Leah Cypess es una autora estadounidense que, desde que vendió su primer relato cuando iba al instituto, ha publicado cuatro novelas (todas ellas dirigidas al público juvenil) y varias docenas de obras de ficción breve, entre novelas cortas y relatos, tanto de ciencia ficción como de fantasía. Siete de sus cuentos de fantasía fueron recopilados en la que hasta ahora es su única colección, Changelings & Other Stories. Entre los de ciencia ficción me gustaría destacar el que tal vez sea el más conocido, Nanny’s Day, que estuvo nominado a los Nebula y que si tenéis ocasión os recomiendo leer. A todo lo anterior hay que añadir que en abril de este año publicará su primera novela infantil.
Hermanastra (Stepsister) es una de sus historias más recientes, publicada en el número de mayo/junio de 2020 de la revista Fantasy & Science Fiction. Al igual que el anterior relato del blog (Esperando a que Bella…) se inspira en un cuento de hadas clásico, pero ahí terminan las similitudes entre ambas obras. Hermanastra es mucho más extenso (15 000 palabras) y su tono es mucho más ligero e irónico. Y el cuento al que da una nueva vuelta de tuerca y aporta una continuación es otro, del que existen infinidad de versiones, aunque tal vez la más conocida sea la de Perrault (aparte de la de Walt Disney, por supuesto).
En cualquier caso, espero que disfrutéis con este segundo retelling y que os sirva para descubrir a esta autora que hasta ahora estaba inédita por aquí. Y, por supuesto, muchísimas gracias a Leah por permitirme compartir su delicioso Hermanastra con todos vosotros. Thanks a million, Leah!
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Hermanastra
Leah Cypess
La historia que conoces no es que sea exactamente mentira.
Se deja fuera un montón de cosas, pero todo lo que te hemos contado es totalmente cierto. Esta es la misma historia que ya has oído, aunque no exactamente como la has oído.
Te voy a contar esta nueva versión ahora que ya eres mayor para que veas sus inconsistencias, sus sinsentidos siniestros y crueldades horribles. Pero tampoco es tan distinta de la que te narramos de pequeño. Para un niño, todo lo que le relata un adulto de confianza se convierte en una verdad sólida y razonable. Si a los niños no se les contaran cuentos, a lo mejor el mundo entero se les antojaría cruel y sin sentido.
En lugar de eso, nuestra mente se ajusta a la verdad que conocemos, que crece con nosotros y se convierte en una parte de nuestra persona, y que resulta imposible cuestionar sin asesinar una pequeña porción de uno mismo.
¿Y qué empujaría a alguien a hacer eso?
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Me gusta contar a mis amigos que, cuando éramos más jóvenes, el rey Ciar y yo solíamos pelearnos con palos de madera, a modo de entrenamiento, y que en una ocasión el príncipe golpeó con tanta fuerza mi improvisado casco que este giró sobre mi cabeza y quedó atascado, y necesitaron cinco criados y un cubo de mantequilla para liberarme.
«La mantequilla me dejó el pelo de punta —explicaba yo—, y me gustó tanto cómo me quedaba que me negué a lavármelo. Mi madre aguantó dos meses hasta que ya se hartó. Me ató mientras dormía y acto seguido me despertó vertiéndome un cubo de agua jabonosa en la cabeza. Se pasó media hora frotándome el pelo y haciendo caso omiso de mis alaridos».
Las carcajadas resonaron por la taberna, procedentes incluso de mesas apartadas a las que yo no había estado dirigiéndome. Era una imagen que no les costaba demasiado concebir; aunque yo ya tenía más de dos décadas a mis espaldas, mi rostro aún conservaba su aspecto redondeado e infantil, y mis intentos esporádicos por dejarme crecer la barba solo conseguían empeorar la situación en lugar de arreglarla. Para más inri, cuando llevaba el cabello demasiado largo —como solía ocurrir, porque tenía ciertas reservas respecto a permitir que las cuchillas de los barberos del castillo se acercasen en exceso a mi pescuezo—, algunos mechones se me quedaban de punta.
—¿Tu madre? —terció Lissa, y maldije en voz baja antes de girarme para sonreírle. Había olvidado que su madre, al igual que la mía, había servido largos años en el castillo. Lissa sabía que mi madre había muerto cuando yo tenía cinco años. [No se vayan todavía, aún hay más…]