Me casé con un monstruo del espacio exterior, de Dale Bailey – Especial Cuentos de película IV

Dale Bailey es un autor al que ya tuvimos el gusto de tener por aquí hace cuatro años con su relato La criatura desiste. Desde entonces, ha seguido publicando numerosos cuentos, además de una novela, In the Night Wood, que fue finalista de varios de los más importantes premios del género y que ha sido traducida al español con el título En el bosque oscuro (Minotauro, 2020).

La criatura desiste era un precioso homenaje a la película La mujer y el monstruo, que perfectamente podría formar parte de nuestro especial Cuentos de película. Este no es el único de los relatos de este autor que encajaría a la perfección en él, porque, durante estos últimos años, Dale ha escrito toda una serie de relatos inspirados en films de serie B de ciencia ficción y terror de los años cincuenta y sesenta, que incluso toman prestado el título de los mismos. Su idea es basarse en la situación a la que aluden esos títulos ―siempre llamativos y en muchas ocasiones incluso un tanto ridículos― y a partir de ahí escribir una historia literaria y con auténtico calado emocional. El cuento que vais a poder leer a continuación es un excelente ejemplo de este pequeño juego literario en el que se ha embarcado.

Me casé con un monstruo del espacio exterior (I Married a Monster from Outer Space) se publicó en 2016 en Asimov’s Science Fiction. Cabe destacar que, en la encuesta anual de la revista, los lectores lo eligieron su relato largo favorito de todos los publicados en Asimov’s ese año. El cuento toma su título de una película de ciencia ficción de 1958, dirigida por Gene Fowler Jr., en la que una recién casada se comienza a inquietar al observar extraños cambios en el comportamiento de su marido. Dale ha respetado el título, la presencia extraterrestre y algún elemento argumental (como la joven pareja y el cambio de personalidad del esposo), y a partir de ahí se ha inventado una conmovedora historia nueva por completo, triste pero muy divertida, que nos habla de temas muy humanos a pesar de que su protagonista estrella sea un extraterrestre entrañable y peculiar. Para disfrutar el relato no hace falta haber visto la película, pero mi opinión personal es que se lee de manera un tanto distinta si sí que se ha visto o si al menos se conoce el argumento de la misma (si no podéis verla, os puede bastar leer esta estupenda y pormenorizada reseña), ya que es entonces cuando se aprecia la manera en que el autor ha jugado con la historia original, lo que le aporta una dosis extra de interés. En cualquier caso, espero que os guste tanto como a los lectores de Asimov’s.

Por segunda vez (y ya adelanto que no va a ser la última), quiero expresar mi agradecimiento a Dale por escribir tantas historias maravillosas (cinéfilas y no) y encima permitirme compartirlas con todos vosotros. Thanks a million, Dale!

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Me casé con un monstruo del espacio exterior

Dale Bailey

Tercer turno, tres de la madrugada, hasta el Walmart de Crittenden (Pensilvania) está tranquilo. Tan solo el relajante zumbido de la máquina limpiasuelos en la sección de alimentación y unos cuantos zombis deambulando por los pasillos en busca de algo que jamás encontrarán, porque existen algunas cosas que ni siquiera un hipermercado Walmart vende ni venderá jamás. Margo está ocupada en el mostrador de atención al cliente, así que yo estoy sola en mi puesto, aprovechando para descansar apoyada en la caja registradora, cuando este extraterrestre aparece por el pasillo entre la estantería de menaje de cocina y la de ferretería.

Lo primero que pienso es que nunca he visto un disfraz de Halloween tan bueno. Al fin y al cabo, octubre acaba de empezar, y las zonas más transitadas en la entrada y en el centro de la tienda están llenas de velas con forma de calavera, calderos de bruja de plástico y docenas de disfraces de Halloween baratos, desde trajes de superhéroes para los críos hasta atuendos sexis de Vampirella para sus madres. Supongo que tiene que haber uno o dos de alienígena entre todo ese batiburrillo, pero cuesta creer que el de este tipo realmente sea uno de ellos. Por el mono plateado, como de papel de aluminio, sí podría serlo, pero es que en lugar de manos tiene unas pinzas gigantes (pensad en cangrejos y os haréis una idea). Y la cabeza… bueno, si es de mentira, de verdad que jamás he visto un disfraz tan bueno. Imaginad una col de Bruselas inmensa, lo único es que la col de Bruselas es en realidad un cerebro al descubierto que se alza por detrás de unos ojos negros saltones carentes de toda expresión, y, cuando digo toda, quiero decir toda. No tiene nariz propiamente, tan solo un par de hendiduras bajo esos ojos saltones, y, debajo de toda esta fealdad, la boca es una cicatriz fina y sin labios. Además mide dos metros, como poco. Lo que estoy tratando de decir es que era un extraterrestre y, tras aquel primer pensamiento fugaz, ya no albergué ninguna duda. Y para colmo estaba sujetando una de las cestas azules de Walmart con una de esas pinzas.

Yo, por mi parte, ni me inmuté. Si hay algo de lo que llegas a darte cuenta cuando trabajas en el turno nocturno de un Walmart es de lo increíblemente extraño que puede ser el mundo. He tenido en la cola de mi caja a un tipo vestido de Papa (estaba comprando Marlboro Lights) y también a Elvis (un paquete de doce condones, munición y una bolsa de mandarinas).

Así que cuando el extraterrestre se acerca en silencio a mi caja registradora no es que me pille de nuevas. Ni tampoco me sorprenden los productos tan absurdos que ha metido en la cesta: una caja de tampones, un kit de costura y una llave inglesa del tamaño de un bate de béisbol; un spray reparapinchazos (que Donny dice que no hay que usar jamás… pero de Donny ya hablaré luego); y un Blu-ray de la cesta de saldos de la sección de electrónica: La búsqueda, que no es que sea un peliculón, aunque a Donny le gusta. Y aquí estoy yo con mi chaleco azul, el marbete con mi nombre que dice Ruth y este alienígena de más de dos metros plantado ante mí. «¿Ha encontrado sin problemas todo lo que buscaba?», digo, y empiezo a pasar los productos por el escáner y a guardarlos en las bolsas que tengo colocadas en la plataforma giratoria en el extremo de mi puesto. Con esto siempre era muy cuidadosa. Nadie quiere el Micolor y la leche en la misma bolsa, porque la leche acaba sabiendo a detergente. Pero este extraterrestre se limita a observarme con sus grandes ojos saltones y, si agradece mis esfuerzos, no lo dice. En realidad no dice nada de nada, pero yo tampoco me lo tomo a mal. Los empleados de Walmart son transparentes para casi todo el mundo, y así es como yo me sentía la mayor parte de los días. Ruth Sheldon, la mujer invisible. A veces hasta Donny, por encantador que pueda ser, me hacía sentir así, como si su mirada me atravesara sin verme.

Eso es lo que estoy pensando mientras paso por el escáner las últimas compras del bueno de Ojos Saltones. «Son sesenta y uno noventa y tres», digo con una sonrisa, sin dejar de sentir en ningún momento los ojos de Margo taladrándome la nuca, como un par de rayos láser. Y no es al alienígena. Es a mí a quien está observando. A lo mejor es la vieja animosidad entre salario más seguro médico frente a siete dólares veinticinco centavos la hora y procura no ponerte enferma, o a lo mejor no.

La semana pasada faltaron siete dólares en mi caja registradora, así que me tocó mantener una charla con el encargado del turno. No, no los robé, si eso es lo que estáis pensando. Probad a realizar unos cuantos cientos de transacciones cada noche a ver si sois capaces de no equivocaros una o dos veces con las vueltas. Estoy segura de que Margo también tuvo su propia charla con él, puesto que había sucedido en su turno de supervisora. También estoy convencida de que a ella tampoco le hizo ninguna gracia. Y todo esto es una manera de decir, dando un rodeo, que, mientras todo esto está pasando, yo apenas presto atención al enorme grandullón plantado junto a mi caja.

En lo que estoy concentrada es en guardar cada producto en la bolsa correcta. Y durante todo el tiempo, Margo está haciendo humear mi cráneo con sus rayos láser. Así que cuando Ojos Saltones se queda inmóvil, a mí no me hace maldita la gracia.

—¿Se le ha olvidado la cartera? —pregunto.

Ojos Saltones sigue sin hacer nada.

—Lo siento, señor —interviene Margo, que de algún modo ha recorrido la distancia entre el mostrador de atención al cliente y mi caja a la velocidad de la luz—. Tendremos que anular su compra.

Así que eso es lo que me toca hacer. Ir sacando todos los productos de sus respectivas bolsas, escanearlos y volverlos a colocar en la cesta vacía, como una película proyectada marcha atrás. Ellos dos se quedan allí plantados, mirándome, durante todo el proceso: Margo, con una sonrisita de labios apretados, y el extraterrestre, cuyo semblante no trasluce expresión alguna. Quién sabe qué estará pensando. Es un alienígena. Sin embargo, en ese momento, yo habría podido arañar a Margo hasta arrancarle del rostro ese gesto petulante y escupir sobre la tumba del fundador de Walmart. Lo que quiero decir es que siento una cierta simpatía por este espantajo, porque, no hace mucho, a mí misma no me alcanzó el dinero en la tienda de ultramarinos y tuve que mirar cómo la cajera iba sacando productos de las bolsas, vaciando una tras otra, hasta que llegamos a la cantidad que sí que alcanzaba a pagar, que eran exactamente cincuenta y siete dólares treinta centavos. Y yo os pregunto: ¿es mucho pedir poder tomarse de vez en cuando una tarrina de medio litro de Ben & Jerry’s sabor Boom Chocolatta?

La situación me resultó humillante, así que siento una cierta simpatía o empatía o la que sea la palabra correcta por el pobre Pinzas. Y por eso sucedió lo que sucedió después de mi turno, supongo.

El alienígena sale de Walmart y se adentra en la noche. Cuatro horas después ficho y sigo su ejemplo; franqueo a toda prisa las puertas automáticas y me encuentro con una mañana tan hermosa que casi se me olvida el terrible dolor de pies y el agotamiento.

El cielo lucía franjas de distintas tonalidades nacaradas y grises y, en el este, cerca del horizonte, justo donde el sol estaba asomando, parecía como si un artista descuidado lo hubiera embadurnado con manchas rojas, naranjas, doradas y de otra media docena de colores cuyo nombre yo desconocía. Era tan hermoso que casi se me cortó la respiración. Me quedé allí de pie contemplándolo, dejando que los ardientes rayos que pasaban por encima del restaurante Hooters me bañaran y me limpiaran la piel de todo rastro del Walmart.

Entonces me fijé en todos los carritos que la gente había abandonado por el aparcamiento donde los había descargado —a ver, ¿de veras cuesta tanto trabajo devolverlos a su sitio?—, y en los raquíticos árboles que crecían con aspecto mustio en esas pequeñas islas; en las botellas de Coca-Cola tiradas por el suelo; en las latas de cerveza aplastadas, y en un montón de colillas allí donde alguien había vaciado el cenicero. Incluso atisbé un pañal empapado, que alguna persona había tirado tras cambiar a su bebé en el asiento trasero. Yo sabía qué clase de vida le esperaba a esa criatura. Me di media vuelta y enfilé con paso cansino hacia mi coche, situado en el extremo más alejado del aparcamiento. No era nada del otro mundo, mi coche —un Oldsmobile 88 descolorido por el sol, que debía de ser más viejo que yo—, pero marchaba de maravilla. Cuando se trata de motores, Donny es un genio con las manos.

Entré, arranqué y giré el gran volante hacia la vía de acceso que corre en paralelo a la carretera principal, y fue entonces cuando vi al extraterrestre. Estaba sentado en un bordillo bajo uno de esos árboles raquíticos. Tenía la cabeza entre las rodillas y, a los pies, seis o siete de esas latas de cerveza aplastadas del aparcamiento. Debía de haber estado bebiéndose los restos, y habría jurado que estaba comiendo el mantillo con el que habían abonado los árboles el año pasado.

Nunca he llegado a entender del todo por qué hice lo que hice a continuación, pero lo que creo es que todo se me vino encima de golpe y porrazo. La sonrisita en el rostro de Margo mientras me miraba anular la compra del extraterrestre y el gusto amargo en mi boca cuando aquella dependienta pasó por el escáner en dirección contraria mi propia tarrina de Boom Chocolatta. Creo que fueron esos rayos como los de las ilustraciones de la Biblia, que hendían el cielo por encima de Hooters e iluminaban metros cuadrados de pavimento gris salpicado de desperdicios que la gente ya no quería. A lo mejor fue el propio Hooters, donde yo podría haber conseguido trabajo de camarera incluso sin tener estudios, de no ser porque no encajo en absoluto en el patrón de chica Hooters, así que no puedo inclinarme y empujar con las tetas el hombro de Donny cuando le sirvo otra jarra de Coors Light. Donny siempre deja unas propinas generosísimas en Hooters, y luego, cuando llegamos a casa, sabe a cerveza al besarme y siempre apaga la luz.

Así que a lo mejor fue por eso y a lo mejor no.

Y lo que hice fue cruzar el aparcamiento y frenar justo delante del alienígena. Bajé la ventanilla y dije, «Venga, sube si quieres». Me miró con esos enormes ojos saltones. Luego se puso de pie, abrió la puerta con una pinza y se sentó todo encogido en el asiento del pasajero. Tuvo que agachar la cabeza para que su cerebro no rozara el desgastado tapizado del techo; olía a cerveza rancia, mantillo y algo más, a un olor extraño y seco que me hizo sentir un picorcillo en la nariz.

Dijo algo en un idioma que no se parecía a ningún otro que yo hubiera oído jamás. Su voz sonaba como una cigarra atrapada en un frasco. Fingí entenderlo.

—No sé adónde vamos —dije, pero adonde fuimos fue a casa.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Más o menos a mitad de camino se me ocurre que he hecho una tontería de tomo y lomo, recoger a un extraterrestre. Ni siquiera estoy segura de cuál es su planeta de origen, eso en primer lugar, y, en segundo, no tengo ni la más remota idea de cuáles son sus intenciones ni de si son honorables.

—Que no se te pase por la cabeza ninguna idea rara, ¿eh? —le digo, aunque dado el tamaño de ese cerebro imagino que por él deben de pasar todo tipo de ideas.

Él me responde con un chirrido, con esa voz suya como de cigarra, y finjo entender lo que está diciendo. «Gracias por recogerme», dice, y yo respondo:

—De nada.

Tras esto me siento un poco mejor. Siempre es un tanto aventurado recoger a alguien a quien no conoces —desde el primer momento te interesa dejar las reglas claras— y me pregunto por qué me he arriesgado.

Aunque en realidad no me lo pregunto. En realidad no. No hay que ser Sigmund Freud para imaginárselo.

Todo empezó con Chatarra. Todas las mañanas cuando iba al trabajo en el coche veía a este chucho atado en el exterior de una cochambrosa casa rodante. La mitad de las veces había volcado el cuenco del agua y la otra mitad ni siquiera tenía uno. Supuse que debía de estar medio muerto de sed, conque un día —sigo sin saber qué mosca me picó— paré, fui directa a las escaleras de la vieja vivienda y empecé a aporrear la puerta. Cuando golpeas la puerta de una de estas viviendas —que no es más que una endeble placa de metal— organizas una buena escandalera, así que, no más acabo de empezar y ya tengo ante mí a este tipo nervudo y descamisado que luce abdominales tableta de chocolate.

En esto es en lo que estoy pensando mientras giro para tomar la calle Zion, con Brainiac del planeta X a mi lado: estoy pensando en aquel tipo de ojos oscuros, barba enmarañada y pelo como el de Jesucristo, que se apoya en el marco de la puerta, con un porro encendido entre los dedos, y dice:

—Bien, aquí estoy, ¿qué quieres?

—Quiero ese perro —respondo, y él tan solo me mira como si ni siquiera supiese que tenía un perro.

Entonces oigo a una chica en el interior de la casa. Tiene una voz atractiva, como las de los pinchadiscos, que solo con su voz consiguen que sea como si los vieras en tu cabeza.

—¿Qué quiere, Aaron?

Aaron le da una calada al porro, exhala y vuelve a inspirar el humo por las fosas nasales.

—Quiere al perro.

—Pues dale al puto chucho y vuélvete a la cama.

—Ya la has oído —dice Aaron con un encogimiento de hombros—. Llévate al puto chucho.

Así que eso es lo que hago. Cuando aparezco de vuelta en casa con el perro asomado por la ventanilla del Oldsmobile, Donny dice:

—Vas a conseguir que alguien nos pegue un tiro, Ruth, como te dediques a robar perros ajenos.

Y yo digo:

—Ese perro les importa un comino.

Y supongo que tengo razón, porque el tipo con el cabello de Jesucristo y su chica, la de la voz atractiva, jamás se han presentado para reclamarlo.

Al fin y al cabo, a mí me encantan los animales. Siempre obligo a Donny a parar la camioneta para retirar las tortugas que se meten en la carretera. Y, cuando alguien abandonó un par de gatitos en el bosque que hay enfrente de nuestra casa, también los recogí. Bicho Uno y Bicho Dos, los apodó Donny.

Así que es Chatarra quien nos recibe la mañana en que llevo el extraterrestre a casa. Sale como una centella de debajo de nuestra casa rodante y ladra a todo ladrar en cuanto nos detenemos en el camino de entrada. Pienso que cuando ya haya tenido oportunidad de olfatearme las manos y lamerme la cara se tranquilizará, como siempre, pero me he olvidado del alienígena que está apeándose del asiento del pasajero. La puerta del copiloto se cierra con un golpe, y el perro guarda silencio durante quizás un par de segundos antes de lanzarse a otra diatriba.

Estoy empezando a conseguir apaciguarlo —y durante todo este tiempo el extraterrestre se ha limitado a quedarse de pie junto a mí— cuando la puerta se abre y allí está Donny en pantalón de chándal y camiseta de tirantes, apoyado en el marco de la puerta de nuestra casa, en justo la misma postura del chico del pelo de Jesucristo, lo único es que Donny tiene el cabello de un apagado castaño indefinido y no luce abdominales tableta de chocolate. Su constitución se asemeja más a la del oso Yogui, y está bostezando y rascándose perezosamente su enorme barriga fofa mientras nos observa. Cuando Chatarra por fin se tranquiliza lo bastante para permitirle colar una frase, dice:

—Esta vez te has superado pero que bien, Ruth.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

«Klaatu barada nikto». Esto es lo que Donny termina diciéndole al extraterrestre y, aunque parezca mentira, el alienígena chirría algo a modo de respuesta con su voz de cigarra. Donny le dedica una gran sonrisa de chiflado y yo siento que algo se quiebra en mi interior al ver a este lamentable tontainas y pensar en cómo hemos acabado. Apenas tenemos edad para beber y entre los dos ya nos hemos hecho con un bebé muerto, un perro, dos gatos, un extraterrestre, más facturas médicas de las que podemos esperar llegar a pagar jamás y dolor suficiente para la vida entera de dos personas. Vivimos en una casa rodante inflamable y destartalada y tenemos trabajos de mierda, y una noche a lo grande en el pueblo consiste en veinte alitas de pollo y dos jarras de Coors Light en Hooters, tras lo cual Donny me folla de tantas maneras como se le ocurren —que son un montón— en una habitación tan a oscuras como consigue dejarla. Y aquí está soltándole jerigonza a nuestro extraterrestre, que a su vez le responde soltándole la suya propia. Lo amo un pelín, supongo, y juro amarlo incluso más —o intentarlo— cuando con un ademán grandilocuente nos invita a pasar al interior de la vivienda.

Que en absoluto está preparada para recibir visitas. Aquí estoy, acompañada por un extraterrestre, y Huracán Donny ha pasado arrasando la sala. Seis latas vacías de Heineken en la mesita de centro, una bolsa con Doritos aplastados en el sofá, y los restos solidificados de una cena precocinada congelada en la encimera, que justo ahora mismo Bicho Uno está investigando. Mientras tanto, Bicho Dos está arañando el sofá, y Chatarra, que nos ha seguido al interior, tiene las patas delanteras en los muslos del extraterrestre y está husmeándole la entrepierna. Este es mi hogar: platos sucios en la fregadera, la televisión a todo volumen y peste a amoniaco de orina de felino, porque Donny siempre se olvida de limpiar la caja; y este es mi marido, que deja escapar una ventosidad matutina y luce en el rostro los tatuajes de las marcas de las sábanas.

—¿Por qué no nos preparas algo de comer, Ruth? —dice Donny—. Voy a ducharme para irme al trabajo.

Y como si tal cosa nos deslizamos en la rutina matinal, y por mi cabeza pasa el mismo pensamiento de todos los días, que es, ¿para qué te molestas en ducharte? Donny trabaja en el foso de un taller de coches en la Ruta 70, examinando los bajos de un vehículo tras otro durante ocho horas seguidas. Cuando llega a casa está hecho un asco, con mugre negra en el pelo y bajo las uñas. A veces me toca lavarle dos y tres veces el mono de trabajo para que quede lo bastante limpio como para leer el nombre bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está desperdiciando su talento —le digo al extraterrestre mientras quito el volumen de la tele.

Recojo las latas de cerveza y las tiro a la basura, e ídem de ídem el paquete de Doritos y los restos del plato precocinado, para disgusto de Bicho Uno. Pongo a hacer café y bato unos huevos. El alienígena se sienta en el sofá, que está bastante hundido. Donny lo encontró en una acera de un barrio pijo y lo cargó en la caja de su camioneta. Está empezando a pelarse y me da mucha rabia porque el estampado es precioso.

El extraterrestre emite uno de sus chirridos de cigarra.

Yo finjo entender lo que dice.

—Donny es un genio con las manos, al menos cuando se trata de motores. Dale un día o dos con una tartana y te la tendrá funcionando de maravilla. Si se hubiese sacado el título podría estar ganando dieciocho dólares a la hora sin ningún problema, pero dejó los estudios para cuidar de mí. Mi padre me echó de casa en cuanto se enteró de que estaba embarazada.

Un chirrido interrogante.

—Debería estar estudiando para sacarse el título que le permita matricularse en cursos de formación profesional de grado superior.

Énfasis en «debería». Donny emplea la mayor parte de sus horas libres en ver películas viejas y trasegar cerveza. Pero antes de que yo pueda continuar, Donny sale a toda prisa del dormitorio, vestido con su mono limpio. Dejo con brusquedad un plato de huevos revueltos y una taza de café para él, y lo mismo para el extraterrestre, ahí, en la destartalada mesita de centro. Donny empieza a zampar como si estuviera muerto de hambre y no pudiese subsistir durante seis meses seguidos gracias a su propia grasa corporal. El alienígena se limita a quedarse sentado, mirándome.

—Si él no se lo va a comer, ya me encargo yo —dice Donny.

Entonces es cuando me acuerdo. Salgo al jardín con un plato. Cuando regreso, Donny se ha servido en su plato los huevos del extraterrestre.

—Al amigo Gort no ha parecido importarle —me dice.

—¿Gort? —repito yo.

—Bueno, algo habrá que llamarlo. ¿Qué tienes ahí, Ruth?

Lo que tengo es un plato con mantillo viejo, de la pasada primavera, cuando insistí a Donny en que adecentara el lugar un poco, y lo que hago es colocarlo delante del extraterrestre. De Gort. Abro una lata de Heineken y Gort ataca en el acto.

Donny silba y dice:

—Al menos alimentarlo nos saldrá barato. ¿Qué planes tienes para él?

—Se puede alojar con nosotros unos días, supongo.

—No puedes quedarte un extraterrestre. No es lo mismo que un perro.

—No he dicho que fuera a quedármelo. He dicho alojarlo. ¿Por qué no escuchas alguna vez? —Y añado—: ¿Te apetece ir a Hooters el sábado por la noche? Libro.

Donny vacila. Quiere ir a Hooters, pero sabe que en realidad no podemos permitírnoslo. Esta es mi única baza y casi nunca recurro a ella, pero a veces se hace lo que hay que hacer.

A la postre —casi se le ven los engranajes girando—, dice:

—Bueno, de todos modos supongo que no pasará nada porque lo alojemos una temporadita. Siempre que coma mantillo. Me parece que no podemos permitirnos alimentarlo.

—Gracias, Donny —digo, y a continuación lo beso en la coronilla, que huele a Pantene.

Él se encoge de hombros y se pone de pie.

—Tengo que irme ya o llegaré tarde al trabajo.

—Que tengas un buen día.

Ahora bien, cómo se puede tener un buen día en el foso de un taller de coches, no lo sé. Eso no se lo digo a Donny, por supuesto. Tan solo tolero su aliento con olor a café cuando se inclina para besarme, y lo miro salir por la puerta. Un momento más tarde, la camioneta revive con un rugido. Escucho el ruido del motor apagarse mientras se aleja carretera abajo, y entonces se impone el silencio. Me acodo a la encimera, apoyo la barbilla en la palma de la mano y miro al extraterrestre que está en la otra punta de la estancia.

—Me parece que nos hemos quedado solos, Gort —digo.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

A veces creo que ahí radica el origen de todos los problemas que vinieron después, en el hecho de que Donny le pusiera nombre al extraterrestre. En cuanto algo tiene nombre, empieza a adquirir otras cosas que a lo mejor preferirías que no tuviese. Saltaba a la vista que Gort era un nombre masculino, por ejemplo, así que el alienígena pasó a tener un sexo. Ya me entendéis, no es que lo lleváramos a sexar como cuando fuimos al veterinario con Bicho Uno y Bicho Dos de pequeños. Pero es que con un nombre como Gort jamás marcarías la casilla de «Mujer» en esos formularios que rellenas cuando vas a urgencias. Y eso solo es el comienzo. Antes de que nos diéramos cuenta, Gort ya tenía su propio sitio en la mesa y delante de la tele, y una zona en la encimera para guardar sus fiambreras con mantillo, que yo dejaba ahí para no tener que salir a por él cuando llovía. Pero supongo que me estoy adelantando a los acontecimientos, porque nada de esto había sucedido aún. Lo único que quiero decir es que, le pones un nombre a algo y, como no te andes con tiento, termina arrebatándote todo lo que tienes.

Eso es lo que estoy pensando mientras observo a Gort, no de manera totalmente consciente, sino de ese modo en que se le dan vueltas a las cosas en la cabeza sin ni reparar siquiera en ello. Entretanto, Gort está sentado con las pinzas en el regazo mirando la televisión. Hay un programa con noticias y entrevistas, y el presentador está observando a un chef televisivo batir algo en la cocina. Se nota que el primero está bromeando porque pone cara de póquer.

—¿Quieres que suba el volumen? —pregunto.

Gort me responde con un chirrido, y así es como termino sentada en el sofá a su lado, peleándome con el mando a distancia. Tal vez os esperabais que me repeliera, con ese extraño hedor alienígena y esos enormes ojos saltones, pero no dejo de acordarme de cuando he tenido que volver a pasar los productos de su cesta por el escáner. Por lo que sea, todo este asunto me resulta tan triste que termino temblando y con los ojos empañados. A duras penas logro subir el volumen.

Gort me dirige un chirrido.

—Estoy bien —digo—. No te preocupes por mí.

Tras esto, el silencio solo se ve roto por la televisión, que es probable que sea nuestra posesión más valiosa, salvo por el detalle de que estrictamente hablando no es nuestra. La alquilamos, con opción a compra, y quién sabe cuándo llegará a ser del todo nuestra, si es que llega a serlo algún día. Y esto hace que me entren de nuevo ganas de llorar. Bicho Dos se instala a mi lado en el sofá, se acurruca y empieza a ronronear. Junto a la puerta, Chatarra bosteza y baja la cabeza, mirándome con esa expresión de profunda tristeza tan típica de los perros. En la tele, el presentador se está tomando un descanso mientras una periodista lee las noticias. Y durante todo el tiempo Gort y yo simplemente nos quedamos sentados.

Al cabo de un rato —no sé cuánto—, él me dirige un nuevo chirrido y yo digo:

—No es nada, de verdad. —Y luego, como salta a la vista que es mentira, añado—: Es que me ha parecido muy triste tener que volver a pasar por el escáner todo lo que tenías en la cesta. ¿No tienes dinero? —Una pregunta bastante estúpida. A fin de cuentas, es un extraterrestre.

Un nuevo chirrido de Gort. Finjo comprender lo que está diciendo y respondo:

—Vamos tirando, supongo.

Pero no íbamos tirando, o en todo caso tirábamos por los pelos. Siempre había algo. Yo me quedé embarazada a los diecisiete y, aquí estamos, cinco años después. Las cosas podían haber salido de otra manera, supongo, pero todo se torció de golpe. Primero, el médico dijo que tenía que guardar reposo en cama. Luego me puse tan mal que tuvieron que ingresarme, y luego lo del bebé y todo lo demás.

Bla, bla, bla. Todo el mundo tiene problemas. Los míos no son nada especial y lo sé, pero aquí estoy de nuevo al borde del llanto. Gort me dirige un nuevo chirrido, y ya no puedo contenerme y se me escapan unas lágrimas.

—No es nada. Es que cuando estoy cansada lloro por cualquier cosa.

Otro chirrido de Gort, que yo finjo entender.

Le digo que puede quedarse tanto como quiera, que no es ninguna molestia, y le digo esto, lo otro y lo de más allá. Bla, bla, bla y bla, bla, bla y bla, bla, bla, hasta que se me agota hasta el último bla, bla, bla. Un chirrido suyo de tanto en tanto, pero aquel extraterrestre había nacido para escuchar, Gort, incluso aunque, hasta donde yo veía, carecía de oídos. Era todo cerebro, ese alienígena, hasta los hombros. Esos ojos saltones, las dos hendiduras idénticas de la nariz y esa boquita sin labios parecían haber sido añadidos en el último momento, como cuando de niños plantificábamos rasgos a Mr. Potato.

Para entonces, el presentador de antes ya había desaparecido un buen rato atrás y Veredicto estaba a punto de acabar. Voy un momento al baño a hacer pis y cuando regreso Gort está plantado en el pasillo, observando el interior de la habitación que no utilizamos. Siempre mantenemos esa puerta cerrada, pero aquí está Gort, su primer día en la casa, y va, coge y la abre, como si fuera el dueño del lugar. Siento como si algo se aflojara en mi interior y digo, con mucha firmeza pero también con amabilidad, como se le habla a un niño pequeño:

—Gort, esa puerta tiene que estar cerrada. Es una regla de la casa, ¿lo entiendes?

Gort permanece inmóvil en la puerta, contemplando la habitación. Y entonces yo avanzo por el pasillo hasta donde se encuentra él y me inclino para introducir el brazo en el cuarto. Hay algo de luz, pero me las apaño para no ver nada mientras agarro el picaporte —que noto frío en la mano— y cierro la puerta.

—Es tarde y esta noche trabajo. Me voy a la cama.

Y eso es lo que hago. Dejo la puerta un pelín abierta por si Chatarra quiere reunirse conmigo, que es lo que efectivamente hace al cabo de un rato. Y me quedo tumbada en la penumbra con Bicho 1 y Bicho 2 acurrucados a mis pies y el perro hecho un ovillo en el lado de la cama de Donny, con su olor a chucho, como todos los perros. Pero nada de esto me resultó de ayuda. Era incapaz de conciliar el sueño y echaba de menos a Donny, aunque fuese bobo y yo ya no lo quisiera salvo a lo mejor un poquito, o a lo mejor ni eso.

Reinaba el silencio salvo por el sonido de la tele. Gort estaba mirando algún culebrón en el que todo el mundo tenía un gemelo y una aventura amorosa y alguien había sido asesinado y todo eso, todos esos sucesos descabellados, y, cuando por fin me dormí arrullada por la televisión, me sumí en un sueño disparatado en el que yo tenía una gemela que no se había quedado embarazada en el instituto y que tenía una vida por completo distinta, que debería haber sido mía.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Resulta que la nave de Gort había aterrizado en la antigua plantación de árboles de Navidad de Jim Hastings, enfrente del Walmart cruzando la carretera. Cuando yo era niña, Jim había tenido pinares a ambos lados de la vía, que parecían extenderse a lo largo de kilómetros y kilómetros, pero se había arruinado en algún momento del pasado y su explotación había sido dividida en parcelas comerciales. Lo que conocíamos como el camino de Hastings se convirtió en carretera Hastings, flanqueada a ambos lados por locales de comida rápida, un Foster’s Hollywood, las grandes cadenas de siempre —Best Buy y Office Depot incluidas—, e incluso un hipermercado SuperTarget, para quienes buscaban precios económicos pero un escalón por encima del Walmart. Entonces la economía se desplomó y ya no hubo manera de vender bienes inmuebles, ni siquiera en la carretera Hastings.

Que es una manera de contaros, yéndome un poco por las ramas, cómo Donny consiguió dar con la nave de Gort al salir del taller esa tarde.

—No tenía demasiado misterio —dijo esa noche mientras nos comíamos las cenas precocinadas y el mantillo—. En cualquier otro lugar, la gente la hubiera visto. Y andando tampoco podía haber llegado desde muy lejos, ¿verdad que no, Gort? —Chirrido de Gort. Donny pinchó con el tenedor un buen trozo de filete ruso y se lo echó al coleto—. Un aterrizaje durillo, ¿verdad Gort? —Nuevo chirrido, y Donny prosigue—: La nave está intacta, pero se ve por dónde entró al bosque. Los árboles están arrancados de cuajo. Perdería un motor o algo así. Deberías ir, Ruthie. Es digna de verse.

En eso tenía razón, aunque yo no la vi con mis propios ojos hasta la mañana siguiente, cuando crucé la carretera después del trabajo y me adentré en la arboleda. La encontré a unos cuatrocientos o quinientos metros bosque adentro, invisible por completo desde la carretera. Las ramas me golpearon el rostro durante todo el camino y acabé con las manos pegajosas de savia, pero mereció la pena. Sí, tenía el mismo aspecto que cualquier otro platillo volante que hayáis visto —un simple disco de metal plateado—, pero era grande. Me refiero a que era tremendamente grande. Imaginad que colocáis tres o cuatro autobuses en fila y dibujáis un círculo perfecto a su alrededor, con eso os podéis hacer idea de lo que quiero decir con grande. Además, con los rayos de sol que se colaban entre los árboles, brillaba y tenía un aspecto misterioso, y no pude evitar pensar que la nave había estado en lugares tan lejanos que yo ni siquiera podía empezar a imaginarme cómo debían de ser —me refiero a otros planetas, que orbitan alrededor de otras estrellas—. Lo que me hizo poner nuestro sol en su justo lugar. Resulta extraño pensar en el sol como en una estrella más, porque no es así como en realidad lo consideramos, ¿a que no? Para nosotros, es el centro de todo, y lo damos por sentado. Pero, si nos desprendemos de esa complacencia, con lo que nos encontramos es con capas y capas de misterio, hasta el fondo. Allí plantada comprendí lo insignificante que yo era en realidad. Supongo que ninguno de nosotros importa demasiado a la larga, no cuando se piensa en lo inmenso y extraño que es el universo. Incluso la gigantesca nave de Gort parecía algo diminuto y frágil, viajando como un rayo de estrella a estrella por el espacio negro e infinito. Y encima imperfecta, porque se había estrellado, ¿no?, había abierto este largo surco en la tierra y esparcido pinos como si fueran palillos, y, conforme el sol fue subiendo, pude comprobar que no era tan lisa y brillante como me había parecido. Lucía negras franjas de hollín a lo largo, y múltiples abolladuras tras colisionar con los árboles. Me pregunté si dentro habría Gorts muertos. Por algún motivo, la idea me entristeció terriblemente, y me sentí egoísta por mis lloriqueos de la mañana anterior.

¿Quién podía saber por lo que Gort habría pasado y cómo le habría afectado?

Me quedé allí un buen rato, simplemente pensando.

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Con todo esto, llego tarde a casa y ahí está Donny, plantado en la puerta, tratando de no parecer enfadado cuando paso por su lado apresuradamente. Dentro, la tele está a todo volumen. Gort está sentado en el sofá con Bicho Dos acurrucado en su regazo. Le acaricia con una pinza y con la otra sujeta una lata de cerveza. Jamás había visto un extraterrestre que pudiera pimplarse cantidades tan enormes de cerveza.

—¿Se puede saber dónde has estado? —dice Donny, a voz en grito para hacerse oír por encima de la tele.

Donny es bastante celoso, pero en lo que a él respecta los celos solo funcionan en un sentido. Las chicas de Hooters, por ejemplo. Sobre todo Star. Donny siempre pide sentarse en la zona atendida por ella. El servicio es mejor, asegura, con lo que quiere decir que Star siempre le ofrece un buen y prolongado primer plano de esas dos preciosidades que se menean dentro de su diminuta camisetilla de Hooters cuando se inclina sobre la mesa para servirnos las alitas. Y, ya que estamos: el servicio es malo. Estoy casi segura de que Star no es su nombre verdadero y, aunque lo sea, a un tipo como Donny ella no le diría ni la hora de no ser por el dinero.

Y todo esto pasa por mi cabeza en un instante, mientras dejo el bolso, agarro el mando a distancia y silencio a la presentadora en mitad de la frase.

—He ido a ver la nave, Donny, nada más.

Ante lo que su rostro se ilumina.

—Guau, ¿a que es alucinante? —dice.

—Sí. —Ya me he quitado el abrigo y estoy cogiendo unos huevos de la nevera—. Una pena que esté hecha un cisco. Los tres podíamos largarnos a las estrellas, vivir felices y comer perdices. ¿A que estaría bien?

Y sí que lo estaría, pero Donny, que en el fondo es una persona casera, dice:

—No creo que a mí me gustara.

—¿Y qué es lo que te gustaría?

—Creo que me gustaría arreglar la nave.

—¿Arreglar la nave? —Levanto la mirada de los huevos que estoy cascando en una sartén.

—Para que Gort pueda volver a casa.

—Donny, tú no puedes arreglar esa nave.

—¿Por qué no?

—No es lo mismo que si fuera un coche viejo.

—Claro que sí. No es más que una máquina.

—Es una máquina diseñada por extraterrestres para viajar por el espacio. No podrías arreglarla ni borracho.

A lo que él replica, un tanto molesto:

—Si dispongo del tiempo necesario creo que podría arreglar prácticamente cualquier cosa.

Entonces lo miro y veo que de nuevo tiene el rostro resplandeciente. Y con tan solo mirarlo sé que nunca he apreciado a Donny en todo lo que vale. A lo mejor la gente no es tan distinta del propio universo: a lo mejor nunca llegas al fondo de nadie. En cuanto se rasca un poco la superficie, lo que te encuentras son capas y capas de misterio, hasta el mismo centro.

—¿Qué miras? —pregunta Donny.

—Nada —respondo, y entonces es cuando me doy cuenta de que he dejado que los huevos se hagan demasiado tiempo.

A Donny le gustan las yemas sin cuajar, pero para eso ya llego dos o tres minutos tarde, y además las claras también van a estar gomosas. A decir verdad, los huevos no hay quien se los coma, pero Donny —el Donny con el que estaba casada, que no toleraba que los huevos estuvieran hechos ni un minuto más de la cuenta— se sienta y empieza a comérselos sin más.

Sirvo mantillo en un cuenco, echo por encima una lata de Heineken y le entrego una cuchara a Gort. Una vez tengo a los dos desayunando, me siento a la mesita, entre ambos, sin nada de apetito, sintiéndome rarísima. Estoy pensando de nuevo en que a lo mejor hay Gorts muertos en el interior de la nave, pero no soy capaz de sacar el tema, no con Gort delante, de modo que seguimos sentados en silencio, salvo por los gruñiditos porcinos de Donny al comer y el entrechocar de la cuchara de Gort contra el cuenco.

—Hoy al salir del trabajo iré a echarle un vistazo —dice Donny.

Aparta el plato, un minuto después se va a lavar los dientes y un minuto después ya se ha marchado de casa. También lo eché en falta al levantarme esa tarde. Solemos compartir una o dos horas, mientras cenamos algún precocinado frente a la tele. Donny siempre come esas raciones extragrandes que salen más económicas, y yo me limito a las pequeñas y en versión light, aunque siempre me quedo con hambre y tampoco me sirven de gran cosa. Podríamos decir que soy corpulenta, que es lo que decía mi madre, o que estoy gorda. Pero en cualquier caso viene a ser lo mismo. Sin embargo, esa noche, los únicos que estábamos mirando la tele éramos Gort y yo, mientras Donny andaba por ahí entretenido con la nave de Gort.

—Creo que voy a tomar un poco de helado —digo—. ¿Te apetece un poco de mantillo?

Un chirrido de Gort. Yo actúo como si supiera qué está diciendo, así que sirvo nuestras respectivas raciones y nos sentamos frente a la tele, comiendo y mirando reposiciones de Ley y orden. Al rato tengo que irme al trabajo. Ya he salido por la puerta cuando la camioneta de Donny entra traqueteando en el jardín. Él se apea y nos quedamos allí un minuto, hablando en medio del frío aire de octubre. Yo quiero preguntarle si en el interior hay Gorts muertos, pero la pregunta se me resiste. Es como si quisiera y a la vez no quisiera conocer la respuesta, pero de lo que sí que estoy segura es de que no quiero conocerla así, en medio del jardín, y teniendo que asimilar lo que Donny me cuente mientras estoy manejando una caja registradora en Walmart. De todas maneras, él tiene otras cosas en la cabeza. Casi no puede hablar por la emoción, y al instante me doy cuenta de que esto va a seguir así una temporada más. Donny está más enamorado de la nave de Gort que de mí, al menos ahora mismo, y, al pensarlo, algo se rompe y paraliza en mi interior.

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A partir de entonces tuve la sensación de pasar más tiempo con Gort que con Donny. La mitad de los días solo veía a Donny en el desayuno; la otra mitad me lo cruzaba en el jardín cuando él regresaba de enredar en el platillo volante y yo iba a coger el coche para marcharme a mi turno en el Walmart.

Gort, por el contrario, siempre estaba allí. Por las mañanas mirábamos El precio justo y La ruleta de la fortuna. Por las noches, reposiciones de Ley y orden o The Big Bang Theory, mientras Gort picoteaba mantillo y bebía cerveza, y yo comía uno de mis platos light y luego me daba el capricho de un buen tazón de helado regado con sirope de chocolate. Ya sé que no tiene ni pies ni cabeza, pero no podía evitarlo. Nunca he podido. Y a veces me cruzaba a Donny en el jardín cuando me marchaba al trabajo, y a veces no.

Y charlábamos, Gort y yo. Chiii, chiii, decía él, y yo decía, «Dios, cómo me duelen los pies», y los sumergía un rato en agua caliente con sales Epsom. Luego me los notaba mejor, pero solo un poco. Siempre me duelen los pies. Probad a estar de pie delante de una caja registradora durante ocho horas seguidas a ver cómo acabáis de los pies. No es que me esté quejando. Tengo suerte de tener trabajo, y lo sé. Es un mero comentario.

O sonaba mi móvil y Gort profería un chirrido tras otro cuando yo no respondía. Yo siempre miraba el número de la pantalla y nunca era alguien con quien me apeteciese hablar. Yo no tenía amigas, y Donny… bueno, Donny antes solía llamarme en el descanso de la comida, pero ya casi nunca llamaba. La mayor parte de las veces era alguna de esas llamadas raras con el número oculto —gente que desea venderte algo o que respondas a una encuesta o lo que sea— y, en cualquier caso, yo no quería hablar con ellos.

Pero Gort prorrumpía en chirridos cada vez.

Así fue como terminé contándole que era el hospital quien solía llamarnos todo el tiempo, machacándonos con lo del dinero. Resultó que nos habían cobrado más de cien mil dólares por dejar morir a nuestro bebé. Al principio no les hice caso —¿de dónde iba a sacar ese dineral?—, pero a la postre enviaron a una persona a llamar a nuestra puerta, conque acordamos un plan de pagos extraordinario, y por eso el hospital se cobra cuarenta dólares de nuestra cuenta corriente al final de cada mes. Yo eché las cuentas una mañana y calculé que, para cuando hayamos terminado de pagar, Donny y yo andaremos cerca de los doscientos años, y eso sin contar los intereses.

Solo de contarlo empiezo a sollozar. No puedo evitarlo. Un chirrido de Gort, y yo digo: «No pasa nada. No te preocupes por mí», y cojo y apoyo la cabeza en su brazo. No sé por qué. No lo pienso. La apoyo sin más, como a veces hacemos las cosas.

Su mono plateado es más blando de lo que me esperaba, y lo noto fresco contra mi mejilla. Él no dice nada, así que me quedo recostada contra él y lloro. A lo mejor incluso echo una cabezadita, porque cuando me apoyo en Gort creo que estamos viendo Friends, el episodio en que Chandler se queda encerrado en un cajero con una supermodelo, y cuando abro los ojos están poniendo un capítulo de Seinfeld, ese en el que a Jerry le empiezan a llegar desde Japón cheques insignificantes por valor de doce céntimos y no sabe qué hacer con ellos.

Yo sí que sabría qué hacer con ellos. Los cobraría, hasta el último. Y solo de pensarlo rompo de nuevo en sollozos. Tengo la nariz llena de mocos y me cuesta respirar. «Vamos a apagar la tele un poco», digo, pero Gort sigue ahí sentado con la mirada clavada en la pantalla. Bebe un trago de cerveza. Al rato, aún enjuagándome las lágrimas, me levanto y me voy a la cama.

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Entonces, un día, yo estaba que me moría por salir, conque nos fuimos a ver una peliculilla de ciencia ficción. Era la misma tontería de siempre: alienígenas que invadían la Tierra porque querían nuestra agua, nuestras mujeres o lo que fuera. Yo me sentí avergonzada, porque Gort no se parecía para nada a esos extraterrestres. Y todavía más cuando tuvimos que cambiarnos a la última fila porque un ceporro que teníamos detrás no dejaba de quejarse de que el cerebro de Gort le tapaba y no veía.

Me sentí abochornada, que era una palabra típica de mi madre, así que es en ella en quien estoy pensando cuando paramos en McDonald’s para comer algo. Recojo un puñado de agujas de pino de debajo de los arbustos del exterior y se las sirvo a Gort en una servilleta, y yo me pido una hamburguesa doble con queso, patatas fritas grandes y una de esas caprichosas bebidas con café, aunque no puedo permitírmelo. Cuando me siento a comer, Gort me dirige un chirrido, y lo curioso es que todavía estoy pensando en mi madre y es justo sobre ella sobre quien me pregunta.

Así que empiezo a contarle lo cariñosa que ella siempre era conmigo. Porque lo era. Yo fui una de esas niñas de las que todo el mundo pasa, hasta el extremo de que ni siquiera se metían conmigo —y es mejor que te hagan la vida imposible a que ni siquiera se fijen en ti, ¿a que sí?—. Pero mi madre siempre me prometía que las cosas mejorarían para mí. Decía que yo era un patito feo, y que lo que tenían los patitos feos era que siempre se convierten en cisnes. Yo me permitía creer que a lo mejor ese sería también mi caso. Entonces mi madre murió y yo ya no pude continuar mintiéndome. La verdad era que yo no era para nada un patito feo. En realidad yo no era más que un marco, y lo que tienen los marcos es que la gente puede colgar en ellos cualquier fotografía vieja que se les antoje, y a partir de ese momento eso es lo que ven. Mi padre colgó la fotografía de mi madre en cuanto ella estuvo en el hoyo, y desde ese momento yo empecé a prepararle el almuerzo, cocinarle la cena y llevarle una cerveza cuando le apetecía una. Los profesores colgaron la de una chica vulgar con el cutis hecho una pena, que hacía equilibrios entre el sobrepeso y la obesidad; pero, como siempre se las apañaba para aprobar, no hacía el tonto en clase y no coqueteaba con las drogas, nunca perdían el tiempo mirándola dos veces. En cuanto a mis compañeros, bueno, para empezar ni se molestaron siquiera en colgar una fotografía. Para ellos yo no era más que un marco, una ventana, y cuando caminaban por los pasillos del instituto de Crittenden miraban por ella sin siquiera empañar el cristal.

Salvo Donny, digo, apartando mi bandeja a un lado; un chirrido de Gort y yo prosigo: «Donny sí que me vio de verdad, no sé si me explico», porque entonces yo creía que así era, apoyado en mi taquilla, charlando y mirándome a la cara, como si no le importase que estuviera gorda y tuviese la cara llena de granos. Él tampoco era nada del otro mundo —aunque fuera grande como el oso Yogui—, pero tenía amigos. Cualquiera que sea tan hábil con las manos como Donny tendrá amigos en los talleres de mecánica, ebanistería y demás clases así. Mientras que yo… yo estudiaba bachillerato, y la mayoría de los chicos de formación profesional solo salían con compañeras de sus cursos, pero aquí estaba Donny apoyado en mi taquilla. Un día me dice si le puedo ayudar con los deberes de Lengua —que están tirados, apenas hay que saber nada—, al día siguiente me invita al cine y, de pronto, me está pidiendo que sea su pareja en el baile de graduación, lo único es que no pudo ser, porque mi padre no estaba dispuesto a pagarme un vestido. Bah, ¿qué más da? Eso fue lo que dijo Donny cuando se enteró.

Y así fue como terminamos en el monte Horeb, aparcados detrás de una iglesia abandonada, desde donde se veía toda la ciudad, que desde allí arriba casi parece hermosa, como un puñado de estrellas fugaces destellando en el oscuro valle a tus pies. Donny se había agenciado una botella de Johnnie Walker y además tenía un paquete de seis latas de Sprite. Nos sentamos en la trasera de su camioneta y bebimos whisky y Sprite. ¿Verdad que era mejor que el baile de graduación?, dijo Donny. En el Elks Club habría un montonazo de gente y haría mucho calor, y en el fondo a nadie le apetecía ponerse esa ropa ridícula. ¿A que esto era mejor? Le di la razón, aunque lamenté en secreto que no iba a tener una foto de mi graduación que pudiese mirar en el futuro, ni tampoco ningún recuerdo, como una servilleta o un elegante vaso con la leyenda «Serenata nocturna» grabada, que era el tema de la fiesta de graduación de ese año.

Pero es cierto que allí arriba se estaba la mar de bien, con la brisa primaveral y el fresco olor a verde de los árboles, y a mí me gustaba el ardor del whisky entre todas esas burbujas. Así que me fui tomando un trago y luego otro y otro y de pronto estoy tumbada de espaldas en la caja de la camioneta de Donny con los vaqueros colgando de un tobillo y el sujetador hecho un rebullo en los hombros. Donny está sobándome un pecho y rebuscando con su cosa entre mis piernas hasta que por fin da con el lugar, empuja y me la mete bien dentro. A partir de ese momento, solo siento eso, eso y los salientes de la caja de la camioneta que se me clavan en la espalda. También huelo el penetrante aroma de su aftershave y, por encima de la curva de su hombro, vislumbro un océano de estrellas, porque el cielo está totalmente despejado. Dejo a mi imaginación remontarse hacia ellas, hasta que lo que Donny me está haciendo pasa a estar sucediendo a millones de kilómetros de distancia, y lo que yo estoy pensando en esos momentos es: ¿de veras vive alguien allí arriba, en todo ese cielo? Entonces Donny se relaja con un gruñidito y plaf, aquí estoy de vuelta en la camioneta, aporreándole la espalda y diciendo, «Déjame, Donny, ¡déjame!», hasta que por fin se aparta. Yo lloro un poco mientras me recompongo. Tengo el sujetador hecho un lío y noto ese líquido pringoso goteándome en las bragas.

Bla, bla, bla, ¿verdad?

Salvo porque a Gort no le cuento todo eso, por supuesto. Tampoco es que a él le haga falta una descripción pormenorizada. No. Lo dejo en la parte en la que estamos sentados en la trasera de la camioneta bebiendo whisky, aunque adelanto lo de haber estado mirando las estrellas. Lo que sí que hago es sonreír alegremente, terminar el café de cinco dólares y decir: «Sí, lo sé, incluso entonces yo ya estaba pensando en extraterrestres. Y me alegro, porque tú eres un buen amigo, Gort. De verdad».

Y lo es. Eso es lo que estoy pensando mientras tiro los desperdicios a la basura y coloco la bandeja en una balda del carrito. Así que levanto la mano, lo tomo del codo y salimos del McDonald’s juntos. Puede que la gente nos esté mirando —no se ve un extraterrestre así todos los días—, pero me trae sin cuidado. Me siento tan a gusto caminando del brazo de Gort… Es como si fuéramos los dueños del lugar.

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Así pasan un par de semanas, y entonces, una mañana, le digo a Donny, «Esta noche libro. ¿Por qué no vamos a Hooters a tomar unas alitas», porque la verdad es que lo echo de menos. Llevamos casados cinco años. Él es el único hombre con el que me he acostado y, aunque una persona no te guste demasiado, cuando es una parte tan importante de tu vida, dejar de verla es un poco como que te amputen una extremidad. Y aparte está lo del bebé, que fue algo curioso, porque nos separó y a la vez nos unió.

Así que la vacilación de Donny me hiere los sentimientos. Al momento me doy cuenta de que se debate entre seguir enredando en esa nave e ir a Hooters, y también me doy cuenta de que el dilema poco tiene que ver conmigo. En la cabeza de Donny todo se reduce a la nave frente a Star, y solo cuando insisto, «Venga, Donny, por favor», Star termina imponiéndose.

«Vale», accede, y cuando sale del trabajo regresa a toda prisa directamente a casa para asearse. Yo, por mi parte, me he puesto mis mejores vaqueros y una vaporosa blusa blanca que a Donny siempre le ha gustado. Gort lleva su mono, como todos los días. No parecía que la prenda necesitara lavarse, ni él tampoco. Para entonces llevaba con nosotros varias semanas y no olía a nada salvo a ese aroma seco y extraño, con un toque a mantillo y a Heineken. No era un olor desagradable, ni tampoco lo era el de Donny una vez se frotó y limpió toda la grasa, aunque se puso demasiado aftershave, como de costumbre, lo que me hizo acordarme de aquella noche en la trasera de su camioneta. Como me pasa siempre.

Fuimos en mi coche. A Hooters siempre vamos en mi coche, porque Donny bebe demasiado. El aparcamiento me trae a la memoria la mañana en que empezó todo esto, con esos rayos bíblicos que hendían el cielo y hacían que todo pareciera hermoso durante uno o dos minutos, hasta que la verdad se revelaba, y la verdad eran las colillas de un cenicero vaciado, un pañal sucio y un montón de gente incapaz de molestarse en devolver el carrito a su sitio.

Sin embargo, en la oscuridad neblinosa del mes de octubre, es posible fingir que, después de todo, en realidad las cosas no son tan feas. Puedes pasar por alto los carritos abandonados, y las luces brillan rodeadas por suaves halos amarillos, como ángeles. Incluso el ruido del tráfico que circula a toda velocidad por la carretera Hastings suena relajante, como el de un ventilador giratorio en un atardecer estival.

Es un día de labor, así que Hooters no está abarrotado, pero a pesar de ello nos toca esperar porque Donny insiste en sentarse en la zona atendida por Star. Ella se comporta como si llevase mil años sin vernos. «¿Dónde os habéis metido, chicos? ¡Os he echado en falta!», exclama. Es una rubia más bien alta, aunque el rubio es sobre todo de bote y esos «chicos» a los que se dirige es principalmente Donny, no yo. Es bastante espectacular, lo reconozco. Sus pantalones cortísimos tipo culote se adentran en la raja del trasero, y poco le falta para desbordar la camisetilla de Hooters cuando toma nota de la bebida —una jarra de Coors Light— y se marcha a por ella entre contoneos. A Donny los ojos a punto están de salírsele de las órbitas cuando regresa con un aperitivo gratis —pepinillos en vinagre fritos—, porque como hace tanto que no nos veía… Casi veo como se le cae la baba y, cuando Star nos trae las alitas y al dejarlas en la mesa le roza el hombro con la delantera, poco falta para que el humo le salga por las orejas.

Y así es más o menos como transcurre la velada. Gort se limita a beber cerveza, y Donny se centra en las alitas, haciendo pausas entre bocado y bocado para devorar con la vista a la camarera más cercana. En cuanto a mí, se me ha quitado el hambre. Tan solo como una o dos alitas, pero le pego a la Coors Light con ganas —terminamos despachando cuatro jarras— porque sé lo que tiene Donny en la agenda para esta noche y tengo que ir relajándome con vistas a ello.

Para cuando salimos tambaleándonos de Hooters, yo he bebido demasiado para conducir hasta casa. Donny tampoco es que esté en condiciones, y así es como termino en el asiento trasero mientras Gort se pone al volante. Le toca encogerse, hundir el cerebro entre los hombros, pero al menos está sobrio. Hasta donde yo veo, él siempre está sobrio, por mucha cerveza que se cuele por esa boquita sin labios. Sin embargo, como conductor no es gran cosa: le pega demasiado al acelerador y frena con excesiva brusquedad. Con tantas sacudidas a punto estoy de salir volando, menuda manera de conducir…

Y cuando llegamos es lo de siempre: Chatarra está aullando debajo de la casa y, una vez dentro, Bicho Uno y Bicho Dos se nos meten entre las piernas mientras nos abrimos paso. A continuación se producen algunas situaciones cómicas. Tan solo recuerdo imágenes sueltas, que es lo que pasa cuando has bebido demasiado. Donny propone uno de esos juegos en los que el que pierde paga la prenda bebiendo, y los tres nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, cada uno con una cerveza delante, y vamos arrojando una moneda sobre la mesa tratando de que al rebotar se introduzca en el vaso vacío situado en el centro. A mí este juego nunca se me ha dado bien, pero Donny es todo un maestro en el arte de introducir la moneda en el vaso. Y cuando gana siempre elige que sea yo quien beba. Gort no es demasiado bueno, aunque, total, tampoco parece pillar el juego y se toma un trago pase lo que pase. Yo abro el turno y siempre fallo, y así seguimos, ronda tras ronda, hasta que acabo al borde de las náuseas con tanta cerveza.

Y luego ponemos una tabarra de música de un grupo de death-metal que a Donny le gusta y bailamos, y Donny y yo nos partimos de risa porque Gort también empieza a mover el esqueleto. Al menos está de pie, sacudiendo su cerebro gigantesco, moviendo rígidamente los brazos y chasqueando las pinzas, como en ese baile robótico de hace años, seguro que sabéis cuál digo.

Luego, quién sabe cuánto tiempo después, los tres estamos sentados juntos frente a la televisión atiborrándonos de comida. Yo estoy zampándome una tarrina de medio litro de Boom Chocolatta, y Donny tiene otra, también de su sabor favorito, que es caramelo salado. Y el mantillo es incluso reciente. Yo me había acercado hasta el departamento de jardinería, que en esta época del año apenas vende nada, y había pillado las dos últimas bolsas. Se las veía un tanto abandonadas, y pensé que a lo mejor se habían secado, pero las compré de todos modos.

—A estas alturas de otoño ya es un poco tarde para enjardinar —comentó Margo mientras me cobraba—. ¿Para qué quieres esas bolsas?

—Por tenerlas —dije.

Y ahora me alegro de haberlas comprado, porque, recién abierta la bolsa, el mantillo está húmedo y en su punto, y Gort está zampándoselo con ganas. El momento sería perfecto de no ser porque yo ando un poco mareada y Donny ha puesto una de esas pelis para adultos que pasan de madrugada, ya sabéis cuáles. Esta se llama Buenorras y marcianas, y me parece que puede hacer sentir incómodo a Gort, porque es otro de esos films de invasiones extraterrestres. Al menos a mí sí que me hace sentir incómoda, pero Donny es Donny y frente a eso poco puedes hacer.

Y entonces —no recuerdo haberle deseado buenas noches a Gort—, Donny y yo estamos en la cama.

Estoy tan borracha que consigo dejarme llevar lo suficiente para disfrutarlo. Pero incluso entonces la verdad sigue estando en el fondo de mi mente, y la verdad es que también para Donny no soy más que una fotografía en un marco, y generalmente una fotografía de Star: Star con sus pantaloncitos cortos (o sin ellos) y su minúscula camisetilla con el maldito búho del logo de Hooters.

Cuando acabamos me quedo un buen rato tumbada en la oscuridad sin poder conciliar el sueño. A la postre empiezo a pensar en Gort y en las pérdidas que es posible que haya sufrido. Al cabo ya no puedo contenerme. Hay cosas que tienes que saber aunque no desees saberlas.

—Donny —digo. Él gruñe y se da media vuelta. Yo le clavo un dedo—. Donny.

—Déjame en paz, Ruth. Estoy tratando de dormir.

—Es sobre la nave de Gort.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Encontraste…? —Titubeo, pero luego ya no puedo contenerme y pregunto—: ¿Encontraste Gorts muertos dentro de la nave?

Donny se queda en silencio tanto tiempo que se me pasa por la cabeza que a lo mejor se ha dormido otra vez. Por una parte, me siento aliviada, como si fuera mejor no saberlo. Pero resulta que solo está pensando, porque a la postre dice, con una voz que de pronto suena totalmente despierta y sobria:

—No. Ahí dentro no hay nada de nada, Ruth. —Y por cómo lo dice sé que está mintiendo.

Sin embargo, opto por no insistir. Hay cosas en las que uno prefiere no pensar.

—Ya casi he terminado de arreglarla. Me faltan uno o dos días. A lo mejor una semana. Pero quiero que estés preparada.

—Sí, claro. Él no es una mascota, Donny. Tan solo lo estamos alojando unos días.

—Bien. Solo quiero que estés preparada.

—Lo estoy —aseguro.

Pero la verdad es que no lo estaba. La perspectiva de su marcha me entristeció horrores, aparte de despejarme un poco la cabeza. No me había dado cuenta de cómo me había encariñado con Gort y de cuánto iba a sentir su partida. Pensé en ello un buen rato y aún seguía pensando en ello cuando me quedé dormida.

Tuve un sueño raro sobre el platillo volante. En el sueño, ya estaba totalmente reparado, tal como Donny había dicho, pero yo estaba dentro. Desde el interior era como mirar a través de una cúpula de cristal, con tan solo la negrura del espacio a nuestro alrededor, y nosotros estábamos allí envueltos en la oscuridad, sin hablar, Gort y yo, mientras las estrellas se deslizaban a nuestra derecha e izquierda. Yo estaba pensando en toda esa tranquilidad y silencio cuando me desperté con dolor de cabeza por culpa de toda esa cerveza.

Son más de las cuatro. Salgo a rastras de la cama para tomarme un paracetamol y un vaso de agua y, cuando entro en la sala de estar, Gort no está allí. Y Gort siempre, siempre está allí. No duerme —no hace gran cosa aparte de mirar la tele y beber cerveza—, pero míralo, se ha marchado, dejando la televisión destellando en silencio en la oscuridad. Están poniendo un anuncio de una crema reafirmante para glúteos, que se llama Lifting Brasileño, y que promete un trasero de supermodelo. A lo mejor Star la ha utilizado.

Eso es lo que estoy pensando cuando observo que la puerta del dormitorio del pasillo está abierta, la del cuarto al que le dije que no entrase. Siento como si me estrujaran el corazón y de pronto ya no estoy pensando en que me muero de sed ni en mi terrible dolor de cabeza. De pronto estoy plantada en la puerta sin siquiera saber cómo he llegado allí. A ver, sé que he ido andando, pero no lo recuerdo en absoluto. Simplemente estoy allí. La habitación está iluminada con la luz un tanto fantasmagórica de la televisión, pero me obligo a no ver nada salvo a Gort, que está de pie en mitad del cuarto, con la mirada clavada en el ventanuco.

—Gort.

Él me responde con un chirrido, pero no se vuelve a mirarme. Tan solo se queda allí plantado.

Entonces es cuando yo entro en el cuarto, pero sigo evitando fijarme en nada.

—Vamos —digo tirándole de la manga del mono—. No quiero que estés aquí. No me gusta que nadie entre aquí.

Lo agarro de una de las pinzas —es dura al tacto, no se hunde ni un milímetro— y lo persuado para que salga al pasillo. Lo llevo al sofá y nos sentamos juntos a la luz de la televisión, y de pronto estoy sollozando. Tengo la impresión de que lo único que ya hago es llorar. Gort me dirige un chirrido. ¿Qué pasa?, dice, y yo digo, «Estoy bien. No te preocupes por mí». Gort me responde con otro chirrido y luego guarda silencio mientras yo me deshago en lágrimas. Después nos quedamos sentados y miramos la tele, hasta que el publirreportaje de la crema da paso a otro de Burbujas Calientes, que son jacuzzis para exteriores. Para cuando vuelvo a entrar sigilosamente en mi dormitorio y me meto en la cama junto a Donny, los primeros indicios del amanecer ya se están colando alrededor de las cortinas.

Donny está tumbado de espaldas, con sus ronquidos haciendo temblar la casa. Yo tardo un buen rato en volver a quedarme dormida y, cuando por fin logré conciliar el sueño, al momento me sumí de nuevo en esos sueños disparatados.

En uno de ellos, Gort estaba acariciándome la cara —su pinza era suave y cálida, como de cuero viejo, lo recuerdo como si hubiese sido ayer mismo—, y en otro estaba sentado al pie de mi cama, chirriando, pero cuando me desperté resultó ser Bicho Dos, que estaba ronroneando a mis pies. Donny ya se había ido al trabajo —tuvo el detalle de no despertarme después de esa noche tan larga—, y lo primero que pensé fue que Gort se marcharía pronto, y me sentí tan triste que rompí a llorar de nuevo.

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Lo primero que veo cuando me tranquilizo y salgo del dormitorio es a Gort, repantigado tranquilamente en el sofá, bebiendo una lata de cerveza y mirando un programa de entrevistas. Lo segundo que veo es la puerta al fondo del pasillo. Sigue estando abierta, y lo que me viene a la cabeza es aquella vieja historia que me contaron en el colegio, la de la habitación prohibida y el secreto oculto tras la puerta. Y todas esas esposas muertas.

A lo que voy: hay puertas que deberían mantenerse cerradas. Y esta es una de esas puertas, pero está abierta de par en par, y yo no puedo enfrentarme a ella, no con la resaca que me está empezando, no con Gort hablándome a chirridos.

«Buenos días», digo, y si me muestro un tanto cortante con él se debe a que estoy tratando de no enfadarme porque entró en el cuarto habiéndole dicho que no lo hiciese. Al fin y al cabo, es un invitado. Pero ahora voy a tener que ir hasta allí y cerrar la puerta yo misma. Me siento como el niño de El resplandor, tentado a avanzar por el pasillo hasta la habitación 217, o la que sea, esa misma sensación de terror que te empuja hacia delante, a la que no puedes resistirte, por mucho que lo intentes. Ese niño tenía que abrir la puerta, no tenía elección. Mientras que yo… yo tengo que cerrar esta, porque Gort la abrió y, cuando anoche lo persuadí para que saliera al pasillo, me olvidé tontamente de cerrarla. No quiero ver qué hay dentro de la habitación, pero heme aquí.

Heme aquí y, cuando alargo la mano para cerrar la puerta, la habitación está bañada por esa luz dorada de última hora de la mañana, que se filtra a través del estor que cubre el ventanuco. Y veo el cuarto, no puedo evitarlo. Todos los días y todas las noches lo veo en mi imaginación. Pero te puedes mantener ocupada, puedes mirar reality shows, comer helado o leer esas revistas del corazón que rebajan en el Walmart cuando ya se han pasado —quién tiene el mejor tipo en bañador y quién no, quién se ha juntado con quién y quién no, quién está en rehabilitación y quién ha dejado de beber—. Lo importante es que hay montones y montones de cosas, de cosas así. De modo que, salvo cuando estás mirando realmente lo que hay en una habitación, cuando solo está en tu cabeza, puedes relegarlo a un lado y fingir que no está ahí. Puedes ahogarlo con ruido. Yo lo sabía porque llevo años haciéndolo. Pero plantada en el umbral no puedo relegarlo a un lado. No puedo ahogarlo con ruido, no puedo hacer nada salvo verlo. Y lo que veo es… lo que veo es una habitación rosa. Las paredes son de un rosa clarísimo, y todo lo que hay entre esas cuatro paredes es rosa y azul celeste. La cuna, el tocador y el cambiador de pañales (que Donny encontró en un mercadillo de segunda mano y repintó él mismo), todo tiene estas tonalidades rosa y azul celeste perfectas. Por no mencionar el juego de sabanita y edredón con pingüinos, que sentí la necesidad imperiosa de comprar en cuanto lo vi en Babies ‘R’ Us. El móvil con pingüinos a juego —los animales lucen esmoquin azul pastel y pajarita rosa— y, en la parte superior de la pared, una cenefa que rodea toda la habitación, con más pingüinos desfilando con más esmóquines azul pastel y pequeñas pajaritas rosa; pero lo que tiene es que es un cuarto lleno de cosas auténticas. Es como si ni siquiera formara parte de una destartalada casa rodante que no consigues que el casero arregle y que has amueblado con una tele de alquiler y un montón de trastos que tu marido ha recogido de aceras de barrios pijos. No. Es una habitación perfecta, el centro de nuestra casa soñada perfecta y de nuestra vida soñada perfecta, en la que Donny se ha sacado el título de mecánico y yo soy higienista dental o algo por el estilo, y, sobre todo, tenemos esta niñita perfecta, y todas las noches me siento en la mecedora del rincón y la acuno hasta que se duerme en este cuartito rosa perfecto.

Supongo que ya lo sabíais todos. No hay que ser Sigmund Freud para imaginárselo. Pero esa vida soñada no es la mía. Y por eso me dejo deslizar hasta el suelo justo donde estoy. Lloraría, pero ya he agotado las lágrimas. Ya llevo llorando toda esta historia y no puedo llorar más. Estoy vacía. Un chirrido de Gort. Levanto la cabeza y allí está él, en el pasillo, mirándome desde lo alto con sus enormes ojos saltones.

—Estoy bien —digo—. No te preocupes por mí.

La niña se llamaba Alice.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Cuando Gort responde con un chirrido me doy cuenta de que debo de haberlo dicho en voz alta, así que digo:

—Habría sido mejor no haberle puesto nombre. Creo que desde el principio supe que ella no llegaría a venir a casa con nosotros. Era una cosita tan diminuta y se había adelantado tanto que ni siquiera me permitieron cogerla en brazos. Creo que de eso es de lo que más veces me acuerdo, de eso y de estar de pie en el exterior del nido mirándola a través del cristal, con cables por todas partes que la conectaban a mil máquinas y un tubo que bajaba por su garganta minúscula, y entonces la línea del monitor cardiaco se aplanó. Yo estaba allí mismo cuando sucedió, junto a la cristalera. Empecé a chillar y a golpear el ventanal hasta que alguien corrió bruscamente una cortina, aunque para entonces ya había tantos médicos y enfermeros arremolinados a su alrededor que de todas maneras yo tampoco veía nada.

Chirrido de Gort, y yo digo:

—Después de eso no recuerdo gran cosa. Donny dice que alguien me puso una inyección. Lo único que sé es que al despertar estoy en mi habitación, con Donny sentado en una silla junto a la cama, totalmente encorvado, como si alguien le acabara de pegar un puñetazo en el estómago, y yo lo sé por la postura de sus hombros, sin necesidad de preguntar. Pero a pesar de ello no puedo contenerme.

Hay cosas que tienes que saber aunque no desees saberlas, o incluso aunque ya las sepas.

Lo que digo es, «Donny», y él levanta la cabeza y me mira. Está pálido y se limita a negar con la cabeza, tras lo cual yo lloré un poco. Él también, pero si le preguntáis dirá que no, y, dos días después, cuando celebramos un pequeño funeral por la niña, no parecía quedarle ninguna lágrima dentro. Algo se había cerrado en su interior, como las flores que se cierran por la noche, pero en su caso jamás se abrió de nuevo y la luz del día no llegó a regresar del todo, se quedó en un mustio amanecer eterno del color de la leche cortada. En una de esas mañanas en las que uno no deja de desear que suceda algo, que el sol asome entre las nubes o que a lo mejor acabe diluviando, pero en las que nunca pasa nada. El amanecer tan solo se prolonga sin fin.

Chirrido de Gort, y yo digo:

—Si hubiera sabido que todo iba a acabar así, para empezar jamás me hubiera quedado embarazada.

Chirrido de Gort, y yo digo:

—Yo quería seguir con él, supongo. Creía que él sí que me veía de verdad, no sé si me entiendes. Mi madre estaba muerta y mi padre… él había colgado una fotografía delante de mi cara, que en realidad no era yo, y mis profesores también habían colgado otra. Pero Donny… él sí que me veía a mí. Tardé en darme cuenta de que él tenía sus propias fotografías, y yo no era un patito feo sino solo un marco y siempre lo sería.

Chirrido de Gort, pero yo ya no tengo nada más que decir. Me quedo sentada donde estoy con la espalda apoyada en la pared de la habitación de la niña. Huele a polvo y abandono. Y entonces rompo a llorar. Resulta que, después de todo, aún no se me han agotado las lágrimas.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Y así es más o menos como esta historia llega a su fin, salvo por un último capítulo. Los tres seguimos viviendo de la misma manera unos cuantos días más. Lo de costumbre: cerveza, mantillo, cenas precocinadas delante de la tele, y El precio justo por las mañanas y Ley y orden por la noche. Gort y yo hablábamos. Chirrido y bla, bla, bla, chirrido y bla, bla, bla, así todo el día.

Entonces Donny llega a casa una noche y, cuando nos cruzamos en el jardín, él dice, «Creo que ya está, Ruthie».

Y así es como acabé llamando al trabajo para decir que estaba enferma y los tres nos largamos a la antigua plantación de Jim Hastings en plena noche. Divisamos la nave bastante antes de llegar, el centelleo de las luces se vislumbraba por los resquicios entre los pinos. Entonces salimos al claro y casi se me corta la respiración. Era como esos platillos volantes de toda la vida, lleno de luces, pero más grande de lo que jamás hubieseis creído que pudieran ser, y se le notaba que estaba deseando largarse de la Tierra y enfilar a toda mecha hacia las estrellas. Los colores se iban alternando a lo largo de su contorno: azul, luego verde y luego rojo, y luego la secuencia empezaba de nuevo. Flotaba a algo más de un metro del suelo, sobre una columna de luz blanca, y de él salía una rampa por la que se podía subir para entrar. También emitía una especie de zumbido, aunque en realidad no lo oías. Era un zumbido que se sentía en los huesos. Nos quedamos allí de pie un buen rato, contemplándolo, rodeados por los negros pinos, con el inmenso cielo nocturno sobre nuestra cabeza y la luna llena derramando su luz. Yo solo pensaba en que Gort no tardaría en estar atravesando como una exhalación toda esa oscuridad de allá arriba. Y me acordé de mi sueño.

A lo mejor, desde dentro, la nave sí que sería transparente como el cristal, y te podrías sentar a gozar de la tranquilidad y el silencio y a contemplar las estrellas deslizándose a tu lado.

Entonces Donny soltó una risita.

—¿A que es una pasada?

Sí que lo era. Era algo digno de verse. Donny había conseguido que la nave espacial funcionase de maravilla. De pronto se pone serio, se vuelve hacia Gort y le dice:

—Es posible que no responda bien del todo. He tenido que improvisar bastante. Tuve problemas para conseguir repuestos, así que es mejor que al principio te lo tomes con calma.

Gort emite un chirrido. Donny le ofrece la mano, pero Gort se queda allí plantado, con las pinzas colgando a los costados, y cuando yo me acerco para darle un abrazo es lo mismo. Apoyo la cabeza contra el mono e inhalo su olor seco y extraño.

—Te voy a echar de menos, Gort —digo. Y durante todo el tiempo él se limita a estar de pie ahí. Cuando al fin me aparto, nos mira unos instantes, con sus grandes ojos saltones brillantes a la luz de la luna. Un último chirrido y luego se vuelve y empieza a subir por la rampa. Me siento tan triste que algo se rompe en mi interior y, para cuando me doy cuenta, yo misma estoy a mitad de la rampa, gritando—: Gort, Gort…

Él se gira para mirarme, y aquí estoy yo, con Gort por encima de mí y Donny abajo, mirando desde la base de la rampa. Yo no sé lo que voy a decir hasta que lo digo. Y lo que digo es:

—Me voy con él.

—Pero Ruth, es un alienígena.

Ya me he acostumbrado, quiero decir, pero me lo callo. No quiero lastimar los sentimientos de Donny más de lo imprescindible. Y entonces sucede algo extrañísimo: Donny Sheldon rompe a llorar. Es como si se hubiera abierto una presa, todas esas lágrimas, la manera en que brotan. Es como si yo estuviera vislumbrando a un hombre por completo distinto. En ese instante me di cuenta de cuántos Donnys había conocido desde el día en que apareció junto a mi taquilla en el instituto. Algunos eran bastante desagradables, como el que me había desflorado en la trasera de su vieja camioneta; algunos tenían talento, como el Donny que había reparado el platillo volante de Gort, y algunos eran generosos, como el Donny que había dejado el instituto para ponerse a trabajar a tiempo completo y poder cuidar de Alice y de mí. Algunos eran cariñosos, y yo nunca me había molestado en ver a ninguno de esos Donnys. En lugar de eso había colgado una fotografía sobre su rostro y jamás me había tomado la molestia de retirarla y contemplar el desconsolado hombre de detrás, que evitaba tanto como yo abrir la puerta del cuarto de Alice. Y Gort la había abierto de golpe para ambos.

Me volví hacia lo alto de la rampa para mirar a Gort. La refulgente puerta de la nave espacial estaba vacía. Y él había desaparecido. Mejor dicho, la criatura alienígena había desaparecido, porque la verdad era que yo jamás supe realmente si Gort era un él, una ella o algo por completo distinto. No obstante, la puerta de su nave continuaba abierta y no había nada que me impidiese subir la rampa, entrar y alejarme volando hacia las estrellas.

Pero, en lugar de eso, bajé y abracé a Donny. Algunas cosas tendrían que cambiar, por supuesto. Para empezar, las noches que saliéramos iríamos al Foster’s Hollywood, y Donny iba a tener que acostumbrarse a verme con la luz encendida. Y yo, por mi parte, también iba a tener que cambiar unas cuantas cosas.

Eso es lo que estaba pensando cuando la rampa del platillo volante de Gort se replegó en el interior y la puerta se deslizó y cerró. La nave permaneció allí durante un minuto y luego se elevó en línea recta sobre la columna de luz, hasta quedar flotando por encima de los árboles. Los colores de su contorno ganaron velocidad, hasta difuminarse en una franja lumínica, y entonces salió disparada por encima del bosque y desapareció. Allí solo quedamos Donny y yo.

Donny se serenó al cabo de un rato.

—Qué frío hace aquí fuera —dice.

—Y tanto —digo yo.

Así que echamos a andar por el bosque. Fuimos de la mano un trecho, pero el camino era difícil y no tardamos en volver a ir cada uno por nuestro lado. Sin embargo, las cosas han mejorado desde entonces. La mitad de las veces ya no apagamos la luz y, cuando nos las apañamos para salir una noche, solemos ir al Foster’s Hollywood. Donny se sacó el título y ha empezado a ir a clases de formación profesional de grado superior. Luego me tocará a mí. Creo que higienista dental puede ser la mejor opción, al menos para empezar.

Sin embargo, yo aún pienso en Gort. Lo echo de menos, aunque ahora sé que no era más que un alienígena, por mucho que yo deseara creer otra cosa. A veces me pregunto si no es casi como si todos fuéramos alienígenas, perfectos desconocidos para los que nos rodean, con nuestra costumbre de colgar fotos en marcos vacíos para ver lo que deseamos ver. Pero también sé que a veces retiramos las fotografías, aunque solo sea durante un minuto o una hora y, durante ese lapso fugaz, amo a Donny por lo que es, un poco o un mucho, y a veces él también me ama. A lo mejor eso es todo lo que podemos llegar a tener, lo más a lo que podemos aspirar. A lo mejor es suficiente.

Copyright © 2016 Dale Bailey

De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi

Traducido del inglés por Marcheto

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10 respuestas a Me casé con un monstruo del espacio exterior, de Dale Bailey – Especial Cuentos de película IV

  1. Pilar Romero dijo:

    Muchas gracias.Felicidades

  2. patroclo58 dijo:

    Muchas gracias por esta y todas las publicaciones anteriores.
    Con tu trabajo (que lo es) haces del ciberespacio un lugar mejor.
    ¡Felicies Fiestas!

    • marcheto dijo:

      Gracias a ti por tus palabras. Trataré de seguir poniendo mi granito de arena durante 2022 para que efectivamente el ciberespacio sea cada vez un lugar mejor. Felices Navidades también para ti, y que Papa Noel y los Reyes te traigan muchos libros y muy buenos.

  3. Malaptaa dijo:

    Ha sido mi última lectura del año, y ha puesto el listón muy alto para el que viene. Gran elección de relato y estupenda traducción.
    Gracias por otro año más de relatos y que tengas un muy feliz 2022.

    • marcheto dijo:

      Muchas gracias a ti por seguir leyendo estos cuentos después de tantos años. Me alegro un montón de que esta historia te haya ayudado a cerrar bien este nefasto 2021. Y espero no defraudarte con mis elecciones del 2022. Un muy feliz año también para ti.

  4. Jesús dijo:

    Este relato me ha encantado. Qué buena narración y qué buen final. Muchas gracias.

  5. Pingback: Finalistas de los Premios Ignotus y Matilde Horne 2022 – ConsuLeo

  6. ruizandorra dijo:

    Muchas gracias por permitirnos leer este excelente cuento.

    • marcheto dijo:

      Me alegro mucho de que este cuento esté encontrando sus lectores también en español, como demuestra su nominación a los premios Ignotus, que para mí fue una sorpresa agradabilísima. Gracias por leerlo y comentar.

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