimiento que descansa sobre la duda, un acto de fe.
Ocean mira a Ethan a los ojos y ve amor. No certeza, ni siquiera demasiada confianza, pero supone que tiene sentido. Si el amor no es algo predestinado ni perfecto, si no está escrito en las estrellas ni determinado por los dioses, entonces es un mero acto de confianza, repetido una y otra vez. Es una escalera sin fin que subes en la oscuridad, los peldaños desgastados por todos los amantes que han ascendido por ella mucho antes que tú y, tras trastabillar, han retomado la subida.
No parece ni de lejos bastante; ella decide que lo es.
Ocean suelta la mano de su marido. Le da la espalda. Sube el primer escalón.
Copyright © 2022 Alix E. Harrow
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
Buenos días sean, Marcheto. 😊
Leído y disfrutado.
Con las primeras páginas pensaba que este relato no llegaba al nivel de «Señor Muerte», pero una vez terminado tengo muchas dudas. Es tremendamente precioso y, aunque tiene la misma dulzura y encanto, me genera muchísima tristeza.
«Señor Muerte» te dejaba con una ligera sonrisa en la cara y la sensación de alegría después del drama. Este me ha dejado abatido y con un silencio mental impresionante.
Ese final inacabado, incierto, abierto es arrollador.
Esta frase dice tanto: «Si el amor no es algo predestinado ni perfecto, si no está escrito en las estrellas ni determinado por los dioses, entonces es un mero acto de confianza, repetido una y otra vez.»
Muchísimas gracias por permitirnos disfrutar de esta maravilla (y de tantas otras) y felicidades por la traducción.
Un abrazo.
Yo también estoy convencida de que este relato no desmerece en absoluto frente a «Señor Muerte», y que una segunda lectura lo confirma. Y, en el fondo, me parece una historia totalmente esperanzadora, porque además si el amor estuviera predestinado no tendría mérito alguno. La gracia está en que sea como es. Por imperfecto que pueda ser. Y a mí me gusta creer que ese final abierto deriva en un final todo lo feliz que puede ser una historia realista sobre el amor.
Muchísimas gracias por leerlo y comentar.
No recuerdo si acabé votando por Harrow o no, pero tengo un buen recuerdo de «Señor Muerte» y «La larga subida» hace que sume más puntos en favor de la autora. Leyendo la intruducción he recordado que hace no mucho compré en una oferta «The Once and Future Witches», que acaba de subir varios puestos en La Pila.
Como siempre, gracias por la traducción y espero poder dártelas también por el descubrimiento cuando me termine el libro (aunque para eso primero habrá que empezarlo, porque La Pila es larga y llena de lecturas).
Saludos.
Como decía antes en otro comentario, tal vez no todos los cuentos de Alix sean extraordinarios (algo de lo más normal), pero los tres que he tenido oportunidad de publicar en el blog me parece que demuestran que es una estupenda autora de relatos. Si consigues llegar a leer la novela (¡qué me vas a contar a mí de Pilas traicioneras y complicadas…!) ya nos dirás. Yo no la he leído.
Muchas gracias a ti por pasarte por aquí y dejar tu comentario. Siempre es agradable comprobar que algunos de los seguidores del blog más veteranos seguís por ahí. 😉
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