Jeffrey Ford es un veterano y prestigioso escritor estadounidense bien conocido por los seguidores de Cuentos para Algernon, y no solo porque a lo largo de sus más de treinta años de carrera ha publicado once novelas, ocho colecciones de cuentos y más de cien relatos, con los que ha ganado algunos de los galardones más destacados del género (y varias veces, puesto que, entre otros, acumula del orden de siete premios Mundiales de Fantasía y cuatro Shirley Jackson Awards), sino porque esta es la tercera obra de este autor que tenemos el honor de publicar en el blog, tras Radiante mañana y El peso de las palabras.
Exoesqueletópolis (Exo-Skeleton Town) apareció en el primer número de la revista Black Gate, allá por 2001, y posteriormente se ha incluido en diversas colecciones y antologías. Cabe destacar que su traducción al francés ganó en 2006 el premio Grand Prix de l’Imaginaire (concedido por un jurado a las mejores obras del género fantástico publicadas en Francia) en la categoría de Mejor Relato Extranjero.
Con esta tercera entrega de nuestro especial Cuentos de película nos adentramos en el futuro y viajamos a otro planeta gracias a una historia de ciencia ficción cuyo argumento está levemente inspirado en Los papeles de Aspern, de Henry James, y que, en cierto modo, tiene por protagonista a una de las grandes estrellas de la época dorada de Hollywood. El propio autor ha comentado que es muy posible que a los lectores más jóvenes no les suenen muchos de los actores y películas que se mencionan, pero no es algo que le preocupe, sino que incluso se le ha pasado por la cabeza que esa falta de referencias pueda conseguir que el relato resulte incluso más interesante. De todas maneras, mi recomendación personal es que, si alguien no ha visto El tercer hombre o La sombra de una duda, les dé una oportunidad ya sea antes o después de leer el cuento. No porque sea imprescindible para disfrutar de su lectura —que en absoluto lo es—, sino simplemente porque son dos películas estupendas. Y, por supuesto, no dejéis de leer la nota del propio Jeffrey que acompaña al cuento, donde explica algunas otras curiosidades sobre el mismo.
Por último, quiero expresar una vez más mi tremendo agradecimiento a Jeffrey Ford, porque, desde que ya hace más de ocho años me autorizó a publicar Radiante mañana, en todo momento se ha mostrado de lo más receptivo a todas mis peticiones y ha hecho gala de una excepcional amabilidad, gracias a la que hoy podemos disfrutar de este nuevo relato suyo. Thanks a million, Jeffrey!
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Exoesqueletópolis
Jeffrey Ford
Cuando hace una hora salí del fumadero de Spid, vi a Clark Gable pillando un par de boñigas a un pulgón que lo doblaba en tamaño. A plena luz de la noche. Gable debería haber sabido que era una locura, pero, a tenor del estado de su atavío y de lo aplastado que tenía el rizo, era adicto a la soledad. Podía haberle advertido pero, ¡qué coño!, habría terminado arrastrándome al fondo con él. En lugar de eso, retrocedí hasta las sombras de la callejuela y esperé la aparición de la Brigada de Escarabajos. Observé cómo Gable exhibía su pícara sonrisa pero, francamente, Escarlata, a aquel pulgón le importaba un bledo. Cuando dejó de lado el encanto de las películas viejas y en su lugar exhibió el dinero, el bicho le entregó dos preciosos glóbulos que exudaban brillantes gotas plateadas de fresencia. El amor flotaba en el aire.
Entonces descendieron, irisados bajo la luz mortecina de las farolas, volando en círculos como una bandada de gansos terrestres aterrizando en una laguna. Los escarabajos siempre tenían ganas de acción y existía una directiva que les permitía matar primero y preguntar después. Al pulgón se limitaron a apalearlo hasta convertirlo en una tortita bañada en sirope verde, pero lo de Gable era otra historia. Al tratarse de un humano, le dispararon una vez con una pistola de dardos; cuando el proyectil atravesó la exopiel, el verdadero cuerpo fue succionado por el orificio con un frrrajjjj bastante desagradable y acto seguido se licuó en la calle. Recuperaron las boñigas y afanaron la exopiel; las moscardas se abatieron en picado dispuestas a darse un festín y, veinte minutos más tarde, ya no quedaba nada salvo medio bigote y una moneda de vidrio que alcanzaba para tres caladas en el fumadero de Spid. Crucé la calle, recogí la moneda y regresé al que era mi hogar en el quinto pino del culo del mundo de mi verdadero hogar.
Esta es Exoesqueletópolis, la capital de las cagarrutas de todo el universo, donde el sol nunca brilla y los bichos truecan su riqueza excrementicia a cambio de películas terrestres de casi dos siglos de antigüedad. En Exoesqueletópolis tienen un eslogan sobre este comercio: «Si no lo vendes lo hueles», dicen los lugareños. La presión atmosférica es muy alta y todo se mueve a cámara lenta.
Los primeros terrícolas que aterrizaron en este planeta dos décadas atrás iban ataviados con exotrajes voluminosos a fin de resistir la presión. Cuando se encontraron con los bichos y, gracias al traductor universal, descubrieron que estos insectos bien trajeados eran inteligentes, se llevaron una auténtica sorpresa. Yo los llamo escarabajos, pulgones, etcétera, pero en realidad no lo son. Estos términos son solo para que os hagáis una idea de su aspecto. Los hay de una gran variedad de tamaños, algunos mucho mayores que los humanos. Son una raza un tanto rudimentaria y austera, pero saben lo que quieren, y lo que quieren es más y más películas terrícolas del siglo XX.
En un intento por mostrarles diversos aspectos de nuestra cultura, uno de los miembros de la primera tripulación terrestre, aficionado a las películas viejas, les proyectó Casablanca. No tengo ni la más remota idea de qué es lo que atrajo a estos bichos de esa historia tan sosa con canciones al piano, gente ataviada con fez y una mujer gimoteante, pero, en cuanto la peli terminó y se encendieron las luces, el alcalde de la ciudad, un enorme espécimen tullido con pinta de pulga llamado Stootladdle, ofreció entregarles algo de inmenso valor a cambio de la cinta y la máquina con la que la habían proyectado.
Con la intención de que las relaciones fueran lo más distendidas posibles, el capitán de la nave accedió de buen grado. Stootladdle pidió a sus subalternos que trajeran la fresencia y ellos así lo hicieron. En una caja de cera de abeja. Entonces el alcalde abrió la tapa con tres de sus cuatro manos y mostró cinco rezumantes boñigas de insecto grandes como albóndigas de buen tamaño. El capitán tuvo que ajustarse el casco del exotraje para poder examinarlas de más cerca, al no dar crédito a sus ojos en un principio. «No faltaría más», dijo por el bien de la diplomacia, y obligó al oficial de derrota, el cinéfilo, a entregar el cartucho de Casablanca y el proyector. El oficial, con la mejor intención del mundo, también le proporcionó al alcalde una copia de Ben Hur y otra de Ciudadano Kane. Cuando, mediante el traductor, el capitán preguntó a Stootladdle por qué le gustaba el film, la descomunal pulga mencionó los ojos de Peter Lorre. Los terrícolas rieron pero el alcalde guardó silencio. Entonces el capitán quiso saber qué se suponía que tenían que hacer con la fresencia; la respuesta fue un zumbido entrecortado: «Comerla». Y así comenzó una de las primeras relaciones comerciales intergalácticas.
Sé que suena como si nosotros, los humanos, nos hubiésemos llevado la peor parte en este trato, pero, cuando la nave regresó a la Tierra y los científicos analizaron la fresencia, resultó ser un afrodisiaco increíblemente potente. Un par de granos de una de esas esferas en una copa de vino y el consumidor estaría lanza en ristre y entregado por completo durante medio día. Los primeros sujetos con los que se experimentó notificaron unas dotes amatorias increíbles. Aquellos cinco glóbulos originales desaparecieron más deprisa que una bandeja de bocaditos de nata de la despensa de un glotón, y ninguno llegó siquiera a salir del laboratorio. Así que enviaron otra nave con Los caballeros las prefieren rubias, Perdición y Lo que el viento se llevó. Diez pelotas de excrementos regresaron a la velocidad de la luz y el folleteo comenzó en serio.
Este comercio floreció durante las siguientes dos décadas, pero para entonces ya se habían intercambiado todas las películas que habíamos conseguido encontrar. Algunas empresas privadas empezaron a producir auténticos clásicos en blanco y negro, resucitando los personajes de las cintas viejas, alimentando con ellos un ordenador cuántico y poniéndolos en nuevas situaciones. Los bichos empezaron a desconfiar ya con las primeras hornadas de estos films, sobre todo a raíz de uno titulado Soñamos, con Bogart, Orson Welles, Trevor Howard, Carmen Miranda y Veronica Lake. Iba de un pentágono amoroso durante la ocupación nazi de Brooklyn. Al final de la película, Welles estalla por los aires, Trevor Howard envenena a Bogart y, a continuación, muere asesinado de un tiro por Carmen Miranda, que se fuga con Veronica Lake. La película tenía un problema: era la hostia de buena. Le faltaba eso que los antiguos llamaban aroma a serie B.
Para solventar este escollo, los expertos produjeron un lote de auténtica basura, protagonizada por actores como Mickey Rooney, Broderick Crawford y Jane Withers. Hay una cinta en concreto, El diablo muerde el polvo, a la que se le atribuye el mérito de haber salvado el valioso comercio de boñigas. La he visto y es terrible. Broderick Crawford hace de cura católico irlandés, Jane Withers es el fantasma de la Virgen María y Mickey Rooney interpreta a un bufonesco camarero chino a la manera racista de los viejos tiempos, con cinta adhesiva alrededor de los ojos. Yo siempre he dicho que me gustaría estrecharle la mano al taimado cabronazo que hizo esta.
En cualquier caso, mientras las naves seguían yendo y viniendo para intercambiar películas falsas, en la Tierra se mejoraron técnicamente los exotrajes que los humanos tenían que llevar en Bicholandia. Los cerebritos de la Sociedad Quigley inventaron un traje de dos moléculas de grosor que se adhería al cuerpo como una segunda piel. Todo lo necesario se redujo a dimensiones nanométricas y se incluyó en el propio traje, que se encargaba de respirar por ti, comer por ti, ver por ti y escuchar por ti con el traductor que llevaba incorporado. La única tarea necesaria era vaciar el colector dos veces al día a través de una espita circular de siete centímetros situada en la zona de la ingle. El artilugio donde la vaciabas incluía una cámara de vacío, de manera que el tremendo peso de la atmósfera no te aplastara durante el instante en que abrías el colector. Esta nueva aleación utilizada por los diseñadores era tan flexible y resistente que podía aguantar la presión sin grandes problemas.
La primera de estas exopieles, que así era como las llamaban, devolvió a los comerciantes terrestres su forma humana, de manera que pasaron a tener rostro, ojos, sonrisa, cabello y color de piel, todos ellos falsos. En principio, las exopieles se fabricaban de manera que se asemejaran a las personas embutidas en ellas, pero entonces algún director de marketing dio en pensar que sería mejor confeccionarlas con aspecto de actores de cintas viejas. Bogart fue el prototipo de estas nuevas pieles de estrellas. Cuando apareció en Bicholandia lo recibieron a cuerpo de rey y extendieron la alfombra marrón en su honor. Stootladdle estaba loco de contento y decretó varios días de fiesta. Los escarabajos peloteros acudieron de las praderas luminiscentes que rodean la ciudad y la juerga se prolongó tres días.
Con el tiempo, las exopieles mejoraron, pasaron a ser más auténticas, a tener todo lujo de detalles. La de Rita Hayworth estaba tan bien hecha que me la hubiera follado incluso de haber sido Stootladdle quien la llevase puesta. Algunos emprendedores comenzaron a invertir capital en una exopiel y un billete a Bicholandia. Se traían un par de films, pillaban unas cuantas boñigas y se volvían a casa dispuestos a convertir las dosis de mierda en una fortuna. Al principio, un único viaje les bastaba para ya tener solucionado el resto de su vida. En la Tierra, la fresencia estaba tan cotizada que solo se podía comprar con lingotes de oro. Para los ricos supuso la muerte del amor romántico, pero los pobres seguían teniendo que apañárselas con el atractivo físico y las promesas descabelladas.
Los bichos racionaban la cantidad de fresencia que se podía vender al año y, en la Tierra, la Corporación Mundial hacía lo mismo, porque los ricos querían que los pobres continuasen follando de acuerdo con su clase. En Exoesqueletópolis, si te pillaban traficando sin licencia —como al pobre Clark Gable—, la Brigada de Escarabajos te despachaba sin ninguna ceremonia. Cualquiera podía venir a Bicholandia y tratar de obtener una, pero la decisión estaba en manos de Stootladdle, que actuaba según le daba el aire. Si tenías una exopiel a imagen de una estrella que admiraba, tenías bastantes posibilidades, pero a veces ni siquiera eso garantizaba nada.
De modo que fueron muchos los que hicieron el viaje interestelar —que te llevaba un año en cada sentido, incluso a tres veces la velocidad de la luz— y luego se encontraron tirados en Bicholandia sin medios para conseguir dinero con que pagarse el viaje de regreso. Si traías una película cotizada, algo que a los bichos les molara, podías ganar pasta suficiente para sobrevivir proyectándola de manera individual a cambio de algunos billetes de los suyos, que en realidad eran efímeras, que una vez secas y plegadas parecían antiguos dólares terrestres. Veinte efímeras se podían canjear por una ficha de cristal.
Algunos desgraciados traían películas que estaban convencidos les iban a permitir meter cabeza en el mercado de la fresencia. Me los imagino en el viaje hasta aquí, mientras las estrellas se estiraban como espaguetis durante la distorsión espaciotemporal, pensando, «Cariño, tengo una de Paul Muni que va a hacer que esas sabandijas de sangre fría peguen brincos de contento, y Myrna Loy tiene que valer boñiga y media, como poco». Sin embargo, cuando llegaban aquí, se encontraban con que los veleidosos gustos de la población habían cambiado y que, de entre todos los actores, eran Basil Rathbone y Joan Blondell los que ese año hacían estremecer las antenas. De modo que se encontraban tirados con una cinta vieja que ni siquiera un mosquito quería ver y sin medios de subsistencia. A los bichos les traía sin cuidado que estos intrusos se muriesen de hambre. Recuerdo ver a Buster Keaton sentado en un sombrío rincón del fumadero de Spid durante semana y media, hasta que un día, finalmente, una mantis llegó a la conclusión de que el cómico mudo había muerto y se lo llevó para su colección privada.
Yo llegué probablemente en el peor momento, pero era joven y estaba decidido a hacerme de oro de la noche a la mañana, así que hice oídos sordos a las advertencias. No tenía demasiado para invertir en mi piel, así que, en lugar de tratar de adquirir el traje de un actor célebre, supuse que lo más inteligente sería ir a por alguien tan solo en la frontera del superestrellato pero que apareciese en montones de películas viejas. En el comercio donde lo compré me enseñaron un buen Keenan Wynn pero, tras haberme convertido en todo un estudioso del cine antiguo como preparación para el viaje, sabía que Keenan Wynn había trabajado en telefilmes y, en cuanto a pelis con todas las de la ley, se había limitado a algunas de segunda fila. Entonces me enseñaron un Don Knotts y les dije que se lo metieran por el culo. Cuando estaba a punto de marcharme me trajeron un Joseph Cotten precioso. Yo sabía mejor que los fabricantes del traje cuánto molaba Cotten. La sombra de una duda, Ciudadano Kane, El tercer hombre. Les solté el dinero y en un visto y no visto ya estaba camino de casa con una bolsa rebosante de quintaesencia de hombre de a pie cortés y vulnerable.
Hubiera preferido pasarme un año sentado del revés en la taza del váter a realizar el viaje interestelar. Se me hizo eterno, pero pasé el tiempo leyendo libros sobre películas viejas y soñando con lo que iba a hacer con todo el oro una vez pillara la mercancía. Mi as en la manga era que tenía una gran película. Que además era genuina. Había ido pasando de generación en generación en la familia de mi padre. Voy a ser sincero: yo se la robé a él el día que me marché de casa camino de la base espacial. Era una pequeña obra de bajo presupuesto titulada La noche de los muertos vivientes. Mi viejo solía desempolvarla en las grandes ocasiones para verla juntos. Aunque allí nadie se enteraba de lo que pasaba en la peli… Era en blanco y negro pero, por lo que he leído, se supone que fue un clásico de culto en su época. Me acuerdo de que unas Navidades, cuando yo tenía unos diez años, mi viejo se inclinó hacia donde yo estaba tumbado en el suelo viéndola con el resto de la familia, señaló la pantalla y me preguntó: «¿Sabes cuál es el verdadero mensaje de la película? —Yo moví la cabeza negativamente—. El director está tratando de decirnos que los muertos nos devorarán». Mi viejo era profundo como un charco. Lo único que yo veía era una panda de fiambres deambulando de aquí para allá. Durante años creí que se trataba de un desfile. Si la volviese a ver ahora lo más probable es que todavía despertara en mí la sensación de estar en Navidad. En cualquier caso, no era tan antigua como me hubiera gustado, pero pensé que a lo mejor en Bicholandia ya estaban preparados para el boom del movimiento del cine independiente anti-Hollywood, un fenómeno de la última parte del siglo XX.
Aún recuerdo el día en que aterrizamos en la pequeña base espacial cercana a Exoesqueletópolis y contemplé por la ventanilla el poblacho de búnkeres de hormigón de una planta envuelto en la oscuridad iluminada por farolas. Me sentí en una pesadilla. No rompí a llorar porque tenía que ponerme el Cotten. Cuando te embutes en esas pieles, al principio la experiencia es dolorosa. Hay un instante en el que tienes que morir para que, acto seguido, el biosistema del traje te reviva. Lo único que nadie me había contado era cómo pica la primera vez que te lo pones. Me pareció que iba a enloquecer. Entonces, otro tipo que ya había estado antes en Bicholandia se me acercó con su elegante traje del joven Nick Adams y me advirtió: «Sobre todo, no pienses en el picor. Te puede llegar a desquiciar por completo». Cuando franqueé la esclusa y salí al lento y pesado mundo de los insectos estaba transido de dolor.
Me costó una fortuna, pero me las apañé para lograr que Stootladdle me recibiera tan solo unos días después de mi llegada. El bicho era todo un espectáculo. Peludo, con demasiados brazos. Los ojos redondos como platos y con un millar de espejos en cada uno. Durante un instante me sentí mareado al tratar de mirar a todos y cada uno de esos yoes míos que él estaba viendo a la vez. La voz que llegó por el traductor era aguda y fina y destilaba irritación.
—Joseph Cotten —dijo—. Te he visto en unas cuantas películas.
—¿La sombra de una duda? —pregunté.
—Esa no me suena de nada —respondió la pulga.
Ahora, mientras contemplo a través de la pálida bruma naranja el espejo que hay detrás de la barra del fumadero, me doy cuenta de que eso fue largo tiempo atrás. Cinco, diez años pueden haber pasado desde que llegué a este planeta. El humo se las apaña para paralizar el tiempo, para borrar su ilusión de progreso, de suerte que ayer podría ser perfectamente hoy y viceversa. Lo que sea que Spid quema para producir el humo se asemeja a enormes puñados de antenas. La cabeza te da vueltas con una lógica firme como una telaraña. Los recuerdos reales importunan de tanto en tanto, igual que tus propias recriminaciones por haber malgastado la vida, pero la otra característica del humo es que te permite que todo te importe una mierda, salvo seguir inhalando más humo.
El humo ha convertido mi cerebro en algodón. Marca Cotonificio, seguro, con lo que ahora estoy cotonificado por dentro y cottenificado por fuera. Sí, mi encanto Cotten se echó a perder largo tiempo atrás, así que cuando le entrego al viejo Spid, ese arácnido afable, la ficha de cristal que se le cayó a Gable, él pregunta, «¿Lo de siempre, Joe?». Yo asiento con un cabeceo y desnudo la espita del colector. Él encaja el tubo en la boca de la misma y yo me toco el lóbulo de la oreja derecha con el meñique izquierdo para poner la cámara de vacío en posición de entrada. La nanomaquinaria hace lo que tiene que hacer y aspira una calada de bruma naranja. Con el humo jamás exhalas.
Al poco de llegar aquí me enganché al humo y terminé vendiendo mi película por un precio ridículo para poder colocarme una noche. Un grillo esbelto me entregó diez fichas de cristal a cambio de la cinta, y yo pasé los siguientes tres días dormitando y fumando en el local de Spid. Pocas horas después de que se me acabase el crédito, volví en mí y fui presa del pánico. Así fue como me convertí en esbirro de Stootladdle.
—¿Qué te parecería seguir vivo? —me preguntó cuando la Brigada de Escarabajos me llevó a su despacho. Me habían cogido en la calle tratando de pillar una boñiga sin los papeles necesarios. Incluso envuelto en mi bruma naranja me sorprendió que no me hubieran apaleado.
—Mañana será otro día —dije.
—Voy a pegarte unas buenas bofetadas y te va a encantar.
Y así lo hizo, con todos esos brazos trabajando sobre mí a la vez. Era como si los dolorosos golpes me los propinara un enjambre de langostas, y la nanotecnología, fiel a su garantía, registró hasta el último de ellos. Una vez estuve bien aturdido, Stootladdle pegó un pequeño brinco y me atizó una patada justo en los huevos, o donde hubieran estado si los fabricantes del traje se hubieran molestado en reproducirlos. Caí hacia delante y él me atrapó por el cuello con las mandíbulas.
—Tengo un hueco para ti en mi colección privada justo entre Omar Sharif y Annette Funicello —me hizo saber.
Prometí hacer lo que me pidiera si me dejaba vivir. Aflojó las mandíbulas y yo me erguí, frotándome el cuello. Él se desternilló durante un buen rato, con un sonido como de dientes arañando hormigón, y me rodeó con dos de sus brazos.
—Bien, Joseph —dijo—. Tengo un trabajito para ti.
—Lo que sea.
Stootladdle despidió a la Brigada de Escarabajos con un gesto de la mano y yo me quedé a solas con él en el despacho. Se sentó a la mesa y me indicó con un triple ademán de sus extremidades que me acomodase en la silla frente a él.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
Lo miré a los ojos y me vi a mí mismo asintiendo ad infinitum.
—Sí —dijo él—. Estupendo. ¿Te suena una película titulada Las cosas que hace la lluvia?
—¿Me va a ir mal si no me suena?
—Te va a ir mal en cualquier caso —respondió entre risas.
—No —reconocí.
—No importa. La vi una vez, hace muchísimos años, muy al principio de nuestra relación comercial con vuestro planeta.
—¿Qué tal es?
—Es polvo de mariposas.
—Si es tan buena, ¿cómo es que no me suena de nada?
—Los actores no eran conocidos, pero te aseguro que en ella trabaja una joven llamada Gloriette Moss que decir que está sublime es quedarse corto. Es una historia de amor. Conmovedora —dijo Stootladdle mientras se rascaba su peludo estómago.
—Tendré que pillarla algún día.
—No, Joseph, la vas a pillar ya mismo. La única copia de la película que hay en el planeta se halla en la pradera luminiscente, en manos de la viuda del embajador Lancaster. La viuda, que sigue viviendo en la finca que tenían allí, es nada menos que Gloriette Moss. He tratado de comprársela para mi colección, pero se niega a venderla. Era la cinta favorita de su marido porque estaba protagonizada por ella. Valor sentimental, como decís los terrícolas. Quiero esa película.
—¿Por qué no manda a la Brigada de Escarabajos a que la cojan sin más?
—La tesitura es demasiado delicada. Ella tiene contactos entre los militares terrestres. ¿Qué imagen daríamos si avasalláramos a la esposa de un exembajador? Nuestras prósperas relaciones comerciales podrían congelarse.
—Si me envía de vuelta a la Tierra, les diré que la obliguen a entregarle la película.
—Ya veo que estás con ganas de otra tunda. No, quiero que vayas a su casa y me la consigas. Me trae sin cuidado cómo te la agencies siempre que no la robes, pero la quiero. Tampoco puedes lastimar a la mujer. Te la tiene que entregar voluntariamente, y entonces tú me la entregarás a mí y yo te permitiré vivir.
—¿Cómo lo voy a hacer?
—Tu encanto, Joseph. Acuérdate de ti mismo en El tercer hombre, torpe pero sincero, si bien encantador a más no poder.
Yo moví la cabeza afirmativamente.
—Consíguela o padecerás una muerte lenta y dolorosa.
—Creo que oigo música de cítara.
Stootladdle puso su slackey (un vehículo similar a un viejo rickshaw) y su conductor (una termita malhumorada) a mi disposición para el viaje a la pradera. Una vez dejamos atrás el débil brillo de las farolas de Exópolis, nos envolvió una densa oscuridad. Tan solo podíamos guiarnos por la luna, una piltrafa informe y llena de agujeros. El conductor no dejaba de quejarse de una plaga de bichejos, unos mamíferos minúsculos de alas vaporosas, murciélagos del tamaño de mosquitos terrestres, que se desplazaban en enjambres y picaban con saña. Al menos él contaba con unos cuantos apéndices extra con los que mantenerlos a raya. Yo tenía miedo: de él, de la oscuridad y de mi sombrío futuro, pero sobre todo de la posibilidad de tener que pasar más de un día sin humo. El alcalde me había asegurado que la propia Gloriette Moss era también adicta y tenía montado su propio cotarro, que incluía abundantes provisiones de eso que se quemaba para producir el humo. Rogué por que la pulga no se estuviera quedando conmigo en lo referente a este asunto. También dijo que el motivo por el que ella jamás había regresado a la Tierra era que estaba enganchada.
Tras un viaje de pesadilla lleno de baches y sacudidas, la pradera luminiscente apareció ante nuestros ojos: un inmenso pastizal de hierba alta mecida por el viento, que brillaba en medio de la oscuridad con el intenso verde amarillento de unos ojos gatunos. Su luz apaciguó mis temores y su pausado oleaje me resultó de lo más relajante. Ante tal belleza casi olvidé mi aprieto. El conductor giró a fin de tomar una senda que se adentraba entre la hierba y continuamos viajando otro kilómetro y medio conmigo sumido en una especie de estupor.
—Abajo, lombriz terrestre —me espetó la termita, y yo volví en mí de sopetón.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Hemos llegado. Sal.
—¿Dónde está la finca de los Lancaster?
—Mira —dijo, y tres de sus brazos señalaron y me indicaron que nos hallábamos en una encrucijada. La hierba se elevaba muy por encima de nuestras cabezas.
—Toma ese camino. Cuando lleves andado un trecho verás una casa estilo terrestre. No puedo acercarte más. Si la señora me ve sabrá que te envía Stootladdle.
—Gracias —dije mientras me apeaba del slackey.
—Que los gusanos infesten tus fosas nasales —se despidió él, antes de hacer girar el vehículo y desaparecer.
Allí estaba yo, Joseph Cotten, a tres años luz de la Tierra, en un planeta de bichos y noche perpetua. Las estrellas brillaban sobre mí, pero no levanté la vista por miedo a la soledad y las recriminaciones que podría hacerme al ver el Sol, un lejano punto parpadeante. Me acordé de mis padres, que estarían pensando en mí, que se preguntarían qué habría sido de su hijo, y me imaginé a mi viejo sacudiendo la cabeza y diciendo: «Ese gilipollas se llevó mi película».
La casa de los Lancaster era un viejo edificio retro de la época de la historia terrestre en la que las moradas se construían con crujiente madera. Yo había visto fotografías de viviendas así. El estilo se llamaba victoriano, según había leído en uno de mis numerosos libros de cine. Estos refugios barrocos, con ornamentos de madera calada cual encaje y multitud de estancias, aparecían continuamente en las pelis de los años treinta y cuarenta. Torrecillas puntiagudas con forma de cohete se alzaban en ambos lados de una gran construcción rectangular de tres plantas completamente rodeada por una plataforma con barandilla. Mientras me dirigía hacia los escalones de la entrada, desesperado y a toda prisa escribí mentalmente el guion de la siguiente escena.
Llamé una, dos, tres veces y esperé, confiando en que la señora de la casa estuviera en su hogar. Era por completo imposible que yo pudiese regresar a Exópolis por mis propios medios. A la postre, la puerta se abrió y vi a una joven detrás de la contrapuerta.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó, casi en un suspiro.
—Estoy perdido. Me he alejado de la ciudad porque quería ver la pradera luminiscente y, aunque he llegado a ella, no creo que pueda regresar. Algo ha estado persiguiéndome por entre la hierba. Tengo miedo y estoy cansado. —Tras soltar esta parrafada, tuve la sensación de que a mis palabras les había faltado naturalidad para resultar creíbles.
Ella abrió la contrapuerta y me miró.
—¿Joseph Cotten?
Yo asentí y le dirigí la mirada más desamparada de la que fui capaz.
—Pobre —dijo ella, y me invitó a entrar con un gesto.
En cuanto franqueé el umbral tuve claro que el viejo Joe había entrado en acción. De haber sido únicamente yo, lo más probable es que ella me hubiera dado con la puerta en las narices y hubiese avisado a la Brigada de Escarabajos; pero, como era Cotten —consumado profesional a la hora de ganarse simpatías para desgraciados como su personaje en El tercer hombre—, ella empatizó con mi sufrimiento de inmediato.
En las entrañas de la vieja casa victoriana, de pie sobre una alfombra de intrincado diseño, rodeado de mobiliario de madera ornamentada con espirales, frente a un reloj de pie ancestral, contemplé la belleza de Gloriette Moss. Stootladdle conocía bien su película, porque a todas luces Gloriette tenía ese algo que distingue a las estrellas de categoría supernova: era un híbrido exótico entre Audrey Hepburn de joven y Hayley Mills de adulta. Era eso y más que eso, con una media melena rubia y ondulada, un rostro fresco e inocente a más no poder, y una sonrisa que traslucía franca gentileza hasta que las comisuras se curvaban con aire travieso. Llevaba un sencillo vestido azul cobalto e iba descalza. Era una Jean Seberg con el pelo más largo, una Grace Kelly más natural.
—Apenas recibo visitas desde que mi marido falleció —dijo, con las manos entrelazadas a la espalda.
—Siento molestarla. No sé en qué estaba pensando, mira que venirme a la pradera por mi cuenta…
—No es ninguna molestia, de verdad. Me apetece tener compañía.
—Bueno, en cuanto me dé unas indicaciones y yo me oriente me marcharé —dije y, aunque estaba siendo sincero, noté cómo Cotten adoptaba un aire abatido apenas disimulado.
—Tonterías —dijo ella—. Ha venido hasta aquí para ver la pradera. No puede regresar a la ciudad por sus propios medios, bastante suerte tiene de haber llegado vivo. En la hierba hay alimañas, alimañas a las que no les importaría devorarlo.
—Lo siento. He venido desde la Tierra a fin de buscar localizaciones para una película sobre este planeta. Estoy planteándome la posibilidad de revivir el séptimo arte en nuestro mundo natal y se me ocurrió que qué mejor lugar para rodar un film que el único en todo el universo donde las películas aún son apreciadas por su valor artístico y no por cuánta fresencia te van a proporcionar.
—Eso es maravilloso. —Su rostro ahora estaba todavía más radiante—. Quédese unos días conmigo y le enseñaré la pradera. En esta casa hay muchísimas habitaciones libres.
—¿Está segura de que no será una molestia?
—Por favor. Mi criado lo acompañará al piso de arriba y lo ayudará a instalarse.
Empecé a decir algo, pero ella me interrumpió:
—No me haga un desdén. —Y al oír esa frase anticuada y elegante articulada por ese rostro dulce me sentí languidecer—. Vespatian —llamó.
Un instante después, un saltamontes verde claro tan alto como yo y ataviado con chaquetilla y pantalones negros apareció en la entrada de un pasillo a mano izquierda.
—Tenemos visita —dijo ella—. El señor Cotten se quedará con nosotros unos días. Acompáñale a la habitación grande del segundo piso, la que tiene vistas a la pradera.
—Como usted mande, señora —dijo el bicho con el aire obsequioso de un David Niven—. Por aquí, señor.
Mientras me acompañaba a la puerta de un cuarto del último piso, Vespatian me informó de que la cena se serviría a las ocho. Le di las gracias y él dejó escapar un suspiro acongojado antes de girarse ágilmente y alejarse.
En cuanto estuve en mi habitación me convertí en el Cotten de La sombra de una duda. Me tumbé en la cama —y la vista de las resplandecientes olas de hierba al otro lado del ventanal de suelo a techo me hizo sentir como en un barco navegando por un mar de luz— y empecé a maquinar.
Para cenar comimos filetes de ciempiés a la brasa y bebimos sorbitos de mucosidad de cucaracha fermentada, eso sí, en elegantes copas de cristal terrestres. Yo siempre había pensado que, de haber tenido dinero, habría sido el pionero en traer la pizza a Bicholandia, pero eso no hace al caso ahora.
—Bien, Joseph —dijo Gloriette—. Yo lo conozco de sus películas, pero seguro que a usted yo no le sueno de nada.
—Todo lo contrario —respondí, arriesgándome a revelar demasiado—. Nunca la he visto, pero cualquier persona interesada en el cine ha oído hablar de Las cosas que hace la lluvia. Tras conocerla a usted, ahora entiendo por qué es todo un clásico de culto.
Ella rio como una niña, pero una expresión pesarosa le ensombreció de pronto el rostro.
—A mi marido, el gran Burt Lancaster, le encantaba esa película. Eso es lo único que cuenta para mí.
—Sí, cuando al llegar de la Tierra me enteré de lo del embajador lo sentí muchísimo.
—Era un hombre extraordinario —afirmó ella, y la nanotecnología produjo unas delicadas lágrimas acordes con sus manifiestos sentimientos.
Comimos en silencio. Yo no me atrevía a hablar para no interrumpir los recuerdos que a todas luces ella estaba reviviendo. Durante un rato se quedó inmóvil, con un trozo de ciempiés en el tenedor y la vista clavada en la mesa.
Cuando terminé me levanté y salí del comedor sin proferir palabra. Me acosté y traté de dormir, pero ahora que ya tenía la situación encarrilada y la tensión nerviosa producto de mi incierto destino se había desvanecido, las ansias de humo empezaron a reconcomerme. Estaba tan atacado de los nervios que me pareció oler su aroma flotando por la habitación. Llegó un momento en que me resultó imposible continuar acostado, así que me levanté y paseé por el cuarto. Desde la pradera llegó el grito postrero de alguna presa moribunda, imponiéndose al sonsonete de fondo del cricrí de los grillos. Salí de mi cuarto y bajé las escaleras sigilosamente.
Avancé con pies de plomo por la casa en penumbra, de habitación en habitación, maravillándome ante todas las fruslerías del siglo XX expuestas en los estantes. Estaba claro que el embajador era todo un fan de la antigua Tierra. Y entonces sí que olí realmente el humo, al mismo tiempo que vislumbraba una luz proveniente de una habitación al fondo de un largo pasillo de la planta baja. Mientras me acercaba, oí música suave, Ella Fitzgerald, creo. Cuando llegué a la puerta miré dentro de la estancia y vi a Gloriette sentada en un sofá. Delante de ella había una mesita baja con una enorme botella del mejunje que habíamos bebido durante la cena, un vaso lleno hasta arriba y un quemador para humo con las brasas ardiendo suavemente, mientras la bruma naranja flotaba por el cuarto. El largo tubo que salía del aparato caía para a continuación ascender de nuevo e introducirse por debajo de su vestido, entre las piernas abiertas.
En ese momento, ella se giró y me vio. Sus ojos entornados no dieron muestras de alarma ni de vergüenza. Sonrió, ahora mucho más vieja que un rato atrás, una sonrisa carente de alegría.
—¿Humo? —preguntó.
—Si es tan amable —dije, con el cuerpo temblándome dentro del exotraje.
Ella dio unas palmaditas en el cojín del sofá contiguo al suyo y yo me acerqué y senté.
Gloriette introdujo la mano por debajo del vestido y desenganchó el tubo del quemador, tras lo que se oyó el chsss de su espita al cerrarse. Me lo entregó y yo me bajé la cremallera, me acomodé mejor y lo conecté.
Dios, ¡qué alivio! Aún lo recuerdo incluso a través de la neblina de todos los años de humo transcurridos desde entonces. Una vez hube terminado, nos quedamos sentados envueltos en la nube naranja, escuchando la música celestial.
—¿Quién eres, Joseph? —preguntó en un susurro.
Yo sabía a lo que se refería, pero hablar de eso era demasiado peligroso. En Bicholandia aún no habían calado la farsa de los exotrajes. Stootladdle y sus adláteres estaban convencidos de que éramos las estrellas que aparentábamos ser. Estaban tan encantados con nuestros personajes, que no se habían molestado en aplicar la lógica que la situación hubiera requerido. Era como el secreto de Papá Noel, y yo no quería ser quien lo echara todo a perder.
—Un amigo —respondí, sorprendiéndome a mí mismo de ser capaz de no irme de la lengua a pesar de estar bajo los efectos del humo.
—¿Echas de menos la Tierra?
—Sí, echo de menos la luz del sol.
—Yo podría regresar cuando quisiera, pero allí ya no hay nada para mí. Cuando el embajador murió, yo también morí en cierto modo.
—Era un buen hombre.
—Un hombre excelente. Adoraba su trabajo. Nadie era capaz de meterse a Stootladdle en el bolsillo como mi marido. El mercado de la fresencia tiene con él una deuda tremenda. Y no solo fue bueno en su trabajo, conmigo se portaba a las mil maravillas. Siempre estábamos hablando y bromeando y, dos veces al año, pagado de su propio bolsillo, íbamos a la ciudad y, espero que no te incomode que lo mencione, visitábamos la caja.
—¿La caja?
—Stootladdle tiene una cámara presurizada en cuyo interior puedes quitarte la exopiel. Hay que pagar un dineral para utilizarla, pero mi marido lo gastaba de mil amores.
—¿Pero eso no desvela el secreto?
—No —respondió ella, y rompió a reír—. Creen que cuando estamos dentro simplemente estamos mudando. Piensan en nosotros como si fuéramos bichos. Un lugar donde mudar nuestro recubrimiento exterior y aparearnos. —Se sonrojó y durante unos instantes se apoderó de ella una risita nerviosa.
—Menuda imagen deben de tener de la humanidad —dije, y solté una carcajada.
—Un terrestre inventó la caja y pagó para traerla hasta aquí. Durante un tiempo fue popular entre los expatriados porque él no cobraba demasiado, pero cuando Stootladdle vio que se podía ganar dinero con ella, se las apañó para que el inventor sufriese un accidente y la confiscó. Ahora él cobra precios desorbitados por poco más de media hora terrestre.
—Es un hijo de puta.
—No debería contarte esto, pero ahora ya me da igual. En la caja, nosotros conocimos el verdadero yo del otro.
Llegado este punto, se dispuso a tomar otra calada, tras lo cual la conversación murió. El viejo gramófono llegó al final del negro disco y la música se convirtió en un insistente crack, crack, crack que se fundió con el canto de los grillos del exterior. Me quedé traspuesto y, cuando me desperté, Gloriette ya no estaba. Subí trastabillando a mi habitación para acostarme.
Al día siguiente, que naturalmente era una noche perpetua, Vespatian trajo el pick-up a la puerta. Gloriette y yo nos sentamos en la plataforma posterior abierta, en tumbonas atornilladas al suelo metálico. Teníamos una jarra con bebida y una cesta de picnic con el almuerzo.
—A la pradera, Vespatian —ordenó ella.
—Como usted mande, señora —dijo el saltamontes desde la cabina.
Gloriette me fue señalando los lugares más interesantes de la luminosa llanura, y yo notaba cómo ella también estaba disfrutando de manera indirecta al ver mi propio asombro ante tanta belleza. Por la tarde llegamos a una granja de boñigas. Unos insectos mastodónticos llamados zanderguls —una especie de cucarachas tamaño elefante— se movían lentamente por entre las altas briznas de la pradera. Gloriette me explicó que esos gigantes pesados y parsimoniosos se alimentaban de hierba, cuyo brillo se debía a la presencia de unos minúsculos insectos del tamaño de microbios con propiedades luminiscentes. A la par que comían, las enormes bestias excretaban bolas de fresencia en igual proporción. Cuando los microbios se mezclaban con los jugos digestivos del estómago de los zanderguls se producía una reacción química que aportaba a la fresencia sus particulares propiedades amatorias para los terrícolas. Detrás de cada máquina afrodisiaca orgánica caminaba una pulga, alguna prima de Stootladdle, con una carretilla en la que iba depositando las riquezas que producía el lumpen de Bicholandia.
El simple hecho de estar rodeado por tal cantidad de fresencia hizo derivar mis pensamientos hacia el sexo. Me fijé en que Gloriette también parecía un tanto ruborizada y en que los pezones se le perfilaban bajo su recatado vestido de fiesta rosa. Cuando se dio cuenta de que me había percatado, llamó a Vespatian.
—Suficiente por hoy —le dijo.
El obediente insecto arrancó el pick-up y nos llevó de vuelta por un camino que bordeaba un río. Sus aguas eran más negras que la noche, pero puntitos luminosos se movían como flechas por las profundidades.
—Allí está la Tierra —dijo Gloriette, señalando una estrella en el firmamento, más pequeña que uno de los ácaros del río.
—Así es —asentí, pero no miré.
Esa noche, después de la cena, después de que Vespatian se hubiera retirado, Gloriette y yo nos sentamos en el salón y envueltos en la neblina naranja vimos Las cosas que hace la lluvia. Cuando un rato antes habíamos entrado desde el porche, ya nos habíamos encontrado preparados un proyector antiguo y una pantalla portátil. Tras unas buenas caladas, ella apagó las luces y pulsó el interruptor del aparato.
A decir verdad, la película era un bodrio, con un argumento de dramón de tomo y lomo; pero Gloriette Moss estaba tan radiante, incluso en blanco y negro, tan auténtica, que el reparto calamitoso, la fotografía deficiente y el guion chirriante no importaban. Iba de una joven a la que un marido cruel y violento había llevado al alcoholismo. La vemos salir tambaleándose de un bar en mitad de un chaparrón y caminar a lo largo de la manzana. Cuando ya está calada la aborda un joven con un paraguas y le ofrece compartirlo. Resulta que él también tiene un problema con la bebida. Resumiendo: se enamoran y deciden ayudarse mutuamente a superar sus respectivas adicciones. Con la excusa del delirium tremens —que, entre otras cosas, incluye enjambres de insectos—, la sobreactuación abunda, pero al fin el amor triunfa. Tras rehabilitarse, los vemos casados, viviendo en un piso modesto pero acogedor. La vida es de color de rosa, y entonces empieza a llover. El joven marido le dice a su esposa que va al otro lado de la calle a por un paquete de cigarrillos. Desde la ventana, ella lo ve salir del edificio. Cuando está cruzando la calzada, un coche conducido por nada más y nada menos que el siempre cargante Red Buttons dobla la esquina a toda velocidad. Un frenazo, un derrape y el amor de Gloriette muere atropellado. En la última escena de la película, ella está de vuelta en el bar. El camarero le dice que llevaba tiempo sin verla y que tiene muy mala cara. Ella le da un sorbo a su copa y una calada al cigarrillo, y responde: «Son las cosas que hace la lluvia».
Cuando la película terminó y mientras el final de la cinta golpeaba el proyector con cada giro de la bobina, Gloriette se volvió hacia mí y dijo: «Sabes, casi he llegado a creer que se trata de un recuerdo real y que estoy viéndome a mí misma, a mi verdadero yo, de más joven».
Le aseguré que estaba fabulosa en la película, pero por el gesto que me hizo con la mano supe que lo mejor era que me fuese de la habitación. En la puerta me volví y le dije que era muy hermosa, pero no creo que siquiera me oyese, de lo concentrada que estaba rebobinando de nuevo la cinta, como si pensara volverla a ver.
Pasaron los días y olvidé por completo la misión encomendada por Stootladdle. Yo había sido tan insensato como para enamorarme de mi víctima. A cada momento esperaba que ella me calara, pero Cotten se encargaba de enmascarar y barnizar con una capa de encanto todos y cada uno de los puntos débiles de mi plan, de suerte que, durante las largas horas que pasamos juntos, empecé a darme cuenta de que ella también albergaba sentimientos hacia mí. Era como si yo estuviese en una película, en una de serie B que, gracias al exótico telón de fondo de la pradera y la química entre sus estrellas, trascendía toda necesidad de aspirar a la categoría de superproducción, pero que, sin embargo, iba a dejar una huella indeleble en el corazón de sus espectadores.
O eso es lo que yo soñaba, hasta que un día, cuando me crucé a Vespatian en el pasillo, me cogió del brazo, lo estrujó con fuerza y susurró: «Stootladdle te envía un mensaje: tienes dos días para entregarle la película porque, de no ser así, al tercero estarás colgando inerte junto a Omar Sharif».
De repente bajaron el telón, como decían en los viejos tiempos, y de nuevo estaba metido hasta el cuello en una pesadilla. Contemplé la idea de confesárselo todo a Gloriette y explicarle el aprieto en que me hallaba. La generosidad de su corazón podía empujarla a entregar la película a Stootladdle para salvarme, pero entonces ella sabría que la había traicionado. No quería perderla, pero tampoco quería morir. Ni siquiera Cotten, a pesar de ser un consumado actor, fue capaz de disimular mis quebraderos de cabeza. El mismo día en que Vespatian me había transmitido el temido mensaje, al acabar de cenar, Gloriette me preguntó qué me pasaba.
—Nada —dije.
Sin embargo, más tarde, después de nuestra dosis de humo, insistió. La droga me había ablandado y mis crecientes temores me empujaron a confiar en que se apiadase de mí. Yo estaba sentado a su lado en el sofá. Alargué la mano y tomé la suya. Ella se irguió e inclinó hacia mí.
—Tengo algo que confesar —dije.
—¿El qué? —preguntó mirándome a los ojos.
Yo no sabía cómo empezar así que me quedé sentado durante varios largos minutos, contemplando su bello rostro. Desde la pradera llegó el sonido de un trueno, y un instante más tarde la lluvia empezó a caer, tamborileando suavemente contra la ventana del salón.
Abrí la boca para hablar, pero de ella no salió sonido alguno. Gloriette lo interpretó como una señal, acercó más su rostro y sus labios tocaron los míos. Estábamos besándonos, apasionadamente. Me rodeó con los brazos y me atrajo hacia ella. Mi mano fue siguiendo el fino tejido de su vestido, subió por el muslo y las costillas hasta llegar al pecho. Ella no protestó porque estaba tan a cien como yo. Las caricias y besos se prolongaron un tiempo récord, más propio de las costumbres del siglo XX que de las nuestras. Cuando fui incapaz de aguantar más, introduje la mano bajo el vestido, avancé por la suave piel del interior del muslo y, cuando estaba a punto de reventar de la excitación, mis dedos alcanzaron el frío acero de la espita del colector. Gemí literalmente.
Los fabricantes del traje, a pesar de toda su destreza e ingenio, no habían incorporado lo que tal vez sea el detalle más importante de la anatomía humana. Pensad en la ironía del asunto: un traje fabricado para favorecer un comercio que en el fondo de lo que iba era de sexo, pero en sí mismo asexuado por completo. Justo cuando yo estaba palpando su tubo metálico, ella estaba haciendo lo propio con el mío. Nos soltamos y nos quedamos sentados, embargados por la frustración.
—La caja —dijo ella—. Mañana iremos a la ciudad, a la caja.
—¿Estás segura?
—Tenemos que ir.
—Pero ¿puedes pagarlo? Yo no tengo dinero suficiente —dije, aún temblando ligeramente.
—No, yo tampoco, pero hay algo que Stootladdle desea y que puedo entregarle a cambio de media hora en la cámara.
Entonces caí en la cuenta: el amor iba a triunfar, igual que en la película de Gloriette. Ella iba a canjear la película para poder estar conmigo, y yo viviría sin que ella me descubriese. Ni al mismísimo Frank Capra se le podía haber ocurrido algo tan redondo.
Vespatian me despertó cuando me hallaba inmerso en un cálido y resplandeciente sueño estival a la orilla del mar. «La señora Lancaster lo está esperando en el pick-up», me hizo saber. Yo me vestí y bajé a toda prisa.
Mientras me instalaba en mi tumbona, me fijé en que Gloriette tenía la lata de la película en una mano y se golpeaba la rodilla con ella nerviosamente.
—Buenos días, Joseph —dijo—. Espero que hayas descansado bien.
—Estoy preparado —respondí con una ligereza en el corazón como no había sentido desde mi aterrizaje en el planeta.
Ella llevaba un vestido amarillo y alrededor del cuello una cadenita con un colgante de una abeja dorada. Se había peinado con trenzas y estaba más resplandeciente que la propia pradera.
—A Exoesqueletópolis —indicó a Vespatian.
—Como usted diga, señora —dijo el saltamontes, y partimos.
Viajamos en silencio envueltos en la oscuridad. En algún momento, cuando la pradera ya había quedado atrás y yo no veía a un palmo de mis narices, sentí el roce de su mano en la mía y entrelazamos los dedos. Todo fue bien hasta que llegamos a las afueras de Exópolis, donde fuimos testigos de cómo una descorazonada Judy Garland, ataviada con un vestido a cuadros azules, se llevaba una pistola de dardos a la cabeza y apretaba el gatillo bajo una farola. Su exopiel debía de ser de baja calidad porque, en lugar de ser succionado al exterior por el orificio del proyectil, su verdadero cuerpo estalló como un globo y salpicó de sangre y vísceras la puerta del copiloto de nuestro vehículo.
Gloriette se tapó los ojos con la mano.
—Ojalá no lo hubiera visto —dijo—. Esto es un verdadero infierno.
—Tranquila. Ha sido lo mejor para ella.
Las moscardas aparecieron al instante y comenzaron a devorar los restos.
—Ve más deprisa, Vespatian —pidió.
El saltamontes pisó a fondo y en menos de tres minutos ya estábamos bajando por la calle principal de la ciudad.
Stootladdle se mostró la mar de cordial cuando por fin comprendió el trato que Gloriette le estaba proponiendo.
—Una película vieja y no demasiado conocida —dijo mientras le cogía la lata con la cinta—. Ahora bien, por deferencia a su difunto marido y por ser usted tan encantadora, aceptaré esta bagatela a cambio de media hora en la caja para usted y su amigo.
—Siempre que me vea en la escena final de la película, en la que estoy en el bar, acuérdese de que en ese momento, justo cuando digo la última frase, con mi tacón de aguja izquierdo estoy aplastando una cucaracha que había debajo del taburete.
—Al pensar en ello, mi tórax se henchirá de la emoción.
—La caja —pidió ella.
—Sí, síganme —dijo la pulga. Cuando salimos de su despacho se volvió hacia mí y me susurró—: Cotten, ¡menudo granuja estás hecho!
La caja estaba en un edificio por lo demás abandonado, situado algo más abajo en esa misma calle. Stootladdle abrió la puerta con el extremo de un grueso pelo que le sobresalía de la mejilla. Gloriette y yo nos adentramos tras él en las densas sombras. Allí, ante nosotros, casi indistinguible del resto de la oscuridad, se alzaba un gran cubo negro de tres por tres por tres metros. Stootladdle se acercó a la cara frontal y pareció pulsar varias teclas. Se oyó un sonido de engranajes viejos girando lentamente, y un panel se deslizó hacia atrás, revelando una luz radiante, como salida de mi reciente sueño estival.
—No olviden que, una vez dentro, no pueden desprenderse de su piel exterior hasta que suene un gong —dijo la pulga—. Además, cuando el gong suene por segunda vez, tienen cinco minutos para reemplazarla porque, de no ser así, morirán cuando la puerta vuelva a abrirse. Todo esto me lo explicó el pobre terráqueo que la inventó.
—Joseph… —dijo Gloriette.
—Vamos.
—Esto tiene que ser el paraíso —dijo Stootladdle, y abrió los brazos para invitarnos a pasar a la luminosa caja.
Oí cerrarse la puerta lentamente a nuestra espalda, pero tenía los ojos deslumbrados y no veía nada. Eso sí, hacía calor y se oían efectos sonoros: el murmullo de un arroyo, trinos de pájaros, el tintineo de un carillón movido por el viento y un susurro de hojas.
Justo cuando mi vista empezaba a aclararse, oí el sonido del gong.
—¿A que es maravilloso? —dijo Gloriette.
—Nunca había estado en un lugar tan hermoso.
Miré en derredor y vi que en el interior de la caja no había nada, solo las paredes y el suelo, acolchados con goma espuma gruesa recubierta de seda carmesí.
—Venga, Joseph, hazme olvidar la pradera.
La abracé, pero ella me apartó suavemente.
—Mudemos la piel —dijo con una risita nerviosa.
Cuatro toques sucesivos en el centro de la frente y la exopiel se desprendía como la corteza seccionada de una naranja. Alargamos el brazo y cada uno golpeó la frente del otro.
Imaginaos embutidos en un par de zapatos que no os van bien, que os van muy pero que muy pequeños. Imaginaos caminando con ellos sin descanso durante meses. Y ahora imaginaos cuando por fin os los quitáis. Pues ahora ya sabéis lo que es una centésima parte del alivio que se siente al desprenderte de una exopiel. La mera sensación raya en el orgasmo. Cotten cayó y quedó hecho un gurruño alrededor de mis tobillos. Yo le propiné una patada y lo lancé a una esquina de la caja. Cuando me volví hacia Gloriette, ella estaba de espaldas. Me alegré al ver que su cabello auténtico era justo del mismo color del de la actriz. Me acerqué hasta situarme detrás de ella y apoyé las manos en sus hombros.
—Ráscame la espalda —me pidió, y así lo hice—. ¡Qué gusto! —dijo con un suspiro.
Entonces se giró y yo retrocedí un paso. Mis ojos se abrieron tan de par en par como los suyos. Noté un repentino vacío en el pecho. Ya no era hermosa, aunque en absoluto era fea, pero era distinta. La diferencia me heló por completo la sangre incluso bañado en la cálida luz de la caja. Y es más, en la mirada de sus ojos vislumbré el reflejo de su propia terrible decepción. Todo el deseo que había estado refrenando hasta ese momento se desvaneció y me quedé flácido, tanto por dentro como por fuera. El labio inferior de Gloriette empezó a temblar y, al verlo, las lágrimas se agolparon en mis ojos.
—No soy Gloriette Moss.
—Lo sé —dije yo, y avancé un paso para rodearla de nuevo con mis brazos.
Durante quince minutos de nuestro valioso tiempo en el paraíso, nos abrazamos en silencio, no como amantes, sino cual niños perdidos y asustados. La idea del sexo era algo tan alejado de esa caja como nosotros lo estábamos del verdadero sol. En una especie de confesión desesperada, ella empezó a susurrarme frenéticamente al oído la historia de su vida. Nacida en la Tierra con el nombre de Melissa Bower, hija de un militar y su esposa, se había casado muy joven con un diplomático de carrera que la había obligado a acompañarlo a Bicholandia. Cuando eligió la exopiel, su marido no la dejó convertirse en nadie ni medianamente famoso. Ella había querido a Jane Mansfield, pero en su lugar tuvo que conformarse con Gloriette Moss. El principal deseo del embajador era llegar a amasar una gran fortuna propia, y resultó ser una alimaña tan cruel y violenta como Stootladdle. Fue ella quien liquidó a Burt Lancaster clavándole un alfiler de sombrero en el ojo. «Utilicé algo muy fino para no dejar pruebas y para que su sufrimiento mientras se transformaba en gelatina se prolongase más —dijo—. El humo se convirtió en mi único amigo».
Su sinceridad me hizo sentir desnudo por dentro y por fuera, así que le conté la verdad sobre cómo había llegado a su casa y por qué. Mientras se lo explicaba, la oí proferir un breve gemido y luego se derrumbó en mis brazos como si ya no fuese más que una exopiel vacía. Cuando terminé, la ayudé a tumbarse en el suelo y me tendí a su lado. Ella no lloró, tan solo se quedó mirando una esquina de la caja con expresión ausente.
—Ahora nos tenemos el uno al otro —le dije—. Podemos ayudarnos mutuamente a dejar el humo y, si vendemos todo lo que hay en tu casa, podemos regresar a la Tierra. Incluso podríamos llegar a amarnos. —La besé en la mejilla, pero no reaccionó.
Hablé, hice planes y promesas, le froté el brazo y acaricié la melena con la palma de la mano. Entonces el sonido del gong me arrancó súbitamente de ese futuro de ensueño que estaba fabulando.
Empecé a embutirme de nuevo el traje de inmediato.
—Ya verás como todo va bien —aseguré justo antes de morir un instante y ser revivido. Una vez Cotten de nuevo, la miré y descubrí con horror que no se había movido—. Vamos, ¡date prisa! —grité—. Solo quedan unos minutos.
Ella siguió tumbada inmóvil, mirando fijamente. Traté de ponerle el traje —misión imposible a menos que el sujeto esté de pie—, pero ella estaba encogida en posición fetal. Esos pocos minutos se me hicieron una eternidad y, cuando me pareció que ya hacía mucho que tenían que haber transcurrido, la levanté y abracé.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué?
Ella volvió lentamente su rostro hacia mí.
—Tú sabes por qué —dijo.
Entonces la puerta se abrió suavemente y ella se convirtió en lluvia entre mis brazos.
Copyright © 2001 Jeffrey Ford
De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi
Sobre Exoesqueletópolis
Este cuento fue rechazado más veces que mi tarjeta Visa. ¿Cómo puede no gustar? Tiene bichos alienígenas gigantes, estrellas de Hollywood y cagarrutas insectiles afrodisiacas; los personajes consumen drogas a través de un espita en la entrepierna, y Judy Garland (vestida de Dorothy Gale) se vuela la cabeza. Bueno, al menos a mí me parecía magnífico. El relato por fin encontró un espíritu afín en Dave Truesdale, editor del primer número de la revista Black Gate: Adventures in Fantasy Literature.
La idea para el cuento la saqué de un libro comprado por mi hijo sobre la historia de las pelis japonesas de monstruos, titulado ¡Los monstruos están atacando Tokio!, de Stuart Galbraith. Antes de hojearlo, yo no sabía que, en las postrimerías de su carrera, ese gran actor que fue Joseph Cotten había rodado en Japón varios films de monstruos de bajo presupuesto. Yo no había visto ninguno, pero el libro contaba con abundantes fotografías. Exoesqueletópolis está narrado con el estilo melodramático de las películas en blanco y negro que yo veía por la tarde en la tele cuando de crío hacía novillos, lo que ocurría con bastante frecuencia.
El título de la película codiciada por el alcalde del mundo de los insectos, Las cosas que hace la lluvia, se lo debo a un chiflado que vagaba por las calles de South Philly (un barrio al sur de Filadelfia) cuando yo vivía allí, cerca de Marconi Plaza. Yo veía a ese tipo al menos una vez a la semana, y jamás se cansaba de repetir esa misma frase.
A menudo he pensado que algún día me gustaría escribir la historia del ascenso al poder de Stootladdle, el alcalde de Exoesqueletópolis con pinta de pulga. Muchas gracias a Dave Truesdale y John O’Neill (editor de Black Gate) por estrenar esta película de monstruos en un cine cercano a vuestras casas.
Copyright © 2002 Jeffrey Ford
Traducido del inglés por Marcheto
Qué ganas de volver a leer algo de Jeffrey Ford. ¡Muchas gracias por traerlo de nuevo!
Este es muy distinto a los dos anteriores, pero espero que te guste también. Y si es así, corre la voz. A ver si entre todos conseguimos que alguna editorial publique por aquí alguna de sus colecciones de relatos, que ya es hora.
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