Ken Liu es el escritor que en 2012 inauguró este blog con el relato Quedarse atrás. Por aquel entonces, ya era un nombre que estaba empezando a sonar mucho, sobre todo gracias a su ficción breve. En los casi diez años transcurridos, Ken se ha convertido en uno de los autores más respetados y populares del género, ha ganado casi todos los premios importantes dentro del campo de la literatura fantástica y, no solo ha seguido publicando relatos con regularidad, sino que también ha escrito la tetralogía de la Dinastía del Diente del León, cuya última entrega verá la luz en inglés en junio de 2022. Por suerte, gran parte de su obra se está traduciendo al español (la editorial Alianza ya nos ha traído sus dos volúmenes de relatos y también está publicando su serie de la Dinastía del Diente de León), pero siguen quedando un montón de cuentos que, a pesar de ser francamente interesantes, no han sido incluidos en sus colecciones y permanecen inéditos entre nosotros. Una vez más (y ya van nueve), vamos a tratar de cubrir uno de esos pequeños huecos con la excusa de que Ken fue elegido por los votantes de la 8ª encuesta anual del blog como su escritor favorito, así que, de acuerdo con las reglas de la encuesta, estaba cantado que volvería a visitarnos con un nuevo cuento bajo el brazo.
Un susurro azul (A Whisper of Blue) se publicó originalmente en 2020 dentro de la antología The Book of Dragons, editada por Jonathan Strahan y ganadora del premio Locus, del que también fue finalista este relato de Ken Liu. Como corresponde a un cuento escrito para una antología dedicada a los dragones, estas criaturas tienen un papel fundamental en él, pero dista mucho de tratarse de la típica historia de fantasía con dragones. Hasta el punto de que por momentos más parece estar encuadrada dentro de la ciencia ficción (subgénero ucronía) que de la fantasía tradicional. Todo ello envuelto en una original estructura, y sin que su autor haya olvidado poblarla con un puñado de personajes humanos con sus problemas y sentimientos.
Y ya sin más, os dejo que disfrutéis de este nuevo cuento de Ken, al que jamás podré agradecer lo bastante su amabilidad y generosidad con este blog. Pero no por ello habrá que dejar de intentarlo, así que, once again, thanks a million, Ken!
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Un susurro azul
Ken Liu
ABRIL
Texto en la pantalla: «Mannaport (Mancomunidad de Maine y Massachusetts), población: 28 528 (humanos)».
[Montaje de imágenes de un pueblo dormitorio de la bahía de Massachusetts. Unos gruesos cables arrastran un tren hasta una estación de cercanías; familias en una heladería contigua a una armería; un bloque de viviendas de protección oficial rodeado por casas unifamiliares; un partido de fútbol americano en un instituto; un desfile del Cuatro de Julio; vecinos rebuscando en un rastrillo particular. Las escenas están grabadas con móviles, y acusan la aplicación de filtros toscos y encuadres chapuceros, amén de la imagen temblorosa propia de aficionados.
Escenas de mares congelados y neveros llenos de barro. Y luego, la primavera. Los rayos de sol, tras el prolongado invierno, son tímidos y débiles, pero la ruidosa alegría de los niños mientras prueban los nuevos columpios no deja lugar a dudas; esplendorosas forsitias y azaleas, cual trepidantes fuegos artificiales orgánicos asperjados por el lienzo tras un invierno de tonalidades grises; el parloteo de los pájaros; las ardillas; las crías de mofeta disfrutando de la brisa cálida en los verdes prados.]
INGRID (71, el cabello tan blanco que brilla)
Comenzó hace unas semanas… ¡Ay que ver mi cabeza!, ya no me acuerdo de nada… y no, no es la edad.
(Risas)
Voy a culpar de mi mala memoria a la emoción de tener tantos nuevos vecinos en el pueblo.
(Se vuelve hacia su nieta, sentada a su lado)
¿Te acuerdas de qué día fue?
ZOE (16, expresión tensa, encorvada como si estuviese tratando de desaparecer, callada)
No… no estoy segura.
INGRID
Mira la fecha en tu vídeo… ya sabes, en el primero.
(Con orgullo a la cámara)
¡Fue la primera en ver uno! Pusieron su vídeo en el telediario de la noche.
ZOE
Vale.
(Toquitea el móvil hasta encontrarlo)
Hace justo tres semanas, en el equinoccio de primavera.
LEE (41, teniente alcalde)
Yo le digo a la gente: manejad bien este asunto y aseguraréis el futuro de vuestros hijos y de sus propios hijos.
Ya habrá leído los titulares del Globe y visto los reportajes en la televisión. Tengo la agenda hasta arriba de reuniones: el Presidente, Boeing, la Comisión Energética de la Mancomunidad, la compañía eléctrica Westinghouse, REDRAGONIANA, la empresa de maquinaria pesada Caterpillar, la petroquímica BaySTAR… ¡todo el mundo quiere un pedazo del pastel de Mannaport! Es muy posible que esta sea la mayor oleada en décadas.
Y esto no es nada. Espere a que aparezcan los de clase gigavatio…
INGRID
Eso es, en el equinoccio de primavera.
No es tan horrible como algunos lo hacen parecer. Yo pedí a Ron (mi yerno) y a Zoe que me pusieran unas cortinas gruesas en la ventana del dormitorio para amortiguar el ruido. Ahora apenas me doy cuenta de que están ahí.
ZOE
(Respira hondo para tranquilizarse)
A mí… me gusta tenerlos cerca.
Por la noche dejo las ventanas abiertas una rendija para oírlos.
INGRID
Todos los que hemos visto hasta ahora son bastante pequeños.
(Se vuelve hacia Zoe)
No como los que tú solías dibujar.
ZOE
(Aparta la mirada de la cámara)
ALEXANDER (35, mirada tan intensa que sus ojos parecen tener brillo propio)
¡Quiero que se vayan! Tendrán que meterme en la cárcel si esperan que yo tolere…
HARIVEEN (53, se describe a sí misma como «inventpresaria», lleva un broche LED en el pelo con un mensaje destellante: «La energía gratis no sale gratis»)
Nadie sabe de dónde vienen. Ni cómo han acabado aquí. Ni por qué.
Pero ese no es el problema. El problema es que nadie está planteándose las preguntas correctas siquiera.
[Montaje de imágenes temblorosas grabadas con móviles: escamas plateadas centelleando entre barcos atracados; una cola serpenteante que desaparece bajo una tupida lila; un amanecer de nubes carmesíes en la costa interrumpido por un fuerte rugido —¿un reptil, un ave, un saurio?—, la cámara gira y revela unas alas coriáceas apenas vislumbradas —como cometas infantiles desplomándose desde el cielo— que desaparecen tras las dunas; una multitud saliendo de un campo de béisbol y dispersándose entre alaridos, perseguida por docenas de criaturas voladoras que se abaten sobre ella mientras lanzan gritos agudos —¿murciélagos?, ¿pájaros?, ¿lagartos voladores?—.]
Texto en la pantalla: «Mannaport (Mancomunidad de Maine y Massachusetts), población: 7000 (dragones, recuento aproximado)».
HARIVEEN
[Nos hallamos en un garaje, una especie de taller de un Da Vinci moderno, aunque más desordenado, sucio y ruidoso, y carente de la pátina de la historia idealizada. Ruedas y engranajes girando; zumbido de correas; traqueteo de cadenas; cigüeñales y pistones marchando en formación al paso de la oca.]
Estos son prototipos, así que son un tanto rudimentarios, pero le aseguro que todos están basados en diseños bien probados y con siglos de antigüedad —como este, construido por primera vez por Étienne Lenoir—, con un montón de mejoras patentadas mías, por supuesto. Tengo algunos que funcionan con carbón, otros con petróleo o gasolina —la idea de que los motores de combustión interna requieren alcohol puro es una mentira desvergonzada difundida por los consorcios energéticos—. Si pudiera conseguir fondos…
¿Aún siguen filmando?
Da igual. Sé cómo sueno. Aunque graben todo lo que les estoy mostrando, ellos encontrarán la manera de desacreditarme. No podemos permitir que la opinión pública se entere de las alternativas reales al monopolio de la energía dragontina, ¿verdad que no?
Hace más de un siglo, Thomas Edison y Henry Ford se asociaron para imponernos la electricidad como fuente energética dominante, y desde entonces no hemos dejado de esforzarnos por generar más electricidad a partir del aliento de los dragones. Poco a poco, nos hemos ido haciendo dependientes de estas criaturas, y ahora que el consorcio industrial de la energía dragontina tiene en el bolsillo a todos nuestros políticos ya no hay salida.
No, no, no se preocupe; no voy a cuestionar el dogma de que los dragones son por completo seguros… mantendré la entrevista libre de polémica.
Bien… ¿cómo explico mi oposición a nuestra política energética sin…?
Se trata de lo siguiente. Todo el mundo sabe que rutas aéreas y corredores marítimos están planificados conforme a las rutas migratorias de los dragones; las metrópolis sobreviven y prosperan gracias a su población dragontina; los países compiten de manera implacable para atraer a las gigantescas bestias, los verdaderos motores del PIB.
Hablamos de las dotaciones de dragones de las universidades y de la reserva estratégica nacional; pero el lenguaje está pensado para hacernos sentir mejor, es engañoso. Los dragones son libres de ir y venir como gusten, y los imperios florecen y declinan al albur de los caprichos de criaturas a las que no tenemos esperanza alguna de comprender ni domesticar. ¿Ha leído Armas, gérmenes y dragones? La hipótesis que plantea es que el auge de Occidente se debió en gran parte a la buena suerte de que en Europa hubiera dragones que arrojaban fuego por la boca. Asia Oriental se rezagó durante la Revolución Industrial porque sus dragones echaban agua y bruma fría, en lugar de fuego. El desplazamiento del poder hacia Europa no se interrumpió hasta que, inspirado por el trabajo de Robert Stirling, Long Ruyuan, de Tianjin, inventó el motor yin yang, que funcionaba tanto con dragones de fuego como de bruma. E, incluso hoy en día, la preponderancia de ciudades-estados y países pequeños tiene más que ver con nuestra dependencia de los dragones que con motivos culturales o políticos.
(Un suspiro profundo)
Quiero liberarnos de esta adicción a la energía barata de los dragones. Celebramos la caída del Pacto de Varsovia cuando sus dragones decidieron marcharse en masa, pero ¿cómo sabemos que no nos harán lo mismo a nosotros un día, aquí, en la Mancomunidad de Massachusetts y Maine? Si olvidamos la historia, estaremos cavando nuestra propia sepultura.
El premio por mis esfuerzos es que la gente me considere un bicho raro, una loca.
ZOE
[Se le adivina una ligereza de espíritu nueva, sin llegar a ser alegría, pero tal vez sí un paso tentativo hacia ella. Todavía se la ve cohibida y habla entre titubeos, pero se muestra mucho más locuaz que antes.]
¿Los dibujos?
(Ríe nerviosamente)
No, me temo que no. No son más que garabatos infantiles. No tengo ni idea de si andan por aquí siquiera; yo no los he guardado.
Yo quiero hablar de los dragones de verdad.
Algunos se quejan del ruido y el olor, de que haya excrementos por todas partes. Otros despotrican por el peligro que supone que los dragones campen a sus anchas por las calles. La primera semana hubo como una veintena de accidentes en la Ruta 17, junto al parque regional, y se vieron obligados a cortar toda la carretera. Luego tuvieron que evacuar y clausurar la escuela de primaria Astrov, porque los padres se pusieron nerviosos con todos esos dragones que pasan la noche en ella. Y justo ahora mismo, de camino hacia aquí, he visto una docena de tipos con pinta de abogado merodeando por el aparcamiento del centro comercial, como una nube de moscas alrededor de una bosta de dragón. No sé a quién andan planeando demandar. Los dragones no temen a los abogados.
Oigo las quejas: «Mannaport no es Boston. ¡Carecemos de la infraestructura necesaria para controlarlos!». Supongo que se refieren a cosas como muros y vallas. Quieren que la Asamblea General de Massachusetts declare el estado de emergencia y que, a lo mejor, incluso mande milicianos a espantar los dragones.
He estado leyendo sobre la historia de las oleadas de dragones… Este es un resumen de Memexpedia: «La mayoría de las ciudades dragontinas modernas han sido planificadas, al menos parcialmente: Boston se centró en bibliotecas y universidades, y recurrió a su erudición para atraer dragones; la República de California optó por una estrategia doble: innovación y arte, y Silicon Valley y Hollywood son en la actualidad los dos mayores centros dragontinos de toda Norteamérica. En Nueva York, se mantuvieron fieles a una estrategia de lo más anticuada: acumular oro y riquezas en Wall Street hasta que los dragones europeos de la vieja escuela abandonaron sus guaridas en las Bahamas y las Islas Vírgenes Británicas para instalarse en Manhattan, donde se pasan semanas enroscados alrededor de cámaras acorazadas entre turno y turno en las colosales plantas energéticas de Long Island». Vaya, esto último está marcado con una nota de «falta referencia».
Pero el ejemplo que más me impactó fue el de Titusville, en Appalachia. En 1859, un grupo de dragones, que se habían reunido de manera espontánea, descendió inesperadamente sobre el pequeño poblado. Todo el mundo llegó en tromba al pueblecito, con la intención de lucrarse, y un hombre, casualmente llamado Edwin Drake[1], utilizó una escama de obsidiana de quince metros para construir la primera torre de perforación dragontina, que proporcionó la energía necesaria para el funicular entre el lago Erie y Baltimore. Durante un tiempo, el boom de los dragones convirtió a Titusville en la población más rica del mundo. La gente se hizo adicta al dinero que generaban y construyó más estanques de enfriamiento, más torres de perforación dragontinas, más plantas energéticas… hasta el día en que los dragones alzaron el vuelo y se marcharon sin previo aviso.
Edwin Drake es mi tataratatarabuelo, por parte de madre. Y mi madre…
No estoy preparada para hablar de eso.
Desde pequeña, la gente me ha dicho que yo tenía algo especial, que era más madura que las niñas de mi edad. Me gusta leer y estar sola. Los discursos multitudinarios me ponen nerviosa, pero me preocupo por ir a las asambleas vecinales. Para estar al tanto de lo que los adultos se traen entre manos.
Ellos debaten sobre expropiaciones y subsidios de la mancomunidad, valores inmobiliarios y créditos fiscales, muros de aislamiento y zonas de seguridad. Quieren que el ayuntamiento negocie los mejores acuerdos con las grandes corporaciones para garantizar puestos de trabajo y conseguir que todos los vecinos reciban una parte de los ingresos que proporcionan los dragones.
Pero nadie parece estar pensando en las verdaderas implicaciones de la llegada de los dragones a nuestro pueblo, ni en cómo impedir que Mannaport se convierta en otro Titusville.
Mannaport no tiene maravillas naturales, grandes universidades, dinero ni arte. Es como un montón de otros pueblos de la mancomunidad: limpio y tranquilo en apariencia, pero con el alma llena de dolor y desolación. Mi instituto parece enorme y vacío porque, si puede, la gente se marcha para no regresar. Es difícil encontrar un buen trabajo si quieres quedarte en la zona, a lo más a lo que puedes aspirar es a algún currillo. Las drogas son un problema y, entrada la noche, a veces se oyen detonaciones a lo lejos. Yo antes creía que eran adolescentes borrachos arrojando petardos, hasta que un día vi los destellos de las luces de los coches de la policía bajando a toda velocidad por la Ruta 17, y luego leí que habían encontrado un cadáver.
[Nos hallamos en una colina, desde la que se domina un parque situado más abajo. Los dragones se deslizan por el suelo, se arrastran, caminan pesadamente y planean, coloridos como las flores silvestres que salpican la hierba. De lejos parecen mariposas, pájaros, manchitas de colores que hubieran cobrado vida y se arremolinaran en busca de una forma.]
Subir hasta aquí merece la pena, ¿a que sí? Yo vengo casi todos los días, solo por la vista. La policía nos dice que no nos acerquemos, pero a mí no me cabe en la cabeza que los dragoncillos puedan hacer daño a nadie. Parecen más pacíficos que los pavos silvestres que andan molestando por las calles todos los otoños, eso seguro. Cuando estoy aquí arriba, me traen sin cuidado los exámenes, los cotilleos del instituto, los gruñidos de mi padre, que tenga que cortar el césped del jardín de la abuela… simplemente es agradable saber que en el mundo existen estas hermosas criaturas cuyos asuntos jamás comprenderemos y que, a su vez, jamás entenderán nuestros problemas ni se preocuparán por ellos. El universo parece un pelín más grande.
¿Por qué han venido los dragones a nuestro pueblo?, me pregunto. ¿Por qué?
Pero, cuando contemplo esta vista, ya casi no importa.
JUNIO
INGRID
[Niños jugando en un campo.
La cámara pasa a enfocar un imponente tupelo al fondo. Las ramas tienen algo raro: parecen dobladas en exceso, demasiado cargadas de follaje.]
Es evidente que en la ciudad reina un ambiente distinto. Hay mucha menos gente hablando de todo el dinero que van a ganar vendiendo terrenos a las promotoras inmobiliarias, y también son muchos menos los asustados ante los cambios. Yo diría que nos estamos acostumbrando a los dragones.
[Una pelota de béisbol choca contra el tupelo y la escena estalla. Lo que tan solo un instante antes parecían ser meras acumulaciones de hojas se transforma en escamas resplandecientes, extremidades que se estiran, alas que se despliegan, bigotes que se desenrollan, membranas nictitantes que se abren de improviso. El camuflaje verde cede su lugar a rojos, dorados y brillantes franjas azules y añiles cuando una nube de dragones, arrancada de su descanso camaleónico, alza el vuelo. La bandada es una mezcla de astas de alce norteamericanos, zmeys siberianos, serpientes plumadas mesoamericanas, loongs sin alas de Extremo Oriente, nagas con colas desplegables del sur de Asia, alasdegasa europeos y otras especies. Ninguno mayor que un pavo real, y la mayoría mucho más pequeños.
Durante un instante, los niños admiran el despliegue aéreo, pero pronto pierden el interés. Una chiquilla corre hasta el pie del árbol y avanza con cuidado entre los excrementos para recuperar la pelota. Los niños reanudan el juego. Uno a uno, los dragones importunados por los críos se posan de nuevo en el árbol, se acomodan y camuflan de nuevo.]
¿A que son una monada? Hay gente que se siente decepcionada; la mayoría, aliviada. Estos dragones no se parecen en nada a esos colosos de la biblioteca Widener que suministran energía a Boston; ni siquiera a esos otros más pequeños gracias a los que funcionan los jumbos transoceánicos y transcontinentales.
A ver, no pretendo pasar por experta en dragones. No vi uno en carne y hueso hasta los dieciocho, cuando llegué a la universidad Wellesley, una alumna de primero que devoraba todo con los ojos.
[Fotos de archivo de Wellesley, presentadas al estilo de las películas de Ken Burns[2].]
Por aquel entonces, la dotación de Wellesley era de tan solo cinco: tres cuernos de bisonte norteamericanos, un guiverno galés y un wyrm inglés. No podía competir con la de quinientos de Harvard-Radcliffe, pero, para mí, suponía una riqueza y un poder más allá de lo imaginable.
Mientras las demás chicas aún andaban instalándose, di un paseo por el lago Waban, donde se había instalado el asta de bisonte más pequeño, una hembra llamada Delirante. Era por la tarde y no esperaba ver nada. Sabía que los dragones estaban siempre muy ocupados, y era raro que se hallaran en su morada. Aunque ellos, como la mayoría de los dragones de universidades, habían acudido a Wellesley atraídos por la riqueza de conocimientos de sus bibliotecas y salas de conferencias, el acuerdo de Wellesley con la mancomunidad obligaba a la universidad a persuadirlos para que con su aliento ígneo suministraran energía a las fábricas de los pueblos cercanos.
Sin embargo, los profesores también sabían que, para recuperarse, los dragones necesitaban tiempo y una morada. Ellos no subsistían a base de cereales y carne únicamente: su bienestar espiritual requería que se empaparan de la atmósfera académica del centro y dispusieran de tiempo para estar a solas y pensar. Sé que los expertos modernos aseguran que todo esto son tonterías, pero yo lo creía entonces y sigo creyéndolo.
No es una mala metáfora de la vida de un estudiante universitario, creo.
La senda que bordeaba la orilla estaba envuelta en bruma y niebla, al igual que el propio lago. Mientras paseaba, me sentí vigorizada por la excitación de vivir por mi cuenta, lejos de las miradas de padres y acompañantes; me imaginé a mí misma como una heroína en las baladas de antaño, caminando por cañadas y valles, atravesando marismas y ciénagas, sobre la pista de un dragón que custodiaba un tesoro. La espesa niebla me impedía divisar la otra orilla del lago, que pareció expandirse hasta ser grande como un océano… yo entonces desconocía que la pérdida del sentido espacial y de la capacidad para juzgar dimensiones se creía que podía ser un efecto psicológico corriente de la proximidad de un dragón.
Sin previo aviso, un fuerte barrito rasgó el aire, como yo imagino sonará el ruido de un motor a reacción. Me giré y mis ojos se enfrentaron al espectáculo de una erupción de agua del lago, como en un volcán. La niebla se despejó un instante y dejó ver un cuello largo y sinuoso, como los dibujos de los brontosaurus en los libros, coronado por una enorme cabeza astada y peluda. Los rayos de sol, refractados por la bruma, la orlaron con un millar de colores que yo jamás había visto y para los que carecía de nombre. La cabeza se volvió hacia mí, y esos ojos, luceros azules que parecían brillar con una luz interior, se encontraron con los míos.
Entonces, casi con indiferencia, Delirante abrió un poco la boca y profirió un siseo suave, como un susurro; la niebla que se arremolinaba en torno a sus fauces brilló con una suave tonalidad azul, como un iceberg. Yo tenía el corazón en un puño.
Ella apartó la mirada y la dirigió al cielo. Abrió las fauces de par en par y arrojó una lengua de fuego que se fue ensanchando: un capullo ardiente floreciendo en mitad del lago.
No creo haber entendido el significado literal de «cortar la respiración» hasta ese momento. Yo había visto montones de fotografías e ilustraciones científicas de dragones enroscados en el interior de centrales eléctricas, utilizando su fuego para generar el vapor que hacía girar las turbinas productoras de la electricidad que era la savia del mundo industrializado. Pero, en esas ilustraciones, los dragones parecían dóciles y domeñados, piezas orgánicas de la maquinaria de las metrópolis modernas.
Encontrarme cara a cara con un dragón fue algo diametralmente distinto: «sublime», como los poetas románticos hubieran dicho. Al momento comprendí por qué tantísimos aventureros y exploradores del pasado afrontaban tormentas eléctricas, aguas árticas heladas, desiertos vírgenes salpicados de esqueletos, y ciénagas envueltas en vapores ponzoñosos… solo por la oportunidad de atisbar una de estas magníficas criaturas.
Años después, cuando Julie ya había nacido, esa fue una de sus historias favoritas, que me pedía le relatase una y otra vez. De niña, ella estaba obsesionada con los dragones y pintaba todos aquellos dibujos… exactamente igual que Zoe. Siempre dejaba los ojos para el final y, cuando añadía los brillantes puntos azules, con radiantes trazos que se adentraban en la niebla, los dragones parecían cobrar vida.
HARIVEEN
A pesar de nuestra actual dependencia de los dragones, la mayoría de las personas nunca ha visto uno. La tendencia a privar a la gente del conocimiento de la realidad de nuestra política energética no ha hecho más que acelerarse en las últimas décadas. Igual que en los hospitales mantenemos a los muertos fuera de la vista, también mantenemos a los dragones donde la gente no los vea, detrás de muros de hormigón y puertas de acero, de contratos de trabajo herméticos y cláusulas de confidencialidad blindadas, preservando la ilusión de que la modernidad es gratis.
Si los dragones son tan seguros como gobierno y compañías energéticas no dejan de insistir, ¿a qué vienen la gruesa cerca, digna de una prisión, que rodea la explanada de la universidad de Harvard, y los muros de alta seguridad que aíslan Wall Street y que le dieron su nombre[3]? Te hace preguntarte qué no nos están contando, ¿no?
En cualquier caso, el problema no se restringe a la Mancomunidad de Maine y Massachusetts, ni siquiera al resto de países de Norteamérica. Por todo el mundo, desde la República de Hibernia a las ciudades-estado de la Liga Sínica, la gente está dispuesta a dejar que los misterios continúen siendo misterios.
Es posible encontrar indicios de esta situación moderna incluso en la antigüedad.
[Animación de una eolípila girando y expulsando chorros de vapor.]
La primera persona de la que existe constancia documental de que aprovechara la energía dragontina fue Herón de Alejandría, que construyó una esfera de latón de la que salían dos tubos doblados que apuntaban en direcciones opuestas. La esfera podía rotar libremente alrededor de un eje perpendicular a los tubos.
Herón forró el interior de la esfera con trozos de ámbar, tallados con intrincadas escenas mitológicas. Encerró un puñado de luciérnagas en el interior para proporcionar iluminación, como estrellas fugaces moviéndose por ese empíreo interior. Salta a la vista que su objetivo era crear una obra de arte sacro cuya belleza oculta los fieles solo podrían imaginar, y que únicamente podría ser apreciada por los dioses.
No obstante, ante la sorpresa general, la creación de Herón despertó la curiosidad de los dragones egipcios de la ciudad, y dos especímenes jóvenes se deslizaron en el interior del artefacto por los tubos, como si fueran áspides. Complacidos ante los artísticos tallados que encontraron dentro, las criaturas llenaron el interior de vapor caliente. El abrasador gas salió disparado por los tubos doblados e hizo girar la esfera como si estuviese viva, para alegría y asombro de los espectadores.
Herón siguió creando versiones cada vez más y más elaboradas de la eolípila. Murió relativamente joven y loco de atar. Pocos escritores de la antigüedad relacionaron en modo alguno su trabajo con su muerte.
LEE
Claro que estoy decepcionado. Creía que los dragoncillos iban a ser el aperitivo del plato principal, ¡no toda la comida!
Lo bueno es que los Caballeros de Mannaport ya no me dan la tabarra de continuo con que haga algo para garantizar la seguridad del pueblo. Supongo que ni siquiera los vídeos de conspiradores antidragones que ven en internet consideran a los dragoncillos una gran amenaza.
Una tras otra, las empresas fueron dejando de llamar.
Así que las llamé yo.
«Nuestros ingenieros han realizado estudios de viabilidad. Explotar sus pequeños dragones no resulta económicamente rentable», me decían. Y luego me soltaban un rollo sobre megavatios y gigavatios, rendimiento sobre la inversión, capitalización, tarifas y depreciación.
Resulta que los dragones de Mannaport apenas alcanzan el rango del kilovatio. En la época en la que James Watt ponía unos anteojos caleidoscópicos a un nessie del tamaño de un burro y lo llamaba motor a vapor, una potencia tan baja podría haber sido comercialmente aceptable. Pero ahora… ya no.
—Los dragones pequeños crecerán y se convertirán en dragones grandes, ¿no? —decía yo.
—No siempre —respondían ellos.
Existen dragones adultos de todos los tamaños, incluso dentro de la misma especie. Y, según los biólogos que enviaron, nuestros dragones en miniatura ya habían alcanzado su pleno desarrollo.
—¡Pero tenemos muchísimos! —insistía yo—. ¿No pueden encerrar a unos cuantos para que juntos hagan algo de provecho?
Entonces me soltaban una monserga sobre la biología y las costumbres de los dragones, la escasez de susurradores de dragones cualificados y los peligros de la «sobreingeniería».
Por lo visto, es rarísimo que los dragones trabajen bien en equipo. Y, para conseguir que trabajen, solo puedes engatusarlos, jamás forzarlos. La última vez que alguien trató de obligar a un grupo de dragones pequeños a trabajar juntos fue en Chernóbil, un desastre que nadie quiere repetir.
—Me han hablado de que en algunos lugares fabrican vehículos unipersonales y generadores domésticos que funcionan con dragones pequeños —aducía yo—. Seguro que hay alguna manera de que algo así funcione.
—Los únicos lugares donde eso es económicamente viable son los kibutz y las metrópolis grandes y con gran densidad de población, en las que los ricos podrían querer presumir. Recuerde que a los dragones les gusta quedarse en un lugar o migrar entre puntos fijos de su elección —respondían ellos.
—Pero a lo mejor los dragones empiezan a migrar… —sugería yo.
—¿Quién va a querer ir a Mannaport salvo sus propios habitantes? —replicaban ellos.
Luego ya ni siquiera respondían a mis llamadas.
Sin embargo, yo no me rindo. Alguien me comentó que en Japón han hecho grandes avances en el campo de la miniaturización, infinitamente superiores a los nuestros. Tiene que haber alguna manera de sacar partido a nuestros diminutos dragones. Tiene que haberla.
ALEXANDER
Yo le digo a la gente que se mantenga lo más lejos posible. Los dragones parecen monos e inofensivos, pero yo conozco la verdad.
Joey era el inteligente de la familia. Fue a un instituto especial para alumnos brillantes. Con sus notas podía haberse marchado a estudiar fuera de Mannaport, haber llegado a ser lo que hubiese querido.
Pero lo único que mi hermano quería era ser susurrador de dragones, trabajar rodeado de ellos, no solo «disfrutar a distancia de la gloria que nos proporcionan los frutos de su trabajo»… sí, así es como hablaba, como una de esas novela viejas que nos obligaban a leer en el instituto. A mí me entraban ganas de pegarle un puñetazo. Habla como Dios manda, ¡tontolaba!
«Abogados, banqueros, informáticos… todos esos no son más que parásitos, meras sanguijuelas —aseguraba—. ¿Qué hacen aparte de manipular símbolos para generar más símbolos? Mientras que un susurrador es alguien que con paciencia logra extraer el aliento vivificante de los dragones, alguien que posibilita la civilización.»
El día que cumplió dieciocho se marchó de casa camino de la planta de REDRAGONIANA en la bahía de Boston. Ellos pagan bien a los susurradores de dragones, pero porque el trabajo es muy peligroso y son poquísimos los que cuentan con el talento necesario.
Joey me explicó que no puedes obligar a un dragón a trabajar; tienes que… seducirlo. Me contó cómo, en una ocasión, la zarina de San Petersburgo construyó en su palacio una habitación hecha enteramente de ámbar, para tentar a los dragones a arrojar fuego —creo que estaba emulando a un héroe de Alejandría— y sufrió graves quemaduras. Esta historia me provocaba pesadillas de niño.
A ver, mi madre tenía guardada por algún sitio la composición que Joey tuvo que escribir cuando solicitó la beca… Aquí está:
«Howard Hughes terminó en Las Vegas porque creyó que las luces brillantes y el glamour infinito mantendrían entretenida a la flota de dragones gracias a la que volaba su imperio aeronáutico. Durante la Carrera Fría, tanto la OTAN como la GEAIA financiaron en secreto artistas para tratar de incitar a desertar a los dragones del Pacto de Varsovia. Pero siglos después de Thomas Newcomen y James Watt, el trabajo de los susurradores de dragones aún sigue teniendo más de arte que de ciencia.
Yo quiero llegar a ser un gran artista.»
Los dragones son volubles y se aburren fácilmente. Incluso si mediante riquezas, libros o novedades consigues atraerlos para que se instalen en una ciudad, prefieren dormitar junto al reclamo a trabajar. Para esto último —lograr que arrojen fuego sin dejar de ser dóciles— es para lo que necesitas a los susurradores de dragones.
Nadie sabe cómo lo hacen. La ley del silencio impera entre los susurradores, un gremio hermético que transmite sus conocimientos oralmente de generación en generación. De niños, Joey y yo solíamos jugar a que yo era un dragón y él un susurrador que trataba de engatusarme para que llevara a cabo diversas tareas (por lo general, prometiéndome que me dejaría jugar con la consola que él mismo había fabricado).
A lo mejor así es como lo hacen. ¿Acaso los maquinistas del Viejo Oeste no les colgaban delante a los dragones locomotores un caleidoscopio? No me sorprendería si ahora obligaran a los dragones a vivir dentro de cascos de realidad virtual. En una tertulia radiofónica, Teddy Patriot aseguró que en las centrales energéticas hacen que los susurradores prodiguen unas peculiares caricias a los dragones, casi sexuales, para excitarlos. No sé si creérmelo. En las escuelas todavía enseñan a los niños que a los dragones les gusta la música, la literatura y el arte. Joey se burlaba de esto llamándolo «la teoría Sherezade de los dragones».
Jamás conoceré la verdadera respuesta. Si no son reducidos antes a cenizas en acto de servicio, los susurradores de dragones no se jubilan hasta que su cerebro se ha consumido, lo que casi es peor.
Joey regresó a casa a los treinta, aunque aparentaba veinte años más. No nos reconoció ni a mi madre ni a mí; no reía ni lloraba; solo comía cuando le ponías el alimento delante de la boca, y se consumía en otro caso. Su mente era como un colador lleno de agua. Por muchas veces que yo le mostrase viejas fotos familiares o mi madre le preparara sus platos favoritos, sus ojos permanecían inexpresivos, y lo único que emitía eran balbuceos sin sentido. Su corazón dejó de latir ocho meses después de volver a casa, pero en realidad ya estaba muerto desde mucho antes.
No tengo ni idea de qué horrores padeció; de qué es lo que vio y no logró borrar de su memoria.
Ni que decir tiene que recibió una pensión generosa, pero no hay manera de hacer que los dragones o la compañía que le chuparon la vida paguen lo que en realidad hubiesen debido pagar. El contrato y las leyes eran inexpugnables. Asunción de riesgo. Renuncia voluntaria a derechos.
Atacar a un dragón es un crimen. Y yo jamás haré algo ilegal. Pero salvo eso…
JULIO
ZOE
[La cámara la enfoca mientras camina, avanzando a su paso. De tanto en tanto, vemos turistas congregados alrededor de algún solar vacío, estirando el cuello y con el teléfono listo. Agentes uniformados están plantados tras cintas de procedimiento policial para mantener a la multitud a distancia.]
Los turistas quieren verlo suceder de nuevo, de cerca. Ahora que en el pueblo contamos con una atracción genuina, los concejales están aterrorizados. Reclaman que el Presidente envíe a los milicianos.
(Mueve la cabeza negativamente.)
No, sigo sin saber por qué los dragones han venido a Mannaport.
Pero creo que he hecho un nuevo amigo, o a lo mejor dos.
Todo empezó antes del Día de la Independencia. El teniente alcalde y los concejales, que aún estaban tratando de dar con una manera de ganar dinero con nuestra invasión de dragones «inútiles», se decantaron por el turismo. Enviaron a un fotógrafo para tomar fotos por el pueblo y contrataron a una empresa consultora para vender Mannaport como el «jardín de los dragones en la bahía de Massachusetts». De Boston y Portland empezaron a llegar autobuses turísticos dos veces al día, y se hablaba de asociarnos también con compañías de cruceros.
A mí la idea no me hizo gracia. Temía que los turistas asustaran a los dragones. La mayoría se habían asentado en solares abandonados y casas expropiadas, y se alimentaban de insectos y vegetación. Algunos incluso habían aprendido a dejar sus excrementos en lugares concretos, de donde la empresa de recogida de basuras los retiraba en rondas semanales. Yo pensaba que los dragones y los habitantes del pueblo estaban descubriendo cómo vivir juntos en armonía. No quería que ese proceso se interrumpiera.
Pero existía una amenaza mayor que el turismo.
Un grupo antidragones había estado cristalizando: padres preocupados por que los dragones pudieran emponzoñar la mente de sus hijos, gente aburrida a la búsqueda de algo que hacer, dueños de propiedades hartos de la suciedad… Se llamaban a sí mismos los Caballeros de Mannaport, y compartían en la red ideas sobre cómo expulsar a los dragones.
Yo fisgaba en su foro con un nombre falso. Cuando decidieron utilizar las celebraciones del Cuatro de Julio para la «Operación San Jorge», preparé mis propios planes.
Poco antes del atardecer, cuando numerosas familias se dirigían a Skerry Field para el espectáculo de fuegos artificiales, los Caballeros montaron en camionetas y minivanes. Desde diversos puntos de la ciudad se dirigieron a la vivienda abandonada que hay en Hancock, hogar de uno de los grupos más numerosos de dragoncillos.
Yo llegué justo antes de la puesta de sol. El jardín estaba cubierto de hierba espesa y exhuberante que me llegaba al pecho, mientras que la tranquila y solitaria casa, con solo medio tejado y enormes agujeros en tres paredes, se hallaba en un estado ruinoso. Docenas de pequeños dragones ya se habían posado tanto en el jardín como en las ruinas para pasar la noche. Aunque cuando llegué unos pocos batieron las alas, abrieron los ojos y zurearon, la mayoría no se despertó.
Me escondí entre la hierba, donde no se me veía. La tierra desprendía un olor acre, no muy distinto al de las colonias de gatos callejeros. A medida que la claridad del anochecer se fue desvaneciendo, más dragones del tamaño de pájaros fueron regresando de sus salidas en busca de alimento. Tras encontrar un lugar donde posarse, metían la cabeza bajo un ala o una mata de hierba y se dormían.
Yo oía los ronquidos de los más cercanos, una suave y acompasada respiración sibilante. Una brisa fresca me secó el sudor de la frente y mitigó un tanto el sofocante bochorno estival. Me estremecí de manera involuntaria, al acordarme de pronto de que esta era la casa donde un par de años atrás un hombre había sido asesinado a tiros por un asunto de narcóticos que se había torcido. Las sirenas y destellantes luces azules que bajaban por la calle a toda pastilla me habían despertado.
Se me encogió el corazón, como si una mano lo estuviera apretando. No podía respirar. Luché con todas mis fuerzas por mantener a raya la oscuridad que amenazaba con despertar en mi mente, con colarse por la cerradura de la cámara acorazada mental en la que la había encerrado, y por entre las pilas de escombros psíquicos que había amontonado encima.
No podía pensar en ella no podía simplemente no podía no podía.
Unos haces de luz brillantes atravesaron la penumbra del atardecer y barrieron el aire por encima de mí como lanzas luminosas. El ronroneo de los motores eléctricos y las luces se fueron apagando. Portazos y pisadas. Susurros apremiantes. Los Caballeros habían llegado.
Oí ruido de objetos pesados siendo descargados. Los vehículos estaban llenos de baterías extra, bobinas de cable y aturdidores eléctricos para defensa personal. Su plan era cubrir el solar con una red de cables cargados y luego despertar a los dragones dormidos con un puñado de petardos colocados estratégicamente.
«Cuantas más de esas criaturas asquerosas se electrocuten, mejor», había escrito alguien en su foro.
«¡Utilizar electricidad generada por dragones para matar dragones es justicia poética!»
«Mi primo es abogado y piensa que, si lo hacemos así, podemos argumentar ante el juez que los dragones volaron hasta los cables por su propia voluntad, así que no podría considerarse agresión.»
Me levanté en medio de la tupida hierba.
—No podéis hacer esto —dije. Estaba tan asustada y enfadada que el cuerpo me temblaba tanto como la voz.
Los Caballeros, iluminados tan solo por el resplandor de una farola lejana, se detuvieron sorprendidos. Tras unos instantes de confusión, un hombre se abrió paso entre la muchedumbre. Lo reconocí por su fotografía del foro: Alexander.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Impedir un error —respondí.
—Este no es lugar para los dragones —dijo. Se acercó más y yo vislumbré el dolor y la rabia en su rostro—. Tú no lo sabes, pero hacen daño a la gente.
—Estos no —repliqué, luchando por mantener mi voz ecuánime.
—Estos sí.
Percibí la aflicción en su voz, la impotencia ante la pérdida y la incapacidad para explicarse.
Yo me sentí igualmente impotente. No sabía cómo describir la experiencia de ver a los dragones ramoneando en un parque al atardecer. No sabía cómo explicar por qué sentía el impulso de sonreír y al mismo tiempo llorar cuando por la noche oía sus chirridos y gorjeos.
Así que agarré el silbato que llevaba colgado al cuello y soplé, con todas mis fuerzas. Sonó tan fuerte que creí que jamás dejaría de oírlo, como las sirenas de mis pesadillas.
A mi alrededor, el jardín y la casa en ruinas se desintegraron en una vorágine. Los dragoncillos, despertados por el estridente silbido, alzaron el vuelo. Las alas oscurecieron las estrellas; las garras pisotearon la hierba. Un coro cacofónico se unió a mi chiflido, y el olor acre de la orina descontrolada saturó el aire.
Momentos después, la agitación se calmó, casi tan deprisa como se había iniciado. Los dragones se habían ido. Me saqué el silbato de la boca y respiré hondo. Alexander estaba clavado en el sitio y parecía perplejo.
Un crujido a mis pies. Ambos miramos hacia allí.
Una criatura estaba pasando apuros entre la hierba. Me arrodillé. Era más o menos del tamaño de un cachorrillo, aunque más esbelta y un poco más larga. Una cabeza con forma como la de un ternero; un par de minúsculos cuernos curvos; bigotes como los de un bogavante; un collar de plumas brillantes y coloridas; escamas plateadas en el lomo; vientre coriáceo; cuatro patas garrudas, como de pájaro; una cola larga y serpentina… Era mestizo, descendiente de las numerosas especies de dragones que habían seguido a los humanos hasta aquí y se habían adaptado a la vida en este continente.
Pero sus alas, parecidas a las de los murciélagos, estaban rasgadas. No podía echar a volar. Lo cogí con suavidad y lo sostuve contra el pecho, como a un gatito. Lo noté temblar contra mi piel, como si fuera una pequeña dinamo llena de energía.
Abrió los ojos, vacilante. Eran de un azul brillante y luminoso. Me estremecí, y no lo dejé caer por los pelos. Ese era el último color que yo deseaba ver.
—¡Suéltalo! —gritó Alexander.
Yo lo miré y vi que en la mano tenía una de las porras aturdidoras, de esas que con un golpe podían matar a un intruso que se hubiese colado en tu casa.
Me giré para proteger al dragón con mi espalda.
—Chist. Tranquilo. No te abandonaré.
El dragoncillo chilló como un conejo herido, con un grito agudo y casi insoportablemente doloroso. Sus temblores entre mis brazos se tornaron más violentos. Traté de acariciarle el lomo como lo habría hecho con un gato, como mi madre solía acariciarme el pelo de pequeña para que me durmiera. Las escamas tenían un tacto cálido y blando, en absoluto lo que me esperaba.
—¡No oyes eso! —dijo Alexander con voz aterrorizada mientras levantaba el aturdidor—. ¡Va a arrojar fuego! ¡Si no lo sueltas, morirás!
—¡No! Solo grita porque lo estás asustando.
Nadie había visto nunca echar fuego a ninguno de los dragoncillos de nuestro pueblo; yo estaba segura de que no podían. Traté de tapar los ojos de la criatura con una mano, con la esperanza de que no viera a Alexander acercándose, con la esperanza de que ese azul intenso y brillante no me hiciera perder el valor.
Él avanzo varios pasos más a trompicones, y su corpulenta figura se irguió amenazante sobre mí.
—¡Tú mataste a Joey! ¡Tú mataste a Joey!
Levanté la mirada hacia su cara y vi sus ojos, irracionales, desorbitados, ciegos. ¿Sería esa mi expresión cuando me despertaba en mitad de una pesadilla y mi abuela tenía que sujetarme?
—¡No! ¡Este no ha hecho nada! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Te equivocas de dragón! Te equivocas…
Alexander levantó el aturdidor. Yo no albergaba duda alguna de que me golpearía con él si para matar al dragón que se le había metido entre ceja y ceja se veía forzado a ello.
La criatura se revolvió en mis brazos. Yo me esforcé por sujetarlo, pero el dragoncillo era demasiado fuerte para mí. Con un rápido giro de la cabeza se libró de la mano con la que le tapaba los ojos. Sentí una repentina ola de calor y, de manera instintiva, me incliné hacia atrás. El tiempo pareció ralentizarse. Mi visión se nubló, se desdibujó.
Vi al dragón abrir las fauces. Vi detenerse la punta del aturdidor a apenas unos centímetros. Vi cómo la mirada del dragón se encontraba con la de Alexander. ¿Podía yo interpretar lo que veían esos ojos azules, brillantes, inhumanos?
Entonces, la criatura apartó la mirada, como si la amenaza de una muerte inminente no tuviera mayor relevancia que la estela de una estrella fugaz distante. Moviéndose parsimoniosamente, como si fuera Tres Gargantas —el mayor dragón del que había constancia—, el dragoncillo miró hacia las estrellas y una cegadora columna de luz y fuego brotó hacia lo alto de sus fauces abiertas de par en par.
Fue como contemplar un río por el que corrieran plata y oro líquidos, un caleidoscopio de mariposas en plena migración, una galaxia de telarañas salpicadas de rocío y tules tachonados de perlas desplegándose por el firmamento. En lo más alto del chorro de plasma ardiente, las llamas se ramificaban al enfriarse, se arqueaban, adoptaban nuevos colores: índigo de finales de verano, rojo de sangre de mártires, amarillo de caléndulas, azul de susurro de dragón…
Yo miraba boquiabierta, en un remedo inconsciente de las fauces del dragón. Jamás había visto una exhibición pirotécnica tan extraordinaria.
Me hallé de nuevo en los pasillos de la tienda de manualidades, una niña de seis años. Mi madre y yo corríamos de aquí para allá, riendo, metiendo acuarelas y tubos de pintura en el carrito. No nos gustaban los nombres que los fabricantes ponían a los colores, así que nos inventábamos los nuestros. Ese día lo íbamos a dedicar exclusivamente a pintar y a estar juntas. Íbamos a pintar el dragón que mi abuela había visto.
—Tú siempre estarás conmigo, ¿verdad, mamá?
—Claro. Jamás te librarás de mí, dragoncito mío.
Las lágrimas me anegaron los ojos; todo se volvió borroso. Llevaba años sin atreverme a desenterrar ese recuerdo.
A mi lado, la luz líquida y tornasolada del espléndido espectáculo en lo alto bañaba el rostro alzado de Alexander. El aturdidor estaba caído en el suelo.
—Jamás imaginé… —lo oí musitar—. Así que esto fue lo que viste…
El dragón chilló de nuevo y arrojó una nueva erupción de su milagro centelleante y abrasador.
El calor pasó sobre mi rostro o, más bien, entró en mi rostro. De verdad que no sé cómo describirlo, salvo diciendo que sentí como si una mano me acariciara la mente y disipara algo doloroso, que estaba obstruyendo, como una roca justo bajo la superficie del agua. Durante un instante, algo oscuro, duro y lleno de aristas picudas, un escollo submarino, amenazó con atravesar la plácida superficie, pero entonces, cuando la mano invisible volvió a acariciar mi mente, el escollo se disolvió y desvaneció, arrastrado por la corriente de luz y calor.
[Nos encontramos en el solar abandonado. Zoe levanta una mano para indicar al equipo de filmación que no moleste a los dragones que descansan camuflados entre la hierba. Saca un teléfono para enseñarnos una fotografía.]
He estado tratando de pintar lo que vi. Sin demasiado éxito.
Seguid mi dedo. Justo al lado de ese tablón roto en la valla, ¿lo veis? Sí, ese montículo verde en la hierba. Ese es Yegong. Aunque no creo que vaya a salir, no con tanta gente por aquí.
Lo llamé así por un hombre que salía en un viejo cuento que mi madre me contó. Es una especie de broma, porque el hombre del cuento estaba convencido de que le gustaban los dragones y se pasaba todo el tiempo pintándolos, pero entonces, cuando un día apareció uno de verdad, fue presa del pánico. ¿Lo pilláis…? Da igual, olvidadlo.
Yegong se está recuperando bien. Una médico de dragones de Wellesley —bueno, así es como yo la llamo; su verdadero título es especialista en mantenimiento de dotaciones, o algo por el estilo— me dijo que los desgarrones en las alas se curarán solos en una semana. Yo le traigo frambuesas; a Yegong le encantan.
Los Caballeros siguen colgando mensajes en su foro quejándose de los dragones. Pero ya no he visto ninguno más de Alexander.
NOVIEMBRE
LEE
He estado hablando con Zoe.
Después de que el vídeo de la pirotecnia del dragón se hiciera viral, la afluencia de turistas fue de órdago. Nos llevó un tiempo organizar la seguridad y tuvimos que pagar un montón de horas extras a la policía para que nadie sufriera ningún percance. Toda esa publicidad también atrajo a unas cuantas empresas interesadas en contratar a Zoe como susurradora de dragones. Ella las rechazó de plano.
Yo estaba a punto de decidir la mejor manera de sacar partido a la recién adquirida fama de Mannaport cuando los dragoncillos empezaron a aparecer en varias localidades más de la mancomunidad: Brockton, Plymouth, Lowell, Falmouth… Nadie sabe cuántas oleadas más va a haber.
Perdimos nuestra ventaja competitiva de la noche a la mañana.
Pero eso me dio que pensar. Todavía tenemos a Zoe.
Estoy dándole vueltas a la idea de contratarla para dirigir un programa de formación en el que se enseñe a la gente cómo comportarse con los dragones, y a lo mejor para hacer algunas demostraciones a los otros pueblos… Conseguiré que el gobierno de Massachusetts me financie el programa. Al menos Zoe está abierta a la idea, pero me ha avisado de que no hará que los dragones repitan su espectáculo pirotécnico. «El exceso de algo bueno es malo», dice.
Me contó que, bien tratados, los dragoncillos pueden hacer sentir feliz a la gente. He realizado algunas llamadas y he dado con algunos especialistas que desean hablar con ella sobre la viabilidad de una «terapia con dragones» para la depresión, tanto infantil como de adultos. Ella parece entusiasmadísima ante esta posibilidad.
No es la mina de oro que yo esperaba, pero a la larga sacaremos algo para Mannaport, ya verá.
INGRID
[Preparativos para una comida de Acción de Gracias; una cocina demasiado pequeña abarrotada de hermanos y cónyuges; ruido de cucharones al chocar contra la vajilla; suegros que miman a nietos; primos que discuten y ríen; la televisión a todo volumen.
Alexander también está presente; trata de ayudar y se lo ve incómodo. Pero los demás se esfuerzan por hacerle sentir bienvenido.
Zoe está enseñando un vídeo en su teléfono a varias personas. Todas parecen cautivadas. Ella está sonriendo.]
Zoe es ahora toda una estrella. Tengo entendido que sus vídeos con Yegong reciben millones de visitas. Aunque nunca hace que arroje fuego; dice que es demasiado peligroso.
Alexander la ayuda realizando labores de cámara. Antes me ha estado contando que Zoe, Hariveen y él tienen planeado asociarse para concienciar a la gente de los problemas de los susurradores de dragones y recaudar dinero para atenderlos.
Me alegro de verla feliz. No la había visto sonreír así desde la noche en que encontró a Julie.
HARIVEEN
Me gustaría hacerle una pregunta: ¿cómo explica que los dragones puedan arrojar fuego?
Acuérdese de sus clases de física y biología del instituto. Seguramente le enseñaron que las centrales energéticas dragontinas son en esencia motores térmicos que transforman la energía calorífica del aliento de un dragón en energía mecánica capaz de producir trabajo. Seguramente también aprendió que los dragones, al igual que otros organismos vivos, generan energía al descomponer los alimentos mediante procesos químicos. Pero su profesor probablemente se saltase los cálculos, que le habrían demostrado que las bayas, los insectos, las fanegas de maíz y los pedazos de ternera que come un dragón jamás alcanzarán para generar la potencia calorífica del fuego de los dragones.
Si su profesor era bastante minucioso, es probable que también mencionara al demonio de Maxwell.
Cuando, en 1867, James Clerk Maxwell estaba formulando las leyes de la termodinámica, no fue capaz de dar con una explicación plenamente satisfactoria de la paradoja del aliento del dragón. El demonio era un experimento teórico que utilizaba para explicar cómo los dragones parecían poder generar energía de la nada, en contra de las leyes de la física.
Imaginemos una cámara llena de un gas a una determinada temperatura, dividida en dos mitades, cada una aislada térmicamente de la otra. En el centro de la barrera térmica hay una diminuta puerta sin fricción, operada por un demonio la mar de ingenioso. La temperatura es una medida de la energía cinética media de las moléculas de gas que rebotan por el interior de la cámara y, por lo tanto, tenemos moléculas que se mueven mucho más deprisa que la media, mientras que otras lo hacen mucho más despacio. El demonio observa el movimiento de las moléculas y abre la puerta en los momentos oportunos para que las moléculas rápidas del lado derecho puedan pasar al izquierdo, mientras que del lado izquierdo al derecho permite pasar las lentas.
Con el tiempo, esto alterará la energía cinética media en las dos mitades aisladas, de tal modo que el lado derecho se enfriará mientras que el izquierdo se calentará. Esta diferencia en la temperatura podría utilizarse para hacer funcionar un motor térmico tradicional hasta que la temperatura en ambas partes se igualase, momento en el que el demonio podría retomar el proceso.
El demonio de Maxwell convierte información sobre el movimiento de las moléculas de gas en energía gratis sin aumentar la entropía, y crea una especie de máquina de movimiento perpetuo a partir de los dos dragones que se persiguen el uno al otro en el símbolo del yin yang, un motor térmico perfecto que desafía la segunda ley de la termodinámica.
Durante más de un siglo, los científicos teóricos y experimentales trabajaron para encontrar una manera satisfactoria de reconciliar el demonio con las leyes de la termodinámica, y a la postre llegaron a la conclusión de que la clave es la información recabada por el demonio. El sistema integrado por demonio más contenedor tiene que incrementar su entropía porque el demonio se ve obligado a borrar la información vieja para almacenar información nueva.
Si los dragones son realmente demonios de Maxwell que convierten información en calor, eso quiere decir que, para hacer lo que hacen, tienen que borrar información.
Nadie afirmó jamás que la información borrada tuviese que residir en el cerebro del propio dragón.
¿Alguna vez se ha preguntado por qué tantos susurradores de dragones se jubilan jóvenes y con demencia, con el cerebro como un queso gruyere?, ¿o por qué los dragones siempre se sienten atraídos por lugares con mucha gente, libros, inventiva, novedades…?, ¿o por qué todos nuestros principales avances en la utilización de la energía dragontina han estado acompañados por una revolución, por un olvido masivo de tradiciones, folclore o historia?
Yo creo que el aliento de los dragones se nutre de la amnesia colectiva, del borrado de recuerdos, tanto dolorosos como felices. En nuestras magníficas metrópolis abastecidas de energía por los dragones, los libros se deterioran, la memoria colectiva se corrompe. Los susurradores de dragones, que son quienes más cerca están de ellos, son asimismo los más afectados por esta corrosión.
Lo sé, lo sé. Le gustaría darme un gorro de papel de aluminio de esos que se ponen los chalados y llevarme al programa de Teddy Patriot. Pero piénselo, solo un momento: ¿no existe al menos una remotísima posibilidad de que tenga razón?
Desde que nos volvimos adictos a la energía dragontina, las guerras se han vuelto más infrecuentes, y los antiguos enemigos tardan menos en hacer borrón y cuenta nueva. Olvidar no es lo mismo que perdonar, pero ayuda.
A medida que nuestra civilización se ha ido tornando más compleja, ¿no hemos creado nuevas formas de dolor y la necesidad de olvidar se ha vuelto algo más complicado? A lo mejor por eso han aparecido los dragoncillos, una especie de radiación adaptativa en respuesta a la frondosa jungla entrópica y en continuo crecimiento de nuestros deseos.
Si los dragones destruyen, lo hacen en nombre de la creación.
Mis amigos me dicen que durante el último año me he ablandado, me he vuelto más filosófica. No lo sé… pero lo que sí que sé es que los dragoncillos son una monada.
INGRID
Mi hija era una buena madre, o al menos lo intentaba. Sin embargo, siempre fue un poco soñadora, le costaba hacer planes y actuar de acuerdo con ellos. Después del instituto, trató de ganarse la vida como artista en California, pero sin demasiada suerte —me contó que los críticos que supuestamente tenían mano con los dragones nunca parecieron apreciar nada de lo que ella hacía— y se vio obligada a volver. Después de que Ron y ella tuvieran a Zoe, las cosas se complicaron. Pero cualquiera veía que se querían de verdad.
[La cámara se adentra por el pasillo del piso superior, dobla una esquina y llega a una zona de la casa que los visitantes no suelen ver. Las paredes están cubiertas de cuadros enmarcados de dragones: acuarelas, óleos, pasteles y dibujos a lápiz y rotulador. Algunos, de estilo más maduro, están firmados por Julie; otros, más infantiles, lo están por Zoe. Hay uno que representa a una madre y una niña dibujadas con palotes, montadas juntas en un poderoso dragón alado. La criatura tiene los ojos de un brillante azul, como las luces giratorias del techo de los vehículos de la policía.]
Empezaron a tener problemas económicos, y Ron y Julie se separaron. Cada vez que me acercaba por allí, la casa estaba hecha un desastre. Julie comenzó a beber para sentirse mejor. Cuando eso dejó de funcionar, recurrió a algo más fuerte para calmar el dolor.
Zoe, que entonces solo tenía siete años, se despertó aquella noche, probablemente por las sirenas de la policía, que acudió al recibir aviso de que un hombre había sido asesinado calle abajo —era el camello de Julie—. Zoe entró en la habitación de su madre y se encontró a Julie inmóvil, con el cuerpo rígido.
Zoe me llamó y lo único que alcanzó a decir entre los sollozos fue: «¡Mamá tiene los labios azules!, ¡azules!». Yo avisé al teléfono de emergencias. Para cuando llegaron a la casa ya era demasiado tarde.
Cuando Zoe vivía conmigo, tenía continuas pesadillas, pero se negaba a hablar de ellas. Durante una temporada pintó dragones, como solían hacer su madre y ella, pero jamás empleaba el color azul. Traté de que la ayudaran, pero se negó a acudir a un terapeuta. «Tratarán de hacerme olvidar —decía—. Y yo no quiero olvidar».
Existen muchas formas de adicción, y una de las más insidiosas es la devoción compulsiva al dolor de la memoria, un castigo autoimpuesto a vivir encadenado a un escollo lleno de picos conformado a partir de un único momento de la vida. Su recuerdo de Julie aquella noche —dolor, traición, ira, culpabilidad— dominaba su vida. Era una cicatriz que consumía todo, que ella no podía evitar toquitear una y otra vez.
El olvido no brinda consuelo, pero la curación requiere a veces que se haga borrón y cuenta nueva, igual que el perdón.
ZOE
Alexander piensa que los dragones vinieron primero a Mannaport a causa de nuestro dolor.
Yo no creo que eso sea cierto. Como ya he dicho, Mannaport no tiene nada de especial. Estamos en la media de pena y dolor, de abandonos y traiciones, ni por encima ni por debajo.
Pero los dragoncillos sí son especiales. No se los puede utilizar para trabajos útiles, al menos no como los adultos quieren. Pero el que un escalpelo no sirva para talar un árbol no significa que no te pueda venir bien.
He preparado este cuenco de salsa de arándanos rojos para Yegong. Se lo llevaré luego. Mirad, también he puesto algunos azules. No son exactamente del mismo tono que sus ojos, pero son lo más parecido que he encontrado. El azul es un color precioso.
Nota del autor: Para más información sobre el demonio de Maxwell y las propiedades termodinámicas del borrado de información, véase Charles H. Bennett, «The Thermodynamics of Computation—A Review» (La termodinámica de la computación: revisión), International Journal of Theoretical Physics, vol. 21, n.º 12, 1982, 905-40. 905–40.
Copyright © 2020 Ken Liu
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Traducido del inglés por Marcheto
[1] La palabra inglesa drake se usa también como sinónimo de dragón o para referirse a algunos tipos concretos de dragones.Volver
[2] Director estadounidense cuyos documentales se caracterizan por la abundante utilización de todo tipo de material de archivo: fotografías, música, grabaciones, recortes de prensa…Volver
Leído y disfrutado.
Es un relato dulce, emotivo y muy, muy original. La idea de integrar a los Dragones en la vida cotidiana de la gente, mezclándolos con acontecimientos históricos, en un fabuloso malabarismo ucrónico, y su uso, no solo, como generadores sino también como sanadores es increíblemente ingeniosa.
Además, la narración es preciosa y esa forma de contar la historia, a través de los testimonios de los personajes, transmite toda la emoción que éstos sienten y cómo les afectan los Dragones.
Y la niña protagonista… 🥰🥰🥰🥰
Lo leí anoche, siempre leo a esa hora, y esta fantástica historia me permitió irme a la cama con una gran sonrisa interior.
Muchas gracias, Marcheto, por permitirnos disfrutar de estos regalazos.
Un abrazo. 🤗😊👍🏻
Me alegro un montón de que Liu no os decepcione. Como, por suerte, gran parte de sus relatos más populares ya están publicados en español, ahora resulta más complicado elegir material inédito. Pero el encaje de bolillos que hace para ensamblar dragones e historia, y el giro final (incluido demonio de Maxwell) me parecieron muy originales y al nivel de sus mejores cuentos.
Muchas gracias por leerlo y opinar.