Dadas las fechas en las que estamos, antes de nada me gustaría desearos unas felices fiestas y que el año 2014 venga cargado de prosperidad y estupendas lecturas. Y además, estas Navidades (pero sin que sirva de precedente), mi particular regalo para todos vosotros sí que es un cuento de lo más apropiado para estos días.
Robert Reed es un escritor de ciencia ficción estadounidense autor de cerca de una docena de novelas. Sin embargo, quizás sea más conocido por ser un estupendo y prolífico escritor de relatos. Desde que en 1986 apareció su primer cuento, ha publicado cerca de doscientos relatos y novelas cortas, que se incluyen de manera regular en las diversas antologías de lo mejor del año y que le han reportado nominaciones en prácticamente todos los premios importantes del género, e incluso un Hugo en la categoría de mejor novela corta en el 2007 (A Billion Eves, inédita en español). A pesar de ello, únicamente están disponibles en español una de sus novelas (Médula, Factoría de las Ideas, 2007) y creo que tres de sus relatos (todos ellos en la ya desaparecida revista Asimov Ciencia Ficción). Sin embargo, si leéis en inglés, os aconsejo que os paséis por la completa página de Robert, donde tenéis los enlaces a toda su ficción disponible gratuitamente en la red, que es bastante.
La mejor amiga de una mujer (A Woman’s Best Friend) se publicó por primera vez en la revista online Clarkesword en diciembre de 2008, tanto en su versión texto como en su versión audio (y esta última tiene el aliciente de estar leída por una conocida nuestra, Mary Robinette Kowal, que cuenta con una extensa experiencia como narradora de audiobooks). Posteriormente también se incluyó en la antología Season of Wonder, editada por Paula Guran en el 2012. Se trata de un cuento navideño lleno de ironía que tal vez se podría encuadrar en la categoría de la fanfic. Y si bien es cierto que para poder disfrutarlo es necesario conocer la obra en la que se inspira, en este caso es tan popular que estoy segura de que no va a suponer un problema para ninguno de vosotros.
Y ya tan solo me queda agradecer a Robert su amabilidad y generosidad, gracias a las que hoy puedo compartir con todos vosotros su estupendo relato. Thanks a million, Robert!
ACTUALIZACION I: Ya tenéis disponible aquí el cuento en los tres formatos habituales para ebook (EPUB, FB2 y MOBI). Gracias una vez más a Johan y a Jean Mallart.
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La mejor amiga de una mujer
Robert Reed
El desgarbado hombre corría calle arriba, sus largas piernas abriéndose camino por entre la nieve recién caída y todavía sin limpiar. No lo conocía, o al menos esa fue su primera impresión. Aunque no habría sabido explicar por qué, a Mary le dio la sensación de que se comportaba como si al mismo tiempo se sintiera perdido y como en casa. Su rostro y actitud denotaban confusión, aunque parecía moverse como si conociera el entorno en parte. Desde lejos, los rasgos parecían agradablemente anónimos y el rostro revelaba poco sobre sí mismo, salvo una estructura huesuda y sempiternamente juvenil. Justo en ese momento, la luz de una farola le dio de lleno, y parecía tan circunspecto y desesperado, y tan dulcemente tonto, que, aunque no fuera de buena educación, Mary no pudo evitar soltar una carcajada.
Al oírla reír, el hombre se giró hacia ella, y cuando sus ojos se cruzaron dio un respingo y se quedó boquiabierto.
Mary se acordó de la diminuta pistola que llevaba en el bolsillo del abrigo: una excelente arma comercializada bajo el eslogan «La mejor amiga de una mujer».
El desconocido le habló.
—Mary —dijo con una voz cargada de abatimiento y dolor.
¿Acaso conocía a ese hombre? Tal vez, pero había una explicación más sencilla. Todos los días, por su mostrador pasaba gente de todo tipo y condición, y su nombre no era ningún secreto. Era posible que el desconocido la hubiera visto más de una vez, aunque él no era ni por asomo el tipo de hombre en el que ella se hubiera fijado de haberse cruzado con él. Al menos, claro está, que hubiera estado ocupado con algún asunto feo al fondo de la sala… ese tipo de comportamiento no se permitía en la biblioteca pública, y punto.
Por precaución, Mary deslizó la mano alrededor de la empuñadura de la pistola.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—¿Es que no me conoces? —le dijo el hombre con aire nervioso y confundido.
No, en absoluto. Ni la voz ni la cara. Mary movió la cabeza negativamente y reformuló la pregunta.
—¿Cómo se llama?
—George.
Que daba la casualidad de que posiblemente fuera el nombre que menos le gustaba a Mary.
—Aquí fuera hace un frío que pela, George —observó ella con tono admonitorio—. ¿No cree que debería volverse corriendo a casa?
—He perdido mi casa.
La confección de su abrigo era un tanto peculiar, pero se lo veía bastante nuevo y con pinta de abrigar. Y, a pesar de su aspecto desarreglado, la apariencia del hombre era demasiado saludable y su forma de hablar demasiado correcta como para que se tratara de un vulgar borracho.
—Lo que tiene que hacer, George… y ahora mismo, es darse media vuelta y regresar a Main Street. Allí hay dos buenos albergues que le proporcionarán alojamiento, sin preguntar, y lo atenderán…
—¿Es que no sabes qué noche es hoy? —la interrumpió él.
Mary tuvo que pensar unos instantes.
—Martes —respondió.
—La fecha —insistió él—. ¿Qué día es hoy?
—Veinticuatro de diciembre…
—Es Nochebuena —la volvió a interrumpir él.
Mary dejó escapar un suspiro y luego asintió con la cabeza. Sacó del bolsillo de la pistola la mano, vacía, y sonrió al misterioso visitante mientras le preguntaba:
—George, por casualidad… ¿en esta historia tuya no habrá un ángel?
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El hombre se quedó estupefacto.
—¿Sabes lo del ángel? —masculló.
—No por mi propia experiencia, pero creo que sé qué es ese ángel y puedo aventurar una o dos hipótesis sobre qué es lo que pretendía.
—¿Pretender?
—George —le dijo en un tono enérgico y displicente—, siento tener que decirte esto, pero aquí no hay ningún ángel de verdad.
—Si no fuera porque yo he visto uno.
—Tú viste a alguien. ¿Dónde estaba?
—En el puente que hay a las afueras de la ciudad. Se cayó al río, así que salté tras él y lo arrastré hasta la orilla.
Mary reparó en que el hombre estaba calado hasta los huesos.
—¿Y qué es lo que andabas haciendo tú en el puente, George?
—Nada —respondió con tono avergonzado y apremiante tras unos instantes de vacilación.
—¿El ángel saltó y tú lo salvaste?
—Sí.
Aquello sonaba absurdo.
—¿Qué aspecto tenía tu ángel, George?
—El de un anciano.
—Entonces, ¿cómo sabes que era un ángel?
—Porque me dijo que lo era.
—Y después de que lo rescataras… ¿qué pasó? No, espera, déjame adivinarlo. ¿No te contó tu ángel algo acerca de ganar un aura o un halo…?
—Las alas.
—¿De verdad? ¿Y te creíste esa historia?
George tragó con dificultad.
—¿Y qué fue lo que te prometió el hombre sin alas, George?
—Mostrarme…
—¿El qué?
—Cómo sería el mundo si yo nunca hubiera nacido.
Mary no pudo evitar reírse de nuevo. El hombre parecía adorable y totalmente desubicado. Había despertado su curiosidad hasta el punto de hacerla sentir intrigada. Y eso que el desconocido no era su tipo, por supuesto. Ahora bien, se trataba de una situación fuera de lo común y a lo mejor si le daba una oportunidad…
—De acuerdo, George, voy a ayudarte.
George se mostró prudentemente encantado ante el anuncio.
—Acompáñame —le ordenó Mary, que a continuación se encaminó de nuevo hacia el viejo edificio de piedra caliza que ocupaba la mayor parte de una manzana.
—¿A la biblioteca? —se sorprendió él.
—Mi apartamento está dentro —respondió ella sin prestar mayor atención al asunto.
—¿Vives en la biblioteca?
—Soy la bibliotecaria jefe y esa es una de las ventajas del puesto: la municipalidad pone a mi disposición un apartamento, pequeño, pero cálido y cómodo, con suficiente espacio para tres gatos y una cama individual.
Su acompañante siguió sin moverse, hundido hasta las rodillas en la nieve.
—¿Qué te pasa, George?
—Es que a mí… —masculló.
—¿A ti qué?
—Ni por asomo se me ocurriría entrar en el apartamento de una joven —musitó.
—Siento mucho decepcionarte, pero ya no soy tan joven. —Durante un momento, Mary se planteó el mandarlo a algún lugar mejor preparado para lidiar con este tipo de emergencia. Y en incontables mundos seguro que eso fue lo que hizo, pero en este, y en ese instante concreto, dijo—: George, tienes que entender algo: estás muerto, te acabas de suicidar, saltando de un puente al parecer. Y cielo, ahora que todo eso ha quedado atrás, ya es hora de que disfrutes un poco de la vida.
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La veneración tiene sus normas, sus características propias y sus clichés previsibles. En muchos mundos consagran sus pasiones a los lugares de culto: edificios espléndidos y reconfortantes, donde los crédulos fieles se pueden arrodillar juntos y hacer grandes reverencias mientras repiten oraciones que ya eran añejas cuando sus cuerpos ignorantes no eran más que un montón de cuatrillones de átomos desparramados por ese ingenuo universo. Sin embargo, cuando un mundo es bendecido con la auténtica sabiduría y no existen ni iglesias ni mezquitas ni templos ni sinagogas, es bastante normal que los mecenas astutos y los obreros de ese lugar dediquen sus fortunas y sudores a los centros dedicados a la transmisión del saber. Y por eso la biblioteca pública de una pequeña ciudad disfrutaba de los mismos maravillosos adornos y florituras que acostumbran a verse en las catedrales más impresionantes.
George vaciló en la escalinata de mármol bruñido, mientras contemplaba el detallado mosaico situado encima de la sombría puerta principal.
—¿Qué es este lugar? —preguntó en un susurro.
—Mi biblioteca —le volvió a repetir Mary.
George era lo suficientemente alto como alcanzar a tocar la hilera inferior de teselas de diamante sintético de brillantes colores, primero con los guantes y luego con los dedos desnudos.
—¿Quién es toda esa gente? Parecen griegos antiguos.
—Y persas. E indios. Y también chinos. —Le mencionó nombres que casi con seguridad a él no le decían nada, pero siempre había disfrutado interpretando el papel de experta, y una vez los veinte grandes hombres y mujeres hubieron sido identificados, añadió—: Estos son los Fundadores.
—¿Los Fundadores de qué?
—Del orden racional. El orden responsable de veintitrés siglos de paz y progreso.
George parpadeó sorprendido, pero no dijo nada.
Mary se quitó el guante derecho y tocó la puerta de cristal. Esta reconoció sus dedos, pero solo tras asegurarse de que su acompañante no iba armado se abrió lenta y majestuosamente para que ambos pudieran entrar.
—Puedo responder a la mayor parte de tus preguntas —le garantizó Mary.
George la siguió igual que un cachorrito obediente.
Al detectar que Mary había regresado, la biblioteca se despertó. La luz inundó la planta baja. Columnas grises y obeliscos blancos perfectamente pulidos se alzaban por entre el mobiliario, colorido y bastante caótico. Las sillas que se adaptaban a cualquier trasero estaban a la espera de ser utilizadas. Encima de cada una de las mesas negras había un montón de lectores limpios, desinfectados y ordenadamente apilados. Incluso dos horas después del cierre, el olor de los visitantes del día seguía flotando en el aire: un aroma probo y almizcleño compuesto de perfumes y licor, de elevadas intenciones y pequeños sueños.
—¿Esto es una biblioteca?
—Lo es —le aseguró ella.
—Pero ¿dónde están los libros?
La mesa de Mary estaba junto al pasillo principal: una amplia y recargada pieza de teca artificial con ribetes dorados pulcramente ordenada. Su nombre completo estaba bien a la vista. Mary cogió el lector que había estado utilizando al final de la jornada y George examinó la placa con su nombre antes de preguntar:
—¿No te has casado?
Ella estuvo a punto echarse a reír, pero un «no» era una respuesta suficientemente veraz, así que eso fue lo único que le ofreció por el momento.
Él volvió a la carga con lo de la ausencia de libros.
—Es que nuestra colección está aquí —le aseguró ella, mostrándole una lista de títulos que no eran más que una minúscula porción de los contenidos—. Mira, George… en este mundo tenemos mejores sistemas para almacenar los libros que escribir sobre antiguos y caros pergaminos.
—¿Pergaminos?
—O pulpa de madera. O plástico. O láminas de vidrio flexibles.
Los ojos de George iban de un lado a otro de la pantalla. Era probable que pudiera leer las palabras, al menos tomadas de manera aislada, pero la materia de la que trataba el libro y la acumulación de ideas insólitas lo iban a dejar en un lamentable estado de confusión.
—Nuestra ciudad no es una comunidad grande, pero me gusta pensar que contamos con una colección que, aunque modesta, es bastante completa. —Mary sonrió un instante, disfrutando de esa oportunidad de alardear—. Todo el mundo puede entrar por esa puerta e imprimirse una copia de cualquier título de nuestro catálogo. Aunque te advierto: si tuviéramos copias en papel de cada uno de los volúmenes, e incluso aunque todos los libros fueran tan pequeños como para caber en una de tus manazas, George… incluso en ese caso esta biblioteca no tendría suficiente espacio para albergar nuestra colección completa. Para que cupiera, tendríamos que desplazar estos muros algo más allá de la órbita de Neptuno.
Las noticias dejaron perplejo al pobre hombre. Tras tomar aire con dificultad unas cuantas veces, consiguió recuperar las fuerzas necesarias para volver a fijar la mirada sobre el lector y, con una vocecita rasposa y patética, preguntar:
—¿No será esto el paraíso?
—Es lo más parecido que puede serlo un mundo.
George era espabilado. Podía estar desconcertado, pero era perspicaz, así que pareció percatarse de una cierta implicación subyacente a su respuesta. Controlando con cuidado la voz, leyó en voz alta:
—Posibilidades infinitas. Un estudio en profundidad del universo como fenómeno cuántico particular.
—Tu Tierra natal —empezó a decir ella— resulta que es una de muchas.
—¿De cuántas?
—Piensa en infinitos mundos. Uno y otro y otro… Imagina cifras que sobrepasan las de las estrellas y van mucho más allá. La creación sin límites y, en realidad, sin que tampoco tenga un verdadero comienzo.
El pobre George recorrió con la vista la inmensa sala y se limitó a decir una palabra:
—No.
—Todos los sucesos microscópicos de este mundo escinden el universo en infinitas ramificaciones, George. El proceso es esencial y es inevitable, sucede sin problemas y cómodamente, y nada relacionado con la existencia es tan bello ni tan perfecto como esta infinita reinvención de la realidad.
Se oyó un golpe seco cuando el lector que George había dejado caer golpeó el suelo.
—¿Y tú como sabes eso?
—Gracias a siglos de investigación científica meticulosa y objetiva —respondió Mary.
George suspiró y apoyó su larguirucho cuerpo en la mesa de ella.
—Mi Tierra está bastante más avanzada que la tuya —continuó Mary—. Hemos llegado a comprender nuestro universo y cómo manipularlo. Esto resulta beneficioso para todos, pero los más pudientes contamos con la posibilidad de pasar a otros mundos vecinos y luego regresar al nuestro.
—No —repitió él.
Mary lo tocó por primera vez, una palmadita cariñosa y tranquilizadora en lo alto de la espalda. Todavía tenía el abrigo mojado de lo del río.
—Se necesita una maquinaria especial y bastante energía para viajar por el multiverso —admitió Mary—. Atar las leyes naturales para formar un nudo que pueda utilizarse… es el tipo de hobby que solo atrae a determinados tipos de personas muy concretos.
El pobre George estaba deseando tumbarse, pero tuvo la suficiente compostura, o al menos el suficiente orgullo, como para enderezar la espalda antes de decir:
—Mi ángel…
—¿Sí?
—¿No era más que un hombre?
Mary se rió un momento en voz baja y luego le advirtió con cierta brusquedad:
—En mi mundo se aceptan bastantes ideas fascinantes, George, pero no existe el concepto de «no ser más que un hombre». Ni de «no ser más que una mujer», ya puestos. Cada uno de nosotros somos un espléndido ejemplo de lo que nos ofrece el cosmos infinito.
Y ese ejemplo concreto de hombre suspiró, clavó la mirada en la mujer que estaba a su lado y luego, con su propia brusquedad, le confesó:
—Eres idéntica a mi esposa.
—Lo cual sospecho que es uno de los motivos por los que tu ángel eligió este mundo.
—Y al hablar suenas exactamente igual que ella, aunque nada de lo que tú me estás contando tiene sentido alguno.
En cuanto a esto, Mary no hizo ningún comentario. A cambio, le dio otra buena palmadita.
—Al fondo hay un ascensor privado —le dijo a su nuevo amigo—. Y lo primero es que te quites esa ropa mojada.
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Una vez se hubo quitado el abrigo y los zapatos, Mary los colocó en el interior de la cámara de acondicionamiento para que se limpiaran y se secaran. Sin embargo, George insistió en no quitarse del cuerpo ninguna otra prenda, ni siquiera los calados pantalones y calcetines negros, tan mojados que hacían chof, chof cuando caminaba.
Con unos cuantos pisotones, Mary limpió de nieve sus botas altas y luego se quitó el abrigo; pero antes de colgarlo sacó del bolsillo la pequeña pistola y la deslizó en un bolsito de seda que llevaba en la cadera.
George no pareció percatarse. En esos momentos, toda su atención estaba centrada en el apartamento de una habitación.
—Me esperaba un sitio pequeño —murmuró.
—¿Y acaso no lo es?
—No, es enorme.
El mobiliario corriente y moliente del apartamento parecía haber impresionado a George, que estaba acariciando el cuero teñido y la madera sintética. Colgadas por las paredes y flotando por la habitación había diversas obras de arte (muestras de genialidad arrancadas de una multitud de Tierras llenas de vibrante vida), y George examinó brevemente la escultura que tenía más cerca. Luego se acercó hasta el antiquísimo tocador y fue cogiendo una tras otra las fotografías enmarcadas de los familiares de Mary y de sus amigos más queridos.
Ella lo siguió, sin decir nada.
—¿Quiénes son estos dos? —preguntó él.
—Mis padres.
—¿Qué?
—Por lo que veo, estos no son los padres de tu mujer.
—No.
—Los mismos ingredientes, pero tomados de distintos anaqueles —dijo Mary citando un viejo dicho.
Cuando George se volvió para mirarla, dio un respingo y bajó la mirada. Fue como si de pronto se hubiera convertido en un muchachito al que han pillado cometiendo alguna diablura. Y tardó unos instantes en serenarse.
—Lo más probable es que mi ADN no sea idéntico al de tu mujer —le aseguró Mary—. Al menos no par de bases a par.
George quería mirarla, pero se sentía abrumado por una extraña timidez.
—George —le dijo ella con tono admonitorio.
Él no reaccionó.
—Conoces este cuerpo —señaló ella—. Bueno, si es que me estás contando la verdad. En ese otro mundo te casaste con alguien como yo, ¿verdad?
El comentario le resultó de ayuda. Sus ojos se levantaron, al igual que su ánimo. Y en su voz había algo más que un dejo de desaprobación cuando le dijo:
—Cuando te encontré…
—¿Sí?
—¿Adónde ibas?
—Pues resulta que iba a un pequeño y agradable club nocturno.
La mano de él y sus propios y sonrientes padres la señalaron.
—¿Vestida así?
—Sí.
—Pero no llevas…
—¿Qué, George?
—Ropa interior —consiguió decir—. ¿Dónde está tu ropa interior?
Todos los mundos tenían sus mojigatos, pero ¿por qué le habría tenido que mandar ese ángel anónimo un supermojigato?
—¿Qué ibas a hacer… en ese club…? —le preguntó él en voz baja.
—Beber algo —reconoció Mary—, y bailar hasta que no pudiera más.
George volvió a bajar la mirada.
—Estabas casado con este cuerpo —le recordó ella—. No puedo creer que a estas alturas no te lo conozcas perfectamente.
George movió la cabeza afirmativamente, y entonces le pareció importante señalar:
—Tenemos hijos.
—Genial.
—Tu figura… mi esposa… bueno, tú estás bastante más delgada de lo que ahora lo está ella…
—De lo que lo estaba —le corrigió Mary. Los ojos de George se levantaron de golpe—. En tu antiguo mundo eres un cadáver ahogado. Seguro que tenías tus motivos, George, y si quieres me los puedes contar. Pero no me importa por qué decidiste saltar del puente. Tus motivos me traen sin cuidado.
—Mi familia… —empezó a decir él.
—Saldrán adelante, y no saldrán. —Él sacudió la cabeza, apesadumbrado—. Cualquier reacción por su parte es inevitable, George. Y ninguno de los dos podemos imaginar todas las ramificaciones.
—Los abandoné —susurró él.
—Y en innumerables otras Tierras no los abandonaste. No cometiste los errores que te llevaron hasta ese puente, o conseguiste sobreponerte a tus pequeños problemas. Te casaste con otra mujer. Te casaste con otras diez mujeres. O te enamoraste locamente de un atractivo muchacho llamado Felix, y los dos os trasladasteis a vivir a Marte y os casasteis en la cumbre del volcán Hermana Mayor, y tú y tu compañero del alma enseguida adoptasteis a un centenar de marcianitos, unos pequeños alienígenas dorados que os llamaban papi a ambos y que en su adoración os construyeron un palacio con pis congelado y su propia sangre.
George estaba deseando dejarse caer en algún sitio, pero el lugar más cercano donde sentarse era la espaciosa cama redonda. Y no tenía intención de acercarse a ella.
Sin embargo, Mary sí que se acercó. Se sentó en el borde sin hacer nada para impedir que la falda se le subiera, lo que, si George hubiera atrevido a mirar, le hubiera permitido comprobar que, después de todo, sí que llevaba ropa interior.
—¿Ese club al que ibas…?
—¿Sí, George?
—¿Qué más cosas pasan ahí?, si no es indiscreción…
En cuanto a los celos, todas las Tierras eran por el estilo. No obstante, Mary decidió hacer todo lo posible por distraerle de esos sentimientos por lo que, tras reírse un instante, le preguntó en voz baja:
—¿Disfrutabais con el sexo Mary y tú?
A pesar de sí mismo, George sonrió.
—Bueno, supongo que eso es algo que ella y yo tenemos en común.
—Y también me tenéis en común a mí —señaló él.
—Ahora sí, cierto.
Y entonces, ese hombre tan desubicado la sorprendió. George le estaba mirando las rodillas desnudas y los pechos ocultos tras el finísimo tejido, pero su voz sonó controlada, lúcida y tranquila cuando le preguntó:
—¿Y esa pistolita? La que sacaste del abrigo y metiste en el bolso.
—¿La viste?
—Sí.
Mary se echó a reír, encantada por la sorpresa. Abrió el bolso y le enseñó el arma a su invitado.
—Cada una de las Tierras tiene cualidades extraordinarias, pero también defectos. Y mi Tierra puede resultar en ocasiones un tanto bronca. Es posible que te hayas fijado en los tipos arrabaleros que hay por Main Street. El crimen y la ebriedad pública son los motivos por los que bastantes ciudadanos respetables llevan armas siempre que salen de casa.
—¡Qué horror! —dijo George en un murmullo.
—Aunque dicho sea de paso, nunca he disparado a nadie con esta pistola.
—Pero ¿lo harías?
—Por supuesto.
—¿A matar? —balbució él.
—En otras Tierras, eso es lo que estoy haciendo ahora mismo. Disparar a hombres malos y a mujeres perversas. Y me alegro de hacerlo.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—Muy sencillo, George —dijo Mary pasándose la pistola de una mano a otra—. ¿Te acuerdas de cuando te conté que nuestros ciudadanos más pudientes pueden viajar de una Tierra a otra? Aunque en menor grado, esa prerrogativa está al alcance de todos, en todas partes. También era así en tu mundo natal, aunque entonces no lo comprendieras.
—Y sigo sin comprenderlo —reconoció él.
—Tú estás aquí, George. Y estás aquí porque un individuo angelical se tomó el esfuerzo de duplicarte, célula a célula, experiencia a experiencia. Y entonces, ese benefactor tuyo sin alas te colocó en un mundo donde le pareció que sobrevivirías, e incluso prosperarías. —Quitando el dedo del gatillo, se dio unos golpecitos en la sien con la pistola—. La muerte es una cuestión de grado, George. Esta pistola no puede dispararse a menos que falle su doble sistema de seguridad. Pero te aseguro que, ahora mismo, alguien exactamente igual que yo se está pegando un tiro en la cabeza salpicándote con su materia gris. Sin embargo, ese alguien no muere totalmente.
—¿No?
—Por supuesto que no. —Bajó la pistola y asintió tristemente con la cabeza—. En este mundo tenemos demasiados bebedores, lo que conlleva un índice de suicidios bastante alto. Algo perfectamente razonable, puesto que sabemos que cualquiera puede escapar de este mundo en cualquier momento, igual que tú huiste del tuyo… un salto desde un puente, esperando el paraíso, pero manteniendo una mentalidad lo suficientemente abierta como para conformarnos con algo menos.
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George terminó por sentarse al borde de la cama, tan cerca de Mary como para poder tocarla, pero con las manos remilgadamente cruzadas en su largo regazo.
—¿Qué es lo que me estás diciendo?, ¿que la gente se suicida solo para cambiar de mundo?
—¿Es que hay una razón mejor que esa?
George ponderó las posibilidades.
—Este ángel que me salvó… entiendo que no es el único, ¿verdad?
—Vienen de innumerables Tierras, algunas mucho más poderosas que la nuestra. Es imposible contarlos a todos.
—¿Y salvan a los muertos siempre?
—¡Qué va!, casi nunca —reconoció Mary—. Realmente se trata de una ocurrencia entre un trillón de trillones de trillones, pero si un número infinito de Georges salta del puente, entonces incluso ese incidente que casi nunca se sucede resulta inevitable. De hecho, esa fracción improbable y minúscula es ella misma un número infinito.
George sacudió la cabeza, aturdido. Mary se recostó y se apoyó en los codos.
—La mayoría de estos buenos samaritanos… tu ángel, por ejemplo… arrojan a los que han salvado a Tierras en las que los refugiados como tú son aceptados sin demasiados problemas. Mi mundo, por ejemplo.
—¿Y esto sucede con frecuencia?
—Con frecuencia, exactamente, no. Pero yo sé de media docena de incidentes este año, y eso solo en nuestro distrito.
George bajó la mirada hacia sus calcetines fríos y mojados.
—Y a diferencia de Dios, la magia cuántica funciona en todas partes —le aseguró ella.
—¿Entiendes toda esa ciencia, Mary?
—Soy bibliotecaria, no sacerdotisa de física avanzada —respondió ella incorporándose de nuevo.
A George la respuesta le hizo gracia. Mary observó su sonrisa y justo entonces se percató por fin de que su invitado había empezado a tiritar.
—Tienes frío, George.
—Supongo…
—Quítate los calcetines mojados.
Él obedeció y luego, riéndose afablemente, reconoció:
—Vaya, ahora sí que suenas exactamente igual que mi mujer.
Los dos se estaban riendo cuando de pronto algo grande se movió debajo de la enorme cama. George notó la vibración y, alarmado, miró de hito en hito a Mary.
—Mis gatos—le informó ella—. Suelen mostrarse huraños con los desconocidos.
—Pero eso parecía… —dijo George levantando los pies desnudos— algo grande.
—Mininos —canturreó Mary—. Cielitos míos.
Tres largos cuerpos salieron arrastrándose de debajo de la cama y se estiraron mientras observaban al recién llegado desde una distancia segura.
—¿Qué clase de gatos son estos? —preguntó George en un susurro.
—Rex es un puma miniatura —le explicó Mary—. Hex es una onza. Y Missie es medio tigre pigmeo medio grifo.
—¡Joder…! —dijo George con la voz sobrecogida.
—Por lo que veo, en vuestra Tierra no teníais gatos así…
—Nada parecido a esto —le dio la razón él.
Mary se volvió a recostar hacia atrás, hundiéndose en el colchón.
—Antes mencionaste Marte —dijo George pillándola de nuevo por sorpresa.
—Creo que sí. ¿Por qué?
—En mi Tierra, creíamos que en ese mundo podía haber algún tipo de vida simple.
—¿No lo sabíais con certeza?
George movió la cabeza negativamente.
—Pero hace unos minutos has comentado algo sobre los marcianos. ¿Existen o te los estabas inventando simplemente?
—En algún lugar existen, George.
Él frunció el ceño y entonces ella se echó a reír.
—Sí, mi Marte alberga algunas formas de vida antiquísimas —le explicó Mary—. Unos diminutos alienígenas dorados que solo beben peróxidos. Y mi Venus está cubierto por junglas que flotan en el aire y por un océano que no está en ebullición gracias a la enorme presión atmosférica. Y Sísifo está lleno de bellísimos bosques de hielo vivo…
—¿Qué mundo es ese?
—Está entre Marte y Júpiter —le comentó ella sin prestarle demasiada atención al asunto.
George parpadeó, inhaló profundamente y soltó una carcajada.
Y en ese momento Mary dispuso que su blusa se desabrochara.
George clavó los ojos en ella y dejó de reír, pero seguía sonriendo, con aspecto de sentirse descaradamente feliz, cuando le pidió:
—Pero, antes de nada, Mary… ¿te importaría guardar la pistola? En algún sitio seguro. Después de todo lo que he pasado, no quiero que exista ni la más remotísima probabilidad de que ahora algo se tuerza.
© 2008 Robert Reed
Excelente regalo de Navidad, Marcheto. ¡Muchísimas gracias!
De lo mejor que he leído de Reed, a mi gusto, el cual realmente es un verdadero gigante en las distancias cortas. De verdad que es increíble tu labor, hasta para las Fiestas…
¡Mis mejores deseos!
Hola, Gilberto.
Estoy segura de que Robert Reed tiene cuentos mejores que este, porque he leído una mínima parte de sus relatos. Pero del puñado de cuentos navideños que leí de diversos autores, este fue el que más me gustó. Así que me alegro mucho de poder compartirlo con todos vosotros.
¡Que pases unas felices fiestas!
Gracias como siempre por toda tu dedicación y tu increible trabajo. Feliciades para vos y… GRACIAS POR ESTE REGALAZO.
Un gran saludo.
Teresa
Espero que estas fiestas estén llenas de momentos agradables y felices para ti, y que la lectura de este cuento sea, o haya sido, uno de ellos. Y muchas gracias por acordarte de este blog en estos días y molestarte en pasar por aquí para dejar tu comentario. 🙂
marcheto, de nuevo un regalo de relato!
Pero, sin duda, lo mejor, el año que nos has regalado de buenos relatos!
Así que gracias, y espero que te haya merecido la pena, pues a mi me tienes encantado con la variedad de temas y buenos relatos que nos traes!
GRACIAS.
La verdad es que todavía no sé si me merece o no la pena, pero sí que sé que estoy disfrutando mucho con este proyecto. El problema que tiene es que se me come casi la totalidad de mi tiempo libre y condiciona muchísimo mis lecturas. Pero bueno, cuando me toquen los euromillones dejaré mi trabajo y me dedicaré al blog a tiempo completo. ¡Y ya verás cómo nos lo pasamos de bien todos entonces con un relato por semana! 😉