Sin lugar a dudas, Aliette de Bodard es una de las escritoras más interesantes en estos momentos dentro del género fantástico, tal como las nominaciones y resultados de los premios más importantes de este año demuestran. Su novela corta On a Red Station Drifting y su relato breve Immersion están presentes en prácticamente todas las listas de finalistas, y este último está triunfando en la mayoría de los premios que ya se han fallado.
De ascendencia franco-vietnamita, Aliette nació en los Estados Unidos, pero creció en París, donde reside en la actualidad. Y, aunque su lengua materna es el francés, toda su obra está escrita en inglés. Su carrera literaria empezó a despegar cuando en el año 2007 ganó el premio Writers of the Future, y desde entonces sus relatos no han dejado de aparecer en antologías y en las principales revistas del género. Y además de su amplia y variada obra breve, en estos últimos años también ha publicado las tres novelas que componen su trilogía de Obsidiana y Sangre.
Y si hasta hace poco creo que ha sido imposible leer a Aliette en español, el panorama parece que está cambiando. Por una parte, la editorial RBA ha anunciado que publicará al menos las dos primeras novelas de su trilogía en su colección Literatura Fantástica. Y para que vayáis abriendo boca, dentro de su volumen promocional Voces Fantásticas ha incluido su multipremiado Inmersión (ganador por el momento del Nebula y Locus del 2013). Y por otra, también se acaba de anunciar que Aliette estará presente en la antología Terra Nova 2, que se publicará el próximo mes de noviembre. Aparte, por supuesto, del cuento que desde hoy podéis leer aquí.
Caída de una mariposa al amanecer (Butterfly, Falling at Dawn) se publicó por primera vez en noviembre de 2008 en la revista Interzone y forma parte del amplio ciclo de narraciones de la autora encuadradas en el «universo de Xuya». Os recuerdo que en mi anterior entrada podéis leer la introducción a dicho universo escrita por la propia Aliette. Y aunque en todos los formatos descargables del cuento esta introducción está incluida a continuación del mismo, mi consejo es que se lea antes (tranquilos, no contiene spoilers), ya que si no se conoce nada sobre las premisas históricas de esta ucronía hay detalles que pueden resultar un tanto confusos.
Y de nuevo en esta ocasión mi agradecimiento es doble. Por una parte, quisiera darle las gracias a Gilberto, que amablemente contestó a mis consultas sobre diversos aspectos lingüísticos y culturales relacionados con el imperio mexica. Y también, por supuesto, a Aliette, porque gracias a su amabilidad y generosidad hoy puedo compartir su relato con todos vosotros (y además me ha echado una mano a la hora de afinar algunos detalles de esta traducción). Así que aprovechando que se las apaña bastante bien con el español, ¡un millón de gracias, Aliette! Y espero que en un futuro no muy lejano podamos tener otro de tus cuentos por aquí. Para mí será todo un honor y estoy segura de que para los lectores de este blog será todo un placer.
ACTUALIZACION I: Se me había olvidado incluir la introduccion al universo de Xuya en los documentos en formato DOC y PDF. Acabo de actualizarlos y los que están ahora mismo descargables ya la incluyen a continuación del cuento. Los formatos para e-book los colgaré dentro de unos días.
ACTUALIZACION II: Como en anteriores cuentos, ya tenéis disponible en Google Drive el zip con los formatos EPUB, FB2 y MOBI. Muchas gracias a Johan y a Jean Mallart, que a pesar de las fechas en las que estamos siguen estando al pie del cañón.
Descargar Caída de una mariposa al amanecer DOC
Descargar Caída de una mariposa al amanecer PDF
Caída de una mariposa al amanecer
Aliette de Bodard
Incluso visto desde lejos, el distrito mexica de Fenliu resultaba inconfundible: altos edificios encalados en agudo contraste con las estructuras de metal y vidrio del resto de rascacielos. Cuando mi aerocoche pasó por el control de seguridad, un estandarte con la representación de Huitzilpochtli, el dios protector de Magna Mexica, ondeaba agitado por el viento. El rostro del dios era tan oscuro como la sangre.
Una imagen que me resultaba familiar, a pesar de que hacía muchísimo tiempo que le había vuelto la espalda a la religión de mis antepasados. Suspiré e intenté concentrarme en el caso que me estaba esperando. Zhu Bao, el magistrado encargado del distrito, me había convencido para que aceptara la investigación de este asesinato porque pensaba que yo, al ser nativa de Mexica, podría llevar el caso mejor que él.
Yo no estaba tan segura.
La escena del crimen era una amplia y bien iluminada sala abovedada en el último piso del número 3454 de la avenida Colibrí, con el techo más alto que yo había visto en toda mi vida. El suelo estaba salpicado de pedestales de hologramas, aunque todos los hologramas estaban apagados.
Una escalera helicoidal llevaba hasta un altillo abierto, situado a una altura impresionante, cerca de la parte más alta de la cúpula. Al pie de las escaleras había una zona acordonada. En su interior yacía el cadáver de una mujer, totalmente desnuda. Era mexica, de unos treinta años… y podría haber sido mi hermana mayor. Con fascinación mórbida, dejé a mis ojos ir asimilándolo todo: el fino polvo que cubría el cadáver, el maquillaje amarillo con el que la mujer se había embadurnado todo el cuerpo, la suave curva de los pechos, los ojos ciegos que seguían mirando hacia lo alto…
Alcé los ojos hacia la barandilla situada en las alturas y supuse que la mujer se habría caído. Probablemente tendría el cuello roto, aunque iba a tener que esperar a los del laboratorio para estar segura.
Un miliciano ataviado con vestiduras de seda estaba montando guardia cerca de uno de los pedestales.
—Soy el soldado Li Fai. Fui el primero en llegar a la escena del crimen —me dijo cuando me acerqué, saludándome militarmente.
No pude evitar escudriñarle en busca de alguna señal de desdén. Al ser la única persona del cuerpo de magistrados de la administración de Xuya oriunda de Mexica, ya había tenido que lidiar con mi buena ración de racismo. Sin embargo, Li Fai parecía sincero, indiferente por completo al color de mi piel.
—Soy Hue Ma, magistrada del distrito de las Cataratas del Dragón Amarillo —dije, presentándome con mi título y mi nombre xuyán sin apenas pausa entre ellos—. El magistrado Zhu Bao me ha transferido el caso. ¿Cuándo llegó aquí?
—Recibimos una llamada cerca de la cuarta bihora —respondió con un encogimiento de hombros—. Un hombre que se llamaba Tecolli, que dijo que su novia había muerto al precipitarse al vacío.
Cuando estaba a punto de decirle que estaba pronunciando mal «Tecolli», que un mexica no hubiera puesto el acento donde lo había puesto él, me di cuenta de que lo que iba a hacer era absurdo. Yo estaba allí como magistrada xuyán, no como refugiada mexica… esa época de mi vida había quedado atrás, hacía mucho tiempo.
—Me habían dicho que se trataba de un crimen, pero esto parece un accidente.
Li Fai movió negativamente la cabeza.
—En la barandilla de allá arriba hay arañazos, magistrada, y tiene las uñas destrozadas y llenas de sangre. Todo apunta a que se resistió, y mucho.
—Entiendo.
Al parecer no me iba a resultar tan fácil escaparme de esta.
No es que estuviera intentando escurrir el bulto. Lo que pasaba es que no me sentía cómoda cuando tenía que tratar con mexicas… me hacían acordarme de mi infancia en Magna Mexica, interrumpida por la Guerra Civil. De no haber insistido Zhu Bao…
Basta ya. Yo era una magistrada, con un trabajo que hacer y un asesino al que atrapar.
—¿Dónde está este… Tecolli? —pregunté finalmente.
—Lo tenemos retenido. ¿Quiere hablar con él?
—No ahora mismo —respondí con un movimiento negativo de la cabeza. Señalé hacia el elevado altillo y le pregunté—: ¿Ha subido?
—Hay un dormitorio y un taller —respondió asintiendo con la cabeza—. Era diseñadora de hologramas.
Los hologramas eran el último grito en Xuya. Eran caros, como cualquier obra de arte: un holograma con la firma electrónica de su autor costaría más de lo que yo ganaba en un año.
—¿Cómo se llamaba?
—Papalotl.
Papalotl. «Mariposa» en nahuatl. Un donoso nombre que a veces se le ponía a alguna linda niña mexica. En mi colegio había habido una, en Tenochtitlan, antes de la Guerra Civil.
La Guerra Civil…
De pronto volví a tener doce años, volví a estar apretujada en el aerocoche contra mi hermano Cuauhtemoc, oyendo cómo los disparos destrozaban las ventanillas…
No. No. Ya no era una niña. Me había establecido en Xuya, había aprobado los exámenes oficiales y ascendido hasta llegar a ser magistrada: la única persona oriunda de Mexica que lo había conseguido en Fenliu.
—Magistrada… —dijo Li Fai mirándome un tanto perplejo.
—Estoy bien. Solo voy a echar un vistazo por aquí y luego ya nos encargaremos de Tecolli.
Me dirigí hacia el pedestal más cercano. Tenía una placa con su nombre, El viaje, grabado en nahuatl, inglés y xuyán, los tres idiomas de nuestro continente. Lo encendí y observé cómo un cono de luz blanca se iba ensanchando desde el pedestal hacia el techo; un joven xuyán apareció en el centro, ataviado con las vestiduras de seda gris propias de un eunuco.
—No pensábamos que fuera a llegar tan lejos —dijo, mientras su imagen se difuminaba y era remplazada por trece juncos navegando entre grandes olas—. Hacia el este, dijo Si-Jian Ma cuando partimos de China; hacia el este, hasta que arribemos a tierra…
Apagué el holograma. Hasta el último niño del continente sabía lo que venía a continuación: los primeros exploradores chinos desembarcando en la costa oeste de los Territorios del Amanecer; los tentativos contactos iniciales con el imperio mexica, que culminaron con el malogrado asedio de Hernán Cortés a Tenochtitlan, asedio que fue roto gracias a los cañones y a la pólvora china.
Pasé al siguiente holograma, Primavera entre flores esmeraldas: una mujer mexica narrando su desventurada historia de amor con un hombre de negocios xuyán.
El resto de los hologramas eran prácticamente más de lo mismo: gente relatando la historia de su vida o, más bien, recitando el guión que Papalotl les había escrito, me dio la impresión.
Me dirigí al holograma que estaba más cerca del cadáver. Patria mía, decía la placa. Cuando lo encendí apareció la imagen de un cisne, el animal que Xuya había escogido como símbolo del país tras conseguir independizarse de la madre patria china dos siglos antes. El pájaro se deslizaba serenamente por un lago bordeado por sauces llorones. Instantes más tarde apareció un colibrí, el pájaro nacional de Magna Mexica, que se sostuvo en el aire junto al cisne mientras abría y cerraba el pico como si estuviera hablando.
Sin embargo, no había sonido alguno.
Lo apagué y lo volví a encender, pero fue inútil. Fui palpando alrededor del pedestal hasta que confirmé mis sospechas: faltaba el chip del sonido. Lo que era bastante inusual. Todos los hologramas tenían uno, que llegado el caso podía estar en blanco, pero siempre había un chip de sonido.
Tendría que preguntar a los del laboratorio, no fuera a ser que ese chip que faltaba estuviera arriba, en el taller de Papalotl.
Fui pasando por el resto de los hologramas. Los cuatro pedestales que estaban más alejados del centro no tenían ninguno de los chips (ni el de imagen ni el de sonido), a pesar de que todas las placas tenían título.
La explicación más probable era que Papalotl hubiera cambiado las obras expuestas; aunque, teniendo en cuenta que también faltaba el otro chip de sonido, la explicación podía ser otra. ¿Habría tocado el asesino los hologramas? Y, de ser así, ¿por qué lo había hecho?
Suspiré y eché otro vistazo rápido a la sala por si veía cualquier otra cosa. No hubo nada que me llamara la atención, así que hice que Li Fai me trajera a Tecolli, el novio de Papalotl.
Tecolli me estaba mirando sin miedo… sin respeto, más bien. Era un agraciado joven mexica, aunque carente de la arrogancia y seguridad que me había esperado.
—Ya sabe por qué estoy aquí —le dije.
—Porque el magistrado piensa que voy a confiar en usted —me respondió con una sonrisa.
Moví negativamente la cabeza y dije:
—Yo soy la magistrada. Me han transferido el caso.
Saqué un pequeño bloc de notas y un bolígrafo, dispuesta a tomar notas durante el interrogatorio.
Tecolli me examinó, y seguro que fue entonces cuando se percató del discreto cinturón color jade que llevaba encima de mi atuendo.
—No será… —empezó a decir, y entonces mudó de postura de manera radical, pasando con un único y fluido ademán del relajamiento al saludo militar—. Discúlpeme, Excelencia. Estaba distraído.
Hubo algo en su porte que me hizo acordarme de repente de mi perdida infancia en Tenochtitlan, la capital de Magna Mexica.
—¿Caballero jaguar?
—Casi acierta —respondió sonriendo encantado igual que un niño y, pasando del xuyán al nahuatl, añadió—: Soy caballero águila en el Quinto Regimiento de Tezcatlipoca Negro.
El Quinto Regimiento (al que los xuyanes apodaban Tez Negro) era el encargado de custodiar la embajada de Mexica. No había catalogado a Tecolli como soldado, pero entonces me fijé en la ligera callosidad que tenía debajo de la boca, donde le rozaría el bezote de turquesa.
—Usted no nació aquí —continuó Tecolli, cuya postura se había relajado—. Los nacidos en Xuya no nos distinguen del pueblo llano.
Moví negativamente la cabeza, intentando arrancar de mi memoria una desagradable imagen del pasado: el rostro petrificado de mis padres cuando les había anunciado que me habían nombrado magistrada en Fenliu y que había cambiado mi nombre por uno xuyán.
—No he nacido en Xuya —respondí en xuyán—, pero no estamos aquí para hablar de eso.
—No —dijo Tecolli volviendo al xuyán. En su rostro se vislumbraba ahora un cierto miedo—. Quiere que hablemos de ella.
Su mirada se desvió un instante hacia el cadáver antes de volver a posarse sobre mí. A pesar de su postura rígida, parecía encontrarse un tanto indispuesto.
—Sí, ¿qué me puede contar de lo sucedido?
—Esta mañana llegué temprano. Papalotl me había dicho que quería que posara para ella.
—¿Que posara? No veo ningún holograma en el que aparezca usted.
—Todavía no estaba hecho —respondió Tecolli, demasiado bruscamente como para que fuera verdad—. En cualquier caso, cuando llegué vi que el sistema de seguridad estaba desconectado. Pensé que me estaría esperando…
—¿Lo había hecho ya alguna vez antes?, lo de desconectar el sistema de seguridad.
—Alguna vez —respondió con un encogimiento de hombros—. Lo de protegerse a sí misma no era lo que mejor se le daba. —Había un ligero temblor en su voz, pero no me sonó a aflicción. ¿Culpabilidad tal vez? Tecolli continuó—: Entré en la sala y la… la vi a ella. Tal como está ahora. —Hizo una pausa, atascándose con sus propias palabras—. No… no podía ni pensar… Comprobé si había algo que pudiera hacer… pero estaba muerta. Así que llamé a la milicia.
—Sí, lo sé, cerca de la cuarta bihora. Un poco temprano para andar por ahí, ¿no? —En esta época del año en la costa oeste, ni habría salido todavía el sol.
—Quería que viniera temprano —dijo Tecolli sin entrar en más en detalles.
—Entiendo. ¿Qué me puede contar del cisne?
Tecolli dio un respingo.
—¿Del cisne…?
Señalé el holograma.
—Le falta el chip del sonido. Y hay varias piezas más a las que les faltan ambos chips.
—Ah, el cisne… —dijo Tecolli. Evitaba mirarme, no había duda de que rezumaba culpabilidad—. Es un encargo, de la oficina del prefecto de Fenliu. Querían algo que simbolizara los lazos entre Magna Mexica y Xuya. Supongo que no tuvo tiempo de terminar con el sonido.
—No me mienta. —Me enojaba que me tomara por tonta—. ¿Qué es lo que le pasa a ese cisne?
—No sé a qué se refiere.
—Creo que sí que lo sabe —repliqué, pero no insistí en el asunto. Al menos, no todavía. La mera presencia de Tecolli en la escena del crimen ya me permitía llevármelo y meterlo en una de las celdas del tribunal para así asegurarme de que iba a prestar declaración… y, si lo consideraba necesario, a recurrir al uso de drogas y de torturas para hacerle confesar. Eso es lo que hubieran hecho muchos de los magistrados xuyanes. A mí esa práctica me parecía no solo abominable sino también innecesaria. Sabía que así no iba a conseguir arrancarle la verdad—. ¿Tiene alguna idea de por qué está desnuda?
—Le gustaba trabajar así —dijo lentamente, y luego añadió, como enmendándose—: Al menos conmigo. Decía que le resultaba liberador. Se… —Hizo una pausa y esperó mi reacción. Yo mantuve el rostro impasible. Tecolli continuó—: Se excitaba conmigo. Y ambos lo sabíamos.
Me sorprendió su franqueza.
—Así que lo de su desnudez no debería sorprendernos. —Bueno, un misterio resuelto… o tal vez no. Tecolli podía estar mintiéndome otra vez—. ¿Qué tal se llevaban?
Tecolli sonrió, con una sonrisa que brotó con demasiada facilidad.
—Todo lo bien que se llevan los amantes.
—Los amantes también se pueden matar entre ellos.
Tecolli clavó la mirada en mí, horrorizado.
—No pensará que…
—Solo estoy intentando determinar la relación que existía entre ustedes.
—Yo la quería —dijo Tecolli molesto—. Nunca le hubiera hecho daño. ¿Le basta con eso?
No, no me bastaba. Parecía debatirse entre contestarme con mera palabrería y soslayar por completo mis preguntas.
—¿Sabe si tenía algún enemigo? —pregunté.
—¿Papalotl? —Su voz sonaba entrecortada, pero seguía evitando mirarme—. Algunos de los nuestros pensaban que le había vuelto la espalda a nuestras costumbres: en su taller no tenía un altar dedicado a los dioses, casi nunca rezaba ni ofrecía sacrificios de sangre…
—¿Y la odiaban lo suficiente como para asesinarla?
—No. —Sonaba horrorizado—. No me cabe en la cabeza que nadie hubiera podido querer…
—Pues alguien lo hizo. Porque ¿no pensará que fue un accidente? —Dejé caer la pregunta bastante inocentemente, pero solo había una respuesta posible y él lo sabía.
—No juegue conmigo. Nadie puede haberse caído de manera accidental por encima de esa barandilla.
—No, está claro que no. —Sonreí fugazmente, mientras observaba cómo el miedo se iba extendiendo por su rostro. ¿Qué es lo que podía estar ocultándome? Si era él quien había cometido el asesinato, era un asesino de lo más asustadizo… pero ya me había cruzado antes con asesinos así, que lloran y manifiestan arrepentimiento, sin que por eso dejen de tener las manos manchadas de sangre—. ¿Tenía familia?
—Sus padres murieron en la Guerra Civil. Sé que llegó de Magna Mexica hace doce años, con Coaxoch, su hermana mayor, a la que nunca he llegado a conocer. Papalotl no hablaba demasiado de sí misma.
No. Seguro que no… no con otro mexica. Yo sabía lo que se hacía cuando se dejaban de lado las costumbres mexicas, como había hecho Papalotl, como había hecho yo. Se permanece en silencio; no se habla por miedo al castigo… o peor, a la compasión.
—Me encargaré de informar a su hermana de lo sucedido —dije—. Usted tendrá que acompañar a los milicianos al tribunal, para que verifiquen su historia y para que le tomen unas muestras de sangre.
—¿Y luego? —Su impaciencia era excesiva… excesiva para un inocente, incluso para un inocente agraviado—. ¿Quedaré en libertad?
—Por el momento, pero no creo que se le permita abandonar Fenliu. Necesitaré tenerlo a mano por si tengo alguna otra pregunta —le dije con aspereza.
No tardaría en atraparlo, y le arrancaría la verdad si me veía obligada a ello.
Cuando se arreglaba el cuello alto del jersey mientras se volvía para marcharse, vi un destello verde alrededor del cuello. Jade. Un collar de jade, de cuentas pequeñas… pero yo sabía que cada una de esas cuentas costaba el salario mensual de un trabajador xuyán ordinario.
—Pagan bien en el ejército… —comenté, sabiendo que eso no era así.
Tecolli se llevó la mano al cuello sobresaltado.
—¿Lo dice por esto? No es lo que cree. Lo heredé de un familiar.
Había hablado a toda velocidad, mientras fijaba alternativamente la mirada en mí y en la puerta.
—Ya —repuse yo con dulzura.
Sabía que me estaba mintiendo, y que él sabía que lo había pillado. Bien. Que sufriera un rato; quizás eso lo volviera más cooperador.
Una vez que Tecolli se hubo marchado, le di órdenes a Li Fai para que lo siguiera y me informara utilizando el canal de radio de la milicia. Nuestro joven amante parecía tener prisa, y yo tenía curiosidad por conocer el motivo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
De vuelta en el tribunal, tuve una breve conversación con el doctor Li: los del laboratorio habían examinado el cuerpo pero no habían averiguado nada destacable. Confirmaron que Papalotl había sido arrojada por encima de la barandilla y que había muerto como consecuencia de la caída desde el elevado altillo.
—Se trata de un crimen pasional —dijo misteriosamente el doctor Li.
—¿En qué se basa para afirmar eso?
—Quien lo hizo la empujó por encima de la barandilla, y ella se agarró a la misma en su caída (hemos analizado las marcas en la madera). Y entonces el asesino le arañó hasta que ella se soltó. Por la maraña de heridas que tiene en las manos, resulta evidente que el autor del crimen estaba ofuscado… y que actuó con poca eficiencia.
Pasión. ¿La pasión de un amante, tal vez? Un amante que parecía tener demasiado dinero para lo que cobraba… Me pregunté dónde lo habría ganado, y cómo.
Los del laboratorio tampoco habían encontrado el chip de sonido que faltaba, lo que me confirmó que el cisne era relevante, aunque no sabía de qué manera.
—¿Y no hay huellas dactilares? —pregunté.
—No hemos encontrado ninguna —respondió el doctor Li—. Ni siquiera las de ella. Está claro que el autor del crimen limpió la barandilla.
¡Maldición! El asesino había sido cuidadoso.
Tras esta conversación pasé un momento por mi despacho. Allí encendí una varilla de incienso en mi pequeño altar y dirigí una breve y rutinaria oración a Guan Yin, diosa de la compasión. Luego encendí el ordenador. Como casi todos los ordenadores de la ciudad de Fenliu había sido fabricado en Magna Mexica y, al encenderse, en la pantalla apareció una estilizada mariposa, el símbolo de Quetzalcoatl, el dios mexica del conocimiento y de los ordenadores.
No había vez en la que esa figura no me hiciera sentir una punzada de culpabilidad, normalmente porque me hacía acordarme de que debía llamar a mis padres, algo que no había tenido el valor de hacer desde que me habían nombrado magistrada. Sin embargo, en esta ocasión, la imagen que no pude apartar de mi mente fue la de Papalotl, completamente desnuda, cayendo a cámara lenta desde la barandilla.
Sacudí la cabeza. No era el momento de entretenerse con fantasía mórbidas. Tenía trabajo que hacer.
En el correo encontré los informes preliminares de la milicia, que había interrogado a los vecinos.
Les eché un vistazo rápido. La mayoría de los vecinos había desaprobado la actitud promiscua de Papalotl; al parecer, Tecolli solo había sido el último de una serie de hombres que había llevado a su casa.
Algo que Tecolli no había considerado oportuno mencionarme era que la noche anterior había mantenido una violenta discusión con Papalotl, con gritos lo suficientemente altos como para que se oyeran desde los otros pisos. Uno de los vecinos había visto salir a Tecolli, y a Papalotl cerrándole la puerta en las narices.
Así que entonces ella todavía estaba viva.
Le preguntaría a Tecolli por la discusión. Pero más tarde. Necesitaba más pruebas si quería sorprenderle y hacerle caer en una trampa, y por el momento no tenía demasiado en lo que apoyarme.
Mientras tanto, le pedí a uno de los auxiliares del tribunal que averiguara la dirección de la hermana de Papalotl. Me entretuve con asuntos administrativos mientras él buscaba en el directorio y pronto tuve la información.
Papalotl solo había tenido una hermana, que era su único pariente vivo. Coaxoch vivía en el 23 de la plaza Izcopan, a tan solo unas pocas calles de su hermana pequeña, en el límite del distrito mexica, y ese iba a ser mi siguiente destino.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
La dirección resultó corresponder a un restaurante mexica: El Refugio del Quetzal. Aparqué mi aerocoche a unas pocas calles de distancia y caminé el resto del trayecto, mezclándome con la multitud de las aceras, abriéndome paso a codazos por entre hombres de negocios mexicas ataviados con trajes de algodón bordados y mujeres con maquillaje amarillo, los dientes pintados de negro y faldas por las rodillas, que se contoneaban de manera seductora al caminar.
En la fachada del restaurante había pintada a tamaño natural una mujer mexica con una falda y blusa a juego, que estaba de pie delante de un horno eléctrico. E inclinada por encima de ella se veía a Chantico, diosa del fuego del hogar, con su corona de espinas de cactus y sus gruesos brazaletes de cornalina y ámbar.
El restaurante en sí tenía dos partes: un pequeño chamizo donde se preparaba a toda velocidad la comida para los aerocoches de los que tenían prisa, y un recinto más grande para los que disponían de más tiempo.
Me dirigí a este último preguntándome dónde encontraría a Coaxoch. La sala no era muy distinta a las de los restaurantes xuyán: cojines para sentarse alrededor de mesas circulares bajas, y encima de cada mesa un brasero eléctrico que mantenía la comida caliente (en este caso, tortillas de maíz, el alimento básico en la gastronomía mexica). En el aire flotaba ese olor tan familiar a aceite frito y a especias que siempre estaba presente en la cocina de mi madre.
La clientela era numerosa, a pesar de que apenas era la sexta bihora. En su mayoría eran mexicas, pero vislumbré algunos xuyanes… e incluso un rostro más pálido bajo una cabellera pelirroja, que solo podía pertenecer a algún estadounidense de origen irlandés.
Paré a la primera camarera a la que vi y le pregunté por Coaxoch en nahuatl.
—¿La dueña? Está arriba, ocupada con la cuentas.
La camarera llevaba cuencos con distintas salsas, y resultaba evidente que tenía poco tiempo para charlar con desconocidos.
—Tengo que verla —le dije.
Me examinó de arriba abajo, frunciendo el ceño, sin duda alguna intentando encajar mi rostro mexica con el atuendo xuyán propio de mi cargo.
—Y no para darle buenas noticias, me parece a mí. Es la puerta de la izquierda.
Encontré a Coaxoch en un pequeño despacho, tecleando números en un ordenador. Junto a ella, un alto y lúgubre mexica con gafas estaba comprobando unas hojas impresas.
—Tiene pinta de que las cuentas no cuadran, Coaxoch.
—¡Maldita sea!
Coaxoch levantó la cabeza. Se parecía tanto a su hermana pequeña que en un primer momento pensé que podrían haber sido gemelas; pero poco a poco fui percatándome de las pequeñas diferencias: los ojos ligeramente más grandes, los labios más carnosos y las mejillas más redondeadas.
Coaxoch me vio de pie en la puerta y se quedó inmóvil.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Yo… —La turbación se apoderó de mí cuando la miré a los ojos—. Me llamo Hue Ma. Soy la magistrada del distrito de las Cataratas del Dragón Amarillo. Su hermana ha muerto. He venido a informarle de ello y a hacerle algunas preguntas. —Miré a su acompañante—. ¿Le importaría dejarnos a solas?
El hombre miró a Coaxoch, que se había derrumbado sobre la mesa con el rostro consternado.
—Coaxoch…
—Estoy bien, Mahuizoh. Por favor, ¿puedes salir?
Mahuizoh me dirigió una mirada preocupada y salió, cerrando la puerta con suavidad detrás de él.
—Así que ha muerto —dijo Coaxoch tras unos instantes, con la mirada clavada en las manos—. ¿Cómo…?
—Cayó al vacío por encima de una barandilla.
Levantó la mirada hacia mí, con una perturbadora perspicacia en los ojos.
—¿Cayó… o la empujaron?
—La empujaron —reconocí finalmente, acercando una silla y sentándome frente a ella.
—Así que ha venido a averiguar quién la empujó.
—Sí. Sucedió esta mañana, cerca de la cuarta bihora. ¿Dónde estaba usted entonces?
Coaxoch se encogió de hombros, como si no le importara que le estuviera preguntando por su coartada.
—Aquí, durmiendo. Tengo una habitación en este piso, y el restaurante no abre hasta la quinta bihora. Así que me temo que no tengo testigos.
Preguntaría a los empleados, pero sospechaba que Coaxoch estaba en lo cierto y que nadie iba a poder corroborar su coartada.
—¿Sabe si tenía algún enemigo? —le pregunté cautelosamente.
Coaxoch se volvió a mirar las manos.
—No voy a poder ayudarle.
—Era su hermana. ¿No quiere saber quién la mató?
—¿Que si lo quiero saber? Por supuesto. Tengo corazón, pero no la conocía lo suficientemente bien como para saber quiénes eran sus enemigos. Es curioso, ¿verdad?, lo que nos podemos llegar a distanciar… Cuando llegamos de Tenochtitlan juntas nos leíamos el pensamiento la una a la otra… y ahora, doce años después, apenas la veía.
Pensé incómoda en cuándo había sido la última vez que había hablado con mis padres… y en cuándo había sido la última vez que había mantenido una conversación en nahuatl fuera del trabajo. ¿Hacía un año?, ¿tal vez dos?
Era algo que me superaba. Siempre que iba a visitar a mis padres veía lo mismo: el pequeño y sombrío apartamento con los restos de su vida en Magna Mexica, con todas esas fotografías de amigos que habían sido ejecutados, a modo de innumerables altares funerarios. Me llegaba de nuevo el olor a carne chamuscada en las calles de Tenochtitlan; y volvía a ver a mi amigo Yaotl caer con una bala en el pecho mientras gritaba mi nombre, y a mí misma, incapaz de hacer nada, salvo gritar pidiendo una ayuda que nunca llegaría.
Coaxoch me estaba mirando. Me obligué a apartarme de mis evocaciones y dije:
—Usted sabía que Papalotl tenía amantes…
No conseguía calar a Coaxoch. Tan pronto parecía distante e insensible como se le quebraba la voz y parecía que le costaba que le salieran las palabras.
—Se había labrado una buena fama con eso… —dijo Coaxoch—. Todo esto ha sido culpa mía. Deberíamos habernos visto con más frecuencia. Debería haberle pedido…
No dije nada. Yo no había conocido a ninguna de las dos hermanas, así que cualquier consejo por mi parte hubiera sonado falso, incluso a mí misma. Dejé que la voz de Coaxoch se apagara y pregunté:
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace seis días. Comió con Mahuizoh y conmigo.
Mahuizoh me había parecido tener más o menos la misma edad que Coaxoch, o tal vez algún año más.
—¿Y Mahuizoh es…?
—Un amigo de la familia —respondió Coaxoch con el rostro hermético.
Algo me dijo que le podía hacer más preguntas sobre Mahuizoh, pero que no iba a recibir ninguna respuesta verdadera. Dejé de lado el asunto por el momento y pregunté:
—¿Y no la encontró alterada?
Coaxoch movió la cabeza negativamente. Abrió el cajón de la mesa y sacó una bonita y estilizada pipa de carey, que llenó con temblorosas manos. Cuando cerraba el cajón, alcancé a ver una fotografía antigua: un joven mexica con la túnica típica de los nobles. La foto estaba medio enterrada entre los papeles.
Coaxoch había encendido la pipa. Inhaló, profundamente; el aroma a flores y a tabaco inundó el pequeño despacho.
—No, aquel día no parecía alterada. Estaba trabajando en una nueva obra, un encargo de la oficina del prefecto del que estaba muy orgullosa.
—¿Llegó a verlo?
—No, sé que iba a ser un cisne y un colibrí: los símbolos de Xuya y de Magna Mexica; pero no sé qué texto ni qué música iba a elegir.
—¿Y lo sabrá Mahuizoh?
—¿Mahuizoh? —se sorprendió Coaxoch—. No creo que lo sepa, pero puede preguntárselo. Estaba más unido que yo a Papalotl.
Ya tenía decidido que iba a interrogar a Mahuizoh, así que añadí esa a la lista de preguntas que tendría que hacerle.
—Así que ¿únicamente parecía excitada?
—Sí, pero podría equivocarme. Llevaba casi un año sin verla —respondió, su voz de nuevo impasible.
—¿Por qué? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Nosotras… —dijo con un encogimiento de hombros— nos fuimos distanciando tras instalarnos en Fenliu. Supongo que cada una siguió por su propio camino. Papalotl se refugió en sus hologramas y en sus amantes; y yo, en mi restaurante.
—¿Se refugiaron de qué? —pregunté.
Coaxoch me miró.
—Ya lo sabe. ¿No huyó también de la Guerra Civil?
—¿Y usted qué sabe? —dije sobresaltada.
—Lo tiene escrito en la cara. ¿Y qué otro motivo podría tener una mexica para hacerse magistrada xuyán?
—Hay otros motivos —respondí, con el rostro severo.
—Puede ser —dijo Coaxoch encogiéndose de hombros—. Le contaré lo que yo recuerdo: hermanos que se volvían el uno contra el otro; las calles negras por la sangre; los guerreros de los Regimientos Águila luchando entre ellos; francotiradores en los tejados, abatiendo a la gente en el mercado; los sacerdotes registrando casa por casa en busca de partidarios del antiguo régimen…
Cada una de sus palabras conjuraba imágenes terribles y confusas en mi mente, como si la niña de doce años que había huido cruzando la frontera todavía estuviera en mi interior.
—Basta —susurré—. Basta.
Coaxoch sonrió con amargura.
—Usted también lo recuerda.
—Eso ya ha quedado atrás —dije con los dientes apretados.
La mirada de Coaxoch me recorrió de arriba abajo, observando mi atuendo xuyán y el cinturón color jade.
—Ya veo. —Aunque su voz sonó enormemente irónica, la traicionaron sus ojos, al borde de las lágrimas: su agresividad era producto de su dolor—. ¿Deseaba saber alguna otra cosa?
Podía haberle contado que Papalotl había muerto desnuda, mientras esperaba a su amante, pero no le vi ningún sentido. O bien estaba al tanto de las excéntricas costumbres de su hermana, en cuyo caso no le pillaría por sorpresa, o bien no lo sabía todo, y entonces solo iba a conseguir herirla inútilmente.
—No —dije por fin—. Nada más.
—¿Cuándo terminarán con el cuerpo? —me preguntó con cautela—. Tengo que organizar… los preparativos para el funeral. —Y en ese momento la voz se le quebró y enterró el rostro entre las manos.
Esperé hasta que volvió a alzar la mirada.
—Se lo entregaremos en cuanto podamos.
—Ya, en cuanto esté presentable —dijo con una sonrisa amarga.
No había nada que pudiera responder a eso.
—Gracias por su tiempo —me limité a decir.
Coaxoch se encogió de hombros, pero ya no añadió nada más. Se había vuelto de nuevo hacia la pantalla y la estaba mirando con unos ojos que estaba claro que no la veían. Me pregunté qué recuerdos estaría evocando, pero decidí no entrometerme más.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando salí de la habitación, mi radio emitió un pitido, indicándome que me había llegado un mensaje privado. Mahuizoh estaba esperando fuera.
—Me gustaría hablar con usted dentro de unos momentos —le dije, cogiendo el aparato de mi cinturón.
—Estaré con Coaxoch —dijo Mahuizoh asintiendo con la cabeza.
Una vez en el pasillo, me dirigí a un rincón tranquilo para escuchar el mensaje. Los frescos de las paredes representaban diversos dioses: Huitzilpochtli, el protector, con el rostro pintado de azul y su cinturón de cuchillas de obsidiana; Tezcatlipoca, dios de la guerra y del destino, de pie acariciando el jaguar que tenía a su lado, sobre un fondo de rascacielos en llamas.
Me hicieron sentir incómoda al recordarme lo que había dejado atrás. Era evidente que Coaxoch seguía respetando las viejas tradiciones… tal vez aferrándose a ellas en exceso, como ella misma había reconocido.
El mensaje era de la sexta unidad de la milicia: tras salir del tribunal, Tecolli se había dirigido a los barracones del Tez Negro. Como es natural, al ser los barracones territorio mexica la milicia no había podido entrar, pero habían apostado un centinela en un tejado cercano que había visto cómo un alterado Tecolli hacía una larga llamada de teléfono desde el patio. Luego había regresado a sus habitaciones y no había vuelto a salir.
Llamé a la sexta unidad y les pedí que me informaran en cuanto Tecolli realizara cualquier movimiento.
Y regresé al despacho de Coaxoch para interrogar a Mahuizoh.
Cuando entré, Mahuizoh estaba sentado cerca de Coaxoch, hablando con ella en voz baja. Sus ojos brillaban con un extraño ardor detrás de las gafas. Me pregunté qué era él para Coaxoch… y qué había sido para Papalotl.
Mahuizoh levantó la vista y me vio.
—Excelencia —dijo, con un xuyán que tenía mucho menos acento que el de Coaxoch.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar tranquilamente? —pregunté.
—En mi despacho. Es la siguiente puerta —respondió Mahuizoh. Coaxoch seguía mirando al frente, con los ojos vidriosos y el rostro una máscara pálida—. Coaxoch…
Ella no respondió. Una de sus manos estaba jugueteando con la pipa de carey, girándola y estrujándola de tal manera que me temí que pudiera romperla.
El despacho de Mahuizoh era mucho más pequeño que el de Coaxoch y estaba empapelado con enormes pósters de jugadores de pelota luciendo orgullosamente sus rodilleras y coderas y elevándose por encima de la pista para introducir la pelota en el aro metálico vertical.
Mahuizoh no se sentó; se apoyó en la mesa y cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Qué es lo que desea saber? —preguntó.
—¿Usted trabaja aquí?
—De vez en cuando. Trabajo como programador informático en Paoli Tech.
—¿Hace mucho tiempo que conoce a Coaxoch?
—La conocí a ella y a Papalotl cuando llegaron aquí, hace doce años —respondió con un encogimiento de hombros—. Mi calpulli, mi clan, las ayudó a instalarse en el barrio. Por aquel entonces eran tan jóvenes… —añadió sin reparar en que él no era mucho mayor que Coaxoch—. Tan… diferentes.
—¿A qué se refiere?
—Parecían pájaros asustados a los que unos cazadores hubieran levantado del bosque.
—Eso es lo que te hace la guerra —dije, recurriendo a un tópico una vez más.
Sin embargo, una parte de mí, la niña aterrorizada que había huido de Tenochtitlan, sabía que eso no era en absoluto un tópico, sino la única manera de expresar con palabras ese pasado inenarrable.
—Supongo… Yo nací en Fenliu, así que no lo sé.
—¿En la guerra perdieron tanto a su padre como a su madre?
—Sus padres eran leales al viejo régimen… al que perdió la Guerra Civil. Los sacerdotes de Tezcatlipoca dieron con ellos una noche y los asesinaron ante los ojos de Papalotl. Ella nunca consiguió superarlo… —La voz le temblaba—. Y ahora…
No dije las palabras que esperaba que dijera, demasiado consciente de su dolor.
—¿Conocía bien a Papalotl?
Mahuizoh volvió a encogerse de hombros.
—Ni más ni menos de lo que conozco a Coaxoch.
Vislumbré un leve temblor en sus ojos. Mentía.
—Había tenido varios amantes —dije, tanteando con cuidado un terreno delicado.
—Siempre fue… más promiscua que Coaxoch.
—¿Que no tiene novio…?
—Coaxoch estaba prometida con Izel, que pertenecía a la nobleza del antiguo régimen de Tenochtitlan. Fue él quien consiguió que sacaran de la cárcel a Papalotl y a Coaxoch después de que los sacerdotes asesinaran a sus padres. Pero murió.
—¿Es el hombre de la fotografía que Coaxoch tiene en el cajón?
Mahuizoh se sobresaltó.
—¿La ha visto? Sí, es él. Coaxoch no ha superado su pérdida. Sigue haciendo ofrendas funerarias aunque a él esas tonterías ya no le sirvan de nada. Yo confiaba en que con el tiempo lo olvidara, pero no ha sido así.
—¿Cómo murió Izel?
—Un grupo de guerreros rebeldes empezó a perseguir su aerocoche cuando estaban ya cerca de la frontera. Izel le dijo a Coaxoch que siguiera conduciendo y él saltó del coche con la pistola desenfundada. Consiguió detener el aerocoche de los guerreros, pero lo apresaron. Y lo ejecutaron.
—Murió como un héroe.
Mahuizoh sonrió sin alegría.
—Y vivió como un héroe. Sí, entiendo perfectamente por qué Coaxoch no lo olvidó enseguida.
Había amargura en su voz y creí saber el motivo: había confiado en ganarse un lugar en el corazón de Coaxoch, pero en todo momento se había encontrado con un muerto cerrándole el paso.
—Hábleme de Papalotl —le pedí.
—Papalotl… podía ser difícil. Era obstinada e independiente, se había distanciado del clan para centrarse en su arte y había abandonado nuestras costumbres.
—¿Y a usted le parecía mal?
Su rostro se crispó.
—Yo no he visto lo que ella vio. Yo no he tenido que pasar por una guerra. No tenía derecho a juzgarla… ni tampoco lo tenía el clan.
—Así que a su modo usted la quería.
Mahuizoh dio un respingo.
—Sí, podríamos decir que sí. —Pero sus palabras ocultaban un significado más profundo que se me escapaba.
—¿Conoce a Tecolli?
El rostro de Mahuizoh se ensombreció y durante un instante vislumbré en sus ojos un instinto asesino.
—Sí, era el amante de Papalotl.
—¿No le gustaba?
—Coincidí con él una vez. Conozco a los de su calaña.
—¿Su calaña?
—Tecolli es un parásito —dijo con brusquedad—. Cogerá todo lo que tengas para darle sin ofrecerte nada a cambio.
—¿Ni siquiera amor? —pregunté, aparentando inocencia.
—Preste atención a lo que le digo —dijo Mahuizoh clavando en mí su mirada y, de pronto, ya no tenía frente a mí el rostro de un frágil programador informático sino el rostro pintado con franjas negras de un guerrero—. Tecolli se beberá tu sangre, te exprimirá hasta la última gota y disfrutará con tu dolor, y cuando se marche lo único que quedará de ti será un caparazón seco. No amaba a Papalotl, y yo nunca entendí lo que ella veía en él.
Y en esa última frase capté algo que iba más allá del odio hacia Tecolli.
—Usted tenía celos. De ellos dos.
Mis palabras le sobresaltaron.
—No. Jamás.
—Los suficientes como para llegar a asesinar.
Se quedó en silencio con el rostro vacío de toda expresión. Cuando finalmente volvió a levantar la mirada, se le notaba menos crecido y casi arrepentido.
—Ella no lo entendía —dijo—. No entendía que estaba perdiendo el tiempo. Y yo no conseguí hacérselo entender.
—¿Dónde ha estado esta mañana?
—¿Verificando coartadas? —me preguntó con una sonrisa—. Tengo muy poco que ofrecerle. Hoy he librado en el trabajo, así que estuve paseando por los alrededores de la Pagoda de la Grulla Azul. Y luego me vine aquí.
—¿Y supongo que no lo vio nadie?
—Nadie que vaya a poder reconocerme. Me crucé con varias personas, pero no les presté atención y dudo que ellas me la prestaran a mí.
—Entiendo —dije, pero no podía olvidar su ciega ira… no podía olvidar que finalmente podría haber perdido la calma al encontrar a Papalotl desnuda en el taller esperando a su amante—. Gracias.
—Si ya no me necesita, voy a volver con Coaxoch.
—No, ya no lo necesito —dije moviendo negativamente la cabeza—. Aunque es posible que en algún momento tenga que hacerle alguna otra pregunta.
La perspectiva pareció incomodarle.
—Haré todo lo que esté en mi mano por contestárselas.
Lo dejé y me abrí paso por el abarrotado restaurante, escuchando los atronadores himnos que salían de los altavoces a toda potencia, inhalando el olor a maíz y a licor, a octli. No conseguía apartarme de la cabeza las palabras de Coaxoch:
«Le contaré lo que yo recuerdo: hermanos que se volvían el uno contra el otro, las calles negras por la sangre…»
Era una pesadilla que yo había dejado atrás hacía mucho tiempo, que ya no podía afectarme ni herirme. Yo era xuyán, no mexica. Estaba a salvo, refugiada en el seno de Xuya, venerando a los Inmortales taoístas y a Buda, y confiando en la protección de la familia imperial de Dongjing.
Estaba a salvo.
Aunque, al parecer, en realidad la guerra nunca nos abandona.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Regresé al tribunal bastante meditabunda, al no haber encontrado a nadie que respaldara ni la coartada de Mahuizoh ni la de Coaxoch. Como ya estaba bien avanzada la octava bihora, me tomé un rápido y tardío almuerzo en mi mesa: sopa con tallarines y cilantro, y gelatina de coco de postre.
Eché un vistazo al correo. Tenía esperándome varios informes de la milicia. Habían sido enviados antes de que me marchara de El Refugio del Quetzal, pero habían quedado atrapados en el entramado burocrático que los había ralentizado en su camino hacia el tribunal.
Los fui leyendo mientras echaba pestes contra el exceso de burocracia, aunque sin esperar gran cosa.
Pero estaba de lo más equivocada.
La séptima unidad de la milicia del distrito mexica había interrogado al vecino que vivía a la izquierda de Papalotl: un antiguo comerciante que padecía de insomnio y que estaba despierto a la tercera bihora. El vecino había visto a Tecolli entrar en el piso de Papalotl… media hora antes, y ni un minuto menos, de que Tecolli llamara a la milicia.
¡Vaya! Todavía existía una posibilidad de que Tecolli hubiera encontrado el cadáver antes de lo que había dicho, aunque, de ser así, ¿por qué no había llamado a la milicia de inmediato? ¿Por qué había esperado tanto?
«Estaba eliminando pruebas», pensé, con el corazón latiéndome cada vez más deprisa.
Tenía que haber arrestado a Tecolli; pero, en lugar de arrestarlo, me había aferrado a mis anticuados ideales, a esos que decían que la tortura era algo abominable y que un magistrado debía descubrir la verdad, no arrancársela a los sospechosos. Había actuado como una pusilánime.
Bueno…
Lo tenía vigilado. Tecolli había estado haciendo llamadas telefónicas. Solo era cuestión de tiempo que tuviera que hacer algún movimiento.
Suspiré. Cuando se comete una equivocación, lo mejor que se puede hacer es asumirla y tirar para adelante. Esperaría.
La espera me resultó de lo más frustrante. La tarde pasó y se adentró en la noche. Lo intenté con la meditación budista, pero no conseguía concentrarme adecuadamente en la respiración y al cabo de un rato lo di por imposible y desistí.
Cuando me avisaron, estaba tan tensa que derribé el auricular al intentar cogerlo.
—Excelencia, aquí la sexta unidad de la milicia. El objetivo se está moviendo. Repito: el objetivo se está moviendo.
Agarré el abrigo y salí corriendo, pidiendo mi aerocoche a gritos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Me reuní con el aerocoche de la sexta unidad en un barrio bastante sórdido de Fenliu: los Jardines de la Felicidad, que tras haber sido una zona de clase media, había decaído y se había llenado de pisos de alquiler atestados y de edificios medio en ruinas, algunos abandonados a medio construir.
Mantuve una breve charla con Li Fai, que estaba al frente de la unidad: Tecolli se había marchado de los barracones del Tez Negro y había tomado el maglev, el tren de levitación magnética, que atravesaba Fenliu. Uno de los soldados le había seguido en el maglev hasta que se había bajado en la estación de los Jardines de la Felicidad, para continuar caminando hasta una nada llamativa tiendecita situada en la avenida Lao Zi.
Nuestros dos aerocoches estaban aparcados en la esquina de esa misma avenida, a unos cincuenta pasos de la tienda, de la que Tecolli todavía no había salido.
Miré a los tres milicianos para asegurarme de que tenían sus armas de servicio y saqué mi propia Yi Sen semiautomática.
—Vamos a entrar —dije.
Amartillé mi arma con un movimiento rápido y oí el clic de la bala cuando entró en la recámara.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Sintiendo el tranquilizador peso de mi arma, me coloqué cerca de la puerta de la tienda, que estaba cerrada. A esa hora tan tardía la calle estaba prácticamente desierta, y los escasos peatones nos rehuían, sin ninguna gana de interferir con la justicia xuyán.
Li Fai estaba de puntillas, intentando mirar por la ventana. Transcurridos unos instantes bajó los pies y levantó tres dedos. Así que tres personas. O más. No parecía demasiado seguro.
Le hice un gesto preguntándole si estaban armados y él se encogió de hombros.
Bueno, hay momentos en los que se tiene que actuar.
Levanté la mano y di la señal.
El primero de los milicianos abrió la puerta de una patada, gritó, «¡Milicia!», y se apresuró a entrar. Lo seguí, entre dos milicianos, luchando por levantar mi arma mientras me asediaban los recuerdos de la guerra, de cómo me había refugiado en la entrada de una casa mientras los leales al antiguo régimen y los rebeldes se disparaban en el mercado de Tenochtitlan…
No.
Ahora no.
En el interior reinaba la oscuridad, salvo por una puerta débilmente iluminada; vislumbré varias figuras que la atravesaban corriendo.
Cuando estaba a punto de lanzarme en su persecución, alguien, Li Fai, me puso la mano en el hombro para frenarme.
Entonces recordé que era la magistrada del distrito y que mi vida no podía ser puesta en peligro. Era frustrante, pero sabía que no me habían entrenado para eso. Le hice un gesto con la cabeza indicándole que lo había comprendido, y me quedé mirando cómo atravesaban la puerta corriendo.
Los disparos resonaron por la habitación. El primer hombre que había entrado cayó, agarrándose el hombro. Se oyeron varios disparos más… No veía a los milicianos, que se habían alejado de la puerta.
Un silencio mortal se apoderó del lugar; empecé a moverme con cuidado, rodeé el mostrador y entré por la puerta.
La luz que había visto provenía de varios pedestales de holograma, que estaban encendidos pero sin sonido. Tirados por el suelo había varios chips, y a punto estuve de pisar uno.
La habitación estaba revestida con paneles de madera, y en una esquina de la misma yacía el cuerpo de una menuda y marchita mujer xuyán a la que no conocía. Junto a ella estaba la pistola que había utilizado. La bala de la milicia le había dado en el pecho y la había lanzado hacia atrás, contra la pared.
Tecolli estaba en cuclillas junto a ella, en actitud de haberse rendido, con dos milicianos junto a él vigilándolo.
Sonreí sombríamente.
—Queda arrestado.
—No he hecho nada malo —dijo Tecolli, intentando incorporarse.
—Sedición, con eso basta. Resistirse a la milicia es un delito grave.
Mientras decía esto, mi mirada fue recorriendo la habitación hasta detenerse en la imagen de uno de los pedestales, una imagen que me resultó de lo más familiar: un hombre chino ataviado con las vestiduras de seda gris de los eunucos, que iba difuminándose gradualmente para ser remplazado por trece juncos en el océano.
Los hologramas de Papalotl.
Obras que no habrían debido copiarse ni venderse en ningún lugar que no fuera su taller.
Me acordé de los chips que faltaban en los pedestales de Papalotl y de pronto comprendí el origen de la riqueza de Tecolli: había estado robando los chips a Papalotl para copiarlos y luego vender las copias en el mercado negro. Y ella lo había descubierto, y seguro que ese había sido el motivo de su discusión.
Sin embargo, para Tecolli el asunto tenía un cariz totalmente distinto: era un caballero águila y estaba sometido a leyes más estrictas que el pueblo llano. Por un crimen como ese sería ejecutado y la vergüenza caería sobre su familia. Había tenido que silenciar a Papalotl, de una vez y para siempre.
«Te exprimirá hasta la última gota.»
Cuando Mahuizoh había hablado conmigo no había podido saber lo certeras que eran sus palabras. Era imposible que lo hubiera sabido.
Los ojos de Tecolli se encontraron con los míos y debió de percatarse de mi aversión hacia él, porque de su rostro desapareció toda impostura.
—No la maté —dijo—. Le juro que no la maté.
Parecía estar al borde de las lágrimas.
—Lleváoslo —ordené con aspereza por entre mis dientes apretados—. Nos ocuparemos de él en el tribunal.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Yi Mei-Lin, una de las auxiliares, entró en mi despacho cuando estaba terminando de teclear mi informe preliminar.
—¿Cómo está Tecolli? —pregunté.
—Sigue asegurando que es inocente. Dice que cuando él la encontró ya estaba muerta y que únicamente utilizó esa media hora extra para eliminar las pruebas de que podía haber estado manipulando los hologramas, borrar sus huellas dactilares y limpiar bien los pedestales. —Yi Mei-Lin tenía en las manos una caja de cartón llena, tapada con un trozo de papel—. Esto es lo que llevaba encima. Pensé que a lo mejor quería echarle un vistazo.
Suspiré. Me molestaban los ojos de mirar el ordenador.
—Sí, supongo que debería echárselo.
Ya sabía que, aunque en la tienda de estraperlo se habían encontrado los chips que faltaban, el chip de sonido del holograma del cisne no había aparecido. Tecolli negaba haberlo cogido, aunque tal como estaban las cosas tampoco es que me sintiera demasiado inclinada a creerle.
—Le voy a traer un té de jazmín —dijo Yi Mei-Lin, tras lo cual salió silenciosamente por la puerta.
Revolví distraída las pertenencias de Tecolli. Lo normal: cartera, llaves, unos cuantos yuanes de cobre que no hubieran alcanzado ni para comprar tabaco. Un bezote metálico, un tanto ajado por el prolongado contacto con la piel. Un paquete de pipas de calabaza garrapiñadas, todavía con el envoltorio de plástico.
Un montón de papeles plegados varias veces. Los cogí, los desdoblé y miré lo que estaba escrito. Era parte de un guión… del guión del cisne, caí en la cuenta con el corazón latiéndome más deprisa. Tecolli había sido la voz del colibrí, y el guión de Papalotl tenía partes subrayadas con fuerza y anotaciones en los márgenes, como preparación de su papel.
El cisne (la voz de Papalotl) se limitaba a recitar una serie de fechas: la catastrófica carga del Segundo Regimiento de Tezcatlipoca Rojo durante la guerra por la independencia de Xuya contra China; la guerra tripartita y el triunfo de la alianza mexica-xuyán sobre los Estados Unidos.
Y, finalmente, la guerra civil mexica, doce años atrás: los soldados xuyanes enviados para ayudar a restaurar el orden; miles de mexicas huyendo de sus hogares e instalándose al otro lado de la frontera.
Y entonces el cisne guardaba silencio y aparecía el colibrí. Era allí donde empezaba el papel de Tecolli.
Tonatiuh, el Quinto Sol, acaba de salir, y en el exterior de mi celda oigo a los sacerdotes de Huitzilpochtli entonando sus himnos mientras preparan el altar para mi sacrificio.
Sé que ahora estás al otro lado de la frontera. Los xuyanes te acogerán como han acogido a tantos otros de nuestro pueblo, y allí reharás tu vida. Lo único que lamento es que no estaré allí para acompañarte en ese camino…
Desconcertada, fui pasando las páginas. Era un monólogo largo y conmovedor, pero que tenía algo que lo hacía distinto a los otros chips de audio que había escuchado en el taller de Papalotl. Este sonaba…
«Más real», pensé, estremeciéndome sin saber por qué. Recorrí con la vista la parte inferior de la penúltima página.
Te harán llegar esta carta, porque aunque son mis enemigos son hombres de honor.
No derrames lágrimas por mí. En el altar me espera la muerte de un guerrero, y mi sangre fortalecerá a Tonatiuh. Pero mi amor es y siempre ha sido tuyo, eternamente, tanto en este mundo de flores que se marchitan como en el paraíso de los dioses.
Izel
Izel.
El prometido de Coaxoch.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando llegué a El Refugio del Quetzal era la tercera bihora y en el restaurante no había ni un alma, ya que todos los clientes se habían marchado a casa hacía un buen rato.
En el piso de arriba, en el despacho, todavía había luz. Abrí la puerta con suavidad y la vi de pie junto a la ventana, con la espalda vuelta hacia mí. Llevaba una bata con un ciervo bordado y un chal de fibra de maguey: el atuendo típico de las mujeres en Magna Mexica.
—La estaba esperando —dijo sin volverse.
—¿Dónde está Mahuizoh?
—Le dije que se marchara. —La voz de Coaxoch sonaba totalmente impasible. Sobre la mesa estaba colocada la descolorida fotografía de Izel y justo delante había un pequeño cuenco con un poco de hierba: una ofrenda funeraria—. Él no lo habría entendido.
Se giró lentamente para quedar frente a mí. Dos franjas de maquillaje negro le atravesaban cada una de las mejillas: los símbolos que se pintaban en el rostro de los muertos antes de que fueran incinerados.
Retrocedí sorprendida, pero ella no hizo ademán alguno de acercárseme. Con cierto recelo, le alargué los arrugados papeles de Tecolli.
—Papalotl le robó la carta original, ¿verdad?
Coaxoch sacudió la cabeza.
—Desde que se trasladó aquí tenía que haberla visto más —dijo—. Tenía que haberme dado cuenta de en qué se estaba convirtiendo… —Apoyó ambas manos sobre la mesa, señorial como una emperatriz—. Cuando la carta desapareció, no se me ocurrió pensar que hubiera sido Papalotl. Mahuizoh creyó que a lo mejor Tecolli…
—Mahuizoh odia a Tecolli —intervine.
—Da igual. Fui a ver a Papalotl, para preguntarle si la había visto. No porque pensara nada. —Respiró profundamente intentando calmarse. Bajo el maquillaje su rostro se había encendido—. Cuando llegué, ella me abrió la puerta… desnuda por completo, y ni siquiera se ofreció a vestirse. Me dejó abajo y subió al taller, dijo que para terminar algo. Yo la seguí. —La voz le temblaba, pero consiguió afianzarla—. Vi… la carta encima de la mesa… La había cogido ella. Y cuando le pregunté, me habló del holograma… me dijo que cuando lo vendiera nos haríamos famosas, y que la oficina del prefecto lo pondría donde todo el mundo lo pudiera ver…
No dije nada. Me quedé donde estaba, escuchando cómo la voz iba cobrando más y más intensidad, hasta que cada una de sus palabras se convirtió en un tormento para mí.
—Iba a… vender mi dolor. A vender mis recuerdos a cambio de un poco de fama. Iba a… —Coaxoch inspiró profundamente—. Le dije que no lo hiciera. Le dije que no estaba bien, pero se quedó en el descansillo negando con la cabeza y sonriéndome… como si bastara con que ella lo dijera para que algo estuviera bien… No lo entendía. No entendía nada. Había cambiado demasiado. —Clavó la mirada en las manos y luego de nuevo en la fotografía de Izel—. No conseguía que se callara, ¿lo entiende? La empujé y la golpeé, pero no dejaba de sonreírme, de vender mi dolor…
Levantó la mirada hacia mí y reconocí la expresión en sus ojos: era la de alguien que ya está muerto, y que lo sabe.
—Tenía que disuadirla —dijo, su voz ahora más baja, casi agotada. Y continuó con lágrimas en los ojos—: Pero fracasé. Incluso mientras caía siguió sonriendo. Siguió riéndose de mí.
Las palabras se me resistían, pero finalmente le dije:
—Ya sabe lo que va pasar ahora…
Coaxoch se encogió de hombros.
—¿Acaso cree que me importa, Hue Ma? Hace mucho tiempo que dejó de importarme. —Dirigió una mirada larga y anhelante a la fotografía de Izel y enderezó los hombros—. Tampoco está bien lo que yo he hecho. Haga lo que tenga que hacer.
No se humilló, cuando la milicia entró en la habitación, ni tampoco se humilló cuando cerraron las esposas sobre sus muñecas y se la llevaron. Y supe que tampoco lo haría el día de la ejecución, fuera por el sistema que fuera.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando salimos del restaurante, vislumbré a Mahuizoh entre los escasos viandantes que se habían congregado para mirar el aerocoche de la milicia. Su mirada se cruzó con la mía, y durante un segundo me la sostuvo… con un dolor tan profundo tras las gafas que se me cortó la respiración.
—Lo siento —susurré—. Se tiene que hacer justicia. —Pero no creo que me oyera.
De vuelta en el tribunal, me senté en mi mesa, mirando el salvapantallas del ordenador: una de las mariposas de Quetzalcoatl, que se multiplicaba hasta llenar la pantalla. Tenía algo que me ayudaba a abstraerme y me resultaba tranquilizador.
Tenía que encargarme de Tecolli; tenía que escribir un informe; tenía que llamar a Zhu Bao para informarle de que no se había equivocado al confiar en mí y de que la culpable ya había sido descubierta. Tenía que…
Me sentía hueca, totalmente vacía. Por fin me moví para arrodillarme delante de mi pequeño altar. Lentamente, con las manos temblorosas, encendí una varilla de incienso y la coloqué de pie delante de las tablillas lacadas. Luego me senté sobre los talones, intentando desterrar el recuerdo de la voz de Coaxoch.
Pensé en sus palabras: «Hace mucho tiempo que dejó de importarme».
Y en las mías, hacía una eternidad: «Eso es lo que te hace la guerra».
Pensé en Papalotl, apartándose de las costumbres mexicas para olvidar su exilio y la muerte de sus padres, y en lo que había hecho con su vida. La vi soltándose de la barandilla, cayendo lentamente hacia el suelo; y vi los ojos de Coaxoch, los ojos de una muerta en vida. Pensé en cómo yo me había apartado de lo que era mi herencia y pensé en Xuya, que me había acogido, pero que no había conseguido cicatrizar mis heridas.
Que nunca conseguiría cicatrizar mis heridas, por muy lejos que yo huyera de mis miedos.
Cerré los ojos un instante y, antes de que pudiera cambiar de opinión, me levanté y cogí el teléfono. Mis dedos marcaron un número al que llevaba años sin llamar, pero que sin embargo no había olvidado.
El teléfono sonó en el vacío. Esperé, con la garganta seca.
—¿Dígame?
Sentí un vacío en el estómago… pero no era miedo sino vergüenza. Y dije en nahuatl, costándome pronunciar cada una de las palabras:
—¿Madre? Soy yo.
Me quedé esperando su ira, sus reproches interminables, pero no hubo nada de eso. Solo su voz, a punto de quebrarse, diciendo el nombre que me habían puesto en Tenochtitlan:
—¡Oh!, Nenetl, hija mía, ¡qué alegría!
Y, aunque llevaba años sin oír ese nombre, sentí que me seguía encajando mejor que cualquier otro.
© 2008 Aliette de Bodard
¡Indudablemente este espacio, Marcheto, se ha vuelto ya una referencia!
Un relato excelente y, como siempre, con una más que excelente traducción. Un mundo alternativo que no deja de crearme multitud de resonancias pues soy mexicano y el efecto, por tanto, es muy peculiar. Esta es una autora reciente para nosotros, lectores de ciencia ficción, pero verdaderamente notable. Me encantó el relato, una mezcla de retrato intimista, ucronía y policíaco.
Y muchas gracias por la traducción de la introducción. Realmente es muy útil para poder situar el contexto de la historia y, a la par, te deja enganchado.
Y lo de «las consultas lingüisticas y culturales sobre el imperio mexica», hago constar que realmente ya lo habías investigado todo. ¡Es un honor la mención a la par de la autora!
Y gracias, también, porque aunque los autores son angloparlantes (o al menos escriben en inglés) es realmente notable la variedad cultural de sus orígenes, lo cual hace su prosa más rica y variada.
Un abrazo.
Hola de nuevo, Gilberto.
Sí, supongo que siendo mexicano el cuento se percibirá de una manera un tanto distinta. Me alegra que te haya gustado.
Y ya aprovecho para comentar algo que como tú ya sabes decidí después de que me contestaras mis «consultas lingüísticas y culturales sobre el imperio mexica». He optado por eliminar las tildes de las palabras de origen náhuatl (como «Tenochtitlán», «Queztalcóatl» o la propia «náhuatl») porque en náhuatl todas las palabras eran graves y no existían tildes. Y, puesto que en esta ucronía el español no se ha impuesto en la zona, el respetar la grafía original me parecía que las hacía parecer más náhuatl, menos españolizadas y, por lo tanto, más acordes con la realidad histórica de este universo. Así que no es que se me haya pasado poner esas tildes, es una decisión, equivocada o no, pero deliberada.
Y en cuanto a la variedad de orígenes de los autores, te aseguro que no está hecho aposta, sino que es la consecuencia natural del hecho de que ahora mismo hay un montón de autores escribiendo en inglés que proceden de países con una cultura totalmente ajena a la anglosajona. Lo que creo que es estupendo, puesto que puede ser de lo más enriquecedor.
Hola Marcheto
Como creo que te comenté, vi que habías incluído un cuento de Aliette de Bodard justo cuando empezando «Inmersion». Me gustó y entonces empecé «Caída de una…» y, la verdad, me dejó un poco indiferente. Me parece un cuento correcto, que queda bien a mitad de una antología pero como inicio o broche final. Así que, para salir de dudas, busqué otro relato suyo y leí «Heaven Under Earth», que es el que más me ha gustado de los tres.
El caso es que, aunque el relato de tu blog no me convenciera, gracias a él y a tu recomendación acabé leyendo más de de Bodard y ha quedado «fichada» para futuras lecturas 🙂
Un saludo
Hola, Malapata.
«Heaven Under Earth» es también otro de mis relatos favoritos de la autora, pero lo deseché porque andaba buscando uno del ciclo del universo de Xuya. Me alegro de que este sí que te haya convencido finalmente, porque Aliette me parece una autora a la que seguir. Y no te pierdas el que se incluye en Terra Nova 2. En mi opinión es otro de sus mejores cuentos (al menos de los que yo le he leído). A mí me gusta más que «Inmersión», aunque sea este el que se esté llevando los premios.
Muy buen cuento y excelente traducción. Muchas gracias, Marcheto.
A mí también me gusta más «Separados por las aguas del río Celeste» 🙂
Gracias, Mariano.
Es curioso, tengo la sensación de que somos bastantes aquellos a los que nos gusta más «Separados por las aguas del río Celeste», y sin embargo el relato que se está llevando todos los premios es «Inmersión». En cualquier caso, una excelente elección para Terra Nova 2.
Pingback: Separados por las aguas del río Celeste, de Aliette de Bodard | Terra Nova
Pingback: Presentación de la MIRcon 2014 (primera de su nombre)
Pingback: ‘En una estación roja, a la deriva’, lo próximo de Fata Libelli | El rincón de Koreander
Pingback: LCDE entrevista a Aliette de Bodard (MIRcon 2014) | cosasdesuperheroes
Pingback: #ProyectoEurocon 2016 | NOT A REVIEW
Honestamente, este relato me parece muy malo, y por varios motivos. No sabes lo difícil que fue para mí poder terminarlo; avanzaba unas páginas y sólo pensaba: «Que ya se acabe, que ya se acabe». Consideré abandonar la lectura y pasar al siguiente de la antología, pero me convencía de que el relato mejoraría, de que al final habría algo que le diera un giro o cualquier cosa que redimieran el cuento. Me equivoqué. Me pareció un cuento soso, aburrido, con unos personajes planos, cuyos problemas no me importaban en absoluto. No sentí pena por la muerta, ni por la hermana, tampoco por los dos amantes masculinos, ni por la magistrada.
No me parece tampoco un buen cuento de ciencia ficción, pues su historia cabe perfectamente en el mundo real, sólo es una historia de «Law and Order» con tecnología de Star Wars o los Jetsons.
Si le quitamos toda la fantasía, toda la ucronía, nos queda un simple cuento policiaco, y uno muy simple, sin misterio, sin pistas para el lector (excepto unas muy burdas y predecibles). Un buen relato policiaco no se basa en engañar al lector, sino en retar su ingenio.
¿Para qué le dedica la autora tanto tiempo a la invención de una historial alterna para los imperios azteca y chino? Al menos en este relato, me parece una pérdida total de tiempo.
Soy mexicano, y todo lo que tenga que ver con escarmentar a Cortés o a los gringos, instantáneamente me atrae. Desafortunadamente, en esta ocasión, el intento se quedó corto.
Bueno, Jorge, ante un comentario tan demoledor creo que no puedo decir demasiado, salvo que a mí el cuento sí que me gusta, y por eso está aquí. Ahora bien, reconozco que mis cuentos favoritos del ciclo de Xuya corresponden a la Edad Espacial, y si a pesar de ello elegí este fue simplemente porque creo que los encuadrados en la Edad Moderna son menos conocidos.
Tan solo me gustaría animarte a que le des alguna oportunidad más a Aliette. Tal vez si lees otros de sus cuentos del ciclo de Xuya te parezca más justificada la creación de todo ese marco de historia alternativa.
Pingback: Estas fiestas… ¡regala una autora! | La Nave Invisible
Pingback: Aliette de Bodard: breve introducción | NOT A REVIEW
Pingback: Aliette de Bodard | La Nave Invisible
Pingback: Caída de una mariposa al amanecer de Aliette de Bodard y su introducción al Universo de Xuya - Ikkaro
Pingback: Familia y nostalgia: las estrellas del universo xuyano | La Nave Invisible
Pingback: Historias de Xuya – ConsuLeo