Dale Bailey es un escritor estadounidense que a lo largo de sus más de veinte años de carrera ha publicado cuatro novelas y varias docenas de cuentos de ciencia ficción, fantasía oscura y terror. Tal vez su nombre os suene porque su última recopilación de relatos, The End of the End of Everything, finalista de los premios Shirley Jackson Awards, fue una de las obras que incluí en mi entrada de lecturas recomendadas del pasado mes de abril.
La criatura desiste (The Creature Recants) fue publicado originalmente en el número de octubre de 2013 de la revista Clarkesworld; posteriormente fue asimismo incluido en la ya mencionada The End of the End of Everything y en la antología The Year’s Best Dark Fantasy & Horror: 2014, editada por Paula Guran. Es un cuento muy cinéfilo y menos oscuro que la mayor parte de la ficción breve de este autor. Y, por encima de todo, es un precioso homenaje a La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon), película dirigida en 1954 por Jack Arnold. Aunque el relato se puede leer sin haber visto la película, creo que para entrar en el juego que nos propone el autor al menos es conveniente conocer el argumento de la misma.
Espero que La criatura desiste os sirva para descubrir a un autor no muy conocido en España, dado que hasta ahora solo estaban traducidos dos de sus cuentos: «Muerte y sufragio», en la antología Zombies (ed. Minotauro), y «El fin del mundo tal como lo conocemos», incluido en Paisajes del Apocalipsis y en Miedo en el cuerpo, ambas editadas por Valdemar.
Y ya por último, tan solo me queda agradecer a Dale que me haya permitido traducir y compartir este relato con todos vosotros. Thanks a million, Dale!
ACTUALIZACION I: Ya tenéis disponibles aquí los formatos para ebook (EPUB, FB2 y MOBI) del cuento. Muchas gracias una vez más a Jean y Johan por su colaboración.
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La criatura desiste
Dale Bailey
Durante las pausas del rodaje, el monstruo de la laguna Negra acostumbra a descansar en un estanque del plató trasero del estudio, soñando con su hogar. El estanque tampoco es que sea gran cosa. De tal vez un metro veinte de profundidad o así en el punto más hondo y un perímetro de unos cien metros, se trata de un decorado abandonado excavado en el achicharrado terreno del sur de California para alguna película olvidada: espadañas, juncos y, de tanto en tanto, una pequeña estela de ondas cuando la seca brisa se desliza sobre la superficie. Ni siquiera un pez para cuando la criatura tiene un poco de hambre, algo bastante habitual. El catering deja un tanto que desear, y todavía más cuando se está acostumbrado a una dieta de pescado crudo y carne de tortuga viva arrancada directamente de la concha.
Esto es Hollywood.
«No te hagas demasiadas ilusiones», le había aconsejado Karloff en una ocasión, mientras comía sushi al poco de llegar a Hollywood lleno de ambición y optimismo; y Lugosi, que en la época en la que la criatura había iniciado su carrera cinematográfica ya era adicto a la morfina y la metadona, todavía había tenido menos pelos en la lengua: «Te fan a yoder una fes sí y otra tamfién», le había asegurado con su fuerte acento húngaro. Ambos estaban encasillados por culpa de su papel más popular. La criatura había dado por hecho que, a pesar de tenerlo todo en contra, en su caso conseguiría evitarlo; pero durante esas tardes abrasadoras en el estanque, cogiendo agua con la mano de tanto en tanto para humedecerse las branquias, había empezado a reconsiderarlo. El agua era implacable y le devolvía permanentemente su reflejo: el cráneo calvo y encostrado con percebes, los ojos hundidos bajo las protuberancias de recio hueso, los colgajos de carne cubriendo las agallas del cuello… Ni por asomo madera de protagonista.
Y pensar que él había sido el rey de su pequeño mundo, de la inmensa y sombría laguna Negra sobre cuya superficie se inclinaban las ramas de árboles gigantescos… E incluso del poderoso Amazonas, en el que las anacondas se deslizaban por las aguas llenas de lamas; los caimanes se sumergían sigilosamente en la corriente dando coletazos; y siluros del tamaño de Chevrolets rebuscaban por el fondo musgoso. Y no nos olvidemos de la selva, húmeda, fétida y putrefacta, atronadora con el estruendo quitinoso de millones de insectos. Pero en lugar de en su reino ahora estaba aquí, en el sur de California, pasando los días sumergido en un estanque que le llegaba por la cintura, y durmiendo por las noches en una descomunal bañera en un horroroso apartamento.
Tales son las reflexiones en las que está sumida la criatura cuando un miembro del equipo —Bill, un ayudante de producción que está tratando de abrirse camino en el mundo del cine para llegar a ser técnico de iluminación— baja hasta el estanque para informarle de que Jack ha terminado de preparar la siguiente toma así que tiene que regresar al plató para pasear dando tumbos por la cubierta del Rita (que ni siquiera es un barco de verdad, sino tan solo una réplica barata instalada en uno de los platós cerrados de las instalaciones de la Universal) y acosar a Julie Adams durante más o menos otra hora. Ella es la auténtica reina de los gritos, Julie, no hay otra igual, y en la vida real también es bastante agradable; de vez en cuando incluso baja hasta el estanque para charlar entre toma y toma. De hecho, todos son bastante agradables. Hasta Jack es un buen tipo, a pesar de que siempre está dándole la lata con que se tiene que concentrar en sus motivaciones cuando bastante tiene él ya con conseguir situarse en la marca que le corresponde en cada momento. A decir verdad, la criatura ya no se desvive por el trabajo, pero ha firmado un contrato con la Universal, que su agente (que, a todo esto, raro es que le devuelva las llamadas) asegura no hay manera de romper.
Así que la criatura sale a duras penas del estanque y camina pesadamente de vuelta al plató, intentando no pensar en que podría decapitar a Bill con un solo golpe de esa garra que tiene por mano. Intentando no pensar en que una parte de él desea hacerlo.
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Las cosas no tenían que haber tomado este cariz.
Nunca reconocemos la felicidad hasta que se desvanece, así es como lo ve la criatura. El presente siempre nos parece un desastre. Hasta que no se marchó de la laguna no se dio cuenta de lo a gusto que estaba allí. En Hollywood añora esas aguas sombrías. Algunas noches, con la cabeza apoyada en el fondo de la bañera rebosante y los pies palmeados colgando por los laterales hasta rozar el recubrimiento de vinilo del suelo que se está despegando, incluso sueña con ella. Ahora le parece el culmen de la perfección: el lecho turbio donde se cobijaba durante horas entre ondulantes frondas de plantas cuyos nombres desconoce, y el pasaje oculto que llevaba a su rocosa guarida subterránea. Con su blindaje de escamas, inmune tanto al jaguar como a la piraña, cazaba tanto por las orillas llenas de vegetación como por los lóbregos abismos, atrapando monos araña que gritaban desde las ramas y deleitándose con los enormes peces que se deslizaban por las sulfurosas profundidades de la laguna. Incluso rememora esa vida de aislamiento con melancólica pesadumbre. Lo que le había parecido soledad —nunca había conocido a otro de su especie— ahora le parece autonomía; cuando el barco que anunciaba su expulsión del paraíso se adentró humeando en la laguna aquella primera vez, se había acercado a él con una curiosidad que ahora le parece locura.
En sus planes no entraba abandonar la laguna Negra, pero la vida siempre da giros inesperados: cazadores furtivos de caimanes en este caso, aunque eso es algo que entonces no sabía. Lo que lo había fascinado había sido el barco, anclado en una ensenada moteada por el sol. Lo había tomado por algún tipo novedoso de criatura, y dado que ningún morador del Amazonas representaba una amenaza para él y de que a la sazón recibía con los brazos abiertos cualquier novedad, no se lo había pensado dos veces y se había aproximado a ese espécimen.
Cuando la embarcación apareció en la laguna, resoplando y apestando a gasolina, él estaba nadando de espaldas, con el rostro vuelto hacia el sol. Al verla, se sumergió en el agua salpicada de destellos de luz, emergió a la sombra del barco y raspó la quilla oxidada con una garra. Para cuando vio la red ya era demasiado tarde. Se encontró atrapado. Presa del pánico, comenzó a arañarla, y hubiese conseguido liberarse de no haber reaccionado tan rápidamente los cazadores furtivos, que lo izaron y sacaron fuera del agua cuando sus uñas ya estaban abriendo largas rasgaduras en la malla de cuerda.
—¡Dios! —gritó uno de los hombres retrocediendo estupefacto.
—¡Joder!, ¿qué coño es ese bicho? —exclamó su compañero alargando la mano hacia un arpón (diálogo que la criatura no reconstruiría hasta más tarde).
La criatura estaba pensando exactamente lo mismo. ¿Qué podían ser esos reflejos blandengues y deformes de su propio ser escamoso?, se preguntaba.
Entonces el arpón se clavó en su hombro y cayó al agua sacudiendo brazos y piernas. Nunca había sentido un dolor tan agudo. Cuando reapareció en la superficie estaba inconsciente, y al despertar se encontró prisionero tras unos barrotes de acero.
Los furtivos no eran tontos; podían ser unos tipos malhablados, mugrientos y con barba de varios días, pero de tontos no tenían ni un pelo. Tres veces al día le arrojaban un pez todavía coleando por entre los barrotes de la jaula. Cuando vieron que el cubo de agua que le habían dejado para beber se lo volcaba por encima de la cabeza, cayeron en la cuenta de que necesitaba humedecerse las branquias con regularidad. Así que, utilizando uno de los garfios de repuesto, cada hora le introducían en su prisión un nuevo cubo con agua. El resto del tiempo lo pasaba acurrucado en un rincón, gimoteando. Al principio se sintió dominado por los miedos que en él despertaba su estancia en el barco: el rugido del motor, la fetidez de sus propios excrementos, los extraños rostros (si se podía llamar rostros a esas parodias fofas de sus propios rasgos batracios) que lo observaban boquiabiertos desde el exterior de la jaula. Aunque, como a todo se acostumbra uno, para cuando anclaron en la cabecera del río en Perú, su terror se había reducido hasta convertirse en un amortiguado borboteo de ansiedad.
¿Qué le esperaba ahora?
Para él era imposible, al menos por aquel entonces, ponerse en lo peor. Podía haber sido vendido a un instituto de biología marina, donde más tarde o más temprano los científicos lo hubiesen terminado diseccionando para ver qué tenía en su interior (el conocimiento rudimentario que tiene la criatura de los científicos proviene sobre todo de las películas de miedo; por lo que él sabe, todos los científicos están locos). Podían haberlo vendido a un zoológico, donde hubiera pasado el resto de su vida chapoteando en una charca mientras los niños lo miraban embobados y le arrojaban por entre los barrotes cucuruchos de helado a medio comer. Sin duda estas opciones hubiesen resultado más lucrativas. No obstante, los cazadores furtivos no estaban por la labor de revelar los motivos que les habían llevado a navegar por el Amazonas, de modo que en lugar de eso fue vendido a un hombre que andaba por la zona en busca de criaturas a las que exhibir como fenómenos de feria. Fue enviado al norte, donde fue revendido, en esta ocasión a la Feria Ambulante Southeby e Hijos, un negocio de baja estofa que recorría el circuito del suroeste entre primavera y otoño y que, al igual que la mayoría de las ferias que operaban en Estados Unidos, invernaba en Gibsonton (Florida).
Y allí encontró de nuevo la felicidad —o algo parecido, al menos—, aunque en aquel momento no la reconociese. Para entonces ya estaba bastante domesticado. Tras arañar con sus garras en el hombro a uno de los furtivos, había entrado en juego una picana, y tres o cuatro aplicaciones de la misma habían bastado para apaciguarlo. Así que cuando llegó a Southeby e Hijos ya fue capaz de amoldarse. Además, encajó perfectamente con el resto de fenómenos de feria. Ellos también eran únicos: el Esqueleto Vivo, la Mujer Gorda (gorda a duras penas le hacía justicia), Daisy y Violet, las Gemelas Siamesas, y otra media docena que comprendía enanos, mujeres barbudas y el Niño Simio; una especie de comunidad, una familia que mitigó esa soledad que en su viejo hogar de la laguna Negra era algo ineludible.
Y no solo eso, sino que tenía un acuario vertical de cristal que podía considerar su morada; más pequeño de lo que le hubiera gustado, eso era verdad, pero rebosante de agua. Southeby lo había bautizado el Hombre Batracio, y el número en el que era exhibido le resultaba bastante descansado: podía limitarse a flotar por debajo de la superficie del agua verde, o impulsarse y emerger para respirar un poco de aire fétido (el Niño Simio no era demasiado escrupuloso en lo relativo a la higiene personal), o incluso echar una cabezadita cuando le apetecía. Entre él y Daisy floreció algo parecido a un romance —que no llegó a consumarse, puesto que los órganos sexuales de la criatura, si es que los tenía, eran incompatibles con los de los seres humanos—, con gran consternación por parte de Violet, en la que sin motivo aparente se despertó una repentina y pertinaz antipatía hacia él. Fue Daisy quien le enseñó a hablar, aunque sus cuerdas vocales, en absoluto adaptadas al habla humana, hacían que su voz sonara gutural e ininteligible a los oídos no acostumbrados. Además, durante los inviernos que pasaban en Gibsonton disfrutaba de cierta libertad, quizás lo que más apreciaba. Un simple paseo de algo más de kilómetro y medio lo llevaba a la playa, donde en ocasiones haraganeaba durante horas en las cálidas y salobres aguas del golfo de México.
Y así hubiese podido pasar el resto de su vida, o al menos unos cuantos años más, aunque ¿quién sabía cuánta existencia le quedaba por delante? No recordaba ni su nacimiento ni la época anterior a su pleno desarrollo. Era como siempre había sido y tal vez siguiese siendo siempre. No obstante, el descontento se apoderó de él. Esa aversión de Violet a la que le era imposible escapar ensombrecía en todo momento el cariño que Daisy y él compartían; su tanque cada vez le resultaba más angosto; e incluso los períodos que pasaba en las aguas del golfo le parecían demasiado breves, limitados por los nueve meses de carretera en un periplo que era una huida hacia delante: timando al público en un pueblo y largándose a toda prisa al siguiente. Los meses que transcurrían entre un invierno y otro —con las brillantes luces de las atracciones, los seductores reclamos de los pregoneros, el olor dulzón a algodón de azúcar y churros— se volvieron opresivos.
De modo que cuando se le presentó la oportunidad de escapar, personificada en un agente de Hollywood de segunda categoría que se detuvo ante su tanque, la criatura no la dejó escapar. El agente se tomó el tiempo necesario para descifrar su voz rasposa, notó su descontento y lo convenció para que probara suerte en la gran pantalla. Después de todo, en Los Ángeles tendría la playa cerca todo el año, y él ya estaba metido en el mundo del espectáculo. Si no se adaptaba al estrellato siempre podía regresar al circuito de las ferias. Y así fue como la criatura firmó un contrato y se unió a la nómina de actores de la Universal. No había contado con ser encasillado como, bueno, como el monstruo de la laguna Negra, y tener que nadar de aquí para allá todo el tiempo, impulsándose con sus pies grandes y correosos en pos de alguna belleza núbil con los brazos escamosos tendidos hacia ella. No había contado con que lo confundiesen con un especialista enfundado en un traje de caucho. No había contado con la bañera ni el horroroso apartamento.
Pero sobre todo, con lo que no había contado había sido con Julie Adams.
Esto es Hollywood.
Tal como dijo Bela Lugosi, «Te fan a yoder una fes sí y otra tamfién».
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La criatura ha empezado a pensar que tal vez esté enamorado de Julie Adams.
—¿Te sientes solo? —le pregunta Julie uno de esos días en que se ha acercado al estanque.
Él está flotando de espaldas en medio de un grupo de espadañas, sin dejar de observarla a través de la cortina de tallos ligeramente inclinados. Él sabe demasiado bien lo que es sentirse observado por todo el mundo. Cada vez que sale de su apartamento, la gente se lo queda mirando. Ha aprendido a no prestar atención cuando de tarde en tarde alguien lo llama con un «¡Eh, tú, el hombre-pez!», y ya no se detiene para explicar que no es un pez sino un anfibio. Aunque esas burlas le han afectado. Si no tendrá algo de caníbal, ha empezado a preguntarse cada vez que se zampa un taco de pescado o pincha con la garra un rollo de sushi —con sus dedos palmeados, ni pensar en palillos o en cubiertos de plata—. La verdad es que este es otro motivo por el que ha renunciado al catering del plató: nota que la gente prefiere no verlo comer. A la hora de sentarse a la mesa no ha abandonado por completo sus costumbres asilvestradas. Engulle los alimentos, se relame los enormes labios rojos y mastica con la boca abierta y con pegotes asquerosos de comida entre los colmillos. Un espectáculo no demasiado agradable. El estudio no ha hecho caso a sus peticiones de abastecer el estanque de mojarras de agallas azules y siluros para poder comer en privado, y antes que protestar —dada la negligencia de su agente una vez más— opta por pasar hambre. Cree que el hambre agudizará sus motivaciones hostiles en la película; se ha convertido en discípulo de Stanislavsky.
Resumiendo, la criatura ha comenzado a aceptar las normas de Hollywood. Ya no ve belleza alguna en los fenómenos de feria que fueron sus compañeros (ahora, la mera imagen de Daisy le provoca aversión), pero sí que ha descubierto la belleza de Julie Adams, una morena alta y pechugona que en las escenas que comparten se pasa la mayor parte del tiempo enfundada en un bañador blanco de una pieza que acentúa sus considerables curvas. No tiene la certeza de que lo que siente sea amor —el amor es un concepto relativamente nuevo para él—, pero sabe que espera con impaciencia las ocasionales visitas de la actriz al estanque; que el sonido de su voz le acelera el corazón; que a veces le cuesta conciliar el sueño por las noches, y no solo porque con su cresta dorsal le resulte imposible encontrar una posición cómoda en la bañera. No, le cuesta conciliar el sueño porque no puede dejar de pensar en Julie Adams.
¿Se siente solo? En una palabra: sí.
Pero la pregunta merece ser respondida con más detenimiento. Avanza flotando hasta salir del espadañal y brinda a Julie toda su atención. Tal vez ella haya empezado a sospechar los sentimientos amorosos de él, porque últimamente se envuelve en un grueso albornoz blanco antes de bajar al estanque. Aunque tal vez lo único que pasa es que tiene frío. Es difícil de saber.
—¿Solo? —repite él, odiando el inhumano tono rasposo de su voz, que no puede evitar comparar con el timbre claro e intenso de Richard Carlson, la (seamos realistas) estrella de la película, a pesar de que sea la criatura a la que califiquen como tal.
Se impulsa con una lánguida patada para volverse hacia Julie, que está sentada en la orilla con las rodillas dobladas hacia el pecho y los brazos alrededor de las piernas. La criatura no puede evitar clavar la mirada en los tobillos desnudos. ¿Solo?, continúa cavilando sobre la pregunta.
—Sí, eso.
—No es algo sobre lo que haya pensado demasiado, la verdad.
—Bueno, como no hay otros de tu especie, ¿verdad?
—No que yo sepa —responde él rememorando la sublime soledad de la laguna Negra.
—Entonces te debes de sentir muy solo. Es algo que a mí no me gustaría.
—Ya no estoy solo. —La insinuación de que él se ha convertido en un compañero de la raza humana en general y, quizás, ojalá, de Julie en particular.
—A veces creo que todos estamos solos —continúa ella sin captar lo que él está dando a entender—. Hasta el último de nosotros. ¿No te parece?
La criatura logra componer un gesto de aceptación trágica con sus prácticamente inamovibles facciones.
—Supongo que lo estamos —concede—, pero si consigues encontrar a alguien a quien amar…
—Me imagino que tienes razón —lo interrumpe ella—. Pero para ti tiene que ser especialmente difícil. No eres humano, pero tampoco eres… no humano, no sé si me explico. —Julie suspira y apoya la barbilla en las rodillas—. Dick dice que eres el eslabón perdido.
Ella parece no percatarse de la crueldad de esa afirmación, pero él ya se ha acostumbrado a ese apelativo, de la misma manera que se ha acostumbrado al de «hombre-pez». Si lo piensa con frialdad, su conclusión es que efectivamente está situado entre sus antepasados pisciformes y los humanos modernos, pero no le entusiasma lo que el mote sugiere sobre el lugar que ocupa en el espectro evolutivo.
Disgustado, se lanza a nadar de espaldas; arquea el cuerpo elegantemente hacia atrás, se sumerge y bucea, con el blindaje de escamas del vientre rozando el enlodado fondo del estanque (¡ay, cómo añora las profundas simas de la laguna Negra!). Cuando emerge de cara a Julie en el otro extremo de la superficie tornasolada se encuentra con que ella ya se dirige de regreso al plató. Desde el borde del agua, Bill lo está llamando por señas. Deben de estar a punto de retomar el rodaje. Con un suspiro, la criatura nada a braza hacia la orilla. El otrora flagelo del Amazonas ha quedado reducido a un secundario en su propia historia.
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Porque esta es en efecto su historia. O eso es lo que se suponía que iba a ser.
En los anales del cine no es esto lo que consta, sino que el origen de la película se atribuye a Maurice Zimm, a pesar de que este hizo poco más que transcribir lo que la criatura le había narrado durante una serie de entrevistas que se desarrollaron con ella repantingada en la piscina del productor William Alland. Así es al menos como lo recuerda la criatura, que de haber podido hubiese mecanografiado el guión con sus propias manos. Esta labor recayó en dos veteranos guionistas de Hollywood, competentes aunque no particularmente brillantes: Harry Essex y Arthur Ross. Cuando el borrador final llegó a manos de la criatura, la incredulidad la dejó de una pieza. Los cazadores furtivos de caimanes se habían transformado en intrépidos paleontólogos; la laguna Negra, en un ruedo de horrores; la propia criatura (¡una víctima inocente!), en un monstruo feroz. Casi en lo único en lo que el trío de escritores había atinado había sido en dotar a la historia de un elemento romántico; de no haber sido así, la criatura cree que tal vez nunca hubiese llegado a conocer a Julie Adams.
—Me niego —se plantó la criatura—. Antes me vuelvo a la feria. ¡Qué digo!, ¡me vuelvo al condenado Amazonas!
Su agente —un hombrecillo apocado de cabello ralo llamado Henry Duvall— sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.
—Has firmado un contrato.
—Yo no he firmado nada —masculló la criatura—. Ni siquiera puedo coger una pluma.
—Lo firmé yo en tu lugar en presencia de dos testigos y un notario. Lo que para el caso es lo mismo.
Pie para Bela Lugosi…
Así que la criatura se presentó en el plató como le ordenaron, subió a bordo del Rita para aterrorizar a Julie como le correspondía, se acobardó ante las poses viriles de Richard Carlson (como le correspondía)… y se enamoró.
—El amor —le dice a Karloff mientras deambula por el espacioso despacho del actor.
Karloff lleva ya mucho tiempo instalado en el estrellato. Vive desahogadamente en Los Ángeles y trabaja con regularidad, aunque sigue encasillado como icono del género de terror. Menos corpulento de lo que la criatura se había esperado —le saca un buen medio metro—, a sus sesenta y muchos años Karloff sigue siendo un hombre esbelto y atractivo, con el cabello oscuro tiñéndose de plata. Casado en cinco ocasiones, tal vez no sea la persona más idónea a la que acudir en busca de consejo sentimental, pero las opciones de la criatura son limitadas. Con su película —primera entrega de una futura trilogía— todavía sin terminar, y por supuesto sin estrenar, ya ha empezado a darse cuenta de que ha hecho el primo. Si Boris Karloff no consigue escapar a ese papel que lo ha marcado, si este caballero encantador y amable continúa deambulando por el imaginario estadounidense con tuercas en el cuello y acompañado por los pisotones de sus botas de plataforma, entonces ¿qué posibilidades tiene él que ni siquiera puede despojarse de su disfraz? Su futuro no va a depararle óscar alguno, sino solo interminables secuelas de su entrega inicial de mentiras. El regreso del monstruo. El monstruo vengador. Incluso Abbot y Costello contra el monstruo, si las cosas van lo suficientemente mal (o bien, desde el punto de vista de la Universal).
—¿El amor? —repite Karloff. Se recuesta en la butaca y forma un triángulo con los dedos—. El amor siempre es un asunto delicado.
—Háblame de él —le pide la criatura.
—Si tu amor no es correspondido —Karloff conserva un rastro de su acento británico nativo, una ceremoniosidad refinada—, entonces no puedes hacer gran cosa.
Este no es el consejo que ha venido buscando. No es ni siquiera un consejo, sino tan solo la constatación de un hecho. La criatura ha empezado a sospechar que detrás de las visitas de Julie al estanque no hay más que mera amabilidad. Después de todo, ve cómo mira a Richard Carlson, la ve humedecerse los labios y contemplarlo con adoración. Carlson es bastante amable con él, pero que sea amable no lo salva. Si bien las fantasías en las que, presa de la irritación, arranca la cabeza a Bill son esporádicas, las de violencia hacia Richard le queman en la imaginación, gélidas y puras. Le gustaría matarlo parsimoniosamente: atravesar cada uno de sus globos oculares con una de sus afiladas uñas, arrancárselos e introducírselos en la boca como si fueran gominolas; abrirle el vientre y devorar sus vísceras humeantes; arrancarle las extremidades una a una. Eso para empezar. A pesar de sus esfuerzos por reprimirlas, estas desagradables ensoñaciones retienen una intensidad innegable. Por mucho que él esté trabajando en una peli de miedo en blanco y negro y 3D, sus fantasías se proyectan en formato panorámico y Technicolor. A lo mejor esa es su verdadera naturaleza, salvaje e inmutable, antediluviana y, sí, la esperable en el eslabón perdido. Puedes sacar a la criatura de la selva, pero no la selva de la criatura.
Tiene la sensación de que ese no es el camino para ganarse el corazón de Julie.
Karloff carraspea antes de continuar:
—Te enfrentas a innumerables obstáculos, eso por descontado. No eres apuesto. No eres humano. Por lo que has podido averiguar hasta el momento, no eres capaz de procrear. Sin embargo, tal vez exista una posibilidad.
¿Una posibilidad? La criatura se detiene y se sienta frente a Karloff. Le gustaría recostarse, pero su maldita cresta dorsal se lo impide como de costumbre. Otro recordatorio de su inhumanidad. Pero así y todo, podría existir una posibilidad.
Es todo oídos.
—La belleza adopta manifestaciones muy distintas —explica Karloff—. Tal como dice el refrán: para gustos, los colores. Pero los colores acostumbran a resultar más armoniosos cuando el objeto en cuestión está integrado en su entorno natural.
—¿Qué quieres decir?
Karloff se inclina hacia delante y sonríe.
—Bajo el agua, amigo mío. El agua es tu medio natural.
Cierto. En su estanque del plató de la Universal, sumergido hasta la cintura y refrescándose con el agua que va cogiendo con una mano que parece una pala, tiene un aspecto ridículo. Sin embargo, en la laguna Negra surcaría las aguas con una gracia y belleza que ningún hombre podría aspirar a igualar. Igual de mal preparados están los seres humanos para vivir bajo el agua como lo está él para adaptarse a una existencia exclusivamente terrestre. Torpes y mal pertrechados para la vida submarina, los hombres se enfundan en trajes de buceo que no son más que una patética imitación de su brillante piel. Tienen aletas de goma donde él tiene pies, y pesados tanques de oxígeno y respiradores en lugar de sus agallas. Si él se arrastra jadeando por el plató de la Universal, del mismo modo su adversario en el amor se arrastrará —bueno, chapoteará torpemente— bajo la superficie. En el agua, la belleza de Richard Carlson no será más que una insignificancia. Dado que viajar a la laguna Negra tiene un coste prohibitivo, está previsto que las escenas submarinas se rueden en Wakulla Springs (Florida), un regreso a su amado golfo de México (sí, se ha informado sobre las localizaciones del rodaje), la mayor red de grutas de agua dulce del mundo; no será su amada laguna, pero es la segunda mejor opción. Rebosante de un optimismo renovado, le da las gracias a Karloff y se marcha.
El mismo optimismo que lo sostiene durante el viaje hasta la otra punta del continente, ladeado incómodamente en el asiento (su cresta dorsal una vez más) y con la mirada clavada en las hélices desdibujadas. A mitad del vuelo, Julie se acerca por el pasillo y ocupa la butaca contigua a la suya. Se inclina por encima de él para mirar por la ventanilla, tan cerca que la criatura huele el ligero aroma a lavanda de su perfume.
—¿Verdad que es precioso? —dice ella, contemplando las verdes colinas que van quedando atrás bajo las nubes empujadas por el viento—. Me hace acordarme de la película.
—¿Y eso? —se interesa la criatura que no encuentra una conexión clara.
—Bueno, como al mirar así desde aquí arriba todo se ve tan profundo, tan… dimensional… Supongo que algo así será lo que experimenten los espectadores cuando de pronto nos vean salir nadando de la pantalla.
Vaya, el 3D. Si no se lo han dicho mil veces no se lo han dicho ninguna. Alland confía en que la película sea un éxito gracias a dos factores: los realistas efectos especiales del monstruo (que por supuesto que van a parecer realistas, ¡solo faltaría!, rumía la criatura), y el empleo del 3D, en la que es la segunda película de la Universal que se va a estrenar con el innovador formato. Pero justo en ese momento se da cuenta de que Julie se ha quedado dormida sobre su hombro, y se pregunta si también él puede tener una vida tridimensional.
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Wakulla Springs no defrauda en absoluto sus expectativas. Tiene sus defectos, por supuesto. El entorno podía haber sido más tropical (lianas, higueras estranguladoras y árboles con raíces aéreas), pero también hay mucho por lo que puede sentirse agradecido. Los aligátores que se adentran en las turbias aguas recuerdan a los caimanes de la laguna Negra; los voluminosos manatíes, los siluros y los pirarucús de cerca de tres metros, también abundantes en sus aguas natales; el fragor de los insectos; el continuo estruendo de la selva. Y los propios manantiales son tal como los había soñado: abisales y llenos de grutas. A sabiendas de que no es buena idea —teme perder sus últimos rasgos de humanidad a ojos de Julie— prescinde de la fachada de su caravana y deserta por completo del catering del plató. De hecho, medio deserta de la película. Cuando Jack envía a Bill a llamarlo al rodaje, la mayor parte de las veces no lo encuentra porque anda recorriendo las profundidades. Explora la red de cavernas a la búsqueda de una gruta rocosa como la que tenía en el Amazonas. Dormita entre las corrientes frías y profundas, allá donde ningún ser humano puede seguirle. La abundancia de presas le permite atiborrarse de pescado crudo envuelto en una nube de sangre ictícola. Es una buena vida, o al menos mejor que la anterior, pero no es feliz (o si lo es, no reconoce la felicidad). Sufre al no conseguir sacarse a Julie de la cabeza; es como si una escama inflamada lo estuviese atormentando bajo una protuberancia de su pecho acorazado.
A la postre, Jack lo convoca a una reunión. Al igual que Karloff, Jack es un tipo amable. Lo de enfadarse no es lo suyo, aunque la criatura es obligada a permanecer de pie chorreando sobre la alfombra de la caravana del director mientras escucha la moderada reprimenda de este. En cierta manera, eso lo hace sentir peor, esa bondad de Jack.
—No me dejas otra opción —lo amonesta el director—. Tenemos un calendario ajustado. Sabes bien que no estamos rodando Lo que el viento se llevó.
—Va a ser una buena película —asegura la criatura.
—No he dicho que no lo vaya a ser. Lo que digo es que como no cumplamos la fecha prevista para el estreno tanto tu carrera como la mía estarán en la cuerda floja.
—Tu carrera —dice la criatura con su áspera voz—. ¿Qué clase de carrera me espera a mí, Jack?
—Eres único. Cuando la gente vea esta película te lloverán las ofertas.
—No me trates como a un niño, Jack. Los dos sabemos que solo hay un papel que pueda interpretar.
—Supongo que tienes razón —conviene el director con un suspiro—. En cualquier caso, esta va a ser una buena película y tendrás la oportunidad de volver a interpretar este mismo papel.
La criatura se ríe sin alegría, prisionera de un dilema que incluso sus colegas humanos comparten con ella, atrapada para siempre en la cárcel de su propio yo. Se imagina que ahí reside el atractivo de ser actor: la oportunidad de convertirse en otra persona, aunque solo sea durante un breve lapso. ¿Y no es eso lo que él está haciendo en la película?, ¿jugar a ser lo que no es? Él no es un monstruo, nunca lo ha sido. Si la gama de papeles que puede interpretar es limitada, si está condenado a ser el monstruo de la laguna Negra… bueno, así es Hollywood. Piensa en Karloff y Lugosi. ¿Cómo desea acabar? ¿Quiere aceptar su destino de buen talante o clamar contra él de por vida, domeñado por las drogas y la amargura? ¿Qué diferencia hay entre ser el monstruo de la laguna Negra o un fenómeno de feria? No obstante, añora su hogar perdido. ¡Cómo odia a los furtivos culpables de su situación! También a ellos quisiera arrancarles los ojos. Y devorarlos.
Así que después de todo tal vez sí que sea un monstruo.
—Necesito que seas puntual —está diciendo Jack mientras todos esos pensamientos pasan por la cabeza de la criatura—. Los rodajes submarinos son caros, sobre todo con el equipo 3D. Cada vez que no te presentas donde deberías estar nos cuestas dinero.
—Lo siento, Jack.
—Ya sé que te resulta difícil. Nadie ha dicho que actuar fuera sencillo. Fíjate en Brando. Canaliza tu ira hacia el papel. Necesito que seas el monstruo que sé que puedes ser.
No acaba de entender lo que Jack intenta decirle. Ya ni siquiera sabe quién, o qué, es. A pesar de ello, se promete a sí mismo que tratará de interpretar algo más complejo que un monstruo de película de serie B; que probará a utilizar no solo su furia y resentimiento, sino también su pasión por Julie. Se promete hacerlo mejor.
Y lo cumple.
Se presenta puntualmente tal como le han pedido. Se queda en el plató entre toma y toma e intenta charlar de trivialidades con el equipo. Aunque, en realidad, ¿de qué van hablar? Él es un anfibio de dos metros y medio, con manos y pies palmeados, y recubierto de placas óseas, y podría destripar a cualquiera de ellos de un zarpazo. Da igual que sea o no un monstruo, para ellos lo es.
Aunque no para Julie, o eso es lo que se dice a sí mismo. A lo mejor Karloff tiene razón: emplazado en su entorno natural, ella parece percatarse de su gracia innata. Hasta parece compartirla. Sin el obstáculo de los voluminosos tanques de oxígeno que requieren los papeles masculinos, Julie surca las aguas. Y entre toma y toma prescinde del albornoz con el que había cogido la costumbre de envolverse en el plató de la Universal, como si nadar juntos los hubiera unido. De todos los actores de la película, ella es la única que parece sentirse a sus anchas con él. Cada vez pasan más tiempo charlando. Mientras él holgazanea en los bajíos, ella le habla de su reciente divorcio y de su infancia en Arkansas; le habla de sus primeros días en Hollywood, cuando trabajó como secretaria mientras recibía clases de dicción. Sin embargo, ella también puede ser atrozmente cruel.
—Tienes suerte —le dice Julie—. Nunca has tenido que luchar por tus sueños.
Él casi no sabe qué responder. ¿Qué más da que la Universal lo fichara en cuanto William Alland lo vio? A diferencia de ella, él nunca interpretará otro papel en su vida; ni todas las clases de dicción del mundo cambiarán su ronco vozarrón inhumano. Ya ni siquiera está seguro de aspirar a nada más. ¿Al estrellato?, ¿a la libertad?, ¿a regresar a la laguna Negra? En sus sueños coge a Julie entre sus brazos y se la lleva al Amazonas, donde le descubre todas las maravillas de su vida pasada: la espléndida soledad de la laguna Negra, las perezosas corrientes del gran río, los misterios de la jungla crepuscular…
Es posible que esta recién descubierta intimidad esté detrás de la belleza de ensueño de las escenas de Wakulla. En los copiones, Julie surca la superficie de las aguas, con el fulgor de su bañador blanco fulminando la penumbra como una luz divina. El monstruo está al acecho, debajo de ella, medio escondido entre las ondulantes frondas de la flora acuática, extasiado ante la belleza etérea de la mujer. Sus manos palmeadas cortan las aguas. Burbujas que ascienden hacia la superficie brotan con cada una de sus patadas. Mientras Julie nada, él se desliza atravesando las aguas, subiendo cada vez más, hasta quedar nadando de espaldas por debajo de ella, aproximándose a toda velocidad: cuatro metros, dos metros, menos; su rígido rostro congelado en una expresión de deseo imposible. Alarga tentativamente una mano para rozarle el tobillo mientras Julie patalea en el agua en posición vertical, y la aparta en el último momento, tan amedrentado en el celuloide como en el mundo real ante un posible rechazo. Si no te arriesgas, no puedes perder; o todavía peor, piensa, si no te arriesgas, no puedes ganar. Una sensación de desesperación inconsolable se apodera de él. En las imágenes proyectadas en la pantalla, es en ese momento cuando se percata de la imposibilidad de establecer una conexión entre sus mundos. Ella es una criatura de la luminosa superficie del planeta; él, de las umbrías profundidades submarinas.
Jack alaba el anhelo mudo presente en su interpretación.
No obstante, la película trae de cabeza al director. Incapaz de conseguir acoplar satisfactoriamente las evocadoras escenas submarinas al prosaico metraje de Los Ángeles, pide permiso al estudio para repetir algunas tomas, permiso que le es denegado. Por primera y única vez, la criatura lo ve enfadado, su rostro una máscara de furia. «Esta podría haber sido mucho más que otra maldita película de monstruos», exclama Jack en la caravana en penumbra que hace las veces de sala de proyección mientras arroja por los aires las gafas 3D que tenía sobre la nariz. Incluso este gesto de irritación hace destacar la inhumanidad de la criatura. Solo y en la última fila, él debe sujetarse delicadamente las gafas con ambas garras. Su nariz plana carece de puente sobre el que apoyarlas, y tampoco tiene oídos externos donde puedan ser encajadas. Todo en él es hidrodinámico y adaptado a su existencia submarina.
La criatura aplasta las gafas de cartón con uno de sus pies palmeados. Sale de la caravana dando un portazo que hace que el metal de la puerta lance un aullido de sufrimiento al combarse, y corre adentrándose en la noche iluminada por la luna. Julie lo alcanza a mitad de camino del agua.
—Espera —le dice—. Espera…
La voz de ella se atasca al llegar al punto donde debería estar su nombre, porque, claro está, él no tiene nombre, ¿verdad? Él es la criatura, el monstruo de la laguna Negra, el Hombre-Batracio, nada más. No ha habido nadie que le pusiera un nombre (ni siquiera los otros monstruos de la feria) y a él nunca se le ha ocurrido. No habría sabido por dónde empezar: ¿Fred?, ¿John?, ¿Earl?… Esos nombres humanos los siente pesados en la lengua, inapropiados para describir a… un engendro, una criatura malvada, un monstruo inhumano… ¿Cómo aparecerá en los créditos de la película? En el papel del monstruo, el monstruo.
—Espera —insiste Julie—. Criatura, espe…
Se gira para quedar frente a ella, con su manaza levantada y a punto de golpear.
—No —susurra ella, y él se refrena.
Durante un instante todo pende de un hilo. Luego la criatura baja la mano, se da media vuelta y camina pesadamente hacia el agua, con sus enormes pies haciendo plof, plof contra el suelo. Nota que algo se ha roto en su interior. Las palabras de Jack («otra maldita película de monstruos») resuenan en su cabeza. Eso es todo lo que él es, ¿verdad? Un monstruo. Un monstruo que en un arrebato de furia y de tan solo un zarpazo le hubiese arrancado la cabeza de los hombros a la mujer que ama. Un monstruo que presa de la ira hubiese sido capaz de alimentarse de la sangre de ella. Hubiese llorado, pero incluso ese simple consuelo humano le es negado. Siente la llamada de las aguas oscuras.
—Espera —repite Julie—. Por favor.
Se vuelve hacia ella casi en contra de su voluntad. Julie está a unos tres metros. A la luz de la luna, las lágrimas destellan sobre sus mejillas. Detrás de la actriz, los hombres (Jack, Dick y Richard Denning, el tercer protagonista) se recortan contra el haz de luz dorada que escapa por la puerta destrozada de la caravana.
—¿Por qué? —pregunta él, conocedor del destino funesto que le espera si se queda.
—Porque… porque te amo.
Así que Karloff tenía razón. Durante un instante, la felicidad —una satisfacción plena y duradera que ningún simple humano puede concebir— lo embarga como si se tratara de una bendición. Pero ¿hasta qué profundidades puede llegar el amor, con sus extrañas corrientes y dimensiones? se pregunta. ¿Cuál es su precio? ¿Y está él dispuesto a pagarlo? Entonces se acuerda de una frase de otra película de monstruos, una que Jack le proyectó en la sala de preproducción: «Fue la bella la que mató a la bestia».
Esto es Hollywood.
Te fan a yoder una fes sí y otra tamfién.
—Yo también te amo —dice con su vocejón inhumano.
Y justo en ese momento, en su corazón, se desdice de esa declaración, rechaza el amor y renuncia a él. Por Julie. Por él mismo. No será el monstruo que ama. No será el monstruo que muere. No será su fenómeno de feria, su engendro. No se les aparecerá en sus pesadillas. Que terminen la jodida película con un hombre en un traje de caucho.
Le da la espalda a Julie y se adentra en el agua, en cuya superficie cabrillea la luna. El manantial le da la bienvenida al hogar, y le cubre espinillas y muslos antes de que el fondo se hunda en picado bajo sus pies, y entonces la criatura se zambulle. Ha estudiado las localizaciones, ha explorado la red de cavernas de Wakulla Springs: de aquí al río Wakulla, luego al Saint Marks y a la bahía Apalache, y de ahí al golfo de México. La llamada de la laguna Negra atraviesa miles de kilómetros y llega hasta él, así que emprende el camino hacia su hogar, sabiendo ahora cuán fugaces son los anhelos del corazón, sabiendo que también Julie se irá diluyendo en su memoria, que este momento perfecto se perderá, esta felicidad se desvanecerá para siempre en el pasado.
Copyright © 2013 Dale Bailey
Hola, Marcheto. Ocurre algo raro en el texto del primer párrafo (al menos en mi tableta): «…algo bastante habitual. El deja un tanto que desear, y …».
Muchas gracias por el relato. Saludos
Solucionado. Gracias por avisar.
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