Los planetas invisibles, de Hannu Rajaniemi – Especial Calvino VII

Hannu Rajaniemi es un autor de ciencia ficción y fantasía finlandés, aunque afincado en la actualidad en Estados Unidos, que compagina su carrera como escritor con sus labores como director técnico en HelixNano, empresa de la que es asimismo cofundador.

En su faceta literaria destaca su serie de Jean Le Flambeur, compuesta por tres novelas de ciencia ficción dura, la primera de las cuales, El ladrón cuántico, está traducida al español (Alamut, 2013). No obstante, también le gustan las distancias cortas, como demuestra la veintena de relatos que, tras aparecer a lo largo de más de diez años en diversas publicaciones, se han recopilado recientemente en su muy interesante Hannu Rajaniemi: Collected Fiction (Tachyon, 2015), aunque me temo que hasta ahora tan solo uno de ellos estaba disponible en español: el estupendo «El servidor y el dragón», que forma parte de la antología Tiempo profundo (Alamut, 2014). Y si queréis saber más sobre Hannu, podéis pasaros por el blog Fantástica Ficción y ver y escuchar la extensa e interesante entrevista que recientemente le ha realizado Leticia Lara (eso sí, en inglés).

Los planetas invisibles (Invisible Planets) es un homenaje confeso y en clave de ciencia ficción a Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Este cuento se publicó por primera vez en la antología Reach for Infinity, editada por Jonathan Strahan (Solaris, 2014), y posteriormente se ha incluido tanto en la ya citada Hannu Rajaniemi: Collected Fiction, como en el volumen editado por Rich Horton con los mejores relatos de ciencia ficción y fantasía publicados en 2014. Por cierto, existen ligeras diferencias entre la versión publicada originalmente en Reach for Infinity y la que apareció un año más tarde en Collected Fiction. Esta traducción se corresponde con esta última.

Si todavía no habéis leído Las ciudades invisibles, confío en que este brillante relato rebosante de imaginación y lirismo sirva para convenceros por fin de que ya es hora de que le deis una oportunidad. Ambas obras comparten un mismo espíritu, una misma estructura y un mismo sentido de la maravilla.

Y ya por último, vaya mi agradecimiento muy especial para Hannu, porque fue este cuento el que me hizo pensar que yo también podía organizar mi propio y muy merecido homenaje a Italo Calvino, de ahí que me haga una especial ilusión que me haya permitido compartirlo con todos vosotros. Thanks a million, Hannu!

ACTUALIZACION I: Ya podéis descargar aquí el fichero con los formatos habituales para ebook (EPUB, FB2 y MOBI). Muchas gracias una vez más a Jean y Johan por su colaboración.

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Los planetas invisibles

Hannu Rajaniemi

(con mis disculpas para Italo Calvino)

Cuando pasa por Cygni 61, mientras se prepara para atravesar el abismo intergaláctico, la naoscura ordena a sus mentes subalternas que le describan los mundos que ha visitado.

En las vidas de las naoscuras, como en los viajes de cualquier embajador, siempre llega un momento en el que las carcomen las dudas. A medida que los neutralinos de la materia oscura se aniquilan entre sí en el hambriento núcleo de su propulsor Chown acercando cada vez más su velocidad a la de la luz, la naoscura se pregunta si su cargamento es de verdad digno de la Red y del Controlador. ¿Y si los presentes que lleva, los datos que tan meticulosamente ha recogido de los ecos electromagnéticos de jóvenes civilizaciones y de los cálidos sueños infrarrojos de las esferas Dyson, la información escrita sobre toneladas y toneladas de hebras de ADN que se retuercen hasta la saciedad y que almacenan petabytes en un solo gramo, no son más que un mensaje garabateado y lanzado en una botella, destinado a ser recogido por algún pescador de alguna costa desconocida para, a continuación, ser desechado por extraño y sinsentido?

Por eso —antes de que la implacable mano de Lorentz aplaste los relojes de la nave hasta el punto en que en cada tic y cada tac transcurran eones, y de que la mirada tachonada de estrellas del universo se comprima en un único y resplandeciente ojo que todo lo juzgue mientras se desplaza hacia el azul— la nave examina su memoria e intenta identificar un derrotero lo suficientemente ingenioso como para permitirle escapar a la corrosión de la entropía.

Durante los milenios de su viaje, la mente de la naoscura se ha expandido hasta llegar a convertirse en algo que necesita ser explorado y cartografiado. Los tesoros que contiene solo pueden ser descritos mediante metáforas, frágiles, engañosas y distantes, como espejismos. De forma que, cada vez más y más, de entre todos los agentes en esa sociedad en expansión que es su intelecto, la naoscura se descubre escuchando la voz de una minúscula mente secundaria, tan insignificante que apenas es más que una nómada perdida en un desierto, llegada de un sector de su mente tan remoto que perfectamente habría podido tratarse de una viajera de otro país que hubiese topado con un reino ancestral y exótico en el otro extremo del mundo, y que ahora se encontrara al servicio de un emperador omnipotente y curioso.

Lo que esa viajera brinda a la nave no son simulaciones ni estados mentales, sino palabras. Se comunica mediante símbolos, insinuaciones y susurros que activan vetustas conexiones en la mente de la naoscura, carreteras y ciudades brillantes divisadas desde su órbita; mapas de planetas ancestrales, dibujados con guturales sonidos simiescos.

LOS PLANETAS Y LA MUERTE

Los gobernantes del planeta Oya aman a los muertos. Han descubierto que los cadáveres de los cementerios hospedan bacterias xenocatabólicas que, tras ser modificadas de manera adecuada e integradas en el microbioma del intestino, prolongan extraordinariamente la vida de los oyanos. En Oya, los camposantos son fortalezas, protegidas con esmero frente a los Hombres de la Resurrección, esos jinetes temerarios que buscan microbios de la inmortalidad en el terreno que fertilizan los muertos del lejano pasado. Los oyanos más pudientes (ya únicamente vulnerables a accidentes y actos criminales) que continúan aferrándose a la tradición del enterramiento son inhumados en lugares secretos en féretros con trampas, armas sofisticadas y explosivos que protegen su última morada frente a dedos entrometidos.

El más rico y ambicioso de entre todos los oyanos no está enterrado en Oya, sino en Nirgal, el planeta rojo y sin vida que ha atraído a los oyanos desde el amanecer de los tiempos. Liberado de los grilletes de la edad y libre para ocupar sus milenios en proyectos insensatos una vez redimido de la cortedad de miras que aqueja a los mortales, construyó cohetes para viajar a Nirgal y erigir allí una gran ciudad, en las entrañas de profundas grutas que la protegerían de los inclementes rayos del sol.

Pero ningún otro siguió sus pasos, al preferir pasar sus prolongadas existencias fundidos en el mucho más acogedor abrazo de Oya y, por esto, durante los innumerables años de nuestro viaje transcurridos desde entonces, el propio Nirgal se ha convertido en un camposanto. Sus únicos habitantes son los viajeros que acuden a visitarlo desde otros mundos, que arriban en naves efímeras, visibles solo como formas transparentes en medio de los remolinos de polvo rojo. Ataviados con exoesqueletos que refuerzan sus frágiles cuerpos, exploran las infinitas grutas que aún hoy refulgen gracias a la tecnología todavía viva de los oyanos, y exploran el entramado de pisadas y huellas de vehículos que se entrecruzan sobre las arenas de Nirgal, dando cuidadosas instrucciones a sus mantos de niebla multiuso para que vuelvan a colocar cada partícula de óxido ferroso exactamente donde estaba, y de este modo preservar eternamente hasta la última huella de un pie oyano. No obstante, a pesar de dejar la superficie de Nirgal intacta, cuando regresan a sus hogares, de su visita a la tumba del inmortal oyano se llevan un ligero dejo a desesperanza, un recordatorio de su propia mortalidad postrera, por remota que pueda ser.

El propio Nirgal está vivo empero, porque las resistentes bacterias del cuerpo del oyano se adentran cada vez más en las profundidades del planeta rojo y edifican en la corteza sus propias ciudades porosas. Robadas a los muertos, ahora son ellas las que, paulatinamente, van apropiándose de Nirgal.

LOS PLANETAS Y EL DINERO

En Lakshmi, se sabe que el día del lanzamiento se aproxima porque el olor a levadura lo invade todo, ese aroma pegajoso a alcohol del día después, incluso antes de que la fiesta comience. El origen del hedor son las bacterias sintéticas que producen y expulsan nitrógeno en alambiques y biorreactores en garajes y patios traseros, porque en Lakshmi todo el mundo construye sus propios cohetes.

Cuando anochece, los cohetes se elevan como farolillos de papel en medio de un huracán, naranjas y brillantes, flamantes jirones dorados que se mecen y cabriolean, sus estampidos sónicos como cañonazos, transportando su carga al cada vez mayor anillo artificial que el planeta ahora luce con orgullo alrededor de su cintura. Los habitantes de Lakshmi solo los contemplan un instante, porque en cuanto las aletas de los cohetes desaparecen de la vista, todos echan mano al bolsillo y la noche se llena de rostros ávidos iluminados por el fuego más pálido y crudo de las pantallas de los smartphones, que muestras cifras crecientes.

Las chicas y chicos de Lakshmi no construyen sus artefactos empujados por un sentido de la maravilla ni por el deseo de explorar, sino por mero ánimo de lucro, porque en Lakshmi todo se compra con criptodivisas cuánticas extraídas del espacio. Los cohetes transportan cecas que capturan la aleatoriedad de los rayos cósmicos y la convierten en dinero, estampando cada moneda virtual con una tirada de dados de Dios, única, infalsificable y anónima. Las cecas envían las monedas a sus propietarios mediante estallidos de luz coherente y, de este modo, las noches de lanzamiento el cielo está plagado de estrellas nuevas, cada destello un tintineo en una cuenta bancaria.

Cada moneda de luz se desvanece una vez medida y verificada, de modo que a menos que seas uno de esos chanchulleros banqueros del entrelazamiento a los que todo el mundo evita, la única manera de vivir en Lakshmi es volcándose en cuerpo y alma en el arte de construir cohetes. Sin embargo, los habitantes de Lakshmi se consideran plenamente libres: libres de gobiernos y sistemas centralizados; libres de los sueños insensatos del pasado; libres de las naves espaciales, de los imperios galácticos, de reyes y emperadores, conviniendo tan solo en el esfuerzo continuo por alcanzar la riqueza y abundancia universal.

Y ciertamente no yerran. Porque si los lakshmianos analizaran con más detenimiento las enmarañadas relaciones financieras entre los incontables bancos entrelazados y cecas de luz que orbitan su planeta, descubrirían profundas fórmulas que conectan la mecánica cuántica y la gravedad, una forma de medir el movimiento de Lakshmi respecto al sistema de referencia inercial primigenio del universo y, finalmente, una nueva teoría para construir máquinas que pueden alterar la gravedad y la inercia, máquinas que incluso podrían propulsar las ciudades de Lakshmi hasta el cielo y allende; pero ese viejo sueño está escondido demasiado profundamente entre el brillo de las innumerables monedas de Lakshmi como para poderse vislumbrar, ahogado en el rugir de los cohetes del próximo día de lanzamiento.

LOS PLANETAS Y LA GRAVEDAD

Cuando una viajera del planeta Ki visita otro mundo, al principio se siente aplastada, empequeñecida, confinada a dos dimensiones, una prisionera de la gravedad, y de tanto en tanto intenta echar a volar como una mosca imposibilitada. Pero poco después descubre que su mirada se ve atraída de manera irresistible hacia el horizonte, e inmóvil y embelesada contempla los confines del mundo, una frontera circular impenetrable que la rodea en todas las direcciones.

Ki carece de horizontes. Es un planeta que ha llegado a ser realmente tridimensional. Es difícil decir dónde empieza y termina: está difuminado, es como una mancha de tinta que se extiende por el papel del espacio e invade los pozos de gravedad de otros mundos. A los habitantes de Ki se les entrega una unidad personal de vuelo al nacer: una mochila propulsora controlada mentalmente e impulsada por haces de microondas en fase cuidadosamente enfocados desde los inmensos campos de paneles solares que cubren la totalidad de la abandonada superficie del planeta. Las ciudades de Ki libran una continua guerra contra la gravedad; las hay erigidas sobre pilares de campos electromagnéticos y bolas de hierro, tan altos que sobresalen de la atmósfera del planeta. Otras circundan Ki siguiendo anillos orbitales, y otras más flotan en el cielo, cada edificio una estructura tensegrítica con forma de futboleno y más ligera que el aire. Los ascensores espaciales suben hasta los puntos de Lagrange de Ki, y los cosmoanzuelos lanzan sin cesar naves y materia al exterior del planeta, hundiéndose en la atmósfera primero para surgir a continuación, doblándose como la caña de un pescador.

Cuando creces en Ki, asimilas de inmediato la naturaleza de las tres dimensiones espaciales y, al observar a los habitantes de otros planetas bidimensionales que se arrastran por la superficie de su mundo sin siquiera alzar la mirada, como es lógico empiezas a preguntarte si no habrá otros espacios que ni tú mismo alcanzas a ver, otras direcciones a la espera de ser conquistadas; y, para tu alegría, los científicos de Ki te dicen que son muchas las que quedan por explorar: diez, once y hasta veintiséis.

Añaden, no obstante, que por lo que ellos saben, solo las tres dimensiones que nos resultan familiares son realmente infinitas: todas las demás están enroscadas formando algo parecido al horizonte diminuto de la superficie de un planeta asimismo diminuto, sin espacio para torres ni coches voladores ni mochilas propulsoras, y lo único que puede penetrar las direcciones prohibidas es la gravedad, la más despreciada de entre las fuerza en Ki, la gran enemiga del vuelo.

Por este motivo, los habitantes de Ki han volcado ahora todas sus energías en conquistar la restante dimensión sin límites, el tiempo, erigiendo grandes archivos que crecerán sin cesar, propagando a través de los eones un fragmento de Ki hacia los infinitos temporales.

Con cada planeta que la mente secundaria describe, las dudas de la naoscura se agudizan. No recuerda esos mundos y, sin embargo, una simple reorganización de símbolos de la mente secundaria los devuelve a la vida. ¿Es posible que esta sea un agente fabulador, un vestigio de alguna primitiva función onírica rudimentaria de la arquitectura cognitiva de la nave, y que sus planetas no sean más que un producto de los sueños y miedos de la propia naoscura? Y, de ser así, ¿cómo puede saber si trasporta algo de valor, o si, de hecho, no será ella misma el producto de una simple mutación aleatoria de algún algoritmo genético que simula naoscuras, creándolas y destruyéndolas por infinitos billones tan solo para encontrar una que sobreviva a la vacía oscuridad?

Sin embargo, hay algo familiar en cada nuevo mundo, una melancolía extraña y una alegría apacible, de modo que la naoscura continúa escuchando.

LOS PLANETAS Y LOS OJOS

En el planeta Glaucopis, la posesión más valiosa son los ojos. Desde que naces, llevas gafas, lentillas u ojos artificiales que graban todo lo que ves y que además permiten que los otros vean a través de tus ojos y que tú veas a través de los suyos. Cuando se alcanza la edad adulta, indefectiblemente se elige un punto de vista que no sea el de uno mismo, y se intercambia la visión propia por otra ajena. Porque en Glaucopis, la opulencia material se ha alcanzado largo tiempo atrás, de manera que un punto de vista, una percepción única de la realidad es lo único que ahora merece ser comprado o vendido.

Tras siglos de este comercio ocular, los puntos de vista de los diez mil millones de cuerpos de Glaucopis se han barajado hasta tal extremo que no hay dos amantes que hayan llegado a verse con sus propios ojos, ni una madre que haya contemplado a su propio hijo y, de haberlo hecho, ha sido solo de pasada, un fogonazo irreconocible en el caleidoscopio de la visión glaucopiana.

En lugar de por esto, algunos soñadores selectos de Glaucopis optan por entregar sus ojos a las máquinas: permiten el mapeo de las conexiones neurales de sus centros de visión mediante virus programados para que así las máquinas puedan reconocer los débiles ecos de vida en los análisis espectrales de los remotos planetas extrasolares igual que cualquiera reconoce a su abuela, con la misma claridad instantánea e incuestionable. A cambio, a ellos se les permite mirar a través de los ojos de esas máquinas, de manera que son los únicos que saben qué se ve al volar a través de los surtidores de mil kilómetros de altura que brotan de la superficie de una luna remota rebosante de formas de vida primitiva, y son los únicos que han visto los auténticos tonos de acuarela del ojo del torbellino eterno que gira en el polo sur de un gigante gaseoso. Aunque al no poder ya permitirse compartir estas visiones con el resto de glaucopianos, son despreciados, los únicos ciegos en el reino de los que todo lo ven.

Para nosotros es sencillo burlarnos de los glaucopianos al haber sido testigos de visiones inimaginables en nuestro viaje, considerarlos perdidos para siempre en un laberinto de espejos infinito. Pero haríamos bien en recordar que Glaucopis desapareció largo tiempo atrás, y que lo único que nos queda es lo que vieron sus ojos. Quizá algún día se construya una máquina que reúna la totalidad de las imágenes y reconstruya los cerebros y las mentes que las vieron. Tal vez incluso consiga resolver el misterio de quién presenció qué, volver a ordenar la baraja de ojos que fue Glaucopis.

LOS PLANETAS Y LAS PALABRAS

Seshat es un planeta de libros, de lectura y escritura. No es solo que sus habitantes documenten con palabras hasta el último de sus momentos de vigilia, sino que también construyen máquinas escritoras cuyas creaciones cobran vida. En Seshat, la tinta de una pluma pueden ser células madre, plástico o acero, de ahí que las palabras se puedan transformar en carne, comida, golosinas multicolores o pistolas. En Seshat, puedes comerte un suflé de chocolate con la forma de un sueño que tuviste, y el anciano chocolatero de vivaces ojos puede tener un corazón nuevo que no es más que una palabra hecha carne. En Seshat, todos los objetos escriben, componiendo sin cesar historias tontas e interminables sobre cómo es ser vaca, frasco de pastillas o botella de vino. Y por supuesto que los genomas de los seres vivos también se leen y escriben: los telómeros de las células seshatianas son copiados, alargados y reescritos por diminutos escribas moleculares, lo cual permite a los habitantes de Seshat vivir casi tanto como sus libros.

No es ninguna sorpresa que Seshat esté superpoblado; sus vertederos, llenos de pequeños fragmentos de plástico; sus redes, gimientes bajo el peso de la incesante palabrería del spam automático, obra de neveras y alarmas contra el fuego con aspiraciones literarias; la biblioteca de Babel de cuatro letras que fluye de las bocas de los secuenciadores de ADN, sin un fin a la vista.

Pese a lo cual, los seshatianos están sedientos de más lecturas. Han inventado libros con páginas doradas en las que el propio universo puede escribir: libros en los que los átomos de oro desplazados por las partículas de materia oscura dejan trazos en hebras de ADN cuidadosamente elaboradas, que permiten a los flujos y corrientes de la oscuridad ser leídos, mapeados e interpretados. Y, con el transcurrir de los siglos, a medida que se va secando la tinta invisible de neutralinos y axiones y en las páginas doradas se van formando palabras que apuntan hacia la posibilidad de construir naves para rastrear hasta el último remolino y letra existentes en el vacío y convertir en luz las frases de la oscuridad, los habitantes de Seshat contienen la respiración y confían en que su planeta sea la línea inicial en un libro sagrado, o al menos el gancho de una historia apasionante, y no su punto final e inevitable.

LOS PLANETAS Y LAS RUINAS

Zywie es un planeta silencioso. Sus ciudades vacías son ruinas gloriosas, llenas de estructuras más altas que montañas: torres y fuentes espaciales, cosmoanzuelos, cintas y hondas de lanzamiento, catapultas electromagnéticas, cañones de riel, aviones orbitales, anclas celestes, los deteriorados emisores de los sistemas de propulsión láser… todavía mantenidas por máquinas pacientes, aunque desvencijándose poco a poco.

Sería sencillo pensar que Zywie no era más que la placenta seca de un parto ancestral. Sin embargo, en los lechos oceánicos, en un paisaje tan gris y monocromo que parece un reflejo de la superficie lunar, fragmentos retorcidos de enormes motores se están convirtiendo en castillos de coral, sus duras y elegantes líneas ablandadas y quebradas por las formas circulares de los pólipos y por las espiras multicolores.

Sobre los continentes de Zywie a veces caen flotando desde el cielo esferas enormes, turgentes, de metal precioso. Son de platino, extraído en el cinturón de asteroides por robots infatigables, fundido con luz solar en gravedad cero, para formar esferas porosas como bezoares de un gigante de metal, que luego son lanzadas sobre Zywie, donde caen a unos relajados ciento cincuenta kilómetros por hora, adentrándose en las selvas tropicales, en los océanos y en las silenciosas ciudades invadidas por la maleza. Aterrizan en el suelo con un golpe seco y suave, y se convierten en morada de insectos, aves, musgos y líquenes.

Innumerables hebras de cristal rebosantes de luz corren bajo la superficie y los océanos de Zywie, y por ellas viajan los pensamientos de máquinas arcaicas, convirtiéndose lentamente en algo nuevo.

Las ruinas de Zywie son un andamio. Llegará un día en que la vida vuelva a trepar por sus puntales, hasta dejarlos atrás, abandonando tras ella sus propias ruinas para que otros las utilicen, tan solo otro trazo de la pluma en el palimpsesto infinito de Zywie.

—Me parece —le dice la naoscura a la mente secundaria, comprendiendo poco a poco— que todos los planetas que describes tienen algo en común. Lo que los define no es lo que tú narras sino lo que queda sin decir. Todos son nuestros orígenes, nuestro hogar.

La submente sonríe en el desierto del intelecto de la naoscura, y en sus ojos se atisban nubes blancas, océanos azules y extensiones verdes que se pierden en el infinito.

—¿Es eso lo que me hace dudar? —pregunta la naoscura—, ¿lo que me impide soltar amarras? ¿Soy una creación defectuosa del Controlador?, ¿un embajador tullido que tropieza antes del primer paso? ¿Eres tú esa parte de mí que todavía anhela el hogar?, ¿la parte que define todas las cosas en función de lo que quedó atrás?

Con la desgana de un emperador que condenara por desobediencia a su visir favorito al hacha del verdugo, la nave requiere los servicios de sus autocirujanos para extirpar este vestigio, para cortar esta hebra que la impide avanzar.

Pero la mente secundaria mueve negativamente la cabeza.

—El hogar es simplemente el espejo más nítido para mostrarte ese derrotero que buscas, mi nave, para recordarte algo que has olvidado.

—¿Y de qué se trata?

Los cirujanos se mantienen al margen, con los escalpelos fractales listos, a la espera de la orden de la nave para sajar y destruir.

—Para ser embajador, solo hay una cosa que necesitas llevar contigo —dice su subalterna.

Y haciendo caso omiso de la presencia de los cirujanos se abalanza sobre la mente primaria de la naoscura y la abraza. Su piel huele a arena, especias exóticas, sudor y brisa, y está caliente por el sol. Se disuelve en el flujo mental de la naoscura, y de pronto la nave rebosa de la alegría que el viajero siente cuando vislumbra montañas púrpuras en un nuevo horizonte, oye por vez primera las voces de una extraña ciudad, contempla la atronadora gloria de un cohete elevándose al amanecer y, justo cuando los oscuros dedos de la gravedad de Cygni 61 la lanzan al vacío intergaláctico, sabe que esto es lo único que realmente merece ser conservado, la única constante en los tornadizos mundos de la Red hechos de deseos y miedos: el anhelo del infinito.

Copyright © 2014 Hannu Rajaniemi

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8 respuestas a Los planetas invisibles, de Hannu Rajaniemi – Especial Calvino VII

  1. Javier Nostromo dijo:

    Qué maravilla. Cuesta regresar. Muchas gracias, Marcheto

    • marcheto dijo:

      Hola, Javier. Me alegro de que te haya gustado y de que me confirmes algo que ya sabía: un buen relato es uno de los mejores antídotos que hay para la depresión postvacacional. Y este es un relato excelente. 😀

      • Javier Nostromo dijo:

        Ja ja ja… Perdona, no lo decía por eso, aunque también puede verse así. Mis vacaciones son siempre breves y no me da tiempo a sufrir ese síndrome. Me refería a la vuelta a la realidad tras leer el relato, cuesta y da pena abandonarlo, aunque se relea después para buscar y encontrar más motivos para que cueste dejarlo, y así sucesivamente. Gracias de nuevo, saludos.

        • marcheto dijo:

          Je, je, sí, un malentendido. Pues si te ha gustado y te ha dejado con ganas de más, lee Las ciudades invisibles de Calvino si todavía no lo has hecho. Es la misma idea, con ciudades en lugar de planetas, y mucho más extenso. 😉

          • Javier Nostromo dijo:

            Buenos días, Marcheto
            Es un viejo compañero, Las Ciudades, al que acudo menos de lo que quisiera. Se me amontonan los deberes… Creo que estoy apreciando tanto las perlas que nos estás regalando en buena medida por las similitudes formales y argumentales con la obra de Calvino. A raíz de la lectura de este último relato, no puedo evitar preguntarme si has considerado la posibilidad de una edición recopilatoria en papel Especial Calvino. El maestro, sus brillantes alumnos y tu impecable trabajo lo merecen.
            Saludos

            • marcheto dijo:

              Muchísimas gracias por tus amables palabras, Javier. Yo también creo que este especial se disfruta más si se conoce la obra de Calvino. Se entra mucho más en el juego de esos autores «alumnos», tal como dices tú.
              En cuanto a la posibilidad de la edición en papel, me temo que no está en mis planes. Eso implicaría unos gastos que tendría que recuperar de alguna manera, con lo que el blog dejaría de ser 100% no comercial, y tendría que empezar hacer contratos, pagar a los autores, llevar cuentas y un montón de cosas más que desconozco y que me superan porque no tengo ninguna experiencia en esa faceta del negocio editorial. Y aunque sería genial pagar a los autores, no tengo ni tiempo ni ganas de meterme en ello. Así que creo que durante bastante tiempo vais a tener que conformaros con los cuentos online y las ediciones electrónicas. 😦

  2. Gilberto dijo:

    Honda poesía. Imágenes profundas y evocadoras. De los mejores homenajes al gran Maestro Calvino. Y un autor a seguir, indudablemente.
    Muchas gracias, Marcheto.

    • marcheto dijo:

      Creo que difícilmente se puede escribir un homenaje más acertado en forma de relato de ciencia ficción a Las ciudades invisibles que el que se ha marcado Hannu. Un relato con el que estoy convencida de que Calvino hubiera disfrutado muchísimo.

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