Anatoly Belilovsky es un escritor y traductor ruso-estadounidense que a lo largo de estos últimos cinco años ha publicado más de una docena de relatos en diversas antologías y revistas del género. Anatoly nació en una de esas ciudades que a lo largo del siglo XX fueron cambiando de manos (unas cinco o seis veces en este caso) hace los suficientes años como para que recuerde los tanques que la atravesaron camino de Checoslovaquia allá por 1968. Tras ser canjeado por un saco de cereal y un desertor, llegó a los Estados Unidos, donde aprendió inglés viendo las reposiciones de Star Trek. En la actualidad compagina su faceta de escritor con su trabajo como pediatra en un barrio de Nueva York donde el inglés ocupa la cuarta posición en el ranking de idiomas más hablados, con el español en un muy digno segundo puesto tras el ruso y por delante del urdu. Este hecho le ha permitido llegar a conseguir un buen dominio de nuestro idioma, o al menos de ciertas frases y expresiones, como por ejemplo, «Tómese una cucharadita tres veces al día».
De mat y mates (Of Mat and Math) se incluyó en 2012 en la primera de las antologías de la serie Unidentified Funny Objects, editadas por Alex Shvartsman y dedicadas a la ficción breve humorística de fantasía y ciencia ficción. Por mi parte, no tengo muy claro si este cuento se puede encuadrar en la ciencia ficción. Si bien es cierto que la ciencia aparece por partida doble, matemáticas y filología rusa, os puedo asegurar que todo lo relativo a esta segunda (y en concreto al mat) de ficción no tiene nada. En cualquier caso, espero que os divierta tanto como a mí. Y, si es así, podéis pasar por la página de Anatoly donde tenéis un listado detallado de todos sus relatos con enlaces a aquellos que pueden leerse o escucharse online (eso sí, en inglés o en ruso). Y si con eso no os basta, aquí podéis escuchar una serie de instructivas entrevistas en las que Anatoly habla de las paperas, las alergias primaverales o, todavía mejor, podéis escuchar sus consejos sobre la gripe porcina ¡en español!
Como de costumbre, quiero expresar mi enorme agradecimiento a Anatoly por permitirme tener su relato hoy aquí, y por toda la paciencia que ha tenido conmigo a la hora de afinar algunos detalles del mat que requerían ser ajustados ligeramente para que no les rechinen a esa multitud de expertos en mat que estoy segura que van a leer este cuento. Y aprovechando que de nuevo tenemos un autor en el blog que habla español, os animo a que dejéis vuestras opiniones y comentarios sobre De mat y mates, porque seguro que le gustará conocer qué os ha parecido. Así que lo dicho, большое спасибо, Anatoly!
Y ya por último, y puesto que hoy 23 de agosto es el cumpleaños de mi padre, voy a aprovechar para felicitarle y dedicarle este cuento. Es lo menos que puedo hacer teniendo en cuenta que a él le debo el descubrimiento de la Tierra Media, el gran sol de Mercurio, el planeta de los simios y otros muchos mundos literarios igual de apasionantes. ¡Felicidades, papá!
ACTUALIZACION I: Ya podéis descargar desde Google Drive los formatos para ebook (EPUB, FB2 y MOBI) de este cuento. Muchas gracias como de costumbre a Jean Mallart y Johan, responsables de la generación de los mismo.
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De mat y mates
Anatoly Belilovsky
Arquímedes Hidalgo Ibárruri encajaba en el perfil a la perfección.
Viajaba solo y había comprado el billete tan solo unas horas antes de la hora prevista de salida del vuelo. No llevaba equipaje, a excepción de un portátil bastante deteriorado. Sus ojos enrojecidos y abiertos como platos no miraban tanto a la gente sino a través de ella, y parecían darle vueltas en las órbitas mientras murmuraba para sí mismo de manera incoherente. Y, aunque las directrices escritas nunca mencionaban tales rasgos como motivo de sospecha, atrajo la atención de los guardas de seguridad por su cetrina piel olivácea, la despeinada mata de pelo negro y rizado y una nariz que habría hecho palidecer de envidia a un cuervo.
No deberíamos censurar con demasiada dureza a los guardas por la naturalidad y la agilidad mental con las que se lanzaron sobre la conclusión inevitable. Por aquel entonces, el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú estaba en alerta roja al haberse interceptado y descifrado parcialmente una comunicación en la que se mencionaban planes para derribar el vuelo Moscú-Barcelona y, de hecho, en la cola justo detrás de Arquímedes había dos radicales catalanes y cada uno de ellos llevaba encima uno de los componentes de un gas nervioso binario. En defensa de los guardas habría que alegar que ninguno de los tests de identificación desarrollados hasta ahora ha sido capaz de distinguir de manera fiable un terrorista de un matemático y, a pesar de las dudas que él mismo pudiera albergar, Arquímedes era sin duda alguna esto último.
Lo que no quiere decir que hasta ese momento su carrera como matemático hubiera sido un éxito. De hecho, era gris hasta un extremo que iba más allá del fracaso para adentrarse en el reino del fiasco legendario. Y, tras haberse planteado durante unos momentos inmolarse tras la debacle final de esa mañana, Arquímedes había decidido regresar a casa.
Los bolsillos de su traje gris marengo de raya diplomática estaban vacíos salvo por una tarjeta de crédito, un billete electrónico para el vuelo de Iberia a Barcelona de las tres, un pasaporte válido y algo de pelusilla. La corbata le colgaba torcida desde el cuello de la camisa blanca de algodón con manchas de sudor, los zapatos negros de punta de ala lucían un diseño fractal de sal para nieve proveniente de los restos ya secos del fango derretido, y si sus calcetines estaban conjuntados era únicamente porque nunca había tenido ninguno que no fuera negro.
El único deseo de Arquímedes Hidalgo Ibárruri era ver a su madre en el diminuto apartamento de paredes llenas de libros que tenía junto a Las Ramblas. Quería que le preparara un café. Quería sentarse frente a ella, mirarla a los ojos y decir, «Mamá, soy un completo dolboeb, y mi vida es un pizdets total».
Existen precedentes históricos para lo que entonces le sucedió a Arquímedes. El último día de su vida, mientras se preparaba para el duelo que acabaría con la misma, Évariste Galois hizo un descubrimiento decisivo de teoría de grupos que allanó el camino para la mecánica cuántica. Algo parecido le sucedió a Srinivasa Ramanujan, ya que, según consta en sus «cuadernos perdidos», sus descubrimientos en el campo de la teoría de números le llegaron a través de visiones místicas enviadas por la diosa Namagiri mientras se consumía, días antes de morir de desnutrición, tuberculosis y disentería a la edad de treinta y dos años. Y, de igual modo, en el día de su épico fracaso, entre los escombros de su otrora estelar carrera, también Arquímedes alcanzó a vislumbrar algo tan extremadamente profundo como la teoría unificada del todo.
Así que no fue el nerviosismo lo que le hizo abrir incluso más los ojos cuando se encontró cara a cara con la operadora jefe del escáner de la puerta de embarque. No fue el miedo lo que motivó que, tras un jadeo audible, se le cortara la respiración. No fue el terror lo que hizo que el sudor le corriera por el rostro y le goteara en el traje. Tras haber permanecido durante lo que le había parecido una eternidad en una cola infinita moviéndose a una velocidad infinitesimalmente lenta, en el que ya era el peor día de su vida y que enseguida iba a estropearse más, Arquímedes Hidalgo Ibárruri eligió el momento menos oportuno para tener el primer atisbo de su revelación matemática.
«Blyaaaaa…», musitó frente al rostro de la operadora del escáner, contemplando a través de ella los misterios del universo que le estaban siendo desvelados.
La operadora apretó los dientes y su rostro se ensombreció hasta adquirir el tono de un nubarrón sulfurado.
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El Diccionario práctico de mat ruso dice lo siguiente:
Blyad’: n. Literalmente, «puta», aunque no se suele utilizar en sentido literal. La palabra completa puede emplearse a modo de improperio, generalmente tras haber sufrido algún breve percance aislado, como darse un golpe en el dedo de un pie. En situaciones de estupefacción profunda y prolongada (por ejemplo, tras descubrirse que el paracaídas no funciona), se acostumbra a elidir la última consonante y acabar en una vocal larga, «Blyaaa!».
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La operadora del escáner se llamaba Marchella, en honor de un famoso actor italiano al que a su vez le habían puesto ese nombre en honor de Marcellus, el general romano cuya guerra con Cartago había provocado la muerte del famoso tocayo de Arquímedes, Arquímedes de Siracusa, tal vez la víctima colateral más célebre en todo el mundo. Los rasgos semíticos de Arquímedes, que eran lo primero que había llamado la atención de Marchella, eran a su vez una herencia de sus ancestros cartagineses, que habían colonizado más de dos mil años atrás la Cataluña natal de su madre.
Marchella era una experta en mat y lo hablaba de manera fluida con los pasajeros mordaces y sus colegas del trabajo díscolos, pero en raras ocasiones alguien la había insultado sin una provocación previa. Su adiestramiento se impuso sobre su reacción instintiva, que hubiera consistido en un izquierdazo, seguido de un gancho con la derecha y de otro con la izquierda dirigido al mentón. Aunque tuvo que apretar las mandíbulas para conseguir contenerse.
—Permítame ver esto —dijo Marchella en ruso por entre los dientes apretados, y alargó las manos hacia el portátil de Arquímedes antes de que este tuviera tiempo de decir nada.
—Ot’ebis’ ot moij uravneniy —masculló Arquímedes, y le apartó la mano de un golpe.
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Al igual que otras muchas leyendas nacidas alrededor de Arquímedes Hidalgo Ibárruri, la historia de que «¡Eureka!» fue la primera palabra que profirió en la vida es solo a medias verdad.
Arquímedes nació en Princeton (Nueva Jersey), en el mismo hospital en que Albert Einstein había exhalado el último suspiro algunas décadas antes. Eso, junto al hecho de que tanto su padre como su madre hubieran conseguido una plaza en la Universidad de Princeton, es posible que acrecentara las expectativas que se tenían en relación a él; pero para cuando llegó su tercer cumpleaños sin que hubiera dicho su primera palabra, las familias Hidalgo e Ibárruri ya se habían resignado a una vida de circunspecta decepción.
La familia estaba celebrando su tercer cumpleaños con una sencilla y tranquila cena. Un pastel con tres velas fue puesto frente a Arquímedes y las velas fueron debidamente apagadas, tras lo cual fue llevado a la cama y dejado allí. Los adultos (y la adolescente) presentes continuaron con la sobremesa.
Alrededor de una hora más tarde, su conversación se vio interrumpida por Arquímedes que, mientras bajaba tambaleándose las escaleras camino del salón, gritó:
—¡Ey, Rika!
Frederika Rika Stravinskaya, su au pair rusa, clavó la mirada en su diminuta figura mientras Arquímedes iba descendiendo, de escalón en escalón, con un pañal chorreante en una mano y el Cálculo elemental de Perelman en la otra.
—Rika, eb tvoyu mat’, u menya ne balansiruet eto ebanoe uravnenie! —continuó Arquímedes con voz aguda y penetrante.
El profesor Diógenes Hidalgo y la profesora María Elena Ibárruri se quedaron paralizados por la incomprensión, al no haber escuchado hasta ese día ni una sola palabra de boca de Arquímedes, ni en el refinado castellano de su padre, ni en el elegante catalán de su madre, ni en lo que pasaba por inglés en Nueva Jersey. La tía de Rika, la profesora Messalina Erastovna Holmogorova (de Astrofísica) derramó un espumoso Freixenet Brut sorprendentemente bueno sobre su tercera ración de tarta. Parpadeando para intentar contener las lágrimas, contempló al niñito desnudo que, si sus oídos no la habían traicionado, acababa de gritar a su sobrina algo así como, «¡No consigo balancear la puta ecuación!», en un ruso impecable aunque de lo más soez.
Rika fue la primera en reaccionar.
—Pizdets! —musitó—, ¡se le han olvidado los infinitésimos!
Tras lo cual cogió a Arquímedes en brazos y corrió escaleras arriba para restituirle su dignidad higiénica y sartorial.
El profesor Hidalgo fue quien rompió el silencio:
—¿Más… cava?
—Sí, por favor —dijo la profesora Holmogorova, con un énfasis en las palabras que se correspondió con la velocidad a la que ofreció su copa para que le fuera rellenada.
Cuando Rika regresó a la mesa del salón fue sometida a un minucioso interrogatorio. De pie, en rígida posición de firmes, reconoció estar pluriempleada y que, utilizando una webcam y cuando Arquímedes podía oírla, también daba clases particulares de matemáticas a algunos cadetes de los últimos cursos de la Alta Academia para Oficiales de las Fuerzas Navales Rusas.
Para evitar mayores estragos en la psique de Arquímedes, los profesores Hidalgo e Ibárruri la despidieron por la vía sumaria la mañana siguiente.
Ya era demasiado tarde.
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Mientras intentaba recuperar la respiración que la paliza de los guardias le había cortado, Arquímedes yacía en el charco de aguanieve al que le habían arrojado, con un cubo de basura al alcance de la mano a un lado y su portátil abollado y rajado algo más apartado al otro. El vértigo resultado de este vuelo, mucho más corto que aquel otro para el que había comprado el billete, provocó la precesión de la luna menguante en el invernal cielo moscovita, lo que le hizo acordarse de su padre sacudiendo la cabeza mientras leía el Diccionario práctico de mat ruso.
Mientras los padres de Arquímedes estuvieron casados, el diccionario ocupó un lugar de honor en su librería, bien al alcance de cualquier mano frenética. Siempre se abría por la misma página, aquella que sus padres consultaban con mayor frecuencia:
Derivados de la raíz «-eb-» (referencia vulgar a las relaciones sexuales):
Naebat’: v. Engañar, gastar una broma pesada, evitar ser apresado. «Yago naebal a Otelo».
Proebat’: v. Perder (en el sentido de «perder el autobús»), perder tontamente (un objeto valioso, un partido). «El rey Lear proebal su reino».
Sjebat’sya: v., reflexivo. Huir, largarse, fugarse. «Macduff sjebalsya antes de que Macbeth pudiera hacerle pizdets (vid.)».
Zaebat’: v. Molestar, fastidiar (a diferencia de sus equivalentes en inglés, el verbo ruso es de aspecto perfectivo, es decir, la acción del verbo se ha finalizado o ha sido llevada hasta su máximo extremo). «Lady Macbeth zaebala a Macbeth».
Ot’ebis’!: imperativo. Equivalente de la expresión española, «¡Vete a tomar por culo!». «Ot’ebis!, le gritó Macbeth a lady Macbeth».
Ebanutyi: adj. Loco. «Tu noble hijo está ebanutyi; es cierto que es lástima y es lástima que sea cierto».
Ebanye: adj. Participio pasado imperfectivo de «-eb-», aquí conjugado en plural, utilizado del mismo modo que el gerundio «jodido» en español. «¡Lejos, lejos de mí esta ebanyi mancha!».
Dolboeb: n. Un tonto con iniciativa y perseverancia. «Polonio es un dolboeb».
Eb tvou mat’!: Literalmente, referencia vulgar al incesto. Con frecuencia se utiliza para expresar sorpresa, asombro, admiración, adoración, gratitud profunda y otras emociones fuertes, o se profiere cuando se comprende algo repentinamente. Véanse también: Blyad’, Blyaaaa.
O sea, que la tajante orden que le dio Arquímedes a la guarda de seguridad Marchella en el día de su vuelo abortado a Barcelona fue verdaderamente de lo más grosera.
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¿Realmente había sido tan solo esa misma mañana cuando Arquímedes había sufrido el último de la serie de fracasos que salpicaban su vida? Había ensayado frente al espejo la disertación de defensa de su tesis una infinidad de veces, traduciendo a decorosas palabras rusas los términos un tanto groseros que utilizaba cuando pensaba en conceptos matemáticos.
Su disertación había ido bien, al igual que las esperadas preguntas que le planteó su director de tesis, el profesor Tomsky. Pero Milutin, ese viejo pizdobol jefe del departamento, tuvo que coger y preguntarle con esa voz suya, chirriante como tiza contra cristal:
—Pero, ¿qué pasa con los términos pares de esta serie de potencias?
A lo que Arquímedes había respondido:
—Ya he demostrado que esta juynya tiende a un infinitésimo. Hace cinco pasos.
—No estoy convencido —dijo Milutin—. Vuelva a demostrármelo.
La puerta se abrió con un crujido y todo el mundo se puso de pie cuando entró el deán.
—Por favor —dijo este indicándoles con un gesto que se volvieran a sentar—. Vamos a necesitar esta sala en breve para una conferencia. ¿Qué es lo que están haciendo que le está llevando tanto?
—Juyem grushi okolachivayem —dijo Arquímedes.
Y eso fue el pizdets de su educación universitaria.
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Para cuando el profesor Diógenes Hidalgo (doctor en Filología Clásica por La Sorbona) y la profesora María Elena Ibárruri (doctora en Lenguas Romances por La Sorbona) decidieron divorciarse, ya habían amasado entre los dos una importante biblioteca, además de un puñado de posesiones de otro tipo. Tan solo hubo un objeto que fue motivo de disputa: un sobado librito con las esquinas dobladas llamado Diccionario de mat ruso. María Elena insistió, con bastante razón, que puesto que ella se quedaba con la custodia de Arquímedes también debía quedarse con el diccionario.
Diógenes accedió a regañadientes. Cogió con cuidado el libro, lo abrió al azar y pasó unas cuantas páginas.
El diccionario decía lo siguiente:
Derivados de «pizd-» (referencia vulgar a los órganos genitales femeninos):
Pizdobol: n. Persona necia y parlanchina.
Raspizdyai: n. Persona poco de fiar.
Pizdit’: v. Mentir, disimular, alardear.
Spizdit’: v. Robar.
Pizdets: n. El fin por antonomasia. El final definitivo, irreversible, completo y concluyente. De todo.
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Durante el último curso de Arquímedes en el instituto de Princeton, un día que llegaría a ser legendario en los anales del centro, el señor Obolensky le pidió que obtuviera la fórmula para la resolución de ecuaciones de segundo grado.
Arquímedes se acercó a la pizarra, con la tiza en la mano, y empezó a escribir ecuaciones.
«Esta juynya cancela a esa juynya, y esa juynya cancela a la otra juynya», masculló, mientras tachaba términos a ambos lados de la ecuación sin percatarse de que el señor Obolensky a duras penas estaba consiguiendo contener la risa mientras las lágrimas se le escapaban por entre los párpados apretados, hasta que, con un ademán triunfal, Arquímedes subrayó en la pizarra «b² ± 4ac», se volvió hacia la clase, y declaró, «Pizdets!».
A la mayoría, ese día se le quedó grabado en la memoria por ser el día en que Arquímedes fue expulsado temporalmente por hacer que el señor Obolensky se meara encima de la risa.
A Arquímedes se le quedó grabado porque cuando llegó a casa se encontró a su padre solo, por la mitad de su segunda botella de rioja, hojeando distraídamente el diccionario de mat.
—¿Qué pasa, papá? —preguntó Arquímedes.
—Pizdets —dijo su padre—. Tu madre se ha marchado. Se ha vuelto a Barcelona.
—Pero ¿por qué? —preguntó Arquímedes con las lágrimas empañándole los ojos.
—Ojuyela —respondió el profesor Hidalgo, y se tomó otro trago de rioja directamente de la botella.
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El diccionario estaba sobre la mesa, abierto por otra página de las más leídas.
Derivados de «juy» (referencia vulgar a los órganos genitales masculinos):
Juyovyi: adj. Muy malo.
Juynya: n. Pijada; basura; un chisme; algo inútil; un objeto cuya utilidad no resulta clara; algo demasiado complicado para que se describa; un carajal.
Na Juy: expresión desdeñosa, equivalente a «que te den», «vete a la mierda» o «al carajo».
Ni Juya: nada, absolutamente nada, «ni una polla».
Po Juy: irrelevante, baladí. «Me la trae floja».
Ojuyel: adj. Perplejo, desquiciado.
Juyak!: (siempre con signo de exclamación) utilizado para describir un suceso catastrófico.
Expresión: «Juyem grushi okolachivat’», fig., perder el tiempo, no hacer nada, dejar las cosas para más tarde; literalmente: «hacer caer las peras maduras golpeando los perales con los genitales masculinos».
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En el mapa del metro que había encima de la cabeza de Arquímedes, Kievsky Vokzal, la estación de donde salían los trenes para Kiev, destacaba en negrita.
Prácticamente todas las líneas se cruzaban por debajo de ella. Un tren con coches cama salía hacia Kiev todas las noches, y por la mañana había vuelos de Kiev a Barcelona.
«Por favor, Señor, no permitas que encima también proebat’ ese», rogó en silencio Arquímedes.
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La profesora Ibárruri regresó a buscar a su hijo una semana después de haberse marchado. Un mes más tarde, ella y Arquímedes volaban hacia Barcelona. Arquímedes se llevó el Cálculo elemental de Perelman. María Elena se llevó la Poesía completa de Federico García Lorca y el Diccionario práctico de mat ruso.
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Había muchas cosas que Arquímedes ignoraba.
No sabía que lo que había llevado a sus padres al divorcio no había sido la desilusión que él les había supuesto, sino por un lado el que la familia Hidalgo continuamente zaebali al profesor Hidalgo con su desprecio hacia todo lo catalán y, por otro, el que los Ibárruri zaebali a su madre con su desdén hacia todo lo que consideraban castellano.
No sabía que, años atrás, cuando viajaba de Princeton a Moscú, Rika había conocido a un universitario ruso y se había enamorado de él; un matemático como ella, pero de mucho menos talento.
No sabía que el señor Obolensky había aceptado el ofrecimiento que le había hecho el recientemente divorciado señor Greene, el profesor de lengua, para que aprovechara que su casa quedaba cerca para lavar, secar y planchar sus pantalones allí; ni sabía de los chismorreos que vinieron a continuación y que fueron acallados un año más tarde con las invitaciones impresas para el enlace Greene-Obolensky.
No sabía que el profesor Tomsky, su amigo y mentor, había renunciado a su plaza como profesor en la Universidad Estatal de Moscú para aceptar un puesto que le habían ofrecido en Barcelona. No sabía que Tomsky estaba en la lista de espera para el vuelo con overbooking al que no le habían dejado subir a él; ni que pudo cogerlo gracias a que él había sido expulsado del aeropuerto; ni que la terrible propensión de Tomsky a marearse en los viajes solo había respondido en el pasado a la atropina, de la que el profesor llevaba una buena provisión.
Y hasta las cinco de la tarde (las aciagas cinco de la tarde[1] de Federico García Lorca) no se percató tampoco de que se había equivocado de tren.
«Blyaaa», dijo mientras el letrero que anunciaba la Peterburgskiy Vokzal pasaba por delante de su ventanilla.
A las cinco de la tarde[2], según los cálculos de Lorca, mientras el vuelo Moscú-Barcelona sobrevolaba París, los dos separatistas radicales catalanes mezclaron los dos ingredientes del gas nervioso binario sobre el reposabrazos que había entre ellos, el cual empezó a borbotear y bullir.
Mientras uno tras otro los pasajeros empezaban a sufrir náuseas y calambres y a babear de manera incontrolable, el profesor Tomsky recordó su entrenamiento básico durante el servicio militar en el ejército ruso, se metió otra pastilla de atropina en la boca y corrió hacia el telefonillo de la tripulación. «¡Gas nervioso a bordo! —gritó a los pilotos—. ¡Pónganse las mascaras de gas e inicien un aterrizaje de emergencia! ¡Y pidan que tengan preparados kits con antídoto para gas nervioso en nuestro destino».
A Tomsky se le atribuyó el mérito de haber salvado la vida de todas las personas que había a bordo, salvo la de los dos terroristas, a los que nadie lloró.
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Arquímedes no sabía nada de esto mientras se apresuraba a cambiar de tren en la Peterburgskiy Vokzal. Mientras miraba los numerosos y confusos letreros, se chocó con una joven que leía un viejo ejemplar del Cálculo Elemental de Perelman.
—Dolboeb —gruñó la muchacha—. ¡Preste atención a su ebanyi trayectoria!
Arquímedes se quedó paralizado, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—¿Rika? —susurró.
La joven cerró cuidadosamente el libro con el pulgar marcando la página por donde iba.
—¿Conoce a mi madre? —preguntó.
Una hora más tarde, en lugar de ir camino de Kiev, Arquímedes viajaba a San Petersburgo acompañado por Olga, para reunirse con Frederika, convertida en jefa del departamento de Matemáticas de la Alta Academia para Oficiales de las Fuerzas Navales Rusas. «Arquímedes, ¡cómo has crecido, cabronazo!», gritó Frederika mientras lo abrazaba contra su ahora generoso pecho.
Así que no fue la madre de Arquímedes quien le fue rellenando la taza de café mientras él narraba su trágica historia, sino Rika; y fue Olga quien le ofreció chocolate. De su revelación no contó nada; sus intuiciones todavía no se podían expresar con palabras, ni con las utilizadas en el Cálculo elemental de Perelman ni con las del Diccionario práctico de mat ruso.
Bien pasada la medianoche, lo acompañaron al dormitorio y lo dejaron a solas para que se recuperara.
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En París, instalado en una suite en el Ritz, Tomsky bebía a traguitos el Dom Perignon cortesía del hotel mientras el conserje le traía montones de cartas de admiradores. Un considerable número era de mujeres. Algunas incluían fotografías e invitaciones, y no eran pocas las que hacían que se le cortara la respiración.
Una de las notas era un fax. En él figuraba una fecha, de más de veinte años atrás, y un número de teléfono con el prefijo de San Petersburgo.
Tomsky marcó el número. Mientras el teléfono sonaba en el otro extremo de la línea, pensó, durante un instante, en la muchacha que había conocido en un tren, cuyo amor por las matemáticas se le había contagiado como una enfermedad venérea especialmente benigna.
Tras dos señales, respondió una voz de mujer:
—Dígame…
—Hola, Rika —dijo Tomsky.
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A pesar de lo cansado que estaba, Arquímedes no se había dormido todavía cuando Olga entró en su habitación y su sombra atravesó el rayo de luz lunar que se colaba por la ventana. Oyó el ligero crujido del parqué bajo sus pies y sintió cómo el colchón se inclinaba bajo su peso.
—Es una función binaria —susurró ella.
—¿Qué? —susurró Arquímedes.
—Eb —susurró ella—. Es una función binaria. —Y rodó sobre sí misma para sentarse a horcajadas sobre él.
—Es discontinua —susurró él, menos de un minuto después.
—Ajá —musitó ella—. Y conmutativa. —Se deslizó hasta el colchón y tiró de Arquímedes para que se pusiera encima de ella.
—¿Transitiva? —preguntó él, transcurrido un buen rato.
—Espero que no —respondió rápidamente ella.
—¿Y distributiva?
Olga a punto estuvo de responder, «Sí», pero se calló justo a tiempo y disimuló una sonrisa secreta acurrucándose contra la oreja de él.
De las muchas cosas que Arquímedes no sabía, esta era tal vez la menos importante.
Mientras yacían entrelazados, Arquímedes cayó en la cuenta de que nunca había visto el cuerpo de Olga. No quería despertarla encendiendo la luz ni recorriéndolo con las manos, así que en lugar de eso intentó extrapolar su figura a partir de las partes que en esos momentos le estaban rozando y de las memorias táctiles de cuando habían hecho el amor.
Igual que tras la caída de una masa de nieve de un tejado de pronto vemos las chimeneas, tejas y aguilones que había ocultos, Arquímedes vislumbró con un repentino fogonazo de comprensión la forma del propio universo. Vio el gran juyak con el que había empezado todo, la gran fuerza unificada, mat, que gobernó el universo en su infancia y que esparciéndose a través de dimensiones infinitas dio lugar a sus derivadas finitas: zaebat’, naebat’, vyebat’, raz’ebat’, proebat’, pereebat’ y pod’ebat’. Vio la gran juynya del universo como un todo, y el pizdets al final de los tiempos, descrito todo ello mediante unas matemáticas infinito dimensionales que proporcionaban un conjunto finito de resultados para cada una de sus variedades cuatro dimensionales. Y supo que solo había una persona que pudiera entenderle.
—¡Ey, Rika! —gritó saltando de la cama.
Habían pasado más de veinte años desde que Rika lo había visto desnudo por última vez.
—¡Cómo has crecido, cabronazo! —dijo por segunda vez esa noche, con una voz bastante distinta.
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En Barcelona, María Elena Ibárruri tenía la vista clavada en las ventanas del monitor. En una había un correo de Arquímedes en el que le anunciaba que se marchaba de Moscú y le informaba del vuelo para el que había comprado billete. En otra, una noticia con las fotos del pasaporte de los terroristas.
Los reconoció a ambos: una pareja que había conocido en una reunión de la Asociación Cultural Catalana. Una pareja que había aceptado su generoso donativo para que se enviaran libros en catalán a las escuelas de los pueblos de la región.
María Elena tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos. Al principio no notó el dolor y, cuando sí lo notó, apretó los puños todavía con más fuerza.
No se limpió la sangre de las manos antes de coger el teléfono y marcar un número de Nueva Jersey. Los dígitos blancos de las teclas del teléfono enrojecieron.
El teléfono sonó.
—Dígame… —respondió una voz masculina.
—Hola, Diógenes —dijo María Elena Ibárruri por primera vez en muchos años.
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No era nada habitual que el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton tuviera tres científicos invitados al mismo tiempo, y todavía lo era menos que los tres estuvieran emparentados. Tanto Nature como Science como Scientific American enviaron reporteros para que entrevistaran a la recién llegada familia. Hubo una ronda de preguntas que fueron debidamente respondidas.
—Tenemos tiempo para una última pregunta —anunció el profesor Ramchandran, director del instituto.
La corresponsal de Science levantó la mano.
—¿Por qué se ha tardado tanto en realizar un descubrimiento tan fundamental como este? —preguntó—. Con todos los miles de matemáticos que llevan todos estos años trabajando, ¿por qué se ha tardado tanto en desarrollar la gran teoría unificada del todo? ¿Qué es lo que han estado haciendo todo este tiempo?
—Si no les importa, creo que me gustaría responder esta pregunta —dijo con voz amable el profesor Ramchandran—. Mis colegas y yo… juyem grushi okolachivali.
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Olga se puso de parto cuando estaba dando una clase de geometría analítica avanzada. No la interrumpió, pero para cuando acabó ya tenía contracciones cada cinco minutos.
Fue andando con algo de ayuda hasta la calle donde Arquímedes la esperaba con un coche. El trayecto hasta el Princeton Hospital les llevó escasos minutos; allí Olga fue llevada a una sala de partos y minutos después le hicieron colocar los pies en los estribos.
Ni una sola palabra de mat escapó de sus labios.
A un lado, Arquímedes le daba una mano; al otro, Rika le cogía la otra. María Elena, Diógenes y Tomsky esperaban fuera.
El teléfono de Rika sonó en el bolsillo de Tomsky.
—¡Empuja! —dijo la doctora—. Totalmente dilatada y ya se ve la cabeza —añadió dirigiéndose a la enfermera, que miró el reloj y apuntó algo en una hoja—. ¡Empuja! —repitió.
Fuera de la sala, se había llevado a cabo una apresurada votación. María Elena, que había sido elegida para comunicar la noticia, asomó la cabeza en la sala de partos.
—Querido[3], te llaman por teléfono—le dijo a Arquímedes.
—¿Qué?, ¿ahora? —replicó Arquímedes, cuyo rostro se crispó cuando Olga le estrujó la mano.
—Es de Estocolmo —le explicó María Elena.
—¿Qué? ¿Estocolmo? Vaya, vaya. Ni juya sebe! ¡Olga! —Hizo ademán de ir a pasarle el teléfono, se lo pensó mejor y lo apretó contra su propia oreja—. Dígame… Sí, soy Arquímedes Hidalgo Ibarruri. No, creo que Olga no puede ponerse ahora mismo. Bueno, si insiste. —Volvió el teléfono hacia ella—. Olechka, son los del Nobel…
Olga se contuvo para no soltar la respuesta que primero le vino a la cabeza y… ¡empujó!
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Muchos años después, tras haber asistido a miles de partos y haber oído a las madres soltar palabrotas en docenas de idiomas, la doctora Aureliano seguiría acordándose de la niñita de los Hidalgo, por haber sido aquel parto la primera ocasión en la que había sido el bebé el que había gritado, «Blyaaa!».
Copyright © 2012 Anatoly Belilovsky
Aunque no sea cf, una buen rato de risas sí quje he tenido leyendo el relato!
Gracias Marcheto!
De eso se trataba. Por lo tanto, objetivo conseguido. 🙂
Voy leyendo estoy conociendo nuevos autores y me he divertido.
Por todo y por lo que voy a seguir disfrutando gracias
Matil
Hola, Mátil. Me alegro de que te estén gustando. Y además en tu caso, igual algún día hasta los podemos comentarlos en persona. 😉
Hasta ahora, en la antología lo pude terminar, y la verdad es que es un muy divertido. Un relato trepidante, con toques surrealistas y gags verdaderamente científicos aunque no ciencia-ficcioneros. ¡Me he reído mucho!
¡Y mira que no sabía nada sobre el mat ruso! : )
Para mí el mayor descubrimiento de este cuento ha sido todo lo referente al mat ruso en la realidad. Y toda la parte de las definiciones del diccionario y sobre todo de los ejemplos, que por si alguien lo duda son citas reales, me pareció de lo más divertido que he leído últimamente.
A este cuento no le entendí nada. Nunca supe quién era quién ni quién hacía qué… Me resultó muy confuso.
¿Es mi imaginación o el final es referencia a Cien años de soledad?
Lamento que este relato no te haya convencido, pero si hay algo que he aprendido con este especial es que el humor es algo de lo más personal.
Y en cuanto a lo que comentas del final, no te sé decir, pero si tienes curiosidad puedes preguntarle directamente al propio Anatoly por Twitter (@loldoc) puesto que habla español perfectamente, y como te puedes imaginar nadie mejor que él para responderte.
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