Pequeña América, de Dan Chaon

Dan Chaon es un escritor estadounidense que ha publicado hasta el momento dos novelas, You Remind Me of Me (Me recuerdas a mí, ed. La Factoría de las Ideas), elegido como uno de los diez mejores libros del año por The Washington PostChicago Tribune y San Francisco Chronicle, y Await Your Reply, además de tres colecciones de cuentos, Fitting Ends, Among the Missing (finalista del prestigioso National Book Award en la categoría de libros de ficción) y Stay Awake. Sus relatos acostumbran a aparecer en publicaciones generalistas y se han incluido en antologías como The Best American Short Stories, Pushcart PrizeThe O. Henry Prize Stories. Dan compagina la escritura con sus labores como profesor universitario de escritura creativa.

Del párrafo anterior, la conclusión que es posible que saquéis es que de nuevo nos encontramos en este blog con un escritor cuya obra no se encuadra dentro del género fantástico y, efectivamente, así es; lo cual no impide que gran parte de los relatos de este autor transiten por las fronteras del género y que en algunos casos caigan totalmente dentro de él. Algo que tampoco debería extrañarnos si tenemos en cuenta que, según él mismo confiesa, entre sus principales influencias se encuentran dos Rays: Bradbury y Carver; y que, también según sus propias palabras (aunque tomadas de la novela Fantasmas, de Peter Straub), muchos de sus relatos son «cuentos de fantasmas en los que el fantasma no aparece». Ahora bien, cuando decide hacer una incursión en el género con todas sus consecuencias, los resultados son más que satisfactorios. Y, como demostración, me limitaré a señalar un hecho concreto. En el año 2013, Dan estuvo nominado por partida doble en la categoría de relato breve de los Shirley Jackson Awards (que premian obras de intriga psicológica, terror y fantasía oscura). Uno de esos dos cuentos nominados, How We Escaped Our Certain Fate, podría encuadrarse en la categoría de zombis, y del otro, Little America, no voy a desvelar gran cosa, porque es el que tengo el honor de presentar hoy aquí.

Pequeña América (Little America) se publicó por primera vez en 2012 en Shadow Show: All New Stories in Celebration of Ray Bradbury, antología editada por Sam Weller y Mort Castle, que como su nombre indica era un homenaje a Bradbury, y que también fue finalista de los Shirley Jackson Awards de ese mismo año. Posteriormente también fue incluido en The Best Horror of the Year: Volume Five, editado por Ellen Datlow en 2013. Y no voy a decir nada más de este cuento por dos motivos. Por una parte, creo que cuanto menos se sepa de él antes de su lectura, muchísimo mejor. Y, por otra, porque los escritores que participaron en Shadow Show no solo aportaban un relato, sino también un texto complementario, y a continuación del cuento podéis leer la traducción de «Sobre Pequeña América», el texto de Dan donde él mismo explica todo lo que hay que explicar sobre este relato y sobre su entrañable relación con Ray Bradbury. Y un último consejo, incluso si por cualquier motivo decidís no leer este cuento, no os perdáis «Sobre Pequeña América». Descubriréis por qué si hay un escritor que debía figurar en una antología homenaje a Bradbury, ese es Dan Chaon. Y que Bradbury se merecía este homenaje, y no únicamente por su calidad como escritor. Ahora bien, si vais a leer el cuento, dejad «Sobre Pequeña América» para después; no es que tenga spoilers concretos, pero sí que desvela la temática general y, tal como os decía antes, creo que el efecto es distinto cuando se afronta el relato sin saber nada sobre él.

Como de costumbre, también en esta ocasión quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Dan por haber accedido a que su estupendo relato forme parte de este pequeño proyecto que es Cuentos para Algernon. Thanks a million for your kindness and generosity, Dan!

Y ya por último, aprovecho para advertir de que los formatos descargables de Pequeña América únicamente van a estar disponibles durante un tiempo limitado (en principio, hasta mediados de octubre). Pasada esa fecha, se podrá continuar leyendo online, pero no existirá la posibilidad de descargarlo en ningún formato. Los e-books los colgaré en cuanto estén preparados y, como de costumbre, avisaré de ello vía Twitter. Así que en esta ocasión no os despistéis y descargad el cuento ya, no se os vaya a escapar. Os aseguro que merece la pena.

ACTUALIZACION I: Ya están disponibles aquí los formatos descargables para ebook (EPUB, FB2 y MOBI). Gracias de nuevo a Jean Mallart y Johan por su desinteresada y amable colaboración. Y os recuerdo que los formatos descargables únicamente van a estar disponibles hasta mediados de octubre, así que mi consejo es que los bajéis ya mismo.

ACTUALIZACIÓN II (15/10/2014): Tal como estaba previsto, he retirado las versiones descargables de este cuento. Sin embargo, podéis seguir leyéndolo aquí. Aprovechad y no os lo perdáis. Ni tampoco la nota que lo acompaña. Ambos merecen la pena.

ACTUALIZACIÓN III (19/09/2015): Pequeña América ha sido el relato más votado por todos vosotros en nuestra segunda encuesta anual, por lo que, cumpliendo mi promesa, ya podéis disfrutar de un nuevo cuento de Dan en el blog, Las abejas. Espero que os guste tanto o más que Pequeña América.

Pequeña América

Dan Chaon

En primer lugar, he aquí las carreteras de Estados Unidos. Los estados pintados de azul celeste, rosa, verde claro… atravesados por líneas negras. Peter tiene una versión para niños del mapa, que va siguiendo cuando viajan en el coche. Marca con una «X» los nombres de las ciudades por las que pasan, aunque la mayoría de las que aparecen en el anticuado mapa ya no existen. Está ahí sentado, mirando los pequeños dibujos que representan los productos y servicios de los distintos estados. Maíz. Pozos petrolíferos. Ganado. Esquiadores.

En segundo lugar, he aquí el propio señor Breeze. Helo aquí, tras el volante del Cadillac largo y viejo. Tiene las manos delicadas y finas, aunque enrojecidas, como estropeadas por el frío. Lleva una camisa blanca, los puños y el cuello abrochados. El pelo, un tanto ralo, está cuidadosamente peinado por encima del cuero cabelludo; su rostro alargado y esquelético está sonriendo. Es listo, amable y jovial, igual que los presentadores de los programas infantiles que Peter solía ver en televisión. Cuando habla, abre mucho los ojos y articula con claridad.

En tercer lugar, he aquí la pistola del señor Breeze. Es una semiautomática compacta Glock 19 de nueve milímetros, dice el señor Breeze. Está guardada en la guantera justo delante de Peter, que se la imagina durmiendo. Peter fantasea con la imagen de la boca del cañón, del agujero por donde sale la bala: un ojo cerrado que podría abrirse en cualquier momento.

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El señor Breeze está de pie junto a la gasolinera desierta, con su esquelética cabeza ladeada, escuchando los débiles chirridos de la bisagra de un viejo letrero que anuncia cigarrillos. Su rostro muestra una ausencia de expresión, como la de la fachada de la gasolinera. Las ventanas están rotas y parcheadas con trozos de cartón; algunos vasos de papel, hojas y demás restos de basura bailan en círculo en el asfalto manchado de gasolina. Los surtidores se limitan a estar ahí plantados, taciturnos.

—Hola… —dice el señor Breeze en voz bien alta tras unos instantes—. ¿Hay alguien?

Levanta la pistola del surtidor de la horquilla que hay en el lateral del mismo y prueba a ver si funciona. Aprieta el gatillo que hace salir la gasolina por la manguera, pero no sucede nada.

Peter camina junto al señor Breeze, dándole la mano, observando con los ojos entrecerrados la carretera que tienen por delante. Con la mano que tiene libre hace visera para protegerse del sol bajo de última hora de la tarde. Un poco más adelante hay unas cuantas casas y algunos árboles muertos. Una hilera de vagones detenidos en la vía ferroviaria. El elevador de grano de un silo que se alza por encima de las ramas desnudas de los olmos.

En una máquina expendedora de periódicos hay un ejemplar de USA Today del 6 de agosto de 2012, y de eso hace, piensa Peter, ¿tal vez unos dos años? No se acuerda bien.

—No parece que quede ya nadie viviendo por aquí —dice Peter finalmente, y el señor Breeze lo contempla en silencio durante unos instantes.

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En el motel, Peter se tumba en la cama, boca abajo, y el señor Breeze le ata las manos a la espalda con una cuerda de plástico.

—¿Está demasiado apretada? —le pregunta como de costumbre el señor Breeze, siempre tan atento y educado.

—No —dice Peter moviendo negativamente la cabeza.

Peter siente cómo el señor Breeze le acomoda los tobillos para que queden paralelos, y se queda inmóvil mientras el señor Breeze le ata entre sí los cordones de las zapatillas de tenis.

—Ya sabes que a mí me gustaría que las cosas no fueran así —dice como de costumbre el señor Breeze—. Pero es por tu propio bien.

Y Peter se limita a mirarle, con lo que el señor Breeze llama su «mirada inescrutable».

—¿Quieres que te lea algo? —dice el señor Breeze—. ¿Te gustaría escuchar un cuento?

—No, gracias —dice Peter.

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Por la mañana se oyen ruidos en el exterior. Peter está encima de la colcha, todavía vestido con los vaqueros, la camiseta y las zapatillas, todavía atado, mientras que el señor Breeze está metido en la cama con el pijama; ambos se despiertan sobresaltados. Desde el otro lado de la ventana les llega un tremendo alboroto. Suena como si estuvieran peleando o posiblemente matando algo. Se oyen gritos y gruñidos angustiosos, y Peter cierra los ojos mientras el señor Breeze sale de la cama y atraviesa la habitación a toda prisa con ágiles pisadas para coger la pistola.

—Chist —le dice el señor Breeze, y luego articula en silencio—: No… te… muevas… —Mueve negativamente el dedo («¡no, no, no!») y después sonríe a Peter y le hace un gesto con la cabeza antes de salir por la puerta con la pistola preparada.

Una vez solo en la habitación, Peter se queda tumbado respirando sobre la cama barata, boca abajo, el rostro apoyado contra la vieja colcha de poliéster que huele a moho y a humo de tabaco de tiempo atrás.

Flexiona los dedos. Las uñas, que antes eran largas, negras y afiladas, han sido limadas a ras por el señor Breeze, por su propio bien, le había dicho.

Pero ¿y si el señor Breeze no vuelve? Entonces, ¿qué? Estará atrapado en esta habitación. Forcejeará contra las ataduras de plástico de las muñecas, pataleará y pataleará con los pies atados, se arrastrará fuera de la cama y avanzará hasta la puerta, la golpeará con la cabeza, pero no tendrá manera de salir. Morir de hambre y sed será muy doloroso, piensa.

Tras unos minutos, Peter oye un disparo, el siniestro eco de un petardo que lo sobresalta y le hace dar un respingo.

Entonces el señor Breeze abre la puerta.

—No hay de qué preocuparse —dice—. ¡Todo va bien!

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Durante un tiempo, Peter había llevado cadena y collar. El lado interno del collar tenía unas protuberancias metálicas redondeadas que estaban en contacto con su cuello y le daban una descarga eléctrica si el señor Breeze apretaba un botón en el pequeño transmisor que llevaba encima.

«A mí me gustaría que las cosas no fueran así —le decía el señor Breeze—. Quiero que seamos amigos. Quiero que pienses en mí como en un profesor. O incluso como en un tío.»

«Demuéstrame que te vas a portar bien —le decía el señor Breeze— y ya no te lo haré llevar más.»

Al principio, Peter había llorado mucho y había querido escapar, pero el señor Breeze se lo impidió. El señor Breeze lo envolvía ciñéndolo bien en un saco de dormir y luego lo ataba, dejando fuera únicamente su cabeza, y él se retorcía igual que un gusano en un capullo, igual que un bebé encerrado en el vientre de su madre.

Aunque Peter tenía casi doce años, el señor Breeze lo abrazaba, lo acunaba, le tarareaba viejas canciones y le susurraba, chist, chiist, chiiist. «Tranquilo, tranquilo —le decía—. No tengas miedo, Peter. Yo cuidaré de ti».

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Están de nuevo en el coche y está lloviendo. Apoyado en la ventanilla del lado del pasajero, Peter ve las gotas de agua que se arrastran lentamente por el cristal, moviéndose como bancos de pececillos, y ve las nubes con sus alevines grises y desdibujados casi a ras del suelo, y los árboles que se inclinan chorreantes.

—Peter —dice el señor Breeze tras una hora o más de silencio—, ¿has estado siguiendo tu mapa? ¿Sabes dónde estamos?

Y Peter baja la mirada hacia el libro que le había dado el señor Breeze, en el que están las carreteras, los estados pintados de rojo o azul pálido en función de cuál fue el partido más votado. Nebraska. Wyoming.

—Creo que ya casi estamos a mitad de camino —dice el señor Breeze.

Mira a Peter y sus joviales ojos de presentador de programas infantiles están llenos de cautela; se le nota que está diciendo una cosa pero pensando otra. Los adultos tienen una forma de mirar que les permite calarte y saber si les estás prestando atención, si te estás enterando, y los ojos del señor Breeze lo escrutan, pinchándole y espoleándole.

—Es un lugar agradable —dice el señor Breeze—. Un lugar de lo más agradable. Tendrás una habitación para ti solo. Con una cama calentita donde dormir. Y buena comida. ¡E irás a la escuela! Creo que te va a gustar.

—Umm… —dice Peter, y se estremece.

Están pasando junto a un grupo de casas, algunas quemadas y todavía humeantes bajo la lluvia. En esas casas no queda gente, Peter lo sabe. Todos están muertos. Lo siente en lo más profundo de su ser; lo sabe por el regusto de su boca.

Y detrás del pueblo, en los campos de girasoles y de alfalfa, hay unos cuantos que son como él. Niños. Se mueven sigilosamente por entre las hileras de plantas, con las palmas de las manos y las plantas de los pies presionando ligeramente el terreno arcilloso, sin apenas dejar huellas. Alzan la cabeza y sus ojos dorados brillan.

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—Yo tenía un hijo —dice el señor Breeze.

Llevan horas conduciendo sin parar, escuchando una cinta en la que cantan un hombre y unos niños. «B-I-N-G-O —están cantando—. Se llamaba Bingo, oh».

—Un hijo —dice el señor Breeze—. No era mucho mayor que tú. Se llamaba Jim. —Mueve las manos distraídamente sobre el volante—. Coleccionaba rocas. Le gustaban las piedras y los minerales de todo tipo. Las geodas le encantaban. ¡Y los fósiles! ¡De esos tenía una colección enorme!

—Umm… —dice Peter.

Cuesta imaginarse al señor Breeze haciendo de padre, con ese rostro anguloso, cuerpo demacrado y boca de marioneta. Cuesta imaginarse el aspecto que tendría la señora Breeze. ¿Sería esquelética como él, con un vestido negro y largo, el pelo negro y largo, y andares arácnidos?

A lo mejor ella era justo lo contrario: una joven granjera regordeta, rubia y de mejillas rubicundas, toda sonrisas mientras preparaba en la cocina tortitas y otras cosas así.

A lo mejor el señor Breeze simplemente se lo está inventando. Lo más probable es que nunca haya tenido ni una esposa ni un hijo.

—¿Cómo se llamaba su mujer? —pregunta por fin Peter, y el señor Breeze se queda en silencio durante largo rato.

La lluvia afloja y, para cuando las montañas se empiezan a vislumbrar con mayor claridad a lo lejos, ya ha escampado.

—Connie —dice el señor Breeze—. Se llamaba Connie.

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Para cuando anochece, ya han dejado atrás Cheyenne («Un mal lugar —dice el señor Breeze—, no es seguro») y ya casi están en Laramie, que tiene, dice el señor Breeze, una buena milicia bien organizada y una alambrada alta alrededor de todo el perímetro de la ciudad.

Peter ve Laramie cuando todavía está muy lejos. Los postes de la luz son gruesos y altos como secuoyas, cada uno con varias luces halógenas agrupadas en el extremo superior, un grito de resplandor, y Peter sabe que no quiere ir a ese lugar. Le empiezan a picar los brazos y las piernas, y se rasca con las uñas recortadas y doloridas, aunque solo el roce con la piel ya le hace daño.

—No te rasques, por favor, Peter —dice con tono amable el Mr. Breeze, pero cuando Peter no para alarga la mano hacia él y le da un golpecito en la nariz con un dedo—. Para… ahora… mismo.

Una luces amarillas parpadean algo más adelante, donde ha sido instalada una barrera, y el señor Breeze frena el Cadillac cuando dos hombres salen de detrás de una estructura hecha con troncos, alambre de púas y fragmentos de coches que han sido afilados hasta ser convertidos en objetos punzantes. Los hombres, soldados de algún tipo, van armados con rifles y enfocan con una linterna a Peter y al señor Breeze a través del parabrisas. A su espalda, la alta alambrada crea sombras chinescas sobre la carretera cuando se mueve sacudida por el viento.

El señor Breeze detiene el coche, alarga el brazo y saca la pistola de la guantera donde está guardada. Los hombres se están acercando lentamente y uno de ellos dice en voz muy alta, «Salga del coche, por favor», y el señor Breeze le da un golpecito a Peter en la pierna con la pistola.

—Pórtate bien, Peter—susurra el señor Breeze—. No intentes huir o te dispararán.

Entonces el señor Breeze exhibe su amplia y alegre sonrisa de marioneta. Saca la cartera y la abre para que los hombres puedan ver su documentación, para que puedan ver el sello dorado del emblema de los Estados Unidos de América con sus brillantes estrellas. Abre la puerta y sale. Lleva la pistola encajada en la cintura de los pantalones y levanta las manos relajadamente, mostrando la cartera.

La puerta se cierra con un golpe seco y Peter se queda encerrado en el coche.

En el lado del pasajero no hay manija, así que Peter no puede abrir la puerta. Si quisiera, podría deslizarse al asiento del conductor, abrir la puerta de ese lado, escurrirse hasta el pavimento e intentar arrastrarse adentrándose en la oscuridad tan deprisa como pudiera, y a lo mejor podría correr lo suficientemente rápido, en zigzag, para que las balas que le dispararían solo mordieran el suelo a su espalda, y podría llegar hasta unos arbustos o un bosque y correr y correr hasta dejar bien atrás las voces y las luces.

Pero los hombres lo están observando con atención. Uno de ellos sujeta la linterna de modo que el haz de luz atraviese el parabrisas y enfoque directamente el rostro de Peter, sobre el que también tiene los ojos clavados el otro hombre mientras el señor Breeze habla y gesticula, habla y gesticula igual que un actor televisivo en un anuncio infantil. Y el hombre está diciendo que no con la cabeza. «¡No!».

«Me da igual los documentos que tenga, señor —dice el hombre—. A esa cosa no la va a entrar por esta puerta, ni por asomo.»

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Peter antes era un niño de verdad.

Todavía lo recuerda, y gran parte de ello lo sigue teniendo grabado con toda claridad en la cabeza. «Juro fidelidad a la bandera», y «Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña» y «Con la A, con la E, con la I, con la O, con la U, con la AEIOU» y «Yesterday… all my troubles seemed so far away» y…

Se acuerda de la casa que tenía delante unos altos árboles; de que montaba en patinete por la acera, moviendo el pie adelante y atrás para darse impulso. Del insecto en un tarro (una cigarra) saliendo de su caparazón con sus alas verdes. De su madre y sus dos trenzas. De los cereales en un bol y de cómo se echaba leche. De su padre agachado en la alfombra y él subiéndosele a la espalda, «¡Arre!».

Sigue sabiendo leer. Las letras se agrupan y se convierten en sonidos en su cabeza. Cuando el señor Breeze le preguntó, descubrió que todavía podía decir su número de teléfono, su dirección y el nombre de sus padres.

—Mark y Rebecca Krolik —dijo—. Overlook Boulevard número dos mil ciento treinta y cuatro, South Bend, Indiana, cuarenta y seis mil seiscientos uno.

—¡Muy bien! —dijo el señor Breeze—. ¡Estupendo!

Y entonces el señor Breeze dijo:

—¿Dónde están, Peter? ¿Sabes dónde están tus padres?

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El señor Breeze se aleja de la barricada de Laramie y la grava sale despedida desde debajo de los neumáticos, y Peter ve en el retrovisor a los hombres con las escopetas rodeados por una polvareda y por la luz roja de los faros traseros.

—¡Mierda! —dice el señor Breeze golpeando el salpicadero con la mano—. ¡Mierda! Sabía que te tenía que haber metido en el maletero…

Y Peter no dice nada. Nunca ha visto al señor Breeze enfadarse de esta manera y está asustado (las manchas rojas en la piel del señor Breeze, el olor a cólera adulta), aunque también se siente aliviado por estar alejándose de esas grandes luces halógenas. Mantiene la mirada al frente y las manos cruzadas en el regazo, y escucha cómo se desovilla el silencio del señor Breeze, escucha cómo se mueve la carretera debajo de ellos y observa cómo las rayas amarillas discontinuas del centro de la calzada son atrapadas una tras otra bajo el coche. Durante un rato, Peter finge que se las están comiendo.

Poco después, el señor Breeze parece haberse calmado.

—Peter —dice—, dos más dos.

—Cuatro —dice Peter en voz baja.

—Cuatro más cuatro.

—Ocho.

—Ocho más ocho.

—Dieciséis.

Peter vislumbra el rostro del señor Breeze gracias al brillo de la luz azulada del velocímetro. Es el frío perfil de un retrato, como los de los dibujos de esas personas que están en los billetes. Se oyen los neumáticos, se oye la velocidad.

—¿Sabes qué? —dice por fin el señor Breeze—. Yo no creo que no seas humano.

—Umm… —dice Peter.

Peter reflexiona sobre esto. Es una frase complicada, más complicada que las matemáticas, y no está seguro de qué es lo que quiere decir. Tiene las manos apoyadas en el regazo y siente como si le corriera un hormigueo por las uñas mutiladas igual que si todavía estuvieran ahí. El señor Breeze dijo que enseguida ni se acordaría de ellas, pero Peter no cree que eso sea verdad.

—Cuando ahora tenemos hijos —dice el señor Breeze— no salen como nosotros. Salen como tú, Peter, y algunos incluso se parecen menos a nosotros de lo que te pareces tú. Las cosas ya llevan unos años siendo así. Pero yo no puedo evitar pensar que estos niños, o al menos algunos de estos niños, en realidad no son tan distintos, porque son una parte de nosotros, ¿verdad? Tienen sentimientos. Experimentan emociones. Son capaces de aprender y razonar.

—Supongo —dice Peter, porque no está seguro de qué decir.

Cuando los adultos quieren que les des la razón te miran de una determinada manera, con una mirada que es como un collar que te ponen con los ojos, y notas las pequeñas protuberancias contra el cuello, por donde saldrá la electricidad. Está claro que él no es como el señor Breeze ni como los hombres de las escopetas en la entrada de Laramie; sería de tontos fingir, pero eso es lo que el señor Breeze parece querer.

—Puede ser —dice Peter, y mira como dejan atrás un letrero luminoso verde con una flecha blanca que dice, «SALIDA».

Se acuerda de cuando se le cayó el primer diente y lo puso debajo de la almohada en una bolsita que su madre le había hecho que decía «Ratoncito Pérez», pero después de eso los dientes le empezaron a salir muy deprisa y eran afilados. No como los de su madre y su padre. Y las uñas empezaron a ganar grosor, igual que el vello de los antebrazos, la barbilla y la espalda, y los ojos le cambiaron de color.

—Dime —dice el señor Breeze—, ¿verdad que tú no hiciste daño a tus padres? Tú les querías, ¿a que sí? A tu mamá y a tu papá.

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Después de eso, se vuelven a quedar en silencio. Conducen sin detenerse y la oscuridad de las carreteras de montaña se cierne sobre ellos. Las sombras de los pinos que juguetean sobre su ropa. Las adustas sombras de las rocas sólidas y vigilantes. Las sombras de las nubes que se deslizan sobre la luna.

«Tú les querías, ¿a que sí?»

Peter apoya la cabeza en la ventanilla de su lado y cierra los ojos un instante, atento a la radio mientras el señor Breeze gira el mando lentamente moviéndose por el dial: ruido blanco. Más ruido blanco… ruido… un hombre llorando… ruido… ruido… música mexicana muy lejana que viene y va… ruido… un hombre predicando con gran fervor… ruido… ruido. Y entonces se hace el silencio cuando el señor Breeze apaga el aparato, y Peter mantiene los ojos cerrados e intenta respirar lenta y profundamente, igual que una persona dormida.

«Tú les querías, ¿a que sí?»

Y el señor Breeze está murmurando algo. Una larga sarta de murmullos, nada inteligible.

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Cuando Peter se despierta, ya es casi de día. Están detenidos en un área de descanso y ve un letrero que dice, «ÁREA DE DESCANSO DE WAGONHOUND», que está apoyado encima de un montón de piedras blancas; ve el contorno de unas casetas, una para «HOMBRES», otra para «MUJERES», y también algunos grafitis pintados sobre la pared de ladrillo, «TANTO AMO DIOS A EL MUNDO QUE ENTREGO A SU UNICO IJO»; y los cubos de basura volcados con todos los desperdicios desparramados, las numerosas bolsas de comida rápida destrozadas al ser abiertas, hechas jirones y lamidas hasta dejarlas limpias, cuyos restos, con suerte, habrán sido lamidos de nuevo más tarde y, con suerte las aberturas de las latas de refrescos aplastadas también habrán sido catadas, y los demás restos examinados, olfateados a fondo, esparcidos por la zona.

Se oye un ruido en las proximidades. Ruidos. Un puñado de ellos se está acercando sigilosamente.

Uno está empujando con el morro un recipiente de plástico viejo por el asfalto, movido por la posibilidad de que en su interior quede todavía pegado algún resto seco de azúcar. Peter lo oye. El envase rueda, plaf, plaf, plaf, y luego se detiene. Uno de ellos lo ha cogido, otro lo está examinando, los restos secos de cola del fondo. Peter oye el crujido de la botella de plástico cuando es aplastada con los dientes, y cómo alguien lame y mastica ruidosamente.

Y entonces ve que uno se está acercando al coche, en el que el señor Breeze y él se supone que están durmiendo.

Uno de ellos sube de un brinco a la parte de delante del Cadillac, desnudo, a cuatro patas, y libera un prolongado chorro de orina sobre el capó. El coche da un bote cuando el muchacho aterriza sobre él, se oye el ruido del líquido salpicando con fuerza y luego el culpable se marcha de un salto.

Todo esto despierta al señor Breeze, que se incorpora sobresaltado, buscando a tientas, y durante un instante Peter alcanza a ver su verdadero rostro, la mirada dura, los dientes al descubierto (un rostro que no tiene nada de amable, nada de televisivo, nada de marioneta simpática), y el señor Breeze agarra la pistola y la blande a su alrededor.

—¡Qué coño…! —dice el señor Breeze.

Durante unos instantes respira como un animal, con boqueadas rápidas y seguidas. Apunta con la pistola hacia las ventanillas: delante, atrás, ambos lados. Peter se encoge en el asiento.

El señor Breeze sigue estando nervioso después. Arrancan de inmediato, pero el señor Breeze no guarda la pistola en la guantera. La deja en el regazo y cada cierto tiempo le da unas palmaditas, como si fuera un bebé que quisiera mantener dormido.

Tarda un rato en serenarse.

—Bueno —dice por fin dirigiéndole a Peter una de sus sonrisas de labios apretados—. Ha sido mala idea, ¿verdad?

—Supongo —dice Peter.

Observa como el señor Breeze acaricia la pistola lenta y tranquilizadoramente. «Chiiist. Ya ha pasado todo». El rostro simpático del señor Breeze ya está de vuelta, pero Peter repara en que le tiemblan las puntas de los dedos.

—Me tenías que haber avisado, Peter —dice el señor Breeze con tono amable aunque cargado de reproche.

El señor Breeze alza una ceja.

Y frunce el ceño con aire de ligera decepción.

—Estaba dormido —dice Peter, y luego se aclara la garganta—. No quería despertarle.

—Eso ha sido muy considerado por tu parte.

Peter baja la mirada hacia su mapa. Mira los puntos: Wamsutter, Bitter Creek, Rock Springs, Pequeña América, Evanston.

—¿Cuántos crees que había, Peter? —dice el señor Breeze—. ¿Una docena?

Peter se encoge de hombros.

—Una docena quiere decir doce —dice el señor Breeze.

—Lo sé.

—Entonces… ¿crees que había doce?, ¿o más de doce?

—No lo sé —dice Peter—. ¿Más de doce?

—Eso me parece a mí. Me atrevería a decir que había unos quince, Peter.

Y se queda callado unos instantes, como si estuviera pensando en los números, y Peter también piensa en números. Cuando piensa en «una docena», se imagina una huevera. Cuando piensa en «quince», se imagina un «1» y un «5» colocados uno al lado del otro, codo a codo, cogidos de la mano como si fueran hermanos.

—Tú no eres como ellos, Peter —susurra el señor Breeze—. Lo sé. No eres uno de… ellos, ¿a que no?

¿Qué puede decir?

Peter baja la mirada hacia sus manos, hacia las uñas recortadas y doloridas; pasa la lengua por la punta de los dientes; nota cómo se contraen los músculos fuertes y grandes de sus hombros, y cómo el recio y erizado vello de la espalda le roza molestamente contra la camiseta.

—Escúchame —dice el señor Breeze, con voz amable, firme, pausada—. Escúchame, Peter. Tú eres especial. La gente como yo viaja por todo el país, buscando niños que sean justo como tú. Tú eres diferente, sabes que lo eres. Esas criaturas que había en el área de descanso… Tú no eres como ellas, lo sabes, ¿verdad?

Peter asiente con la cabeza tras unos instantes.

«Tú les querías, ¿a que sí?», piensa Peter, y nota cómo se le hace un nudo en la garganta.

Él no quería matarlos. No quería.

La mayor parte del tiempo no se acuerda de que eso sucedió, e incluso cuando sí se acuerda, no es capaz de recordar por qué sucedió.

Es como si su mente se hubiera quedado dormida un rato y cuando se había despertado la casa estaba toda desordenada, como si un ladrón hubiera revuelto todo, buscando los objetos de valor. El cuerpo de su padre estaba en la cocina y el de su madre, en el dormitorio. Montones de sangre, montones de arañazos y mordiscos en el cuerpo de ella, y Peter hundió la nariz en su cabello y lo olió. Levantó la mano inerte de la mujer, apoyó la palma contra su propia mejilla y la hizo acariciarle. Y luego hizo que le pegara en la nariz y en la boca.

«Malo —había susurrado—. ¡Malo! ¡Malo!»

—Todo irá mejor cuando lleguemos a Salt Lake —dice el señor Breeze—. Hay una escuela especial para niños como tú y sé que te va a encantar. ¡Vas a hacer un montón de nuevos amigos! Y también vas a aprender muchas cosas, ¡cosas sobre el mundo! Leerás libros y utilizarás calculadoras y ordenadores, y también pintarás y aprenderás música. Y habrá orientadores que te ayudarán con tus… emociones. Porque las emociones no son más que eso, emociones. Son como el clima, vienen y van. Tú no eres tus emociones, Peter. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí —dice Peter.

Dirige la mirada hacia los imponentes precipicios de un tono amarillo blanquecino y la clava en el punto donde han sido excavados para que pase la carretera; el guardarraíl metálico va desplegándose junto a ellos, y el cielo es de un azul brillante y vacío. Peter parpadea lentamente.

Si va a esa escuela, ¿le harán contar lo de su padre y su madre?

A lo mejor todo irá bien, a lo mejor sí que le va a gustar la escuela.

A lo mejor los otros niños le tratarán mal y a los profesores tampoco les caerá bien.

A lo mejor sí es cierto que es especial.

¿Siempre le van a doler tanto las uñas? ¿Siempre se las van a tener que cortar y limar?

—Escúchame —dice el señor Breeze—. Estamos llegando a un túnel. Se llama Green River Tunnel. Probablemente lo puedas ver en tu mapa. Pero quiero que sepas que en este tipo de túneles ha habido problemas. Es fácil bloquear los extremos una vez un coche está dentro, así que voy a acelerar y cuando lleguemos a él voy a ir muy, muy deprisa, ¿de acuerdo? Solo quiero que estés advertido para que no te asustes, ¿vale?

—Vale —dice Peter, y el señor Breeze sonríe de oreja a oreja y mueve la cabeza afirmativamente, y entonces sin una palabra más empieza a acelerar.

El guardarraíl empieza a deslizarse más y más deprisa hasta que no es más que una borrosa corriente plateada, y entonces las bocas del túnel aparecen delante de ellos: una para el carril izquierdo de la carretera, otra para el derecho; a lo mejor en lugar de bocas son un par de ojos, dos cuencas negras bajo una escarpada montaña, y a pesar del dolor Peter no puede controlarse y clava los dedos en las piernas.

Cuando pasan bajo los arcos de hormigón, se oye un suave plof, como si hubieran atravesado una membrana, y entonces de pronto reina la oscuridad. Nota el techo curvado del túnel en lo alto, una caja torácica de oscuridad contra oscuridad pasando por encima de ellos, y el eco del coche al acelerar, más y más deprisa, un prolongado crescendo a medida que la abertura a lo lejos se va haciendo cada vez más y más grande y la que han dejado atrás empequeñece.

Pero incluso mientras el coche acelera, Peter nota ralentizarse el tiempo, hasta que cada rotación de los neumáticos es el clic del segundero de un reloj. En el túnel hay niños. ¿Veinte? No, puede que treinta, y Peter puede sentir sus cuerpos calientes cuando se estremecen y trepan por las paredes del túnel, cuando se dan media vuelta y empiezan a perseguir las luces traseras del automóvil, cuando dejan caer piedras y trozos de metal desde sus posiciones elevadas en las vigas de hormigón del túnel. «¡Yaaah! —gritan— ¡Yaaah!». Y al oír sus voces a Peter le duelen los dedos.

Delante de ellos, el agujero de luz del día se expande cada vez más brillante, una corona de blancura, y, cuando los niños se abalanzan delante del coche, Peter solo alcanza a vislumbrarlos como borrosos esqueletos de sombras.

Deben de estar yendo a ciento cincuenta kilómetros por hora o más cuando atropellan al niño. Tendrá ocho o nueve años, Peter no sabría decir. Lo único que alcanza a registrar es un rostro crispado, y el grito que deja escapar ese cuerpo delgado y nervudo cuando salta. Y entonces un fuerte golpe cuando el parachoques topa con él y un raudal de sangre que empaña el parabrisas, y los golpes sordos que se oyen cuando el cuerpo rebota por el techo del coche y luego cae en la calzada detrás de ellos.

El señor Breeze pone en marcha el limpiaparabrisas y un chorro de líquido limpiador sale lanzado hacia arriba mientras las escobillas atraviesan chirriando el cristal. El mundo se ve a través de los arcos embadurnados que dibuja el limpiaparabrisas. Una gran extensión de valle y montañas y el vasto cielo abierto.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

—Estamos quedándonos casi sin gasolina —dice el señor Breeze cuando llevan un rato conduciendo en silencio.

Y Peter no dice nada.

—Hay un sitio más adelante. Antes era seguro, pero no tengo la certeza de que lo siga siendo.

—Vaya —dice Peter.

—Tú me dirás si es seguro, ¿verdad?

—Sí —dice Peter.

—Se llama Pequeña América. ¿Sabes por qué?

El señor Breeze lo mira. En sus ojos se vislumbra una ligera tristeza, y le dirige una leve sonrisa, lánguidamente, y es una pena, pero tampoco pasa nada porque ese niño no era especial, no como lo es Peter. Es algo que tenemos que dejar atrás, dice la expresión del señor Breeze.

Peter se encoge de hombros.

—Es muy interesante —dice el señor Breeze—, porque hubo un explorador llamado Richard Byrd, que fue a la Antártida, que es un país helado que está muy, muy al sur, y montó una base en la barrera de hielo de Ross, al sur de la bahía de las Ballenas. Y llamó a su base Pequeña América. Y después (mucho, mucho después), construyeron un motel en Wyoming, y como estaba muy aislado decidieron ponerle ese mismo nombre. Y utilizaron un pingüino como símbolo, porque los pingüinos son de la Antártida, y cuando yo era pequeño había montones de letreros y vallas publicitarias que hicieron que el motel fuera muy conocido.

—Vaya —dice Peter, y no puede evitar pensar en el niño, en el niño diciendo, «¡Yaaah!».

Están conduciendo muy lentamente, porque cuesta ver a través del parabrisas y el líquido limpiador ha dejado de funcionar. El limpiaparabrisas continúa haciendo ruidos mecánicos, pero ya no sale líquido.

∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞

Este lugar es una especie de oasis. Esta Pequeña América. Un aparcamiento grande, inmenso; muchos surtidores de gasolina; una tienda, y detrás un motel, con un dinosaurio verde de hormigón en el césped, una cría de brontosaurio, un poco más alta que una persona.

Es el tipo de paraje que les gusta. Los edificios alargados y amplios de los centros comerciales de una hilera de tiendas con sus pasillos llenos de estanterías; los largos y tenebrosos corredores de hormigón de los enormes moteles de carretera, con sus moquetas húmedas y camas desvencijadas, y con esos pequeños nichos donde los expendedores de hielo y las altas máquinas de refrescos inexplicablemente a veces todavía funcionan; los aparcamientos donde los coches abandonados ofrecen mejores refugios y escondrijos que un bosque lleno de árboles.

—Por aquí hay muchos, me parece —dice el señor Breeze. Se acaban de detener junto a un surtidor, debajo de una especie de cubierta de metal y plástico, y durante un rato se quedan a su sombra. Peter nota la incertidumbre del señor Breeze—. ¿Cuántos crees que hay? —dice el señor Breeze, como sin darle importancia, y Peter cierra los ojos—. ¿Más de cien?

—Sí —dice Peter, y mira el rostro del señor Breeze, de reojo, y es el rostro de un hombre que está obligado a superar de un salto una gran distancia pero no quiere hacerlo—. Sí. Más de cien.

Los siente. Están mirándoles atentamente desde el interior del edificio del área de descanso, por las ventanas del motel clausurado con tablones y por las ventanillas de los viejos coches abandonados del aparcamiento.

—Si salgo del coche e intento poner gasolina, ¿vendrán? —dice el señor Breeze.

—Sí —dice Peter—. Vendrán a todo correr.

—Vale.

Y los dos se quedan largo tiempo en silencio. El rostro del señor Breeze no es el de un presentador de televisión ni el de un esqueleto ni el de una marioneta. Es el rostro esquivo que muestran los adultos cuando te están contando una mentira, por tu propio bien, creen, cuando ocultan algo importante de lo que se arrepienten.

«No lo olvides nunca —dijo la madre de Peter—. Yo te he querido, incluso aunque…»

—Quiero que cojas mi pistola —dice el señor Breeze—. ¿Crees que, si empiezan a venir, podrás…?

Y Peter intenta ver su verdadero rostro. ¿Cabría decir que el señor Breeze le quiere, incluso aunque…?

—No vamos a poder llegar a Salt Lake a menos que consigamos gasolina —dice el señor Breeze, y Peter lo mira abrir la puerta del coche.

«Espere», piensa Peter.

Peter quería haberle preguntado por su hijo, por Jim, el que coleccionaba piedras. «Lo mató, ¿verdad?», había querido preguntarle, y se esperaba que el señor Breeze le hubiera dicho que sí.

El señor Breeze hubiera titubeado unos instantes, pero finalmente le hubiera dicho la verdad, porque ese era el tipo de persona que era.

«¿Y qué pasa conmigo? —había querido preguntarle Peter—. ¿También me mataría a mí?»

Y el señor Breeze hubiera dicho que sí, «Sí, por supuesto, si tuviera que hacerlo. Pero tú nunca me pondrías en una situación así, ¿verdad que no, Peter? Tú no eres como los demás, ¿a que no?».

Peter piensa todo esto mientras el señor Breeze sale del coche. Siente cómo los otros niños se ponen en alerta, con sus largas uñas negras y dientes afilados, con sus ágiles músculos listos para saltar y el vello erizado. Se percata de los lentos y flojos movimientos de las piernas del señor Breeze. ¡Qué fácil sería pensar, «Presa»!

Los tendones tan cálidos y llenos de líquido vital…, la piel tan delicada…, las mejillas suaves como melocotones…

Peter sabía que se lanzarían sobre él tan deprisa que no tendría ni tiempo de gritar. Sabía que ellos no podían evitarlo, igual que él mismo tampoco podía evitarlo. Su madre, su padre. «¡Espere!», quiso decir, pero todo ocurrió mucho más rápido de lo que había esperado.

«¡Espere! —piensa, quiere decirle al señor Breeze—. Quiero…»

¿Quiero?

Pero en realidad no hay tiempo para eso. «De verdad, mamá, me voy a portar bien —piensa—. Quiero portarme bien».

Copyright © 2012 Dan Chaon

Sobre Pequeña América

Ray Bradbury cambió mi vida.

Es posible que suene melodramático, pero no es esa mi intención. Yo no sería la misma persona (no habría llegado a ser escritor) de no ser por Ray Bradbury.

Empecé a leer a Bradbury a una edad temprana. Me gustaría recordar qué fue lo primero que leí de él (creo que tal vez fue El país de octubre), pero, en cualquier caso, para cuando tenía diez u once años, ya había avanzado bastante en mi objetivo de leer su obra completa, y una de las consecuencias de todas estas lecturas fue que me sentí estimulado a empezar a escribir. Escribí secuelas de sus historias, e imitaciones, porque siempre me dejaban con ganas de más.

Me crié en Nebraska, en un rincón de lo más rural al oeste del estado. El pueblecito donde vivía tenía unos veinte habitantes y, como yo era el único niño de mi curso, me llevaban en autobús al colegio de un pueblo más grande, a unos quince kilómetros; pero siempre me gustaba regresar a mi hogar, con mis libros, porque además no acababa de encajar demasiado bien con los chavales de aquel otro pueblo.

Cuando tenía unos doce años, mi profesor de lengua, el señor Christy, nos puso como deberes una tarea un tanto extraña: nos pidió que escribiéramos una carta a nuestro escritor favorito, vivo o muerto. En la carta teníamos que explicarle por qué nos gustaban sus libros.

Decidí que escribiría a Ray Bradbury. Sin embargo, no me limité a cumplir con el encargo del profesor. Fui a la biblioteca y averigüé la dirección de Ray Bradbury en una especie de enciclopedia de información bibliográfica de autores. Le envié algunos de los cuentos que había escrito y le pregunté si le parecía que podía llegar a ser escritor.

Unas semanas más tarde recibí una carta suya contestándome. Estaba mecanografiada en el papel de carta más bonito que había visto jamás y dirigida a mí. «Querido Dan Chaon: Nunca debes permitir que nadie te diga lo que quieres ser. Si quieres ser escritor, sé escritor. Es así de sencillo. A tu edad, yo escribía sin falta todos los días, y lo que escribía no era ni la mitad de bueno de lo que lo son tus cuentos. Y cuando se está empezando, la calidad no es lo que cuenta, sino la cantidad. Cuanto más escribas, mejor llegarás a ser. Piensa en cuánto vas mejorar si escribes un relato a la semana durante los próximos tres o cuatro años. Y, sobre todo, ¡lo bien que lo vas a pasar! ¿Eres de esos que se pasan horas y horas en la biblioteca? Espero que sí. Y si no lo eres, a partir de ahora, cuando no estés escribiendo debes estar en la biblioteca, leyendo, descubriendo, familiarizándote con la poesía, con los ensayos, con la historia, ¡con todo! ¡Ánimo y a por ello!».

Y una semana más tarde me mandó una crítica de uno de los cuentos que le había enviado, y yo me sentí enardecido y locamente enamorado. Crecí en una familia en la que nadie leía y en la que los libros no tenían ningún papel destacado en la vida cotidiana, y para mí fue como si me hubieran rescatado. Ray me envió su libro Zen y el arte de escribir, y también Si quieres escribir, de Brenda Ueland, y yo los leí una y otra vez.

Durante los siguientes años, mis años de instituto, le seguí enviando aquellos de mis cuentos que me parecían buenos, y él me contestaba con sus comentarios sobre los mismos. «El cuento es una joyita y, tal vez, como pasa con tus otros cuentos, es demasiado modesto», me decía. O, «Revisa la estructura. ¿Qué es lo que quiere el señor B. de la vida? Creo que eso lo has omitido. Mis personajes escriben mis cuentos para mí. Me dicen lo que quieren, y entonces yo les digo que adelante, a por ello, y los sigo mientras corren, dándole a la máquina de escribir, mientras ellos persiguen su destino. Montag, en Fahrenheit 451, quería dejar de quemar libros. ¡Pues déjalo!, le dije. Y él se apresuró a hacer justo eso. Y fui tras él, mecanografiando. Ahab, en Moby Dick, quería ir en pos de una ballena para matarla. Y se dejó de chácharas y se lanzó a por ella. Melville lo siguió y escribió la novela con un arpón en la carne de la condenada ballena».

Y, «Este cuento del hombre lobo ¡es demasiado corto! Es una idea en busca de conflicto, pero no estás lejos de dar con un relato porque contiene algunas buenas ideas. ¡Desarróllalas! ¿Qué pasa con los otros niños de la escuela? Insinúas algunas cosas, pero me gustaría saber más sobre los otros. Es casi como si fuera el principio de un cuento más largo. ¿Qué pasa cuando llega a la escuela?, si es que llega… Juega con esa idea».

Para cuando me marché de mi pueblo para ir a la universidad, había empezado a escribir otro tipo de relatos, y mi correspondencia con Ray empezó a espaciarse. Estaba distraído con la vida universitaria y había un montón de cosas a las que no les prestaba la debida atención. Ray me escribió, «¿Por qué vas a la universidad? Si no tienes cuidado, te robará tiempo de escritura y dejarás de escribir cuentos. ¿Es eso lo que quieres? Piénsalo. ¿Es realmente escritor lo que quieres llegar a ser en la vida? ¿Qué vas a aprender en la universidad que te vaya a ayudar a ello? Ya has desarrollado un estilo. Lo único que necesitas ahora es seguir practicando la estructura. Contéstame. ¡Enseguida! Un abrazo. R. Bradbury».

Nunca le contesté. Me asustaba que pusiera en tela de juicio las bondades de la universidad y, por aquella época, yo estaba enamorado de otro Ray: Raymond Carver. Y, en última instancia, no sabía qué decir. Me encantaba la universidad. Pensaba que era buena para mí, pero no quería decepcionarle.

Y entonces caí en las garras del día a día. Publiqué algunos cuentos en revistas y se los envié, pero nunca me respondió. Hablé de él en entrevistas, de cómo me había influido… y, en una ocasión, incluso lo vi durante unos instantes en la Feria del Libro de Los Ángeles, pero había una cola de varias horas para verle y no estoy seguro de que cuando me encontré frente a él cayera en la cuenta de quién era yo. Le entregué unos ejemplares de mis libros y le dije, «Gracias, gracias», y entonces me apremiaron para que me apartara. Era muy mayor y llevaba horas y horas firmando libros. No sé si supo o no quién era yo.

¡Ay!, pensé, ¡ojalá le hubiera contestado aquella carta tantos años atrás! ¡Ojalá hubiera mantenido viva nuestra correspondencia!

Ya han pasado más de treinta años desde que recibí mi primera carta de Ray Bradbury. Y, cuando Mort Castle me escribió proponiéndome que escribiera un relato «homenaje», no pude evitar pensar en aquel viejo cuento del hombre lobo que había enviado a Ray tantísimos años atrás. La primera y la última frase son las mismas que cuando tenía diecinueve años; la parte central está contaminada por mi madurez.

Tengo casi la misma edad que tenía Ray cuando me escribió por vez primera, y aquel niño de doce años que necesitaba ayuda desesperadamente queda ya muy lejos. Sin embargo, ahora veo hasta qué punto Bradbury se ha hecho un hueco en mi cabeza. No se trata únicamente de que fuera mi mentor en la época en la que más lo necesitaba, sino también de que su estilo, su idiosincrasia y su manera de pensar han calado hasta lo más hondo de mi obra.

No sé si a los lectores les parecerá que Pequeña América es un relato bradburiano; pero de lo que sí estoy seguro es de que Ray Bradbury tiene un gran ascendiente sobre mi alma como escritor.

Dan Chaon

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21 respuestas a Pequeña América, de Dan Chaon

  1. Gilberto Quintero dijo:

    ¡Excelente cuento, Marcheto! ¡Me ha encantado! Pero el comentario de Dan Chaon es todavía más entrañable y hermoso. Con él, el cuento que es demoledor, sentido y con garra, se transforma y muta en algo muy cálido e íntimo, más que un homenaje, una ofrenda desde el fondo del alma de un escritor.
    ¡Ah, qué cosas tan deliciosas nos brindas!

    Como dijo Dan: «Gracias, gracias».

    • marcheto dijo:

      Hola, Gilberto.
      Estoy muy de acuerdo contigo. El cuento es fabuloso e impactante, pero el comentario de Dan Chaon creo que se queda grabado incluso todavía más. Desde que lo leí hace ya bastantes meses, cuando pienso en Bradbury lo primero que me viene a la cabeza ya no es que fue el autor de «Crónicas marcianas», como me pasaba antes, sino que se carteó y dio consejos durante años a un muchachito desconocido que en un pueblo perdido de la América profunda soñaba con llegar a ser escritor. Y las gracias vayan para Dan, por descubrirnos esa faceta desconocida y entrañable de uno de los más grandes de la ciencia ficción.

  2. Jaramillov dijo:

    Suena muy bien, me lo llevo para comer en casa 😉

  3. Anónimo dijo:

    Muchísimas gracias, Marcheto, por tomarte las molestías necesarias para que podamos conocer estos fabulosos cuentos.

    Y sí, el cuento me ha encantado, pero el comentario del autor relatando su relación con Bradbury es muy especial.

    • marcheto dijo:

      Hola, gracias a ti por comentar. Y si el cuento te ha encantado, entonces el trabajo dedicado no es molestia sino placer.
      Y tal como señalas, el comentario del autor es de los que se quedan grabados. Incluso más que el cuento, que ya es decir. 😉

  4. Fromlanteira dijo:

    Que final! Tremendo!
    Y lo de Bradbury de 10! Parece de novela! Gesto que habla muy bien de Bradbury !
    Marcheto gracias por este gran relato!

    • marcheto dijo:

      Hola, Fromlanteira. Sí, se trata de un cuento bastante impactante, que a mí se me quedó muy grabado, algo que no me ocurre demasiadas veces. Y efectivamente lo de Bradbury demuestra que la realidad muchas veces supera la ficción. Desde que lo leí, cada vez que veo que en algún sitio se menciona a Bradbury lo que me viene a la cabeza es su entrañable relación con Dan Chaon, algo que efectivamente dice mucho y bueno de él.
      Y gracias a ti por dejarnos tu comentario.

  5. manuti dijo:

    Cuando lees este tipo de cuentos, a poco que tengas el gen de escritor te quedas pensando en lo que falta, en cómo lo alargarías o cómo completarías el inicio de todo. Luego te das cuenta de que es perfecto en su incompletitud.
    Dan Chaon votoda para nuevas publicaciones.

    • marcheto dijo:

      Yo no tengo ningún gen de escritor, con lo que no dedico demasiado tiempo a pensar ese tipo de cosas, pero lo que sí que te puedo asegurar es que este relato me pareció impactante, de esos que no se olvidan, y que casi me sentí molesta por la manera tan hábil en la que me había «manipulado» su autor. La pena es que al no estar incluido en la antología habrá bastante gente que se lo va a perder 😦 Me alegro de que tú al menos sí que lo hayas leído y disfrutado como se merece.

      • manuti dijo:

        Algunas veces me sorprende que te permitan publicar tantas traducciones de escritores de cierto nivel. Supongo que es parte de este futuro compartido con Internet como medio de comunicación. Así que disfrutemos del tiempo que nos ha tocado vivir.

        • marcheto dijo:

          Dímelo a mí. Llevo varias agradables sorpresas con escritores como Dan Chaon, Terrence Holt… con los que lo intenté sin ninguna esperanza y me encontré con que la cosa cuajó sin grandes problemas. Aunque también me he llevado unos cuantos chascos con escritores que me hubiera encantado tener por aquí y con los que pensaba que tenía muchas posibilidades (y me encontré con un NO rotundo). Y sí, disfrutemos del momento y de internet, porque es un lujazo gracias al deben su existencia proyectos como este.

  6. Pingback: Cuentos para Algernon, año II, selección de Marcheto | C

  7. Jorge Jaramillo Villarruel dijo:

    Este cuento me recuerda un poco a La carretera, de Cormac McCarthy, y mucho al cómic Sweet Tooth (lo más triste que he leído en mi vida) de Jeff Lemire.

    En ambos, al igual que en esta obra, los personajes son un niño y un hombre que viajan por las carreteras de gringolandia, en un escenario postapocalíptico. Aunque en el relato de Dan Chaon no es explícito de si se trata del futuro o del presente, si se siente una atmósfera de fin del mundo muy particular, a la vez que familiar.

    El giro de «hombres lobo» resultó un poco inesperado.

    Me gustó.

    • marcheto dijo:

      Hola de nuevo, Jorge.
      No conozco el cómic que mencionas, pero sí que es cierto que el escenario puede recordar a La carretera, aunque en este caso el toque de los niños licantropos creo que le da un toque totalmente original frente a la excelente novela de McCarthy. Y me alegro de que este cuento sí que te haya convencido.

      • Jorge Jaramillo Villarruel dijo:

        La mayoría me han gustado, algunos más que otros, algunos muchísimo. Sólo ha habido unos pocos que no, pero eso no demerita ni un ápice el excelente trabajo que estás haciendo.

  8. Pingback: Relatos cortos: “Pequeña América”, de Dan Chaon. | Origen Cuántico

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  10. Jesús dijo:

    Saludos!

    me ha gustado mucho este relato, mezclando tintes melancólicos, de intriga y de sorpresa. Y muy emotiva la nota final del autor y la actitud de Bradbury.

    Muchas gracias una vez más por traernos todos estos buenos ratos!

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