Escila, de Terrence Holt

Terrence Holt forma parte, junto con, por ejemplo, Chejov, Somerset Maugham e incluso otro de los autores de este blog, Anatoly Belilovsky, de esa lista de escritores que han compaginado su carrera literaria con la profesión médica, en su caso como geriatra. En su faceta de escritor ha publicado dos colecciones de relatos muy distintas, ambas inéditas en español.

La más reciente de estas colecciones, Internal Medicine: A Doctor’s Stories, está compuesta por historias inspiradas en sus experiencias como médico. Por el contrario, la obra con la que debutó en 2009, In the Valley of the Kings: Stories, incluye cuentos con una temática muy distinta, aunque todos ellos comparten una exquisita prosa. Esta libro recibió alabanzas de prestigiosos escritores como Junot Díaz (el cual describe a Holt como la suma de Melville, Poe y Borges), Peter Matthiessen o Aleksandar Hemon. Como a Terrence las etiquetas tipo «ciencia ficción» no le gustan por parecerle peligrosas, me limitaré a decir que según su autor estos cuentos tratan del origen de las historias y de hacia dónde nos llevan, y de las grietas en nuestras estructuras mentales por las que el misterio se cuela en nuestras vidas.

Escila (Scylla) está incluido en In the Valley of the Kings: Stories. Es un cuento con un toque onírico, surrealista y bastante kafkiano. Según cuenta Terrence en esta entrevista, lo escribió prácticamente de un tirón en ocho horas y apenas recuerda haberlo escrito; fue casi como si el relato estuviera flotando en el ambiente y su intervención se hubiera limitado a la de ser un mero transmisor del mismo, no su autor. Es un relato extraño y un tanto distinto a los que he publicado hasta el momento, pero por eso mismo espero que os pueda interesar y gustar tanto o más que los anteriores.

Por el momento no estoy autorizada a poner a vuestra disposición formatos descargables del cuento, pero confío en estarlo próximamente. Si eso llega a ser así, avisaré vía Twitter.

Y ya solo me queda agradecer a Terrence (y también a sus agentes literarios) su amabilidad al permitirme tener hoy aquí su estupendo relato, que espero que contribuya a dar a conocer a este interesante autor entre nosotros. Thanks a million, Terrence!

ACTUALIZACION I: Ya tenéis a vuestra disposición todos los formatos en los que habitualmente se pueden descargar los cuentos en el blog. Aquí los ebook (EPUB, FB2 y MOBI) y a continuación el DOC y PDF. Y una vez más, muchas gracias a Jean Mallart y a Johan.

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Escila

Terrence Holt

cita odisea

Odisea XII 58

La travesía estaba siendo buena, con los mares en calma, los vientos y corrientes favorables y los cielos tan despejados que el lucero vespertino era visible durante el día. Por la mañana y la tarde asomaban algunas nubes bajas, rosas al alba, naranjas en poniente, que siempre se disipaban ante nosotros. Los tripulantes, libres de guardias, se colgaban de los obenques, donde eran balanceados por la pujante fuerza del oleaje; allá en lo alto, en la cofa, Teófilo, el portugués, cantaba en su lánguido idioma. Esto era en los días antes de la Ley.

El día cuadragésimo hablamos con un barco, que venía del este con una pesada carga. Su capitán nos dijo que la Ley había llegado.

«¿Qué es la Ley», le pregunté, pero empujado por la corriente el barco estaba ya fuera del alcance de mis gritos. Se asentó en el horizonte, y nunca más lo volvimos a ver. En el día sexagésimo, hablamos con un barco negro y esbelto, con un ojo pintado en la proa. Su capitán nos gritó como si estuviera loco, y al parecer lo estaba, porque los tripulantes lo habían amarrado al mástil y remaban como si los persiguiera el demonio. Nos alejamos empujados por un refrescante viento.

El día nonagésimo, con la mar en calma, hablamos con un navío monstruoso, todo hierro y humo entre el hielo. Él también nos dijo que la Ley había llegado, pero cuando preguntamos que qué era esta Ley se limitó a seguir adelante, adentrándose en la noche a toda máquina. Y el último día de nuestro viaje, cuando la punta del faro se alzó por el oeste, y luego el campanario en la colina, y llegamos a la bahía, límpida y tersa como el cristal, con la sombra de la luna cruzando sigilosamente nuestra estela, un estremecimiento sacudió el velamen como si el viento se hubiera detenido y una voz apagada que llegó de popa nos informó de que la Ley había llegado.

Desembarcamos, sin saber qué es lo que podría ser esta Ley, ni qué implicaciones podría tener para nosotros, hombres recién llegados de una prolongada travesía.

Al principio, nos pareció que nada había cambiado. La posada en el muelle estaba iluminada como siempre, el fuego seguía ardiendo en la chimenea, el humo continuaba difuminándose como de costumbre en la franja de nubes bajas, y el posadero nos brindó la misma bienvenida de otras veces. Nuestro equipaje amontonado en un rincón olía fuertemente a mar, y eso también era igual que siempre había sido, el olor a sal de repente extraño entre los olores de tierra.

Y la siguiente mañana, nos levantamos de entre los brazos de nuestras novias y esposas, y esto también fue como siempre había sido. Y les preguntamos, yo pregunté a mi esposa, que qué era esto de la Ley. Y entonces se produjo un cambio. Se le nublaron los ojos, como si estuviera esforzándose por recordar. Sus manos alisaron distraídamente una esquina de la colcha, como si en ella estuviera intentando leer esta Ley.

—¿Así que no es nada? —traté de empujarla a hablar—. ¿No es más que un cuento?

—No —respondió, con voz pausada y vacilante, perpleja ante su incapacidad de recordar—. No, no es eso.

Pero no fue capaz de recordar qué es lo que era la Ley, y yo no conseguí imaginármelo.

Todos mis tripulantes se habían dispersado. Di con el último de ellos, el contramaestre, cuando estaba esperando junto a la estación, poco después del mediodía. Cuando le pregunté, me contó que todos los hombres se habían marchado a casa.

—¿Que se han marchado a casa? —le dije—. Sus hogares están aquí… sus únicos hogares. ¿Y de qué van a hablar los marineros tierra adentro? En la mar, hablamos del hogar; pero en tierra, hablamos de la mar. Así es como ha sido siempre.

—Lo sé —dijo el contramaestre, toquiteando un cordón que llevaba al cuello—, pero eso era antes de la Ley.

Fue recorriendo con los dedos el cordón como si le irritara la piel de debajo de la barbilla. De pronto me fijé en que se había afeitado la barba. Sus dedos alcanzaron el extremo del cordón y echaron en falta el silbato que solía colgar de ahí.

Lo agarré y le grité:

—De vuelta al barco, valiente.

Pero hasta yo me daba cuenta de que mi corazón ya no estaba en ello: mi enérgico tono se perdió inútilmente en la polvorienta calle.

—Por favor, capitán…

Los ojos del contramaestre me miraron suplicantes, más por mí que por él. A nuestro alrededor, la gente clavaba la mirada en nosotros. En la soleada calle, el amarillo de mi gorro impermeable destacaba ridículamente.

En el puerto me encontré con que el barco ya no estaba.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Así que esto debía de ser lo que era la Ley, me dije, y en ese momento ya sentí la fuerza de su autoridad sobre mí. La sentí en mi dócil aquiescencia a la pérdida de mi barco, un barco con el que ni siquiera había tenido la oportunidad de hundirme. En bajamar vagué por el rompeolas, pero ni un mástil se alzaba por encima de la cristalina ensenada. Una bandada de palomas echó a volar desde el campanario y revoloteó una vez en círculo sobre el canal que llevaba hasta el mar, y supe que mi barco se había marchado por allí, y de pronto me acordé de que, en nuestras ansias por desembarcar, ninguno de nosotros se había molestado en amarrarlo. Simplemente había sido arrastrado hasta el mar. Y supe que esto también debía de ser por la Ley; no la marea, sino el olvido de nuestras obligaciones.

Nuestras antiguas obligaciones, debería decir. Hacer guardias. Estar al timón. Subir a la arboladura hiciera el tiempo que hiciera, incluso cuando el hielo en los obenques era tan afilado que nos sangraban las manos. Me refiero a la tripulación, por supuesto. Ahora bien, el vigía, que nunca nos falló, al que nunca se le había escapado ninguna tierra que divisar, ningún barco, ninguna de las curiosidades (ballenas, islas desconocidas) del mar, ¿cómo es que no nos advirtió de la llegada de la Ley?, ¿cómo es que no nos mantuvo lejos de ella?

Y ahora me encuentro con nuevas obligaciones, aquí en tierra. No soy el capitán, por supuesto. Ahora trabajo con otros hombres, mi gorro impermeable en el estante del armario del vestíbulo de nuestro hogar. Es un hogar acogedor. Mi mujer ha intentado hacer que se parezca lo más posible a un barco, algo por lo que le estoy agradecido, pero descubro, con el transcurso de las semanas, que la curiosidad de los vecinos me hace sentir cohibido. Puede que pronto sustituya los ojos de buey por ventanas normales, antes de que llegue el invierno. La luz nos vendrá bien.

Y, cómo no, mantengo correspondencia con mi antigua tripulación. Esto, creo, también tiene que ver con la Ley: me escribieron, mandándome sus nuevas direcciones. Teófilo, el portugués, escribe desde Providence, donde trabaja en un negocio de artículos textiles; los domingos sigue cantando, en un coro. Mi primer oficial se dedica ahora a los seguros, en Hartford. El cocinero no tiene trabajo, por supuesto, pero se muestra optimista.

Así que todos me escribieron. Algunos me mandaron fotos de sus hijos, que habían crecido de un modo pasmoso durante el transcurso de nuestra última travesía. Y ya hay planes para que vayan a la universidad, pequeños triunfos de la nueva generación, y también han ocurrido ya desgracias. Organizamos una colecta para Anderson, cuyo benjamín murió de unas fiebres. Esto también, lo sé, es por la Ley.

Sin embargo, lo que es esta Ley y quien la dictó, sigo sin saberlo. Trabajo todo el día en el ayuntamiento, un funcionario insignificante que registra documentos, y se podría pensar que en este lugar, rodeado por la maquinaria de la regulación, de los registros, del orden, en este lugar los mecanismos de la Ley se revelarían. Sin embargo, no es tan sencillo, y creo que también esta complejidad, también ella es por la Ley.

He investigado por mi cuenta. Los he cogido por banda en los vestíbulos marmóreos del juzgado del condado, en el aparcamiento de detrás, junto a la cárcel, desde la que alguna vez se alzan voces airadas, alguna vez se alarga una mano tatuada, y ya ha habido una ocasión en la que he reconocido el tatuaje, me he acordado de cuando esa mano manejaba un remo y he sentido una pena profundísima al verla ahora, lívida en un brazo que ha empalidecido encerrado, la mano que en el pasado remaba resueltamente, convertida en un revoloteo impotente frente a un cristal. Los he acorralado, digo, entre reunión y reunión, intentando determinar quién podría ser la Ley, quién podría saber qué cláusula de la misma decretó que mi nave se fuera a la deriva.

Y en esto, también, media la Ley. Siento cómo me divide, cómo impregna mi discurso de dudas, de salvedades. Cuando en el pasado habría bramado, «¡Basta ya! Os voy a hacer picadillo, pandilla de mangantes», y todo tipo de tonterías así de rotundas, ahora me descubro no queriendo presionar con demasiada insistencia, no queriendo revelar mi desconocimiento de la Ley, pero también haciéndome preguntas, mientras este concejal al que aferro intenta escabullírseme por aquí y por allá, buscando con los ojos, que se agitan igual que una ballena presa de convulsiones, a alguien que lo rescate; me he preguntado si él sabe, si alguien sabe, lo que está pasando. Me pregunto si estos marineros de agua dulce, que en el pasado estaban encantados de alimentarnos, emborracharnos, acostarnos y embarcarnos, de coger nuestras mercancías, nuestro pescado, nuestra grasa de ballena fundida y nuestro ámbar gris, me pregunto si ahora están tan encantados como aparentan, bajo su Ley.

Porque no puedo evitar sentir que es su Ley. Me digo a mí mismo, enfadado incluso mientras me preocupa la posibilidad de que esté yendo demasiado lejos al acorralar a estos concejales, que yo no he tenido nada que ver con esto, y entonces dudo, y me pregunto si esta Ley no habrá viajado como polizón en mi propio barco, si una rata no bajaría sigilosamente por el primero de los cabos de amarre llevando la Ley escondida en el pelaje; pero entonces me digo que también estas dudas no son más que el resultado de las maquinaciones de la Ley, un teredo adherido a la sólida madera de roble de mi corazón, aunque ya es demasiado tarde, el concejal se ha zafado, a la zaga de dos procuradores del condado. Se alejan, prometiéndome comer conmigo la próxima semana cuando ya tenga escrito el sumario, y me dejan con un cuello almidonado de papel en las manos, y ni un paso más cerca de saber cómo podría recuperar mi bajel.

Y esto, lo sé, no es la Ley: quiero recuperar mi barco. Sueño con él por la noche, sueño que me he despertado, que he corrido las cortinas a la luz de la luna, he levantado la hoja de la ventana de guillotina y allí, desde el piso de arriba de mi acogedor hogar, que sigue teniendo vistas a la bahía, bahía que sigue siendo tersa como el cristal, allí a la luz de la luna mi bajel avanza majestuosamente dejando atrás el rompeolas, y allí en el embarcadero está reunida mi tripulación al completo, los vecinos del lugar, tanto ancianos como esposas y novias, posaderos y comerciantes, todos despidiéndose con la mano, todos llorando, todos jubilosos de vernos partir, y nosotros, jubilosos, corpulentos, absortos en nuestro trabajo, subiendo y bajando por los flechastes, zarpando con la marea. Y al final del canal, mientras se levanta un viento favorable de popa, con nuestra estela empezando a bullir, la embarcación del capitán del puerto se agita contra nuestro costado, y el piloto, que está subiendo a bordo, alarga su mano para estrechar la mía. Su apretón es fuerte y tira de mí hacia él, y juntos caemos, no a la embarcación del capitán del puerto sino a las aguas profundas y frías, y me despierto, me he destapado y apartado la colcha a un lado, y yazgo titiritando cubierto de un sudor que se ha enfriado sobre mi piel, sintiendo frío por la brisa que entra por la ventana abierta, la ventana que, cuando me levanto para cerrarla, veo que no tiene vistas a puerto alguno, sino únicamente al patio de la casa de mi vecino, en cuyo tejado gira una veleta con forma de ballena, quejándose taciturnamente a la luna. Y también reconozco en esto los manejos de la Ley.

He aprendido a reconocerla. Donde más claramente se distingue es en el perfil de las colinas que hay al oeste, en la quebrada que tienen por la que, en estas tardes de diciembre, se pone el sol. No estaban ahí, esas colinas, cuando partimos para nuestra última travesía. Sin embargo, no es en su existencia en la que reconozco la función más evidente de la Ley, no en el hecho de que estén tanto como en el efecto que producen. Cómo atrapan la mirada, cómo bloquean el horizonte que en el pasado yacía tan nítidamente llano que no había duda de que el mundo era redondo; el sol, un imponente navío al que la distancia iba haciendo desaparecer por el horizonte, y todo el globo, un océano. Ahora, estas colinas proporcionan más peso, y una ventaja injusta, a la tierra, e incluso el sol parece hundirse por debajo de ella. Es en esto en lo que percibo más claramente la mano de la Ley, en esto y en cómo he empezado a mirar hacia el oeste, el mar ahora casi siempre a mis espaldas, casi como si me hubiera olvidado de que está ahí. Aparto la vista de él, miro tierra adentro, hacia donde mi tripulación se ha marchado, y me pregunto cuándo seguiré sus pasos.

Conozco las historias. Por supuesto que conozco las tradiciones, las herramientas que debería llevar, las preguntas a las que debería esperar. Cuándo debería plantar el remo. Con suerte, si la tierra fuese fértil, tal vez el remo retoñaría. Bien sabe Dios que cualquier remo que encuentre en esta ciudad estará lo suficientemente verde.

Sin embargo, me resisto, dividido en mi interior, y siento en esa división la mano de la Ley. Las luces fluorescentes en mi despacho, el suave murmullo del aparato de televisión en casa, mis hijos que día tras día me asombran al irse convirtiendo cada vez más en unos desconocidos, las voces se vuelven más ásperas, los rostros se alargan, hasta que me parece haber vuelto por error al hogar equivocado, y que en algún lugar de esta hilera de casas me está esperando mi vida, mi esposa preguntándose qué es lo que puede estar reteniéndome; todo esto, lo sé, es la Ley.

Solo, me digo a mí mismo, solo en este cuestionamiento, solo en mi duda de si estos niños cambiantes pueden ser mis propios hijos, solo en mi convicción de que mi vida se encuentra en otro lugar, en el sueño del regreso de mi bajel; solo ahí, me digo, y en esta historia os lo digo a vosotros, confiando en que comprendáis, solo ahí mantengo a la Ley a raya.

Pero es duro. Siento cómo se debilita mi determinación, cómo mis miembros se van quedando sin fuerzas bajo el peso de la Ley. De hecho, he envejecido aquí, en tierra. Año tras año, por Navidad, las tarjetas de felicitación van siendo menos. Anderson murió el año pasado, sucumbió a la maldición que parece haber perseguido a su familia, una maldición que todos sabemos que es obra de la Ley; ahora bien, por qué le ha afectado a él con más fuerza que a los demás, no lo sé. Los años han pasado tan rápidamente como cualquier sueño, mis hijos son para mí unos completos extraños, voces al teléfono. Hay resentimientos entre nosotros, viejos rencores que ya ni consigo recordar, y estos, también, son resultado de los manejos de la Ley.

Solo mi mujer resiste; solo en ella siento que el tiempo y la Ley pudieran tener sus excepciones. De nuestros cuerpos, por supuesto, la Ley es dueña por completo. Flamean bajo un viento que amaina. Resoplamos mientras subimos la colina camino de nuestro hogar, y el piso de arriba está clausurado, frío en invierno, con un extraño y ligero olor a sal, como si mi viejo equipo de marinero se estuviera enmoheciendo en algún armario olvidado. A nuestro alrededor todo sucumbe a la Ley, salvo en momentos concretos, siempre escasos aunque constantes, los momentos, tal vez, en los que mi mujer me lleva al puerto, y me coloca de modo que mi mirada se adentre en el mar, sabiendo (me he quejado de ello) que se me olvida, y se queda a mi lado en un afable silencio. En estos momentos, me percato de que sus ojos no han cambiado, no en todos los años que se han desvanecido bajo la Ley. Y aunque ahora la presión de su mano sobre mi brazo sea vacilante, el temblor siempre esté ahí, las yemas de los dedos suelan estar frías últimamente, hay algo en ello, también, que siento que no ha cambiado.

Pero ¿basta con esto? Cuando la Ley venga finalmente a reclamarnos, ¿qué pasará entonces?

Porque hay algo más que sé sobre la Ley: sus mecanismos son inescrutables, irracionales y lentos. No se nos llevará juntos, ni se nos llevará deprisa. No es frecuente hoy en día, no como antaño, cuando un hacha en un cadalso, una peste segadora, o incluso esos naufragios sobre los que leía en los periódicos; estas, al parecer, son cosas del pasado. Será algo más decoroso, más estrictamente regulado, hasta que, por fin, incluso nuestra respiración quede bajo su control. Cuando llegue ese momento, sumidos finalmente bajo la Ley, dudo de que siquiera el color de sus ojos me vaya a parecer el mismo.

Mi tripulación no ha respondido a mis cartas; el teléfono suena y suena en habitaciones vacías. Los pocos que se han quedado en la costa me dicen que ahora son viejos, que la vida en el mar ya no es para ellos. Solo mi mujer y yo seguimos montando guardia, y estamos débiles, pero ella continúa ayudándome a mirar hacia el mar. Hemos estado hablando. Por las noches, cuando me convenzo a mí mismo con engaños de que la Ley duerme, hablamos en voz queda debajo de la colcha de lo que todavía podría llegar a ser. Mañana, le digo, los vientos pueden haber cambiado, las corrientes pueden haberlo traído de regreso tras rodear el globo. Mañana puede que esté navegando en el puerto, y podríamos embarcar. Sería algo factible. Hoy en día hacen maravillas con los aparejos: entre los dos podríamos gobernarlo. Y mi esposa, como una buena compañera, me da la razón, y planea los puertos en los que podríamos atracar, el cargamento que podríamos transportar, las lejanas costas que podríamos explorar.

Puede ocurrir, le digo, que el barco zozobre. Puede encontrarse en medio de una tormenta, que sea demasiado para nosotros, aunque lo equipemos lo mejor posible. Puede ser que los puertos en los que acostumbraba a atracar ahora estén clausurados, y que las costas que oteaba con el catalejo en mi juventud, llenas de junglas y anhelos, ahora estén pobladas, que ellas mismas sean puertos, y bajo su propia Ley. Puede ocurrir que la Ley gobierne incluso el océano ahora, y que no haya ningún lugar entre los polos donde ser libres. Puede ser que el Maelstrom haya sido acallado, y que las mareas de la bahía de Fundy hayan sido canalizadas hasta un molino. Todo esto puede ser, pero ¿te harás a la mar a pesar de ello?

Ella asiente con la cabeza, cariñosamente, y a ambos nos recorre un ligero escalofrío, como si la mismísima cama hubiera notado el cambio de la marea. En la ventana, una brisa aparta la cortina. La delicada luz de la luna se cuela en la habitación. Y desde lo alto, desde mi ventana del piso de arriba, vislumbro nuestro bajel adentrándose en la cristalina bahía.

Copyright © 2009 Terrence Holt

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10 respuestas a Escila, de Terrence Holt

  1. Anónimo dijo:

    Uno de los relatos que más me ha gustado.

  2. Gilberto Quintero dijo:

    ¡Qué cuento tan más hermoso! Es poético, sutil y evocador. No se si sea fantasía, ciencia ficción o alguna otra cosa. ¡Pero no importa! Es de lo mejor que he leído. ¡Y mira, mi estimada Marcheto, que estoy leyendo a Jonathan Carroll, Carol Emshwiller, Rachel Swirsky! He leído últimamente, y en gran medida gracias a ti, cuentos maravillosos de Ken Liu, Kelly Link, Liu Cixin, pero este relato es literario, profundo y contundente, con imágenes poderosos y con un regusto delicioso. ¡Excelente!

    Ya me puedo imaginar las que habrás pasado para realizar tan hermosa traducción. Muchas gracias por tan hermosa labor.

    • marcheto dijo:

      Hola, Gilberto.
      Como de costumbre un placer tener de nuevo uno de tus atinados comentarios por aquí. A mí tampoco me importa en qué categoría encaja este cuento, ni siquiera si puede haber quien piense que no encaja en el blog. Lo que sé es que cuando terminé de leerlo me fui al principio y lo volví a leer de nuevo, para volver a disfrutar con el mismo, algo que hago muy, muy raramente.
      Y curiosamente, no es de los que más me ha costado traducir. A lo mejor me pasó un poco como a Terrence, que también la traducción estaba flotando en el ambiente y yo fui meramente el medio transmisor para que llegara a todos vosotros. 😉

      • Gilberto Quintero dijo:

        Hola, Marcheto.
        ¡Lo he vuelto a leer! Ahora con mucha más calma; paladeando cada frase, deleitándome en las imágenes tan poéticas… Y te lo reiteró: ¡de lo mejor que he leído en mucho tiempo!
        Me encantó su atemporalidad, la solidez de los personajes a pesar de ser tan surrealista… y la verdad que no me imagino cómo es que no se te ha hecho compleja la traducción, pero ha sido un deleite de verdad.
        Y como te decía en algún mensaje anterior, este cuento para mi ha sido muy significativo, porque cuando ya creía conocer -aunque sea de referencia- lo más novedoso del género… ¡ah, qué sorpresas!
        Gracias de nuevo!!!

        • marcheto dijo:

          Las reaccciones antes este cuento son de lo más diversas. Hay a quien no le acaba de gustar, hay quien considera que ni siquiera pertenece al género y que no encaja en el blog, hay quien termina entusiasmado (como es tu caso y el mío). Además, y como ya avisé en la entrada de presentación, el blog no se va a limitar a relatos fantásticos y de géneros afines, sino que la única condición imprescindible que deben cumplir es que me gusten, condición que Escila cumple con creces. Y me alegro de que por lo que estoy viendo no sea la única.

  3. Gerald dijo:

    Como te dije en Twitter, es un relato que trata sobre la inmutabilidad de nuestra esencia. La atemporalidad y la aplastante sensación de algo que te envuelve. El narrador y su mundo interior, las descripciones, el desarrollo de la trama y el final. Esas últimas líneas lo son todo.

    • marcheto dijo:

      Y todo eso con una prosa tan hermosa… La verdad es que me parece un relato subyugante y perfecto. Me alegro de que te haya gustado a pesar de que se sale un tanto de la línea habitual del blog. 🙂

  4. Pedro LM dijo:

    Una chulada desde el principio… y al fin ya me tenía sin aliento.
    Sí que me recuerda a Borges. Y un poco a Lord Dunsany también.

    • marcheto dijo:

      Sí, también tiene un aire a Borges, cierto. Lord Dunsany es una de mis asignaturas pendientes, así que me temo sobre eso no puedo opinar.
      Y me alegro de que este cuento os esté gustando a pesar de ser un tanto distinto. 🙂

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