La llave del gabinete de la noche, de Jeff Noon

Jeff Noon creo que no necesita presentación en este blog. Hace casi un año ya tuvimos el placer de tener aquí uno de sus relatos, Destino cero, pero como se trataba de un cuento bastante corto y además la obra de Jeff es muy variada, pensé que podía resultar interesante contar con otra muestra de su ficción breve, como demostración de que estamos ante un escritor francamente versátil, a pesar de que entre nosotros sea conocido casi exclusivamente por dos de sus novelas del ciclo de Vurt.

La llave del gabinete de la noche (The Cabinet of Night Unlocked) está incluido en Pixel Juice, antología publicada en 1998 que incluye la mayor parte de la obra breve de este autor. Tal como Jeff explica aquí, se trata de uno de los cuentos de los que más satisfecho se siente, un cuento al que decidió dotar de un estilo descaradamente borgiano y que prácticamente escribió sin esfuerzo en un día.

Y poco más, tan solo agradecer de nuevo a Jeff su generosidad y amabilidad, ya que desde un principio se mostró totalmente receptivo ante mi petición de que fueran más de uno los cuentos que pudiera cederme para publicar aquí, y además me dio total libertad para elegir aquellos que más me habían gustado. Así que, thanks again, Jeff!

ACTUALIZACION I: Ya podéis descargar aquí los formatos para ebook (EPUB, FB2 y MOBI) del relato. Gracias de nuevo a nuestros colaboradores en estas labores, Johan y Jean.

ACTUALIZACION II: Este relato ha sido el ganador (ex aequo con Ulder, de Vajra Chandrasekera) en el apartado de relato favorito de nuestra 3ª encuesta anual. ¡Enhorabuena, Jeff! Y gracias a ello ya podéis leer un nuevo relato de este autor en este blog: No res.

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La llave del gabinete de la noche

Jeff Noon

Ahora que la existencia del método Olmstaff es de dominio público, puede que ya sea el momento de ofrecer una breve historia del mismo. El hecho de que la ejecución del propio método sea en estos momentos ilegal, y que incluso una descripción del ritual en sí sea una infracción punible, solo debería servir para reafirmarnos en nuestra convicción de que debemos reflexionar sobre los problemas morales que ha puesto en evidencia.

Del hermano August Olmstaff no es necesario decir gran cosa aparte de lo que se cuenta en la biografía estándar que el profesor T. P. Lechner incluyó en su hoy en día célebre, aunque prácticamente inencontrable, La herida sagrada (Cargo Press, 1967), en la que se esbozan brevemente los siguientes hechos: Olmstaff nació en el seno de una familia de campesinos humildes de Lancashire (Inglaterra), en 1455, el último y más débil de nueve hermanos; mudo de nacimiento, su padre lo obligó a la temprana edad de siete años a unirse a la Orden de los Nazarenos, una cofradía local que profesaba el voto de silencio. Igual que sucedió con otros muchos de los que se incorporaron a la vida monástica en aquella época, la ulterior historia de Olmstaff se perdió en esas cámaras secretas invadidas por el polvo y el pausado repicar de las campanas. El profesor Lechner sitúa su muerte en el año 1487, lo que no concuerda con otros trabajos más recientes, según los cuales hay pruebas de que Olmstaff habría vivido al menos incluso hasta 1524. A modo de inciso, invito a todo aquel que pueda estar interesado en este asunto a que lea «El reloj de sol cegado», escrito por mí e incluido en Artículos sobre Filosofía Moral (abril 1995), donde se ofrece un análisis detallado del «problema biográfico». Aquí nos limitaremos a señalar que a Lechner le convenía adjudicar a Olmstaff una muerte temprana y poner de relieve el (supuesto) extraño estado en que se encontraba el cadáver.

De los tres manuscritos que existen atribuidos al puño y letra del hermano Olmstaff, los dos primeros se pueden pasar por alto, al tratarse tan solo de una sencilla copia de la República, de Platón, y de otra, bellamente iluminada, del Compendio cronólogo de la vida de ciertos insectos, de Egberg. Que resulte evidente que la filosofía de Platón le interesaba al monje menos que el ciclo de vida del tábano es un hecho que les ha resultado de interés a algunos estudiosos.

Sin embargo, el mundo no empezó a prestar verdadera atención al misterioso «monje mudo de Barnstrop» hasta el descubrimiento en 1959 del tercer manuscrito. Todavía no se conoce con todo detalle la ruta que siguió este texto en latín en su camino desde un minúsculo pueblecillo de Lancashire hasta una olvidada biblioteca en una casa de Dusseldorf, donde fue encontrado por el anticuario sir John Bosley, que publicó su traducción al inglés en 1962, año de su muerte. La coincidencia de las fechas del fallecimiento y de la traducción no es algo que haya sido pasado por alto.

John Bosley tituló su traducción La llave del gabinete de la noche, una versión bastante poética del original en latín de Olmstaff. A pesar de lo cual, y dada la naturaleza extremadamente académica del mismo, su trabajo tan solo atrajo el interés de otros eruditos como él. El público general no dio rienda suelta a su imaginación hasta que más adelante Lechner puso el manuscrito en el candelero.

A pesar de que en los ambientes académicos nos desagrade la frívola popularización del profesor Lechner, a lo que se suma la desconfianza producto de su decadente estilo de vida (es bien sabido que consumía drogas, se relacionaba con Timothy Leary y era un defensor de las fiestas lisérgicas de este), hay que reconocer que, de no haber sido por su muerte, el método Olmstaff (tal como pasó a ser conocido) continuaría sumido en la oscuridad.

Son muchos los que aseguran haber sido testigos de la aparición de Lechner en público en 1974 durante la que ejecutó el ritual Olmstaff; aunque solo pueden ser unos pocos los que realmente estuvieron allí. Y lo que vieron afectó profundamente a todos los presentes.

Decir que tuve la «suerte» de estar entre ese público es forzar en exceso el significado de esta palabra. Por aquel entonces, yo estaba embarcado en un breve tour por las universidades estadounidenses promocionando mi segundo libro, Moralidad y muerte en la edad de la destrucción masiva, y me encontré compartiendo estrado con el carismático profesor. No conocía su trabajo, pero enseguida nos vimos en el mismo bando y enfrentados al resto del panel. La postura que compartíamos era que ante la invención y proliferación de las armas nucleares había que hacer del suicidio una opción legítima. Uno de nuestros oponentes era un obispo de la Iglesia Católica Romana, así que pueden imaginarse la ferocidad de la polémica. El obispo (cuyo nombre me abstendré de mencionar) había leído La herida sagrada, y se estaba burlando de las heréticas afirmaciones que Lechner realizaba en su libro. Y que este dijera que la obra era un texto religioso «escrito por un hermano de vuestra mismísima iglesia» lógicamente tocó la fibra sensible del obispo, el cual le exigió (seguro que para su eterna vergüenza) que hiciera una demostración de «¡el sacramento del Diablo!».

Lechner se quedó entonces en silencio durante unos instantes, como si estuviera reuniendo fuerzas, y luego le dijo al obispo que se tardaba aproximadamente quince minutos en consumar el ritual, y que no quería aburrir al público tanto tiempo. Sin embargo, el obispo insistió y sondeó la opinión de los presentes. El resultado fue ajustado, y perfectamente podría haber ocurrido que mi propia mano alzada hubiera sido la que inclinó la balanza. Quién sabe…

«Entonces, de acuerdo», accedió el profesor Lechner bastante tranquilo.

Lechner cerró los ojos y empezó a farfullar frases en latín para sí mismo. Me separaban de él dos personas, tan solo alcanzaba a pillar palabras sueltas y mi latín de por aquel entonces no tenía nada que ver con el de ahora. De tanto en tanto, levantaba los brazos y dibujaba unos complicados trazos en el aire. En un momento dado, tal vez transcurridos unos cinco minutos, se llevó la mano izquierda al corazón; poco después golpeó el suelo con el pie derecho. Todos estos ademanes estuvieron acompañados en todo momento por el texto susurrado en latín. Al principio, el público se rió, pero pronto empezó a aburrirse. Y al único al que se oía era al obispo resoplando.

Yo había mirado de reojo mi reloj de bolsillo cuando el profesor había comenzado el ritual, y cuando hubieron transcurrido trece minutos empecé a notarme bastante tenso. Incluso el obispo se sumió en el silencio durante el último minuto. A alguien entre el público se le cayó un cuaderno, y el ruido reverberó por la sala haciéndome pegar un bote en mi asiento. Pero pasaron quince minutos y Lechner continuaba con sus recitaciones para sí mismo, así que empecé a respirar de nuevo e incluso me permití esbozar una ligera sonrisa, sobre todo cuando Lechner por fin abrió los ojos y me sonrió a su vez.

El obispo soltó la que iba a ser su última carcajada e hizo un comentario despectivo.

Lechner cerró los ojos y dejó caer la cabeza suavemente hacia un hombro y luego hacia el pecho. Se lo veía bastante relajado, y las personas del público ya habían empezado a hablar entre ellas en voz alta. Algunos de los estudiantes más alborotadores incluso estaban lanzando abucheos y exigiendo que se les devolviera el dinero.

El obispo se había levantado de su asiento y estaba dando palmaditas a Lechner en la espalda, llamándolo mentiroso e incluso falso profeta. El profesor se fue venciendo hacia delante bajo la fuerza de los golpes, y su cabeza terminó apoyada sobre el atril. El vaso de agua que empujó con la frente rodó hasta caer al suelo, donde se hizo añicos.

En el auditorio volvió a reinar el silencio, incluso más profundo que el de momentos antes.

Alguien rió, pero se calló cuando el obispo levantó la cabeza de Lechner de la mesa. Tenía los ojos cerrados, los labios todavía agarrotados en esa beatífica sonrisa. Por supuesto que yo, al igual que el obispo, sospeché que se trataba de alguna broma que no conducía a nada, o que tal vez se había sumido en un letargo inducido por drogas. Me acerqué a él para echarle en cara que desacreditara nuestra posición, pero mis palabras no consiguieron despertarlo. Empecé a sacudirlo enérgicamente, aunque todo fue en vano.

Pedí que llamaran a una ambulancia de inmediato, y mis palabras provocaron cierta conmoción entre los presentes. Un puñado de estudiantes se dirigieron hacia el estrado, otros se apresuraron a abandonar la sala; la inmensa mayoría no se movió de su asiento, como reproduciendo el destino de Lechner.

Para entonces, el obispo ya se había apartado ligeramente y se estaba santiguando, como temeroso ante lo que se avecinaba.

A lo mejor ya estaba pensando en su propia culpabilidad.

Los medios de comunicación tardaron en hacerse eco de la historia, y esa tregua me permitió localizar un ejemplar de la obra de Lechner, La herida sagrada, en una librería alternativa en Haight-Ashbury, el céntrico distrito de San Francisco. Y cuando la noticia finalmente se publicó en la prensa local tres días más tarde, yo todavía seguía bajo los efectos de la tremenda impresión que me había causado la muerte del profesor. Camino de vuelta a casa, pasé unos minutos de tensión en la aduana: me sentía como si estuviera introduciendo el libro en Gran Bretaña de manera ilegal.

La obra nunca se había publicado en mi país, ni nunca llegaría a publicarse. Aunque ni que decir tiene que un grupito de emprendedores sacó corriendo una edición pirata, que al parecer alcanzó un elevado precio en el mercado negro. Mi ejemplar era uno de los pocos editados legalmente.

Yo estaba decidido a enfrentarme a sus contenidos con la mente abierta, pero por algún motivo oculté el delgado volumen dentro mi muy querida primera edición de De Humanis Corporis Fabrica, de Vesalio. Allí estuvo durante otro par de semanas, sin ser leído, mientras la extraña historia del profesor estadounidense que se había «suicidado con palabras» era brevemente noticia. Los escasos detalles que se hicieron públicos se referían únicamente a la perplejidad manifestada por cierto doctor en relación con la causa concreta de la muerte de Lechner.

Tan solo cuando la historia fue cayendo en el olvido me atreví a examinar por mí mismo el ejemplar de La herida sagrada.

Era un libro breve, de noventa y nueve páginas, poco más que un panfleto autoeditado. Estaba dividido en cuatro secciones, siendo la más larga la introducción escrita por Lechner, que constaba de la anteriormente mencionada biografía del hermano Olmstaff, una concisa historia del método, una explicación pseudocientífica de la eficacia del mismo seguida de unas palabras exhortando a que fuera aceptado y, finalmente, un conjunto de directrices para la correcta ejecución del ritual.

Lechner había ido siguiendo la pista del método hasta sus orígenes: unos misteriosos textos prohibidos que se creía se habían perdido en el incendio que había destruido la biblioteca de Alejandría. Lo que no había conseguido explicar era cómo esos manuscritos originales habían llegado a manos de Olmstaff.

Las dos siguientes secciones del libro describían el método de Olmstaff propiamente: en primer lugar, las frases que se debían pronunciar; en segundo, los movimientos a realizar. Lechner había separado prudentemente ambos elementos para evitar que algún lector casual pudiera ejecutar el ritual íntegro de manera accidental. El profesor dejaba claro en sus directrices que ambos elementos, palabras y movimientos, resultaban totalmente seguros por separado; solo cuando se combinaban se activaban los procesos naturales del cuerpo.

No obstante lo cual, y tal como se podrán imaginar, leí ambas secciones con no poca inquietud.

La última parte del libro era una explicación de Lechner sobre el significado espiritual del método, que estaba profundamente en deuda con la interpretación de El libro tibetano de los muertos a la que había llegado Leary gracias al LSD. Posiblemente esta sea la sección menos interesante.

El terminar el libro «con vida», por así decirlo, incluso hizo nacer en mí un sentimiento de anticlímax.

Y, aunque decidí que lo que había presenciado aquella noche en San Francisco no había sido más que una de esas tristísimas coincidencias que tiene la vida, nada habría podido hacerme ejecutar el ritual de acuerdo a las instrucciones.

Durante unos cuantos años no se volvió a oír hablar del método Olmstaff, hasta que la doctora Elizabeth Cunningham publicó su artículo, «Sobre la autodestrucción del cuerpo», en Revista de Alternativas (septiembre 1985). En el mismo se ofrecía por primera vez una explicación médica validada del mismo.

El posterior arresto de la doctora Cunningham no debería suponer un impedimento para que sea admirada por su innovador y osado trabajo. En lenguaje de profanos: la doctora había descubierto en el bajo abdomen una pequeña glándula (que ahora lleva su nombre), cuya existencia ya se conocía previamente, aunque no se había conseguido averiguar cuál era su función. Ella la relacionó directamente con el método: la articulación de las frases combinada con los movimientos rituales activaba la glándula, que entonces, y solo entonces, secretaba una pequeña cantidad de veneno al flujo sanguíneo. Este veneno (el fluido de Lechner) vencía vertiginosa y bastante indoloramente las defensas del cuerpo. La muerte se producía durante los veinte segundos posteriores a la finalización de la ejecución del método Olmstaff.

Naturalmente, el trabajo de la doctora Cunningham resultó muy controvertido, y a ello contribuyó en gran medida el que hubiera utilizado cobayas humanos para sus experimentos, dos de los cuales habían fallecido durante el proceso. Ambos eran enfermos de cáncer terminales, víctimas voluntarias, y la doctora tenía documentos firmados que lo demostraban. Sin embargo, esto no impidió su arresto y posterior juicio acusada de cooperación al suicidio, de lo que fue declarada culpable. Recibió una sentencia de un mínimo de veinte años de prisión.

La causa de la doctora Cunningham fue apoyada por los grupos proeutanasia, que llevaron a cabo una vigorosa campaña a su favor, aunque con escasos resultados. La doctora fue hallada sin vida en su celda el 1 de agosto de 1989, sin que se encontrara ninguna explicación para su fallecimiento. Su juicio y muerte volvieron a poner el método Olmstaff en la palestra de la opinión pública.

Este hecho no debería sorprendernos. El suicidio ha sido un fiel compañero de la humanidad en su lucha por el progreso. Antes de que el método saliera a la luz, se creía que en la psique humana existía un dispositivo de seguridad contra la autodestrucción: basta ver los patéticos intentos de cualquier individuo por contener la respiración el tiempo suficiente para ahogarse, o las violentas convulsiones que empujan de vuelta hacia la superficie del lago más tenebroso incluso al más desesperado.

El método Olmstaff nos permitía imponernos a las defensas de nuestro cuerpo, con la característica añadida de garantizar una muerte totalmente indolora. Está claro que este último hecho no puede ser demostrado de manera empírica, pero todos aquellos que han presenciado el ritual (incluido yo mismo) destacan la sonrisa beatífica y la postura relajada que acompañan los últimos momentos. Por citar la frase más famosa de Lechner: «Dios nos ha proporcionado un interruptor de apagado».

A pesar de que diecinueve estudios independientes han demostrado que el método es un proceso legítimo de la psicología humana, no se ha conseguido persuadir a ningún gobierno en todo el mundo de que sea legalizado o de que se permita la publicación de libros con sus instrucciones. El episodio de Dinamarca selló su destino, además de ser la prueba más aplastante hasta el momento de su efectividad universal.

Con anterioridad a este suceso, y salvo por algunos rumores sobre las supuestas «prácticas sexuales de adoración» del culto, nadie había prestado demasiada atención a los llamados Vástagos de la Iluminación Divina. Y cuando una gélida mañana de octubre de 1992 los doscientos siete miembros fueron hallados sin vida, incluso a los habitantes de Copenhague les pilló por sorpresa la radicalidad de las creencias del grupo.

Los cadáveres fueron analizados por las autoridades danesas en busca de drogas o de cualquier otro medio de autoinmolación. No me sorprendió lo más mínimo que no encontraran nada, y que el último y exultante comunicado del grupo hablara de «la otra vida que esperaba a todos los auténticos fieles al otro lado del portal de la Sagrada Herida».

Es de destacar que el método se puso en práctica en danés, un hecho que podemos analizar brevemente llegados a este punto. No debemos olvidar que el propio Lechner había oficiado el sacramento en latín, a pesar de que su propio libro proporcionaba las fórmulas en inglés ordinario. En la introducción de La herida sagrada señala que el ritual se puede llevar a cabo tanto en latín como en inglés, aunque él cree que las expresiones latinas son más puras, «más cercanas a la propia herida», utilizando sus propia palabras.

Por esa misma época, cayó en mis manos una edición de La llave del gabinete de la noche, de sir John Bosley. Aunque parezca mentira, y a pesar de llevar largo tiempo agotado, su publicación nunca ha estado prohibida ni en Gran Bretaña ni en ningún otro país, si bien es cierto que la obra de Bosley es un estudio académico y que su traducción del latín abunda en dobles y triples sentidos, por lo que resulta de muy poca utilidad salvo para las mentes más retorcidas o desesperadas.

Es interesante comparar la versión de Bosley con la de Lechner, especialmente porque este último ha simplificado los pasajes más complicados, llegando a eliminar frases completas en su búsqueda de la forma más pura. Ambas versiones son eficaces, lo que nos lleva a pensar que la naturaleza exacta del texto es secundaria frente a la «autenticidad» del sacramento en su conjunto. Un margen de libertad similar sería admisible en los movimientos que lo acompañan, dándose el caso de que distintas culturas han llegado a variaciones propias ligeramente diferentes.

A lo largo de los años se han realizado cientos de traducciones ilegales, y todas ellas activan con éxito la glándula de Cunningham. Una curiosa excepción la constituye el lenguaje pictográfico de las islas K’dhall de Nueva Guinea, donde el método no funciona. Las investigaciones sobre los posibles motivos continúan en la actualidad.

Que el método se popularizara hasta tal extremo no es algo que deba extrañarnos. A medida que se fue haciendo más conocido, el índice de suicidios se incrementó de forma considerable, y los corredores de la muerte de todo el mundo no fueron una excepción. A los que padecen dolorosas enfermedades incurables les resulta bastante sencillo encontrar un médico que les enseñe las palabras y movimientos correctos, ya sea por un precio o por motivos de conciencia. También abundan otros rumores extraños. Por ejemplo, que Lechner había asegurado que el Vaticano guardaba otros manuscritos similares en sus sótanos, y que ese hecho se había ocultado durante siglos con objeto de preservar el modo de morir cristiano. Que algunas sectas guerreras conocían el método ya por el siglo X y lo utilizaban para garantizar que los soldados capturados se pudieran suicidar y evitar morir torturados. Se rumorea que el ejército estadounidense lo empleó en la guerra de Vietnam. También podría haber algo de cierto en que hubo quien se valió de él para en cierta manera escapar de los campos de concentración nazis. Y un famoso texto herético, tal vez inexistente, podría contener la prueba de que Jesús, el Hijo de Dios, recurrió a él en sus últimos momentos antes de morir en la cruz.

Mi propia obsesión por el método Olmstaff está espoleada por mi interés profesional por la moralidad del suicidio y por el hecho de que estuve presente durante la primera ejecución conocida del ritual. Gracias a estas dos no del todo despreciables armas, y tras una larga batalla burocrática, se me autorizó a examinar brevemente el ejemplar original de La llave del gabinete de la noche.

En su última voluntad y testamento, sir John Bosley había legado el manuscrito de Olmstaff al Museo Británico, donde según sus instrucciones debía ser guardado bajo llave en la cámara de volúmenes raros, a la que fui acompañado una lúgubre tarde de diciembre del año pasado. Tan solo se me iba a permitir pasar una hora con el texto y el vigilante iba a estar conmigo en todo momento, aunque no sabría decir si su misión era proteger el manuscrito o proteger al lector.

Aquella fue una hora de lo más extraña… El manuscrito se guardaba en una vitrina de cristal y estaba abierto por la página donde comenzaba el texto del sacramento. La caligrafía y la iluminación eran de altísima calidad, mucho mejores que las de los otros trabajos de Olmstaff. Los colores eran tan vivos que casi sentí como si se despegaran del pergamino y se alzaran hacia mí. Era, literalmente, un placer para la vista.

Yo había aprendido algo más de latín desde mi primer (y último) encuentro con el profesor Lechner e hice todo lo que pude por descifrar el significado de la obra. No me refiero al mensaje textual descubierto por sir John Bosley, ni a las alocadas extrapolaciones engendradas por Lechner; lo que estaba buscando más bien era el mensaje verdaderamente oculto. El mecanismo —la magia, si lo prefieren— que permitía que un puñado de palabras, que unos signos sobre el papel, afectaran al cuerpo humano de manera tan drástica. Y como no podía ser de otro modo, mientras leía era en todo momento consciente de que Bosley, Lechner, Cunningham, y es posible que también Olmstaff, habían utilizado el método. Todos habían muerto ateniéndose al libro.

Abandoné el museo temprano, doce minutos antes de que transcurriera el tiempo que me habían asignado, y la contaminada lluvia de Londres mojándome la cara nunca me había resultado tan agradable como en aquel momento…

Como colofón a esta breve crónica voy a describir mis propios experimentos con el método. Mi principal preocupación es establecer los límites exactos de la eficacia del ritual. Por ejemplo, mediante el sencillo sistema de ejecutarlos yo mismo, he llegado a idéntica conclusión que Lechner en cuanto a que palabras y movimientos son del todo inocuos si se emplean por separado. Todos estos ensayos los he realizado siguiendo sus instrucciones de manera precisa.

Durante estos últimos meses me he dedicado a ejecutar los movimientos al mismo tiempo que decía las frases, pero ajustándolos a distintas combinaciones; por ejemplo, articulando las palabras en orden inverso, o trazando la imagen especular de los movimientos. Ninguna de estas variaciones ha tenido efecto alguno sobre mi cuerpo.

En estos momentos estoy en pleno proceso de poner en práctica el método en el orden correcto, pero deteniéndome en distintos puntos para determinar los efectos acumulativos. De mis experimentos puedo concluir que los diez primeros minutos del sacramento no provocan ni el más mínimo efecto. Solo en el minuto undécimo empieza a notarse una cierta sensación de aturdimiento, que no resulta desagradable. En el minuto decimotercero dicha sensación es reemplazada por un miedo momentáneo, que o bien puede tratarse de un síntoma físico del método o bien de una emoción legítima provocada por la proximidad de la muerte. El minuto decimocuarto pasa sin casi darse uno cuenta.

Cuando se abordan los últimos pasajes del método Olmstaff, una honda sensación de expectación y anhelo se apodera de todo el cuerpo, como si este estuviera ansioso por completar de inmediato el ritual para así poder adentrarse jubilosamente en los dominios de la oscuridad.

He necesitado de todo mi autocontrol para conseguir posponer la ejecución del último paso. Nunca creí que se pudiera sentir una desesperación como la que provoca la brusca caída desde tales alturas.

Solo me queda una única palabra por decir, un único movimiento por realizar.

La palabra es «circunferencia». El movimiento, juntar suavemente el pulgar y el dedo corazón derechos para formar un pequeño círculo de carne.

Así.

Copyright © 1998 Jeff Noon

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4 respuestas a La llave del gabinete de la noche, de Jeff Noon

  1. Gilberto dijo:

    Excelente historia. Si, tiene un estilo borgiano pero a mi me ha recordado mucho la suavidad contundente de la prosa de Ted Chiang, aunque con una carga irónica muy al peculiar estilo de Noon. Fantástico, como cita el propio autor, para leerla al público a viva voz.

    • marcheto dijo:

      La verdad es que yo no pensé en Chiang, sino que lo que me vino a la cabeza directamente fue Borges aunque no había leído el comentario del propio autor. Y la verdad es que tiene que ser todo un espectáculo escuchárselo leer a él en público (gestos incluidos). En cualquier caso, me alegro de que al menos hayas disfrutado con tu propia lectura del mismo.

  2. scorpius05 dijo:

    Hola, Marcheto. Este relato me recordó a «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de Jorge Luis Borges y que Jeff Noon trate el tema del suicidio en él de forma tan inteligente, sólo demuestra su capacidad como autor. Ya te habrás dado cuenta que la historia me ha encantado. Muchísimas gracias por la magnífica traducción del cuento.

    • marcheto dijo:

      Hola de nuevo. La verdad es que yo no puedo decir que me recordara a ningún relato en concreto, sino a Borges en general. Aunque claro, como tengo muy mala memoria los argumentos de los distintos cuentos se me olvidan. Insisto en que es una pena que la obra breve de Noon no sea más conocida, porque tiene unos cuantos relatos francamente interesantes.
      Y una vez más, muchas gracias por tu comentario. 🙂

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